CAPÍTULO XV
INTELIGENCIA SECRETA
Cuando cesaron los golpes se oyó una campanilla. Helen se puso en pie instintivamente.
—Llaman —dijo.
Hasta que no hubo cruzado la habitación no se dio cuenta de lo que iba a hacer. Los demás permanecieron inmóviles, mirándose: unos, con expresión indiferente; otros, con desprecio; otros, divertidos, según su temperamento.
El profesor, con un brillo irónico en los ojos, miró a su hermana y movió la cabeza.
—El eslabón débil —observó en voz baja.
La frase era una de las favoritas de Helen. De pronto se hizo cargo de la situación y enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
—Lo siento —dijo con voz débil—; pero responder a una llamada es en mí una segunda naturaleza.
—Nos lo ha demostrado usted —dijo ásperamente el profesor—. No deseo mostrarme severo, pero debe usted recordar que el olvido, en este caso, significa desobediencia.
De nuevo volvieron a oírse los golpes en la puerta y el tintineo de la campanilla. Aun sabiendo que la observaban y que debía estarse quieta, a Helen le pareció que atravesaba por una dura prueba.
«Es como ver leche hirviendo a punto de derramarse —pensó—, o como observar a un niño jugando con fuego. Alguien debe hacer algo. Estoy segura de que permanecer inactivos es una equivocación».
La joven advirtió que los músculos del rostro de la señorita Warren se estremecían a cada golpe, lo cual la hizo simpatizar secretamente con ella.
Por tercera vez volvieron a llamar a la puerta. La tensión pareció contagiarse a Stephen, que alzó la barbilla y se dirigió a su preceptor:
—Con toda la deferencia que le debo, permítame que le diga que eso es llevar las cosas un poco lejos. ¡Incomunicarnos de esta manera! A lo mejor es el cartero que trae una carta para mí, en la que me dicen que mi tía Fanny ha pasado a mejor vida nombrándome su heredero.
El profesor, con toda la paciencia que es necesaria para enfrentarse con la ignorancia de un discípulo, se dignó explicarse:
—Acabo de dar una orden, Rice. Sería un reaccionario si cometiese la misma falta que acabo de echar en cara a la señorita Capel. Si empezamos a hacer excepciones, dejaría de tener valor la precaución que hemos tomado para la seguridad general.
—Sí, señor. —De nuevo volvieron a oírse golpes en la puerta y el tintineo de la campanilla. Stephen hizo una mueca y continuó—: Pero me muero de curiosidad por saber quién está ahí fuera.
—¡Oh, querido Rice! ¿Por qué no dijo eso desde el principio? —exclamó el profesor, sonriendo—. Se trata, naturalmente, de la policía.
Sus palabras causaron sensación.
—¿La policía? —dijo Newton, como un eco—. ¿Por qué ha de venir aquí la policía?
—Una simple formalidad, ya que «La Cúspide» se halla muy cerca del lugar en que se cometió el asesinato. Desean saber si nosotros podemos darles alguna información. Si ellos aceptasen una respuesta negativa y se marcharan, yo estaría dispuesto a abrirles. La policía es un servicio público necesario… Pero, desgraciadamente, los miembros de la sección criminal desperdician demasiado tiempo en asuntos superfluos, ayudando así a escapar al criminal.
—¡Pero no puedes dejarlos fuera, Sebastián! —gritó la señorita Warren.
—No tengo intención de dejarlos fuera. Mañana, cuando llamen, serán admitidos. Soy el amo de mi casa, y he perdido ya mucho tiempo esta noche. —Y sus ojos se posaron en los papeles que había sobre su escritorio.
«Lo peor de estos hombres tan inteligentes es que son muy obstinados», pensó Helen.
La joven deseó fervientemente que la señora Oates abriera la puerta. La policía parecía una respuesta a sus plegarias. Se imaginaba que vería un compacto grupo de hombres uniformados llevando con ellos la protección de la Ley.
Helen pensó de pronto que tal vez pudiera hacer cambiar de idea al profesor.
—Yo puedo darles alguna información —declaró con calor.
El profesor dejó su estilográfica sobre la mesa e hizo girar su sillón hasta enfrentarse con la joven.
—Señorita Capel —dijo en tono mesurado—, ¿tiene usted alguna prueba que pueda ser útil a la policía? Por ejemplo, ¿ha visto al criminal? ¿Puede describirle e identificarle?
—No —contestó Helen.
—¿Tiene usted alguna idea de quién es o de donde está?
—No —repitió Helen, deseando que se la tragara la tierra.
—¿Ha formado usted alguna hipótesis que valga la pena?
—No, pero… Pero creo que se esconde detrás de los árboles.
Simone lanzó una carcajada, que fue coreada por todos, incluso por la señorita Warren.
—Gracias, señorita Capel —dijo el profesor—. Creo que la policía puede esperar su ayuda hasta mañana por la mañana.
A Helen se le encogió el corazón. ¡Mañana! La joven tenía miedo a la noche que la separaba de aquel mañana.
Sin embargo el profesor pareció apiadarse de ella al observar su confusión, pues le habló con el acento de un patrón considerado:
—Señorita Capel, ¿quiere hacer el favor de comunicar mi decisión primero a la señora Oates y luego a la enfermera?
—Sí, señor.
—Supongo que la abuela no sabe nada del asesinato —inquirió Newton.
—No —repuso la señorita Warren—. Ni ella ni la enfermera saben nada. Soy la única persona que ha estado arriba desde que el doctor Parry trajo la noticia, y no quise alarmar a la enferma.
—No, a ella no debe decírsele nada —ordenó el profesor.
—Yo no le diré nada —declaró Helen, que deseaba redimir sus errores a fuerza de prudencia.
El vestíbulo estaba silencioso cuando la joven lo cruzó. La policía se había cansado de llamar. Sin duda, al comprobar que era inútil continuar llamando, decidieron volver al amanecer. Por lo visto el miedo al maniático se había extendido de las casas de campo a las grandes mansiones de la vecindad.
Cuando Helen llegó a la cocina notó con sorpresa que no podía entrar en ella. La señora Oates no contestó al principio a su llamada. Pero por el frío cristal de la puerta no tardó en pasar una sombra, e inmediatamente se oyó el ruido de una llave al ser introducida en la cerradura.
La señora Oates apareció ante la joven con su rojo rostro lleno de confusión y los ojos soñolientos.
—Me había dormido —explicó.
—¿Y cómo puede usted dormir con la puerta cerrada? —preguntó Helen, que detestaba no poder entrar donde quería—. Suponga que se pega fuego a sus ropas y yo no puedo entrar para auxiliarla.
—Sí que podría. Casi todas las cerraduras de esta casa tienen las mismas llaves; sólo que muchas de las cerraduras están inservibles porque nadie las ha usado nunca.
—Naturalmente —dijo Helen—. Solamente se cierra una con llave en las casas de mal vivir o en los hoteles. Yo siempre he estado en casas decentes y no he tenido que encerrarme nunca.
—Bien; pues si yo estuviese en su pellejo, engrasaría la cerradura de mi puerta y me encerraría esta noche.
—¿De qué serviría? —exclamó Helen, riendo—. Cualquiera otra llave podría abrir.
—Pero la llave de los demás estaría oxidada.
Helen transmitió a la señora Oates el mensaje del profesor. La mujer movió la cabeza con ademán desafiante.
—¡Qué agradecida he de estar a su señoría! —exclamó irónicamente—. Una vez hecha la cena, soy tan libre como el aire. Las puertas no son de mi incumbencia, y nunca lo han sido.
Helen la cogió por una manga.
—Haga el favor, querida señora Oates, de no encerrarse —le rogó—. Me molesta mucho pensar que no podría llegar hasta usted si lo necesitase. ¡Tengo tanto miedo esta noche! Sólo confío en usted.
—Perfectamente —y la señora Oates hizo un característico gesto con su prominente mandíbula—. Si alguien le quiere hacer daño, se encontrará con la horma de su zapato.
Con estas consoladoras palabras sonando aún en sus oídos, Helen subió la escalera y llegó hasta la habitación azul, que había recobrado para ella algo de su prestigio anterior. La enfermera abrió inmediatamente la puerta, como si la estuviese esperando.
Helen le hizo señas para que saliera al rellano.
—Tengo algo que decirle —susurró—. Ha habido otro asesinato.
La enfermera escuchó atentamente todos los detalles. Tenía los labios apretados y los ojos ávidos. Dirigió a Helen preguntas sobre el carácter de Ceridwen, sobre el trabajo que había efectuado en la casa, sobre sus novios… Luego lanzó una carcajada.
—¡Una basura! No se ha perdido mucho. Tenía que acabar mal.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Helen, sorprendida.
—¡Oh, conozco el tipo! No tiene usted nada que decirme. ¡Asqueroso! Un cuello sucio, y, en él, un collar de perlas. Unos pequeños ojos oscuros que dicen a todos los hombres: «Vente conmigo al rincón más apartado». Una boca roja y babosa que dice: «Bésame». Sí: una criatura hecha de lujuria.
Helen contempló a la enfermera, sorprendida de la exactitud de la descripción. Ella no había mencionado siquiera la apariencia personal de Ceridwen.
—¿Había oído usted hablar de Ceridwen antes de ahora?
—Nunca, naturalmente.
—Entonces ¿cómo sabe usted todo eso?
—Era galesa.
—Pero no todas las galesas son así.
La enfermera se limitó a mover la cabeza y a cambiar, de conversación.
—En cuanto a las órdenes del profesor, creo que no me conciernen. Entre los deberes de una enfermera no figura el abrir las puertas. Y por nada del mundo arriesgaría mi valiosa vida saliendo de casa con esta tempestad. Pensar que pudiera hacer algo parecido es un insulto a mi inteligencia.
Helen se sintió más tranquila al ver que la enfermera exageraba su propia importancia. Esto la encasillaba en un molde definido, que, aunque desagradable, resultaba bastante corriente. Y no se parecía nada al tipo que la señora Oates pensaba que podía ser, es decir, la espía que baja la escalera a medianoche, cuando todos duermen, para dejar que el asesino entre en la casa.
—¡Enfermera!
Al oír la grave voz, ya familiar para la joven, la señorita Barker se volvió hacia Helen.
—Quiero ir a la cocina para enterarme de ciertas cosas —dijo—. ¿Quiere usted quedarse aquí?
—Bueno —respondió Helen.
—¿Ya no está asustada? —preguntó la enfermera, con sorna—. ¿A qué se debe el cambio?
—He sido una tonta —explicó Helen—. Estaba un poco trastornada. Pero ahora que tengo algo real que temer, las fantasías no me dan ya miedo.
Poseedora de su antiguo aplomo, Helen entró en la habitación azul, esperando un buen recibimiento. Pero lady Warren parecía haber olvidado el interés que había sentido por ella.
—¿Por qué han llamado tanto a la puerta? —inquirió la anciana.
—¿Lo ha oído usted? —preguntó Helen, tratando de ganar tiempo para encontrar alguna explicación.
—Tengo los cinco sentidos más despiertos que los suyos —respondió lady Warren—. ¿Conoce usted la diferencia que existe entre un bistec demasiado asado y otro demasiado crudo?
—No —repuso Helen.
La segunda pregunta de la anciana resultaba más difícil de contestar.
—¿Puede usted apuntar a los ojos de un hombre y hacer blanco en ellos?… Dígame: ¿quién llamaba a la puerta?
—El cartero —explicó Helen, que no quería apartarse de las instrucciones del profesor—. Oates salió a buscar oxigeno, como usted sabe, y yo estaba ocupada en algo que no podía dejar. Así, pues, nadie pudo acudir al principio.
—¡Qué mal organizada está mi casa! —exclamó irritada lady Warren. No se sorprenda. Todavía es mi casa. Antes tenía muchas criadas… Y todas se marcharon… Demasiados árboles…
La voz de la anciana se debilitó, y Helen comprendió que los recuerdos se habían apoderado de nuevo de su mente.
Pero mientras la joven simpatizaba con este hundimiento en el pasado, la enferma le demostró que era cierto que sus sentidos eran más agudos que los de ella, pues oyó en la escalera unos pasos imperceptibles para Helen. Los ojos de la enferma brillaron de expectación.
Se abrió la puerta y el profesor entró en la alcoba.
Helen pensó que el instinto sexual triunfaba hasta en el umbral de la muerte, ya que el recibimiento que la enferma hizo a su hijastro fue muy distinto al que usualmente hacía a las mujeres.
—¡Por fin te has dignado venir a verme! —exclamó lady Warren—. Esta noche es muy tarde, Sebastián.
—Lo siento, madre —se disculpó el profesor.
Su alta y solemne figura permaneció erguida a los pies de la cama, a la sombra del dosel azul.
—No se marche —dijo en voz baja a Helen. No estaré aquí mucho tiempo.
—También el cartero ha venido muy tarde observó la anciana, con naturalidad.
El respeto que Helen sentía por la inteligencia del profesor aumentó al ver que éste se hacía cargo inmediatamente de la situación.
—Sí, la tempestad ha hecho que se retrasara —explico.
—¿Y por qué no dejó las cartas en el buzón en lugar de armar un ruido de mil diablos?
—Una de ellas estaba certificada.
—¡Hum!… Quiero un cigarrillo, Sebastián.
—¿Y tu corazón? —dijo, titubeando, el profesor—. ¿Es prudente que fumes?
—Mi corazón no está hoy peor que ayer, y ayer no pusiste ningún inconveniente en que fumara un cigarrillo.
El profesor abrió su pitillera. Luego, sosteniendo una cerilla encendida, se inclinó sobre la cama. Helen los observó a ambos. La llama iluminaba al mismo tiempo el hueco de la huesuda mano del hombre y el rostro de lady Warren. La anciana ofrecía un extraño aspecto, con los mechones de sus canosos cabellos sujetos con peinetas de color de rosa y un cigarrillo brillando entre sus labios.
Helen pudo ver que la anciana era una experimentada fumadora, pues saboreaba cada chupada antes de arrojar el humo.
—Noticias —ordenó la anciana.
El profesor, con su voz desprovista de entonación, hizo un resumen de noticias que recordó a Helen el artículo de fondo del Times.
—La política es algo estúpido —afirmó lady Warren—. ¿No ha habido ningún asesinato?
La señora Oates te los referirá mejor que yo. Son más de su incumbencia que de la mía —contestó el profesor, volviéndose para marcharse—. Perdóname, madre. Tengo que ir a trabajar.
—No te canses —le recomendó lady Warren—. Tienes los ojos irritados.
—Anoche dormí muy mal —contestó, sonriendo, el profesor—. Si yo fuese como todo el mundo, diría que no pegué los ojos en toda la noche. Pero como no soy como todo el mundo, sólo diré que dormí poco.
—Eres muy inteligente, Sebastián. Las tontas de mis enfermeras aseguran siempre que se despiertan si se me cae un cabello, pero lo cierto es que duermen como lirones. Podría levantarme y ponerme a patinar sin que ellas dejaran de roncar. Y a Blanche le ocurre lo mismo. Cuando anochecía se quedó dormida en su silla, pero nunca admitirá tal cosa.
—En ese caso, no podrías contar con ella para establecer una coartada —dijo el profesor, con aire indiferente.
Helen se preguntó por qué se sentía tan desagradablemente molesta al oír aquella conversación. Desde que había entrado en la habitación azul la atmósfera parecía destilar veneno en su cerebro.
—¿Dónde está Newton? —preguntó la anciana.
—Luego subirá a verte.
—Hará perfectamente. Dile que la vida es corta, y que no tarde en dar las buenas noches a su abuela.
El profesor estrechó ceremoniosamente la mano de lady Warren y le deseó que descansara. Helen, obedeciendo a una seña, salió de la estancia tras él.
—Cuando vuelva la enfermera adviértale que con ningún pretexto ponga a lady Warren al corriente de… lo que ha sucedido esta noche. Y dígale que cuide de que nadie lo haga. Una impresión podría ser fatal.
—Comprendo —respondió Helen.
La joven pensaba en el testamento, todavía sin redactar.
Cuando volvió junto a la cama, la anciana la miró con sus negros ojos en forma de media luna.
—Acérquese —dijo lady Warren—. Se ha cometido otro asesinato. ¿Han encontrado ya el cadáver?