CAPÍTULO XI
UN ARTÍCULO DE FE
Al oír aquel nombre recordó Helen lo que le habían contado en la cocina. Ceridwen era la linda y sucia muchacha que acostumbraba limpiar debajo de la cama de lady Warren y cuyos novios la esperaban fuera de la casa con la paciente inmovilidad de los árboles. Helen había entrevisto a uno de ellos, que, al parecer, esperó en vano.
—¡Qué extraño! —exclamó el doctor Parry—. Williams dice que cuando el capitán Bean volvía a su casa, procedente del mercado, encendió una cerilla para ver el agujero de la cerradura. Al hacerlo descubrió el cuerpo de la muchacha, que estaba en un oscuro rincón del jardín. Entonces se dirigió apresuradamente a la taberna y pidió a Williams que telefoneara a mi casa. Mi ama de llaves les dijo que tal vez estuviese en «La Cúspide».
—Es muy desagradable —observó la señorita Warren—. Supongo que se trata de un caso de apoplejía. La muchacha solía estar muy encarnada.
—Pronto lo sabremos —anunció el doctor Parry—. Lo que me extraña es que, estando la casa del capitán al otro lado de la arboleda, no se dirigiera hacia aquí en lugar de andar casi una milla hasta llegar a la taberna.
—Se había peleado con mi hermano. El profesor encontró un fallo científico en uno de sus artículos. Además creo que tuvo una discusión con la señora Oates a propósito de los huevos que suministra.
El doctor Parry hizo un ademán de comprensión con la cabeza. El capitán Bean era un hombre arisco y solitario, dominado por un terrible mal genio, que protestaba con igual furia contra la teoría de Einstein que contra la acusación de haber suministrado un huevo podrido. Poseía una pequeña granja avícola, realizaba personalmente todos los trabajos de su casa y escribía artículos sobre las costumbres y las religiones de las tribus que habitan en lugares poco frecuentados del globo.
El doctor Parry sabía que su vida de aislamiento hacía que una pequeña discusión se convirtiera para él en motivo de un gran resentimiento, y sospechó que preferiría darse un paseo bajo una lluvia torrencial a pedir a su vecina que le prestara el teléfono.
—Atravesaré la Arboleda —dijo el doctor— y así llegaré antes. Ya volveré por mi bicicleta.
El sonido del gong, que anunciaba la cena apresuró la marcha del doctor. Pero dejó en la atmósfera una sensación de tragedia. Cuando la familia estuvo reunida en torno a la larga mesa, el tema de Ceridwen fue puesto sobre el tapete al mismo tiempo que la sopa.
Newton y su esposa no mostraron interés por la muerte de una criada desconocida. Pero Stephen recordó a la joven.
—¿No era aquella muchacha de alegres ojillos de color oscuro y húmeda boca roja? —preguntó—. ¿Una a quien lady Warren golpeó?
Newton enarcó las cejas ante aquella falta de tacto.
—Un tipo embrutecido —dijo la señorita Warren, que se apresuró a añadir, con voz compungida. ¡Pobre muchacha!
—¿Por qué? —preguntó Newton, agresivamente—. Todos deberíamos envidiarla. Ha logrado la aniquilación total.
—Según la manera de vivir que tuvo, dormirá profundamente —declaró su tía, rematando la cita.
—No —exclamó Newton—. Dormir, no. Eso es una afirmación demasiado aventurada. Uno debe despertarse de nuevo. —Y citó—: «Agradece a los dioses, sean éstos los que sean, que ninguna vida dure eternamente, que los muertos no resuciten, y que hasta el río más suave y moribundo…».
—¡Oh! —exclamó Stephen—. Hasta los ríos tienen sed cuando corren bajo los rayos del sol.
—Desgraciadamente, también yo tengo sed —dijo Newton. Todos la tienen en esta casa.
—Siempre nos queda el recurso de la taberna —repuso Stephen.
—Y una tabernera seductora —dijo Simone, con expresión amenazadora.
—¡Oh! Newton conoce muy bien a Whitey —afirmo Stephen, sonriendo—. Pero yo le he desbancado. Siempre le desbanco, ¿no es verdad, Warren?
Helen, aunque molesta, se alegró de la interrupción. Hubiera sido desastroso escuchar un terrible Credo de Negación cuando todas las células de su cuerpo se sentían alegres de vivir. Lo que la hirió más fue aquel intento de negar la existencia del alma.
Recordando que era la dueña de la casa, la señorita Warren abandonó su mutismo. Aunque no se había dado cuenta de la provocativa sonrisa de Stephen, ni de las miradas apasionadas de Simone, ni del ceñudo rostro de Newton, notó en el aire que algo sucedía.
Al hablar cambió de tema, después de echar una mirada al profesor, que se cubría los ojos con una mano a guisa de pantalla.
—¿Te duele otra vez la cabeza, Sebastián? —preguntó a su hermano.
El profesor hizo un signo de asentimiento y apartó el plato de pescado sin haberlo probado.
—Apenas dormí anoche —respondió.
—¿Qué estás tomando, papá? —preguntó Newton.
—Quadronex.
—¡Hum! Ten cuidado con la cantidad que tomas.
Una sarcástica sonrisa apareció en los secos labios del profesor.
—Mi querido Newton —dijo—, cuando eras un niño graznabas tan incesantemente que tenía que administrarte un calmante por la noche para que me dejaras trabajar. El hecho de que sobrevivas es una prueba de que yo no necesito los consejos de mi hijo.
Newton se ruborizó cuando Stephen se echó a reír.
—No tengo nada que agradecerte, papá. Confío en que manejes tus asuntos mejor que los míos.
Helen se mordió los labios, mientras paseaba la mirada por la mesa. Se recordaba a sí misma que aquella gente era superior a ella. Habían sido mejor educados que ella, poseían dinero y no tenían que trabajar. Los Warren eran inteligentes y cultos, y Simone había viajado y conocía el mundo.
Por regla general la joven permanecía silenciosa durante la cena, pues hubiera necesitado un gran valor moral para intervenir en una conversación general. La señorita Warren, sin embargo, trataba siempre de que participase en ella.
—¿Ha visto usted buenas películas últimamente? —preguntó, eligiendo un tema apropiado para una muchacha que nunca leía el Times.
—Sólo películas corrientes —respondió Helen, cuyas visitas al cine se habían reducido en los últimos tiempos al espectáculo gratuito de la Casa de Australia.
—Yo vi El signo de la Cruz poco antes de salir de Oxford —terció Simone—. Me gustó mucho Nerón.
El profesor pareció mostrarse interesado.
—¿El signo de la Cruz? —repitió—. ¿Han desenterrado esa antigualla? ¿Y el proletariado sigue rugiendo de entusiasmo ante esto?
—Lo mismo que antes —afirmó Simone—. Los absurdos aplausos fueron generales.
—Muy divertido —dijo el profesor, con acento despreciativo—. Recuerdo la obra teatral. Wilson Barrett y Maud Jeffries encarnaron los papeles principales. Fui en compañía de un muchacho inculto. Dicho joven sentía una gran afición por las carreras y era completamente irreligioso. Pero se interesó mucho por el desarrollo de la obra. La Cruz le pareció algo que ganaba siempre, y rugió y aplaudió en la escena del último triunfo, mientras por su rostro resbalaban lágrimas de entusiasmo.
La risa que siguió a estas palabras fue más de lo que Helen podía soportar. De pronto, y con gran sorpresa por su parte, exclamó:
—Eso es horrible.
Todos la miraron sorprendidos. Su pequeño rostro estaba encarnado y contraído como si fuera a llorar.
—Una muchacha moderna no atribuye la menor virtud a un mero símbolo, ¿no es verdad? —preguntó el profesor.
Helen se sintió dominada por su mirada, pero no por ello retrocedió.
—Pues yo sí se la atribuyo —replicó—. Cuando dejé el convento, en Bélgica, las monjas me dieron una cruz. La tengo siempre en la cabecera de mi cama, y no la quitaría de allí por nada del mundo.
—¿Por qué? —preguntó Newton.
—Porque sirve para…, ¡para tanto!… —repuso Helen, desfalleciendo.
—¿Para qué, exactamente?
Helen sintió inmovilizada su lengua por la batería de los ojos fijos en ella.
—Para todo —contestó vagamente—. Y además me protege.
—Todo eso es viejo —murmuró el profesor, mientras su hijo proseguía el interrogatorio.
—¿Y de qué la protege?
—Del mal.
—Pues supongo que mientras cuelgue sobre la cabecera de su cama podrá usted abrir la puerta de su alcoba al asesino de los alrededores —dijo Stephen, riendo.
—De ningún modo —declaró Helen, que no sentía antipatía hacia el alumno—. La Cruz representa el Poder que me dio la vida. Pero me dio también la facultad de cuidar de esa vida por mí misma.
—¡Cree también en la Providencia! —dijo Simone—. A continuación va a decirnos que cree en Papá Noel.
Medio acorralada, Helen miró a todos los que se sentaban a la mesa. Le pareció que la contemplaban con ojos brillantes y que se reían de ella. La joven miró entonces a Oates, que, con su correcta chaqueta de hilo, llevaba platos de un lado para otro con la torpeza de un gorila amaestrado. A pesar de sus feas y bastas facciones, su expresión era simpática, y esto hizo que renaciera el valor de Helen.
—Sólo sé eso —declaró, con voz temblorosa—: si yo fuese como ustedes, no desearía vivir.
Sorprendida, Helen vio que el refuerzo le llegaba de un cuartel inesperado. Stephen palmoteó súbitamente.
—¡Bravo! —gritó—. La señorita Capel tiene más corazón que todos nosotros juntos. Se ha enfrentado a nosotros, que somos cinco, ella sola, a pesar de que solamente es un peso mosca. Deberíamos avergonzarnos…
—Ésta no es una cuestión de valor —observó el profesor, dirigiéndose a Helen con ademán doctoral—, sino de un pensamiento ofuscado y de una confusión de valores, lo cual resulta doloroso. Usted, señorita Capel, está asumiendo el papel de criatura de origen divino. En realidad el hombre es un ser sujeto a sus apetitos y a sus instintos; conociendo los intereses que le guían, cualquiera puede dirigir su destino tan fácilmente como se tira de las cuerdas de un títere, y esto no tiene nada que ver con la Providencia.
Newton echó la cabeza hacia adelante; sus ojos brillaban tras los cristales de los lentes.
—Es interesante, papá. Me gustaría, basándome en esas ideas, escribir el guión de una película policiaca en que hubiera un crimen. Nada de escenas crudas ni de manos crispadas. Sólo la descripción de un carácter que obligase a los demás a ponerse en movimiento e hicieran la cosa más natural y obvia.
—Has comprendido muy bien mi pensamiento —dijo su padre, en tono de aprobación—. El hombre no es más que un trozo de arcilla animada por sus apetitos naturales.
Helen olvidó súbitamente su posición de subordinada; olvidó que tenía un empleo que defender; olvidó todo lo que no fuera el ataque a lo que ella amaba más. Se puso en pie y empujó su silla hacia atrás.
—Perdóneme, señorita Warren. Pero no puedo permanecer más tiempo escuchando.
—¡Oh, señorita Capel! —dijo Newton, en tono de excusa—. Solo hablábamos en términos generales. No había nada personal en nuestras palabras.
Antes que hubiera terminado de hablar, Helen ya estaba fuera de la habitación y bajaba la escalera de la cocina. En el fregadero encontró a la señora Oates, muy atareada apilando platos sucios.
—¡Oh, señora Oates! —exclamó la joven—. He cometido una locura.
—Esto está muy bien, querida. Así nadie ha cometido una locura con usted —fue la consoladora respuesta que obtuvo—. Ahora deseo que Oates me ayude a lavar los platos. ¿Quiere usted llevarle el café para que lo sirva?
El valor de Helen pareció renacer al mismo tiempo que su curiosidad. Deseaba averiguar qué efecto había producido su exabrupto.
—Bien. Aunque supongo que haría mejor no yendo… —murmuró, suspirando.
Cuando entró en el salón con la bandeja del café pudo observar que el incidente había sido olvidado. Los jóvenes tomaron maquinalmente las tazas sin dejar de hablar de los encantos de una celebrada artista de cine. La señorita Warren cortaba las páginas de un periódico científico recién recibido, en tanto que el profesor se había retirado a su despacho.
De pronto la señora Oates apareció en el umbral.
—La enfermera ha bajado y desea hablar con el señor —dijo.
—No puede distraérsele ahora —repuso la señorita Warren.
Es muy importante, señorita Warren. Se trata de la vida de su señoría.
Todos levantaron la cabeza al oír aquella dramática afirmación. Habían esperado durante tanto tiempo a que la terrible anciana muriese, que ya habían aceptado como indiscutible su inmortalidad. Los pensamientos de Helen volaron hacia el testamento no hecho, diciéndose que era de vital importancia que pusiera su firma al pie de él antes de morir.
—¿Está agonizando? —preguntó Newton. En su aguda voz vibraba la ansiedad.
—No, señor —respondió la señora Oates—. Pero la enfermera dice que se ha acabado el oxígeno.