CAPÍTULO XIX

UNA COPA DE MÁS

Cuando Helen contempló a la señora Oates experimentó la sensación de hallarse en lo más profundo de un sueño. Todo había cambiado en el curso de unas horas. Era imposible creer que la cocina continuara siendo el mismo apacible lugar en que ella había tomado el té y escuchado historias del pasado.

La cocina estaba ahora no sólo sucia y desprovista de toda comodidad, sino más oscura que antes, pues ya no había fuego que la iluminara. El hornillo estaba lleno de cenizas, y en el hogar brillaban los rescoldos. Sobre la desnuda mesa se veían migas de pan y cáscaras de huevo. Incluso el gato había abandonado la alfombra y descansaba en el salón vacío.

Pero lo peor era el cambio que se había operado en la señora Oates. Había perdido aquella expresión que la redimía de su fealdad. En sus ojos no brillaba ya la lealtad, y en su rostro se dibujaba una sonrisa estúpida.

Cuando la señora Oates hizo un movimiento con la cabeza y sonrió al recordar un chiste, a Helen le pareció una criatura de pesadilla. La muchacha le dio a conocer las últimas noticias, pero la señora Oates las recibió con tal indiferencia que Helen se preguntó si en realidad las habría comprendido.

«Las mujeres no pueden beber y conservar la compostura» pensó.

Helen notó que, por lo que respecta a la bebida, los hombres eran muy superiores a las mujeres. Estas los igualaban en otros aspectos; pero mientras un hombre borracho puede resultar divertido e incluso brillante, las mujeres caen en la bestialidad.

Aunque disgustada al contemplar el rojo rostro de la señora Oates, la muchacha observó que se trataba tan sólo de una leve embriaguez. Puesto que la catástrofe no era completa, sería posible apelar al buen sentido de la señora Oates y ponerla de nuevo en pie de guerra.

—¿Ha estado usted bebiendo? —preguntó con naturalidad.

La señora Oates simuló una exagerada inocencia.

—¡Tiene gracia! Concedo que he bebido cerveza, pero ni una gota de licor.

—¡Es extraño! —dijo Helen, olfateando—. Juraría que huele a coñac.

—Tal vez sea esa enfermera. Ha estado aquí.

Helen decidió emplear un ardid.

—¡Mala suerte! —dijo, suspirando—. Me hubiera gustado echar un trago. Lo necesito después de todo este trastorno.

En el rostro de la señora Oates se reflejó la lucha que la avidez y la precaución sostenían contra su natural bondad. Al fin prevaleció la generosidad.

—Tendrá usted coñac, querida —afirmó. Bajó la cabeza y de debajo de su falda sacó una botella que colocó triunfalmente sobre la mesa—. Aquí lo tiene —añadió—, y recréese pensando en el lugar de donde procede.

—¿Dónde la encontró usted? —preguntó Helen.

—En la bodega, cuando el amo fue a mirar el termóme… me… me…

Mientras la señora Oates, con su tenacidad de perro dogo, luchaba por pronunciar aquella palabra, Helen alargó la mano para coger la botella.

—Se ha bebido usted casi la mitad —dijo—. ¿No sería mejor que guardara un poco para mañana?

—No —respondió solemnemente la señora Oates—. No me conformo con beberlo a sorbos; necesito buenos tragos. Yo siempre doy fin a la botella.

—Pero se emborrachará usted, y entonces la señorita Warren la despedirá.

La señora Oates hizo un guiño y movió la cabeza.

—No, no me despedirá. Ya lo he hecho otras veces. El ama dice solamente que debo alejar de mí la tentación. No pueden encontrar sirvientes que quieran vivir aquí, y ellos lo saben.

Helen escuchaba con el disgusto de un jugador de naipes a quien le faltase un triunfo. El truco empleado no la había ayudado a ganar la partida.

Era obvio que la señora Oates no sentía miedo al pensar en el futuro. Sus servicios eran imprescindibles para la familia Warren.

—Por lo menos guarde un poco para el que vendrá calado hasta los huesos dijo la muchacha cuando la señora Oates se apoderó de la botella.

—¿Para que Oates lo encuentre? Nada de eso. Sabría entonces que tengo una copa de más, y él está siempre dispuesto a impedírmelo. No. Voy a esconder la botella en el único lugar seguro.

—¿Por qué diablos tenía que salir su marido? —preguntó Helen. ¿Por qué había de suceder precisamente esta noche?

La señora Oates lanzó una aguda carcajada.

—Hice lo siguiente: llevé el budín al dormitorio cuando sabía que la enfermera estaba atareada con su señoría, y destapé el balón de oxígeno al mismo tiempo que dejaba la bandeja.

—¿Y qué le hizo pensar en el oxígeno?

—Usted. Dijo que el oxígeno era imprescindible para la enferma. Pero sí no hubiese hecho eso, habría imaginado otra cosa para verme libre de Oates.

La sensación de pesadilla aumentó cuando Helen se sentó frente a la señora Oates y observó cómo ésta continuaba bebiendo. Parecía, como si todo se hubiese confabulado contra la muchacha. Sin embargo, cuando buscó la causa, no pudo descubrir el menor indicio de malicia humana.

No había nada extraordinario en que la señora Oates tuviese una debilidad. También era natural que su marido pretendiera corregirla, y que ella se devanara los sesos para verse libre de él de vez en cuando.

La misma lógica caracterizaba los acontecimientos responsables de que los jóvenes se hubieran marchado. Stephen Rice quería mucho a su perro y le irritó que lo hubieran echado fuera de la casa. Simone había actuado de una manera normal en una muchacha mimada y neurótica cuyos deseos habían sido contrariados. El profesor no podía tampoco conducirse de otro modo al permitir a Newton que siguiera a su mujer.

Naturalmente habían ocurrido pequeños y desgraciados incidentes que pusieron en marcha la maquinaria. Pero la responsabilidad de que esto ocurriera se dividía por igual entre todos los habitantes de la casa.

En primer lugar, era una desgracia que Stephen hubiera llevado allí un perro, y más desafortunado todavía que esto hubiese chocado con los prejuicios que la señorita Warren sentía contra los animales. El descuido del profesor había sido también lamentable, aunque difícilmente hubiese éste creído a la señora Oates con la audacia necesaria para cometer un robo en sus narices.

Helen hubo de reconocer que también ella tenía su parte en aquella extraordinaria cadena de coincidencias, pues había influido para que el doctor Parry exagerara la gravedad de la enferma, y había pronunciado la desgraciada frase sobre el oxígeno que indujo a la señora Oates a destapar el balón.

A pesar de que se repitió aquellos argumentos una y otra vez, Helen sintió miedo. Algo avanzaba hacia ella: una larga serie de acontecimientos que no tenía poder para contener. La joven tuvo súbitamente la visión de una montaña que se desplomaba, y recordó que la caída de un poco de nieve puede ser el principio de un alud.

La causa de aquella serie de acontecimientos no podía ser la ciega casualidad. Habían ocurrido cosas naturales, pero con ayuda de una complicidad no natural. El proceso era al mismo tiempo demasiado suave y uniforme. Los acontecimientos se habían ido sucediendo con ritmo natural, como si algún cerebro regulase sus operaciones.

El ver a la señora Oates transformándose lentamente de una mujer aguda en una idiota impulsó a Helen a obrar desesperadamente.

—¡Deme eso! —gritó, cogiendo la botella—. Debería usted avergonzarse de sí mima.

Pero Helen se dio cuenta de la equivocación que había cometido cuando la señora Oates se volvió hacia ella hecha una furia.

—No toque esa botella.

La joven trató de transformar su acción en un juego, echando a correr por la cocina perseguida por la señora Oates.

—No sea usted tonta —gritó la muchacha, sin soltar la botella— y trate de dominarse.

Jadeante y con los ojos enrojecidos, la señora Oates alcanzó a Helen en un rincón, le quitó la botella y le pegó en la mejilla.

—Así aprenderá usted a no meterse donde no la llaman —dijo.

Como la muchacha retrocedió por la fuerza del golpe, la señora Oates la cogió por los hombros y la echó de la cocina.

—¡Fuera! —murmuró, dando un portazo—. No vuelva a aparecer por aquí.

Helen se sintió satisfecha de poder escapar, pues comprendía que necesitaba buscar ayuda. Demasiado tímida para recurrir al profesor, se dirigió a la biblioteca. A la señorita Warren, que se hallaba materialmente doblada sobre un libro, no pareció gustarle la interrupción.

—Espero, señorita Capel, que no me haya usted molestado por una tontería —dijo.

—No —repuso Helen—. Se trata de algo importante. La señora Oates está borracha.

La señorita Warren hizo un gesto de disgusto y miró el reloj.

—No hay que preocuparse por ello —dijo, con acento tranquilo—. Los efectos desaparecerán con una noche de sueño. Mañana se sentirá de malhumor, pero hará su trabajo como si tal cosa.

—Pero no está borracha del todo —insistió Helen—. Si usted le hablase dejaría de beber.

—No quiero discutir con una mujer medio embriagada. Y el trabajo de mi hermano es demasiado importante para que le interrumpa. Hágame caso y no intervenga en las cosas de la señora Oates… Esto ha sucedido ya algunas veces.

Y la señorita Warren cogió el libro de nuevo para indicar que la entrevista había terminado.

Sintiéndose profundamente triste, Helen comenzó a pasear por el vestíbulo. Sin embargo, al ver el teléfono recuperó su valor. Aunque se sentía tan sola como si estuviese en una isla desierta, el aparato telefónico le recordaba que «La Cúspide» estaba todavía unida a la civilización.

«Llamaré a la taberna —decidió—. Así sabremos si Simone se encuentra sana y salva. Y a continuación llamaré al doctor Parry».

Se sintió inquieta al coger el auricular. El vendaval podía haber derribado los postes del teléfono. Se habían juntado tantos desastres que casi esperó no obtener comunicación.

Con gran alegría oyó el zumbido de la llamada y la voz de la empleada pidiendo el número. Después de un corto intervalo otra voz, que hablaba fuerte acento galés, la informó de que quien se encontraba al otro lado de la línea era el señor Williams, el dueño de la taberna.

Como respuesta a sus preguntas el señor Williams le dijo que los esposos Newton Warren habían llegado a la posada y se quedaban allí a pasar la noche, añadiendo que el señor Rice se había marchado con su perro inmediatamente después de haber aparecido el matrimonio, sin duda con el fin de dejar sitio para la dama.

—¿Y adónde ha ido? —preguntó Helen.

—A la rectoría. Aseguró que el párroco le alojaría, ya que le gustan mucho los perros.

La joven, diciéndose que podía tener una excusa si era sorprendida en el teléfono, buscó en la guía el número del doctor Parry. No tardó en oír la voz del médico. Parecía cansado y no precisamente entusiasmado.

—No me diga que la anciana ha sufrido un ataque. Tenga corazón. No he hecho más que empezar a cenar.

—Deseo que me dé un consejo —dijo Helen—. No puedo pedírselo a nadie más que a usted.

Sin embargo, cuando terminó de hablar, no había logrado convencerse ni siquiera a sí misma de la gravedad de la situación. Todo aquello parecía una pura fantasía, y estaba segura de que el doctor Parry compartía esta opinión.

—Es lamentable —contestó el médico—, pero no puede usted hacer nada. No moleste más a la señora Oates. Sería más fácil arrebatarle un hueso a un león que quitarle a ella la botella.

—¡Oh! Quiero que se serene —afirmó Helen, con acento quejumbroso—. ¡Está esto tan solitario!

Tras una pausa el doctor Parry preguntó:

—¿Tiene usted miedo?

—No —respondió Helen.

—Se lo pregunto porque, si está usted asustada, iré en seguida.

Como él esperaba, Helen rechazó su ofrecimiento. El doctor tenía hambre, estaba empapado y se sentía exhausto, y aunque experimentaba la atracción de unos ojos bonitos, prefería fumar una pipa y pasar un rato junto al fuego.

—Sé que una casa solitaria no resulta muy agradable en medio de una tempestad —dijo—; pero rece sus oraciones y no le pasará nada. Esta noche ha sido de prueba para usted, y, naturalmente, se siente muy sola al ver que toda esa gente se marcha. Pero todavía quedan en la casa muchas personas. Enciérrese y no tendrá nada que temer.

—Sí —asintió Helen, dando un respingo al oír el violento crujido de una de las ventanas.

—Si se acostase y cerrara la habitación por dentro, ¿podría usted dormir con este viento?

—No lo creo. Mi habitación está arriba, y se balancea como si fuese una cuna.

—Entonces conserve encendido el fuego en su salón y eche allí un sueñecito. Apenas oirá en él la tempestad. Y antes que se dé cuenta habrá amanecido.

—Sí. ¡Las cosas parecen tan diferentes cuando llega la mañana!

Era muy fácil ser valiente mientras escuchaba la alegre voz del doctor Parry.

—Recuerde lo siguiente —concluyó el médico—: Si tiene miedo, llámeme y acudiré en seguida.

Tras esta consoladora promesa Helen colgó el receptor. Pero cuando echó un vistazo por el vestíbulo, su confianza se desvaneció. La casa parecía moverse a impulsos del vendaval, y la noche estaba llena de rumores. El viento, el ruido de los árboles y el repiqueteo de la lluvia se combinaban para fingir pasos sobre la hierba, golpes en las ventanas y susurros a través del agujero de la cerradura. Una gran voz gemía dentro de la chimenea, y Helen estuvo a punto de creer que pronunciaba algunas palabras.

Pensando que, por mal que la recibieran, todo era mejor que la soledad, Helen bajó de nuevo a la cocina. Aunque nunca había visto borracho a ninguno de sus patronos, la joven pensaba que podría encontrar la forma de hacer volver en sí a la señora Oates.

De todos modos su peligrosa curiosidad la impulsaba a intentarlo. Asomó cautelosamente la cabeza por la puerta, esperando ser saludada con un plato.

Con gran alivio por su parte vio que la señora Oates le dispensaba un buen recibimiento. El rostro de la mujer estaba un poco más congestionado, en tanto que el coñac de la botella había disminuido. La señora se había transformado en una alegre compañera.

«No debo irritarla», pensó Helen. Tomó asiento y golpeó cariñosamente una rodilla de la señora Oates.

—Somos amigas, ¿verdad?

—Sí —respondió la mujer—. Oates dijo: «Cuida de la pequeña». Fueron sus últimas palabras antes de marcharse. Sí, sus últimas palabras: «Cuida de la pequeña».

—¡Oh! No hable usted de él como si estuviese muerto.

La joven empezó a hablar con acento persuasivo, mientras acariciaba la mano de la señora Oates.

—Pero ¿cómo va a cuidar de mí si está usted bebida?

—No estoy bebida —objetó la señora Oates—. Sólo un poquito alegre. Puedo andar sin hacer eses; puedo decir «termómetro», y puedo hacer papilla a cualquiera que se atreva a poner un dedo sobre la pequeña.

Se levantó y, balanceándose solamente al principio, anduvo a lo largo de la habitación luchando contra fantasmales adversarios con tal vigor que Helen se sintió confortada.

«Si puedo conseguir que se mantenga así, la señora Oates vale tanto como cualquier hombre».

La señora Oates se detuvo resoplando como un elefante marino y recibiendo los aplausos de Helen.

—He estado sentada —dijo la señora Oates pensando y pensando. El beber me hace recordar. Me preocupa esa enfermera. Me gustaría averiguar por qué diablos habla como si tuviese la boca llena. ¿Cómo puede explicarse eso?

—No lo sé —respondió Helen.

—Pues yo sí lo sé —dijo la señora Oates—. Desfigura la voz. Utiliza para ello una de las muchas voces que tiene, y en eso se parece a la vieja de arriba. También desfigura su manera de andar. Constantemente se está recordando a sí misma que no debe andar como si aplastase escarabajos. ¿Qué consecuencia saca usted de esto?

—¿Y usted? —preguntó Helen, ligeramente inquieta.

—¡Ah! Tal vez no sea una mujer como usted y como yo. Tal vez…

La señora Oates se detuvo de pronto. Helen se volvió y vio a la enfermera en el umbral de la puerta.