CAPÍTULO IV

LUCES ANTIGUAS

—El árbol se movía —dijo Helen, terminando su relato en la tibia seguridad de la cocina—, y, horrorizada, vi que era un hombre. Estaba esperando allí, escondido, como un tigre dispuesto a saltar sobre su presa.

—Siga —pidió la señora Oates, con expresión burlona—. Yo también he visto ese árbol. Lo he visto a menudo esperando a Ceridwen, cuando ella trabajaba aquí, y nunca fue dos veces seguidas el mismo árbol.

—¿Ceridwen? —repitió Helen.

—Sí. Vive en una casa de campo que hay a mitad de la colina. Sería una muchacha muy bonita si se cambiase de ropa. No conseguí nunca que fuera limpia. La vieja lady Warren no podía soportarla. Decía que le olían los pies, y cuando la muchacha limpiaba debajo de su cama, su señoría la esperaba con un bastón, hasta qué ella salía arrastrándose como un escarabajo, temerosa de recibir un garrotazo en la cabeza.

Helen se echó a reír. La vida podía ignorarla, pero ella lo observaba todo atentamente y sabía apreciar la eterna comedia.

—La vieja me parece cada vez mejor —declaró—. Me gustaría que me diera usted el encargo de limpiar bajo su cama. Me encontraría muy bien dispuesta a trabajar para ello.

—También lo estaba Ceridwen. La vieja la regañaba siempre y se ponía a gritar cuando se presentaba inesperadamente. Al fin le dio una vez en la cabeza. Fue tal el golpe que el padre de la muchacha vino a buscarla y habló de denunciar al profesor por malos tratos.

—Se conoce que la vieja… ¿Qué es eso?

Helen se interrumpió para escuchar. De nuevo se repitió el sonido: un insistente y monótono golpear sobre una ventana. Aunque no podía localizar el sitio, parecía que no estaba lejos de allí.

—¿Está llamando alguien? —preguntó.

La señora Oates escuchó también.

—Debe de ser en la ventana del pasillo —dijo—. La falleba está suelta. Oates dijo que iba a repararla.

—No parece un sonido muy tranquilizador.

—No se preocupe, señorita: el postigo está cerrado. Nadie puede entrar.

Pero cuando arreció el viento, el monótono golpeteo continuó a intervalos irregulares, como si el invisible intruso estuviese a punto de perder la paciencia y de echar abajo el postigo. Esto soliviantó los nervios de Helen, que no pudo tomar el té con tranquilidad.

—¡Qué noche! No era ésta la idea que yo tenía de un tiempo a propósito para enamorados. Si aquel árbol estaba esperando a Ceridwen, no la envidio.

—Debe de haberse reunido ya con ella —dijo, riendo, la señora Oates—. Ahora ya no se dará cuenta del mal tiempo.

—No. Tan, tan… Ya vuelve a empezar. ¿Tiene usted un destornillador?

Los ojos de Helen se iluminaron al hablar, pues le gustaban los pequeños trabajos mecánicos, y, ya que no tenía coche, solía reparar los grifos y las máquinas de lavar.

—Ese ruido acabará irritándola, señora Oates —afirmó—. Echará usted a perder la comida, y, como consecuencia de ello, sufriremos todos una indigestión, apoderándose de nosotros un terrible malhumor. Y así sucesivamente… Voy a ver si lo arreglo.

—¡Qué trabajadora! —gruñó la señora Oates mientras seguía a Helen.

La ventana estaba al final del pasillo, cerca de la puerta del fregadero. Cuando Helen descorrió el cerrojo del postigo, una ráfaga de aire azotó la ventana y puso gotas de lluvia en el cristal.

La corpulenta mujer y la muchacha permanecieron juntas mirando al jardín, que se hallaba al nivel de los hombros de Helen. Sólo podían ver un negro haz de árboles que a veces despedían un húmedo brillo.

—¿Ve usted lo sombrío que está? —dijo Helen—. Esos tejos me hacen pensar en un cementerio abandonado… No sé si voy a poder fijar esta falleba. ¿Tiene usted clavos pequeños?

—Voy a ver si encuentro alguno. Oates es terrible para los clavos.

La señora Oates atravesó el cuarto de los cacharros, dejando a Helen, que contemplaba el mojado jardín. Por aquel lado no había arbustos que dieran la impresión de que reptasen formando masas grises en dirección a la casa. La noche parecía haberse tornado sólida y definitiva: amenazadora negrura en forma de macizos netamente delineados.

Helen hizo un gesto de desafío.

—¡Ven si te atreves! —gritó.

La respuesta a su reto fue inmediata: un agudo grito que llegaba de la cocina.

El corazón de Helen latió aceleradamente al oír aquel quejido de terror. La joven sólo acertó a pensar una cosa: el maniático había surgido de su escondite, y ella misma, Helen, era la que había enviado a la pobre y confiada señora Oates a la boca del lobo.

«Ya la tiene», pensó la joven.

Y sacando la barra del postigo se precipitó en la cocina.

La señora Oates la recibió dando otro grito; pero, aunque la mujer se hallaba presa del nerviosismo, el criminal brillaba por su ausencia.

—¡Un ratón! —gritó la señora Oates—. Se ha metido allí.

Helen la miró, no dando crédito a lo que oía.

—¡Vamos! Pensé que eso ya se había acabado. Usted no puede asustarse de un ratoncillo. Eso está pasado de moda, ¿sabe usted?

—Pero ¿qué ocurrirá si el ratón se me sube encima? —preguntó la señora Oates, con gran excitación.

—Pues que la asesinará, y sería una lástima. ¡Aquí, Ginger! ¡Ginger!

Helen llamó en vano al gato, que continuó cómodamente echado, mostrando la más completa indiferencia. La señora Oates lo disculpó:

—Es un gato muy bien educado, pero no puede soportar a los ratones. Si Oates estuviese aquí, le daría con la escoba.

—Si eso es una indirecta, le contestaré que ya le daré yo. Pero antes he de hacer salir al ratón.

La joven, cuya sensibilidad reaccionaba ante cualquier situación, se dio cuenta de la tensión que se produjo cuando, arrodillada, comenzó a golpear el suelo con la barra. Siempre le había sucedido lo mismo: cuando el drama se iba desarrollando para estallar en el crítico momento, la crisis no se producía y todo se transformaba en farsa. Hasta que no pasaban las horas no podía la joven reflexionar sobre las repercusiones de cada trivial incidente y percatarse de que la ola de terror que inundó la casa había nacido de un manantial insignificante.

Helen distinguía a su presa, un pequeño y atractivo roedor, el cual, a bastante distancia de ella, retozaba con el aplomo de un antiguo inquilino.

—¿Dónde está el agujero? —preguntó en voz baja.

—En aquel rincón —respondió la señora Oates, jadeando—. Oates dijo que lo iba a tapar.

Helen, por medio de su gentil golpeteo, trataba de que el animal se dirigiera a su casa. Pero la joven dio de pronto un respingo al oír pasos en la escalera de caracol.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—No es él —contestó riendo, la señora Oates—. No le oirá usted cuando venga: se desliza silenciosamente. Me parece que esos pasos son del señor Rice.

Antes que terminara de hablar se abrió la puerta, y Stephen Rice, que llevaba una maletita, entró en la cocina. El espectáculo le dejó asombrado: la formal señorita Capel se hallaba arrodillada, con las mejillas enrojecidas y un mechón de pelo sobre los ojos.

—¿Qué ocurre? —preguntó el recién llegado—. ¿Pieles rojas, o una carrera a gatas? Admítanme en ella.

—Estoy cazando un ratón para tranquilizar a la señora Oates explicó Helen.

—¡Gran deporte! Yo la ayudaré.

—No; ya no deseo cazarlo. Creo que se ha marchado, señora Oates.

Helen se puso en pie y dejó la barra sobre la mesa.

Stephen tomó asiento y miró en torno suyo.

—Aquí me encuentro siempre bien —dijo—. Es la única habitación que me gusta en esta horrible casa. La señora Oates y yo celebramos aquí nuestros ejercicios espirituales.

—¿Dónde está su perro? —preguntó Helen.

—En mi habitación. Desgraciadamente, la señorita Warren no ha asistido al té, así que la discusión ha quedado aplacada.

¿Por qué van a discutir ustedes? —preguntó Helen, para quien la diplomacia constituía una segunda naturaleza—. Si le dice lo del perro, va usted a tener que abandonarnos mañana mismo. Yo creo que la señorita Warren preferiría no enterarse de nada.

—No. —Y Stephen hizo un gesto que volvió más prominente su barbilla—. Deseo no tener que ocultar a mi perro. ¿Por qué no proceder noblemente, cuando sé que el heroico Newton apoyará mi causa?

—¿Lo hará? —preguntó Helen, con expresión incrédula.

—¿Cree usted que no? A decir verdad, Otto no ha constituido lo que se llama un éxito. El pobrecillo no está acostumbrado al té de la tarde. Prefiere, lo mismo que su amo, la cocina.

—Pero la señora Newton puede abogar por él —dijo Helen, que se acordaba del dicho familiar: «Si me amas, ama a mi perro».

—Si la señora Newton ha sentido simpatía por el perro, ha sabido disimularla muy bien. Se ha mostrado tan desagradable como un fin de semana lluvioso. —Stephen abrió la maleta, que no contenía nada—. ¿Dónde están las botellas vacías? —preguntó—. He pensado llevármelas y dejarlas en la taberna esta noche, para salvar a ese pobrecillo y delicado maridito suyo.

—Y supongo que, de paso, desea usted despedirse de la joven de allá, ¿no es cierto?

La señora Oates hizo un guiño a Helen, la cual, puesta en antecedentes por chismes anteriores, comprendió que se refería a la hija de la encargada de la taberna. Por lo visto aquella joven era no solamente la santa patrona de la casa, sino también el imán que atraía a la desperdigada población masculina del distrito.

La señora Oates aprovechó su privilegiada posición para dirigir al joven otra pregunta, ésta más personal:

—¿Y qué va a decir su otra dama si usted pasa fuera su última noche?

—¿Mi otra qué?

—Me refiero a la señora Newton.

—La señora Newton Warren es una mujer casada y respetable, ¡deslenguada! Pasará la velada en compañía de su legítimo esposo, resolviendo problemas matemáticos… ¿Tiene usted buen té?

Helen no oyó la pregunta, pues de pronto se le ocurrió una posibilidad que la llenó de excitación.

—¿Ha tomado la señorita Warren el té en la alcoba? —preguntó.

—Supongo que sí —respondió Stephen.

—Entonces hace mucho tiempo que está allí. ¿No necesitará que la releven?

—Si la releva usted —advirtió Stephen—, cuide de que no haya almohadas alrededor. A menos, naturalmente, que sea usted una experta en esquivar golpes.

—Pero ¿acaso siempre arroja cosas a la gente? —preguntó Helen, con expresión incrédula.

—Es la única forma en que sabe poner de manifiesto su temperamento.

—Bien: no importa. Tengo muchas ganas de verla. Para ser una anciana, posee gran vitalidad. La admiro.

—Va a sentir usted una desilusión —profetizó Stephen—. La anciana no es el gran carácter que usted se figura, sino una vieja malhumorada con unos modales horribles. Cuando fui presentado a Su Majestad, ésta estaba comiéndose una naranja y me arrojó todas las pepitas, para ver si me acertaba con ellas. —El joven recordó algo de pronto y se echó a reír—. Pero me hubiese gustado estar presente cuando le tiró el tazón a aquella enfermera con cara de torta.

—Sin duda, aquello fue un accidente. Seguramente la anciana no pensó que iba a hacer blanco.

La señora Oates, que estaba pelando cebollas, levantó la cabeza. Tenía los ojos brillantes.

—¡Oh, no, señorita! —dijo—. Lady Warren sabía que iba a acertar. Cuando era joven se pasaba mucho tiempo vagabundeando por los campos, llevando botas de hombre y disparando a los conejos y a los pájaros. Decían que se metía en la cama en compañía de su arma de fuego.

—¿Así, pues, ha vivido aquí mucho tiempo? —pregunto Helen.

La joven estaba segura de que su curiosidad iba a ser plenamente satisfecha, ya que a la señora Oates le gustaba mucho contar chismes. Stephen liaba un cigarrillo, el gato ronroneaba sobre la alfombra, y el ratón, seguro en su agujero, se lavaba tranquilamente la cara. En la cocina había fuego, luz y tranquilidad. Afuera rugía la tormenta.

Una fuerte ráfaga de viento azotó el ángulo de la casa y golpeó el postigo desprovisto de barra de la ventana del pasillo. Lentamente, como empujado por dedos invisibles, el postigo fue abriéndose hasta quedar de par en par. La casa quedaba abierta a la noche.

Y la noche miró a través del agujero y contempló la oscuridad del pasillo, que se extendía hacia las sombras. En la curva formada por el corredor se hallaban las dependencias del servicio, una colmena de celdas donde un hombre podía esconderse perfectamente.

La señora Oates, en el interior de la cocina, electrizaba a su auditorio.

—Dicen —declaró con expresión dramática— que la vieja lady Warren mató a su marido de un tiro.

—¿Cómo? —exclamaron a un tiempo Stephen y Helen.

—Sí —declaró la señora Oates—. Ahora sólo es un cuento de comadres, pero mi madre me habló ya de ello. El viejo sir Rogers era muy parecido al profesor: callado y siempre encerrado con sus libros. Hizo mucho dinero con uno de sus inventos, pero no se relacionaba con nadie y permanecía siempre en su casa. Edificó «La Cúspide» para no tener que soportar a los vecinos. Lady Warren, en cambio, no podía vivir aislada. Siempre estaban discutiendo acerca de ello, y una vez tuvieron una terrible disputa en el despacho de él. Lady Warren le amenazó con pegarle un tiro, y pocos minutos después le encontraron muerto de un disparo hecho con la escopeta de ella.

—Las apariencias la acusaban —murmuró Stephen.

—Sí: todo el mundo pensó que iría a presidio —asintió la señora Oates—. La policía hizo muchas preguntas desagradables. Ella explicó que había sido un accidente, y un hábil abogado logró que la absolvieran. Pero el ambiente era tan hostil a lady Warren que ésta se marchó de aquí…, aunque de todas formas se habría marchado, ya que odiaba la casa.

—¿Y la casa fue cerrada entonces? —preguntó Helen.

—No; el profesor abandonó Oxford y vino aquí. Empezó a hacer la misma vida que su padre: siempre en una habitación, sin salir nunca. La vieja lady Warren sólo vino cuando dijo que estaba enferma.

—¿Y qué es lo que tiene? —preguntó Helen.

La señora Oates apretó los labios y movió la cabeza.

—Mal genio —respondió firmemente.

—¡Oh, señora Oates! Sin embargo, debe de estar enferma, pues tiene una enfermera y el doctor la obliga a permanecer en la cama.

—El doctor cree que en la cama hará rabiar menos a la gente, y ella, por su parte, cree que en la cama la hará rabiar más. La anciana encuentra muy divertido que tengan que traer nuevas enfermeras a menudo.

—La señorita Warren me dijo que el profesor estaba muy preocupado por el estado del corazón de la enferma.

—Un hombre siente siempre mucha ternura por la madre que le dio el ser —declaró la señora Oates, dejándose llevar por el sentimentalismo.

—Pero esta es su madrastra —objetó Stephen—. La anciana no tuvo hijos. Además deben de estar esperando que reviente de un momento a otro, ya que los cuervos se han reunido aquí. Simone me dijo que la vieja tiene hecho testamento, en el cual destina toda su fortuna a hacer obras de caridad. Tiene el gusto pervertido, y, aparentemente, siente simpatía por Newton. Ésta es la razón de que él se halle aquí.

—Su padre le hizo venir —explicó la señora Oates.

Helen pensó en los fríos ojos del profesor y en las altivas maneras de la señorita Warren. Era imposible creerlos influidos por consideraciones pecuniarias.

—¡Hola! —exclamó de pronto Stephen, saltando al suelo desde la mesa en que se hallaba sentado—. ¿Qué es eso?

Y recogió del suelo una barra de madera. Helen, con cierta expresión de culpabilidad, la tomó en la mano.

—Lo siento —dijo—. Esto pertenece al postigo de la ventana del pasillo. Me alegro de que me lo haya usted recordado. He de intentar cerrar bien la ventana.

Después de lo que había oído, Helen se sentía más dispuesta que nunca a terminar su tarea, a fin de poder subir enseguida a la habitación azul. Aseguró la falleba con une cuerda y una clavija y luego volvió a la cocina.

Sorprendida, vio que Stephen ayudaba a la señora Oates a pelar cebollas.

—La señora Oates me hace trabajar siempre —dijo el joven, con expresión quejumbrosa—. Es su modo de explicar, cuando llega Oates, la presencia de un hombre en la cocina… Dígame: ¿no es ya un poco tarde? Apuesto algo a que su marido se ha fugado con la nueva enfermera.

La señora Oates emitió un despreciativo sonido.

—Si es como la de antes, tendrá que cogerle por la nariz para obligarle a besarla… ¿De veras va usted a cuidar a lady Warren, señorita?

—Voy a preguntar si puedo hacerlo —contestó Helen.

—Entonces siga mi consejo y vigílela bien. Creo que no se halla tan indefensa como parece. Estoy segura de que puede andar lo mismo que yo. Tiene algo escondido en la manga, como los prestidigitadores. He sacado esa consecuencia al ver el brillo que había en sus ojos esta mañana, cuando trabajaba en su cuarto. Además, ¿han oído ustedes su voz cuando manda algo?

Helen recordó súbitamente la voz grave que oyó en la habitación de la enferma. He aquí una situación teñida de misterio y de drama. En su prisa para encontrarse en el nudo de la situación, casi corrió hacía la puerta.

—Ya he cerrado la ventana —dijo—. Por esta noche estamos seguros.