CAPÍTULO XVII
LAS DAMAS NO SE AVIENEN
La joven quedó sorprendida al ver la expresión de la enfermera. En sus ojos parecía haber un brillo de satisfacción, como si la alegrase que la defensa se debilitara.
Helen recordó las sospechas de la señora Oates y sintió un asomo de desconfianza.
—Nos quedan todavía dos hombres —dijo—. Y somos cinco mujeres, todas fuertes y capaces.
—¿Usted, fuerte? —preguntó la señorita Barker, mirándola con desprecio.
—Soy joven.
La enfermera se mordió los labios.
—Sí, es usted joven —dijo—. Aprovéchese de ello… antes que envejezca. Podría arrepentirse de no haberlo hecho.
Helen echó hacia atrás su roja melena con un ademán de impaciencia.
—Supongo que debemos informar al profesor de que el señor Rice se ha marchado —dijo.
—Y, naturalmente, usted es la que se lo ha de comunicar.
—¿Por qué «naturalmente»?
—Se trata de un hombre.
Helen abrió la boca para decir algo fuerte, pero consiguió reprimir su natural mordacidad.
—Escuche, enfermera —dijo al fin, con voz tranquila—: creo que pelearnos ahora es tonto y tal vez peligroso. Tenemos que dominarnos. No perdamos el tiempo discutiendo. Estoy segura de que no desea usted que yo sea la nueva víctima. Es usted bromista, pero no tanto.
—No siento ningún resentimiento contra usted —aseguro la enfermera, con voz apagada.
—Bien —dijo Helen—. Cuando vaya usted a la habitación de lady Warren comunique al señor Newton lo que ha sucedido y dígale que se lo haga saber a su padre.
La señorita Barker asintió solemnemente con la cabeza y comenzó a subir la escalera. Helen permaneció en el vestíbulo, observando los pies planos de la enfermera y la alta y blanca figura que se iba alejando poco a poco.
«Cuando se es baja se pueden llevar tacones altos —pensó la joven, contemplando con satisfacción sus propios pies. La enfermera anda exactamente igual que un hombre».
La señorita Barker, al alejarse, parecía cada vez más una sombra fantasmal que se alzase de su tumba. Esto le recordó lo que le había sucedido antes de cenar, cuando sufrió una momentánea alucinación.
«Debía de tratarse del profesor —se dijo a sí misma—. Y me imagine todo lo demás».
De pronto un detalle acudió a su mente. El profesor salía de su dormitorio, y ella recordaba que una puerta había sido abierta y cerrada inmediatamente.
«¡Qué raro! —pensó la joven—. El profesor no hubiera abierto su puerta para luego cerrarla y volverla a abrir de nuevo. Esto no tiene sentido».
Examinó el rellano, comprobando que la puerta del dormitorio del profesor estaba junto a la de la escalera de caracol. Alguien podía haber salido por una puerta en el preciso momento en que la otra estaba abierta. La idea era no sólo absurda, sino tan inquietante que Helen se negó a admitirla.
«Nadie pudo entrar en la casa —se dijo—. Todo estaba cerrado cuando Ceridwen fue estrangulada… Pero suponiendo que existiese algún pasadizo secreto que condujera a la casa, el asesino podría haberlo utilizado al venir de la arboleda, y salir de la escalera de caracol cuando yo lo vi… Pero no… El hombre que vi debía de ser el profesor».
Aun a pesar de que parecía imposible que alguien hubiese entrado en la fortaleza, Helen se preguntó si durante algunos minutos no se había dejado algún punto sin defender. En el fondo de su espíritu algo la preocupaba… Algo olvidado; algo, sin embargo, en lo que se había fijado.
Durante toda la noche la joven había sido muy poco metódica, dejando un trabajo a medias para empezar otro. Ni siquiera había comenzado a reparar el pomo de la puerta de la habitación de la señorita Warren. Antes que hubiese descubierto cómo podía arreglar el defecto fue interrumpida por el profesor, y había dejado todas las herramientas en el suelo del descansillo.
«Alguien puede creer que soy una abandonada —pensó la joven—. Subiré de nuevo e intentaré arreglar esa cerradura».
Cuando se disponía a llevar a cabo su propósito fue sorprendida por Newton, que bajaba apresuradamente las escaleras. Su cetrino rostro estaba encendido a causa de la excitación que sentía.
—¿Así, pues, el noble Rice nos ha dejado? —preguntó a Helen.
—Sí —respondió la joven—. Le vi marcharse…
—Iba solo, ¿verdad?
—Sólo le vi a él en la senda. Pero estaba todo muy oscuro.
—Bien. —Los ojos de Newton brillaron tras de sus lentes—. ¿Quiere usted hacer el favor de esperar aquí un minuto?
Helen sabía el motivo que impulsó a Newton a correr escaleras arriba hacia el segundo piso, y la joven sonrió ante aquel miedo infundado: ella podía haberle ahorrado aquella molestia, pero el tacto le impidió hacerlo.
Un minuto después Newton volvió a bajar, llevando un pañuelo limpio como excusa de su prisa anterior.
—Mi esposa está un poco indispuesta —dijo con naturalidad—. Le duele la cabeza o algo por el estilo. ¿Tiene usted la bondad de hacer algo por ella cuando disponga de tiempo?
—Con mucho gusto —repuso Helen.
—Gracias. Tendrá usted que ser fuerte y eficaz. ¿Podrá serlo?
—Sí. Soy pequeña, pero también lo son los comprimidos.
La sonrisa de Newton fue tan inesperadamente juvenil que Helen comprendió el secreto de su suerte con las mujeres.
—Aunque los Warren no tenemos mucho dinero —dijo aquél—, creo que ganará usted un salario decente. Lo merece. Ahora vamos a comunicar a mi padre la marcha de Rice.
Helen se sintió halagada una vez más al ser requerida su ayuda. Aunque sus simpatías estaban de parte de Stephen, sentía mucho más respeto hacia Newton. Todos los hombres solicitaban aquella noche su cooperación. En lugar de permanecer en segundo término, se hallaba constantemente en primer plano.
El profesor se hallaba retrepado en su asiento y tenía los ojos cerrados, como si estuviese entregado a la meditación. No alzó los párpados hasta que Newton le llamó, y cuando lo hizo Helen pensó que sus pupilas estaban extrañamente fijas y vidriosas.
Al parecer Newton compartió esta impresión.
—Estás aturdido por el luminal, ¿verdad? —preguntó con naturalidad.
El profesor le miró como reprochándole la impertinencia.
—Como soy el jefe de esta casa —observó—, he de conservar mis fuerzas en provecho de los que están a mi cargo. Debo hacer todo lo posible por dormir bien esta noche… ¿Tienes algo que decirme?
Al oír las noticias que Newton le daba apretó los labios, pero su expresión continuó siendo impenetrable.
—¿Así, pues, Rice se ha rebelado contra mis disposiciones? —preguntó. Tal vez ese joven se convierta algún día en un buen ciudadano, pero en la actualidad temo que sea un vándalo.
—Yo le llamaría mejor un reincidente.
—En definitiva: que antes era un bárbaro —dijo su padre. Tanto tú como yo tendremos más trabajo durante su ausencia.
—Lo dirás por mí, papá. Tú trabajas siempre como un maniático.
Helen sospechó que al profesor le había irritado la frase de su hijo.
—Mi cerebro está a tu servicio —dijo el profesor—. Por desgracia sólo he conseguido que mi hijo heredase una parte de mi cerebro.
—Gracias, papá, tanto por el cumplido como por tu ayuda. Temo que una fórmula de gas venenoso no pueda convertirse en realidad. Necesitamos fuerza bruta.
El profesor sonrió suavemente.
—Mi desdeñado cerebro puede todavía encontrar la carta de triunfo —dijo—. ¿Sabe Simone que Rice se ha marchado?
—Sí —repuso Newton, sorprendido al oír la pregunta—. ¿Qué tiene eso que ver?
—Lo dejo a tu consideración.
—Tiene dolor de cabeza —dijo Helen, rompiendo una extraña pausa. El señor Warren me ha pedido que vaya a verla.
Los ojos del profesor parecieron mirar hacia dentro como si escudriñase todos los rincones de su cerebro.
—Una excelente idea —repuso—. Recuerde que mi nuera posee un gran temperamento. Debe usted procurar influenciarla, pero no irritarla. —Dijo algo en voz baja a su hijo, que hizo un ademán de asentimiento, y luego añadió—: Señorita Capel, lo más juicioso será que no la deje usted sola.
Helen se sentía un personaje cuando subió a la habitación roja, aunque dudaba del éxito de su misión. Se detuvo un instante ante la puerta, y pudo oír el rumor de unos sollozos sofocados. Como no respondieron a su llamada entró en la habitación sin esperar a que la invitaren, encontrando a Simone tumbada en la cama.
—¡Oh, su traje! —gritó Helen—. Va usted a estropearlo.
Simone volvió la cabeza, mostrando un rostro bañado en lágrimas.
—¡Lo odio! —exclamó.
—Entonces quíteselo. De todos modos se encontrará usted más cómoda con una bata.
En Simone era una segunda naturaleza dejarse servir. Así, pues, no protestó cuando Helen le quitó el vestido sacándoselo por la cabeza.
Helen pasó mucho tiempo eligiendo un traje en el ropero. La vista de tantas bellas prendas despertó su entusiasmo.
—¡Qué cosas más bonitas tiene usted! —dijo cuando regresó junto al lecho, llevando un montoncito de seda y encaje que hacía menos bulto que el desdeñado vestido.
—¿Para qué sirven? —preguntó Simone amargamente—. No hay ningún hombre para verlas.
—Está su marido —le recordó Helen.
—He dicho un hombre.
—¿Le traigo una tableta de aspirina? —preguntó Helen, que estaba resuelta a ayudar a Simone desde un punto de vista estrictamente físico.
—No —respondió Simone—. Me siento muy mal. Pero no necesito aspirina. Lo que me ocurre es que soy terriblemente desgraciada.
—¡Pero si lo tiene usted todo! —exclamó Helen.
—Todo, y nada de lo que quiero… Mi vida ha sido un fracaso. En cuanto deseo algo desaparece de mi alcance.
Simone adoptó una postura cómoda, preludio de las confidencias que iban a seguir. Su maquillaje había desaparecido. Mas la tempestad había pasado sin alterar su peinado, pues su cabello brillaba como esmalte negro.
—¿Le ha hecho alguna vez el amor Stephen Rice?
—No —respondió Helen—. Pero si me lo hubiese hecho no se lo diría a usted. Estas cosas son privadas.
—¿Cómo van a serlo? Una sale y entra, va a bailes y a restaurantes, y siempre encuentra la inevitable pareja.
—No pensaba en usted —dijo Helen—. Hablaba, naturalmente, por mí misma.
—¿Por usted? ¿Tiene usted un pretendiente?
—Claro que sí —repuso Helen atrevidamente, recordando la profecía del doctor Perry—. Lo siento, pero me interesan más mis cosas que las suyas. Sé que su retrato aparece en los periódicos y que la gente habla de usted. Pero para mí encarna usted cierto tipo de mujer. He visto muchas como usted en todas partes.
Simone, sorprendida, miró a Helen. Hasta entonces la había tenido por un ser pequeño que llevaba un delantal y agitaba un plumero. Pero aunque la sorprendía que aquel cero a la izquierda tratase de aparecer con personalidad propia, no podía apartarse del tema que la obsesionaba.
—¿Qué piensa usted de Stephen? —preguntó.
—Me es simpático —respondió Helen—, pero pienso que es un muchacho echado a perder. No debería habernos dejado en la estacada.
—¿Habernos dejado? —preguntó Simone como un eco, irguiéndose.
—Sí; se ha ido para siempre. ¿No lo sabía usted?
Helen se sorprendió del efecto que sus palabras producían en Simone. Ésta permaneció como aturdida, con los dedos fuertemente apretados contra sus labios.
—¿Y adónde ha ido? —preguntó después en voz baja.
Helen estaba decidida a que la desilusión de Simone fuera completa:
—A la taberna.
—Con esa mujer, quiere usted decir.
Simone aceptaba los hechos tan pacíficamente que a Helen le pareció muy juicioso dejarle creer que existía una rival.
—Si se refiere usted a la hija del tabernero —dijo—, sepa que Stephen dijo en la cocina que no podía marcharse de aquí sin despedirse de esa joven.
Helen comprendió que había dado en el blanco al ver la explosión de lágrimas de Simone.
—¡Se ha marchado! —gritó ésta—. Esa mujer le tiene a su lado. Yo también quiero tenerle junto a mí. Usted no comprende. Es algo que me consume… Debo hacer cualquier cosa.
—¡Oh! No se preocupe más de ello —dijo Helen—. No vale la pena. Se está usted rebajando. Si un hombre no me quisiera, yo tampoco le querría.
—Cállese y salga de mi habitación.
Helen no perdió su entereza, aunque se sentía tan vacía como una cáscara de huevo.
—No quiero estar donde no desean que esté —dijo, con firmeza—. Pero tengo órdenes de no dejarla a usted.
Sus palabras despertaron la ira de Simone.
—¿De modo que ha sido usted enviada para espiarme? —gritó—. Son muy listos. ¡Oh! Deles las gracias en mi nombre. Pero ¿por qué no dárselas personalmente?
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Helen nerviosamente.
—Ya lo verá usted. ¡Oh! Ya lo verá.
Helen, consternada, observó en silencio cómo Simone iba de un lado a otro de la habitación buscando prendas de ropa y vistiéndose con frenética prisa. La joven se daba cuenta de que Simone había perdido los estribos. Era tan difícil contener la inevitable catástrofe como dominar una máquina en marcha.
Helen, sin embargo, protestó cuando Simone sacó su abrigo de piel.
—¿Adónde va usted? —preguntó.
—Fuera de esta casa. No quiero permanecer donde me espían y me insultan. —Sacó un puñado de joyas, las metió en su monedero y se volvió hacia Helen—. Me voy con el hombre que amo. Dígale al profesor que no volveré… esta noche.
—¡No, no se irá usted! —gritó Helen, intentando coger a Simone por las muñecas—. Él no la quiere. ¿Dónde está su orgullo?
La lucha fue corta y desesperada. Pero Simone era la más fuerte, y, además, procedía con menos escrúpulos. Sin cuidarse de las consecuencias, empujó a Helen con tal fuerza que la muchacha cayó de espaldas sobre la alfombra, dándose un fuerte golpe.
Aunque no se hizo mucho daño, tardó algún tiempo en cerciorarse de ello. Todavía estaba frotándose la dolorida cabeza cuando oyó el ruido que hacía una llave al girar en la cerradura. Entonces se dio cuenta de que la habían encerrado.