CAPÍTULO XIV
SEGURIDAD ANTE TODO
Helen miró fijamente a la señora Oates, experimentando una vaga sensación de extrañeza. Había algo distinto en el aspecto de aquella mujer, algo que en aquel momento no sabía lo que era. Su rostro, encarnado todavía por haber estado junto al fuego, tenía su acostumbrada expresión de tosca amabilidad. A Helen le extrañó mucho el cambio operado en ella.
—¿La enfermera? —repitió Helen—. Es una mal educada. Pero ¿qué hay de raro en ella?
—Cosas. —Y la señora Oates hizo un misterioso ademán con la cabeza—. Las noté, pero no le di importancia. Las he recordado después, y ahora me pregunto qué significan.
—¿Qué cosas? —inquirió Helen, tratando de que la señora Oates se ciñera a los hechos.
—Cositas… —fue la vaga respuesta—. Me gustaría cambiar algunas palabras con Oates. Él podría aclararme algo.
Cuando la voz de la señora Oates se elevó de tono, Helen se percató inmediatamente de la diferencia que observaba en ella. De su rostro había desaparecido algo. Sus labios colgaban fláccidos, y su mandíbula había perdido el parecido con el hocico de perro dogo.
La joven se sintió ligeramente incómoda. Uno de sus guardias especiales se había marchado… y el otro había cambiado. Helen dejó de experimentar la consoladora seguridad que tenía en la protección de la señora Oates.
Pero en la copiosa charla de la mujer parecía esconderse un misterioso significado, y Helen sintió que su atención se intensificaba.
—Deseo ver a mi marido —declaró la señora Oates—. Quiero preguntarle de dónde ha sacado a esa enfermera. Un niño podría engañar a Oates. Si alguien se cortase la cabeza y se pusiera en su lugar una col, él no se daría cuenta del cambio.
—Sin embargo, estoy segura de que nos dijo que había ido a buscarla al «Hogar de la Enfermera» —le recordó Helen.
—Sí, pero eso ¿qué prueba? Conozco a Oates. Llegaría allí en el coche, y como no me tenía a su lado para llamar al timbre, pondría en marcha el motor para que hiciera ruido y esperaría a ver qué pasaba. Y la primera figura con capa y toca que se le metió en el coche le pareció buena.
—¡Hum! —murmuró Helen—. Pero aunque la enfermera sea una impostora, no puede haber cometido el crimen, ya que iba en el coche con su marido a la hora en que éste ocurrió.
—¿Qué crimen? —preguntó la señora Oates.
Helen era lo bastante buena para gozar anunciando noticias trágicas que no le concernían directamente. Pero la forma en que la señora Oates recibió la noticia de la muerte de Ceridwen fue desconcertante. En lugar de estremecerse de horror, la aceptó como si fuese algo natural, y dejó de hablar de la muerta para profetizar cosas morbosas.
—Sí, no se sabe nunca —murmuró con naturalidad—. Bien: recuerde usted mis palabras. Habrá otro asesinato antes que se acabe la noche, si es que vivimos para verlo.
—¿No está usted un poco bebida? —preguntó Helen.
—No me gusta nada esa enfermera. La gente dice que el asesino debe de contar con la ayuda de una mujer, que habla con las víctimas y se entera de sus costumbres, a fin de que él pueda actuar.
—¿Quiere usted decir… una espía? —preguntó Helen—. Le aseguro que si la enfermera me invita esta noche a dar un paseo por el jardín, no aceptaré.
—Supongo que ella no está aquí para eso —dijo la señora Oates—. Está aquí para abrirle la puerta a él.
Aquella idea era muy desagradable, sobre todo después de las revelaciones que el doctor Parry había hecho a la joven. Helen se percataba de la soledad en que se hallaba la casa, batida por la tempestad. Incluso allí, en el sótano, podía oírse la furia del vendaval, que azotaba las ventanas.
—Voy a subir para ver lo que están haciendo los otros —dijo Helen, pensando que necesitaba cambiar de compañía.
Stephen Rice fue la primera persona con quien se encontró en el vestíbulo. El joven había abierto el armario donde se guardaban los abrigos y estaba descolgando su viejo gabán.
—Supongo que no pensará usted salir con esa tormenta —dijo Helen.
La sonrisa de Rice actuaba como un sedante sobre la joven. Stephen se llevó un dedo a los labios.
—¡Chitón! Me marcho a la taberna sin que lo sepa nadie. Necesito la compañía de unos cuantos obreros para que se me quite el mal sabor que me ha dejado este asunto. También me hace falta un vaso de cerveza. Soy la clase de desesperados que, de no tener esto, harían cualquier disparate.
—Creo que sólo hay una cosa que usted no haría —dijo Helen, que se sentía anonadada.
—¿Qué es?
—Marcharse con la mujer de otro.
Stephen siguió la mirada que Helen había dirigido al salón.
—Está usted equivocada —repuso—. Las mujeres no existen para mí. —Luego, tendiendo la mano, añadió—: ¿Una limosnita, hermana?
Helen no cayó en la cuenta de que le estaba pidiendo dinero prestado. El joven tuvo que aclarárselo.
—Quiero pagar el gasto que haga en la taberna. La compra del cachorro me ha dejado sin dinero.
—¿Y dónde está el cachorro? —preguntó Helen, que deseaba cambiar de conversación.
—En mi cuarto, durmiendo en mi cama… ¡Una limosnita, hermana!
—No tengo dinero —confesó débilmente la joven—. No me pagarán hasta fin de mes.
—Mala suerte. También es usted un país sin divisas. Siento haberle pedido dinero. No me queda otro remedio que intentar sablear a Simone. Ella es muy rica.
Simone apareció en aquel momento en el vestíbulo.
—¿Adónde va usted? —preguntó.
—Ante todo voy hacia usted, encanto, para rogarle que me preste algún dinero. Luego iré a la taberna a gastármelo en cerveza.
Simone enarcó sus pintadas cejas.
—No tiene usted que inventar ninguna excusa —dijo—. Conozco la atracción de la taberna.
—¿Whitey? —gruñó Stephen—. ¡Por el amor de Dios, deje de hablar de ella! Es una muchacha simpática. Somos amigos y nada más.
Se interrumpió al ver que Newton salía del despacho.
—¿Quieren entrar? —dijo Newton—. Mi padre tiene algo que decirles.
El profesor se hallaba sentado junto a su mesa y hablaba con su hermana en voz baja. Helen notó que en el rostro del profesor se reflejaba el cansancio. También observó que sobre la mesa había un vaso de agua y un tubo de tabletas blancas.
—Tengo algo que decirles —anunció el profesor—: algo que concierne a todos. Esta noche no saldrá nadie de esta casa.
Simone dirigió una mirada de triunfo a Stephen, que comenzó a protestar.
—Tengo una cita importante, señor.
—Pues no irá usted a ella —contestó el profesor.
—No soy ningún niño.
—Demuéstrelo. Si es usted un hombre, debe comprender que hay que enfrentarse con una situación peligrosa, y que todos los hombres de la casa tienen el deber de permanecer en ella.
Stephen continuó protestando.
—Me quedaría, naturalmente, si comprendiese que hacía falta. ¡Pero por causa de ese maldito lunático! Claro que ninguna mujer debe salir de la casa. Pero dentro de ella están seguras. Ese individuo no entrará.
—¿Se ha olvidado usted de la muchacha asesinada en su dormitorio? —exclamó la señorita Warren, con voz débil.
—Su ventana estaba abierta contestó Stephen.
—¿No oyó usted lo que dijo el doctor? —insistió la señorita Warren.
—Sí, y también ha oído lo que yo he dicho —dijo el profesor, con firmeza—. Soy el dueño de la casa y no quiero arriesgar la seguridad de nadie por una desobediencia.
Helen sintió que la mirada del profesor se fijaba en ella un momento, y su corazón se llenó de gratitud.
—Además deseo que se observe otra precaución —siguió el profesor—. Nadie debe ser admitido esta noche en la casa. Si alguien llama a la puerta, se quedará sin entrar, sea mujer u hombre. Prohíbo que, con ningún pretexto, sean descorridos los cerrojos de las puertas.
La objeción surgió esta vez de Newton.
—Eso tal vez sea demasiado, papá —dijo—. Puede venir la policía, o alguien que traiga una noticia importante.
—O bien algún desgraciado vagabundo que se ha visto envuelto en la tempestad añadió Stephen.
Pero el profesor, como si diese por terminada la discusión, tomó un papel.
—Ésas son mis órdenes —dijo—. Esta noche me toca velar por la seguridad de las mujeres acogidas bajo mi techo. Les advierto que el que salga de esta casa, aunque sólo sea por un minuto, no volverá a ella. La puerta se cerrara tras esa persona, sea mujer u hombre, y no será abierta de nuevo.
Helen comenzó a imaginar una serie de desagradables posibilidades. Lo que más la molestaba era la visión del doctor Parry esperando bajo la lluvia, llevado a aquella puerta por una misión especial.
—Pero si reconocemos la voz, ¿no podremos abrir la puerta? —preguntó tímidamente.
No —respondió el profesor—. Las voces pueden ser imitadas. Lo repito: no se ha de abrir a nadie, sea hombre, mujer o niño.
—¿Ni a un niño, profesor? —exclamó Helen—. Si yo oigo llorar a un niño que está a la intemperie, abriré y le haré entrar.
El profesor sonrió con indulgencia y cambió una mirada con su hermana, la cual no disimulaba la pobre idea que tenía sobre la mentalidad de aquella muchacha.
—El niño que usted saldría a buscar estaría dispuesto a cortarle la garganta —continuó el profesor, dirigiéndose a Helen. ¿No ha oído usted a esos imitadores que trabajan en la radio y que ilustran con toda clase de ruidos perfectos los momentos que requiere la emisión?
—Ya podría desgañitarse, que no causaría sobre mí el menor efecto —interrumpió Stephen brutalmente—. Y le prometo además otra cosa: tampoco abriré a ninguna mujer.
Simone le dirigió una mirada de desafío, mirada que fue interceptada por Newton, el cual lanzó una carcajada.
—¿Se acuerda usted de Shakespeare, Rice? —preguntó cáusticamente—. Escuche esta cita: «Me parece que la dama promete demasiado». Habla usted mucho de que odia a las mujeres, pero no vemos que sea verdad.
El profesor golpeó la mesa, como si quisiera imponer silencio en una sesión demasiado ruidosa.
—Eso es todo —acabó—. Señorita Capel, ¿quiere usted transmitir inmediatamente mis órdenes a la señora Oates y a la enfermera?
—Sí, profesor —respondió Helen. De pronto recordó algo y preguntó—: ¿Y Oates?
—Que se quede fuera —dictó implacablemente el profesor. Puede guardar el coche en el garaje y permanecer allí hasta que amanezca.
—Pero tal vez lady Warren necesite el oxígeno…
—Lady Warren debe correr el riesgo como todos nosotros. Seguridad ante todo. Quizá me haga cargo de la situación mejor que ustedes… Recuerdo que cuando estaba en la India, siendo joven, a un tigre le dio por entrar en el lugar donde guardábamos el ganado. Y a despecho de todas nuestras precauciones entró una y otra vez. —Hizo una pausa y añadió—: Ahora hay un tigre alrededor de esta casa.
No había terminado de hablar cuando se oyó llamar con fuerza a la puerta principal.