CAPÍTULO XIII

ASESINATO

La noticia horrorizó a Helen de tal forma que experimentó la sensación de que se balanceaba en el aire al mismo tiempo que toda la casa. Cuando pudo recobrarse advirtió que todos los miembros de la familia se habían reunido en el vestíbulo y escuchaban atentamente al doctor.

—Ha sido estrangulada —informó éste.

—¿Cuándo? —preguntó el profesor.

—Esto no podrá saberse con certeza hasta dentro de una hora, pero puedo adelantar que seguramente ocurrió entre cinco y seis.

—Estrangulada… —repitió la señorita Warren, con voz apenas perceptible—. ¿Ha sido…, ha sido asesinada de la misma forma que las otras?

—Exactamente igual —respondió el doctor—. Sólo que esto ha sido más feroz. Ceridwen era una muchacha muy fuerte y opuso resistencia, lo cual obligó al asesino a emplear mayor violencia.

—Pero… —y el rostro de la señorita Warren mostró una expresión de horror— si la muchacha fue asesinada en el jardín del capitán Bean, el maniático estaba muy cerca de nosotros.

—Más cerca de lo que usted se figura —repuso el doctor—. El asesinato ha sido cometido en la arboleda.

La señorita Warren profirió una exclamación de terror, mientras Simone se asía al brazo de Stephen. Helen, a pesar de su terrible excitación, notó que la señora Newton procuraba aprovechar las posibilidades que la situación le ofrecía, mientras su marido la observaba con rostro contraído.

Helen recordó. Mientras, indefensa y desamparada, miraba a «La Cúspide» desde el camino, el asesino se hallaba muy cerca de ella. Y ella se aproximaba a él cada vez más. Tenía que pasar junto a él, que estaba escondido, esperando a su víctima.

El asesino la había olfateado, la había escogido. Sabía que ella tenía que pasar por allí, y la esperaba disfrazado de árbol.

«Me he salvado milagrosamente», pensó.

Ahora que había pasado el peligro se habría sentido casi contenta de la aventura a no ser por la idea de que el árbol consiguió por fin una presa. Al pensar en la pobre Ceridwen, que marchaba alegremente hacia un horrible destino, Helen se sintió desfallecer.

Cuando de nuevo se fijó en lo que la rodeaba notó que en el rostro del profesor no se reflejaba la menor emoción, lo cual fue un alivio para ella. Como el profesor hablaba con su habitual tono de suficiencia, la joven se sintió arrebatada del oscuro y tempestuoso paisaje que contemplaba con los ojos de la imaginación para ser restituida al cómodo interior de un hogar inglés.

—¿Por qué cree usted que ese asesinato ha sido cometido en la arboleda? —preguntó el profesor.

—Porque en las crispadas manos de la muchacha había agujas de pino, y porque sus trajes mostraban signos de haber sido arrastrados a través de un seto… Naturalmente, intentar encontrar un fin lógico en los impulsos de un cerebro desequilibrado no tiene ninguna utilidad. Si el cuerpo hubiese quedado en la arboleda, habrían pasado muchas horas sin que fuese descubierto.

—Tal vez no hubiera ocurrido así —opinó el profesor—. Quizás exista alguna idea fundamental en lo que parece absurdo.

Su hijo, que compartía su antipatía por el excéntrico vecino, sonrió.

—Bean debe de haberse sentido trastornado —dijo—. ¡Encontrar un cadáver ante la puerta de su casa!

—Estaba un poco trastornado —repuso fríamente el doctor—. Ha sido un mal golpe para un hombre de su edad. Una muerte súbita no es nada divertida…, sobre todo para la víctima. —Los oscuros ojos del médico brillaron de cólera al observar los impasibles rostros de los hombres y los pintados labios de Simone, que estaban entreabiertos como para gustar una sensación—. No deseo alarmarlos —añadió—. Nada más lejos de mi ánimo. Pero quiero que se den cuenta de que se trata de un lunático, de que éste ha olido la sangre y que probablemente deseará repetir su experiencia… Y que está cerca, muy cerca de ustedes.

—¿Intentará…, intentará entrar aquí? —murmuró la señorita Warren.

—No le den ustedes la menor oportunidad. Estoy seguro de que el profesor no dejará salir a nadie de la casa. Naturalmente, espero que cerrarán ustedes todas las puertas y ventanas. No dejen de tomar todas las precauciones posibles, por ridículas que parezcan.

—Ya hemos cuidado de todo eso —dijo la señorita Warren. Lo hacemos desde…, desde que ocurrió lo de la institutriz.

—Bien. Una mujer lista se da cuenta del peligro y de sus responsabilidades hacia las más jóvenes. Están ustedes seguras. Oates podría, con una sola mano, dar cuenta del criminal.

Helen experimentó de nuevo una sensación de soledad, mientras el profesor explicaba al médico que Oates había tenido que salir. Se hallaba, además, extrañamente deprimida ante la idea de que también el doctor Parry se marcharía pronto.

El médico era un hombre práctico y alegre, y parecía reducirlo todo, incluso el asesinato, a sus mínimas proporciones. El criminal era un perturbado, del que se podían guardar empleando medios naturales y a quien vencerían al fin, ya que la defensa era mucho más poderosa que el ataque.

La figura del doctor contrastaba enormemente con la de los otros hombres, ya que éstos estaban impecablemente vestidos de etiqueta, mientras qué aquél no lo estaba, y además mostraba manchas de barro y de grasa, tenía sucias las manos y su barbilla necesitaba urgentemente una afeitada. Pero cuando Parry sonrió a Helen, ésta pensó que el doctor inspiraba afecto y confianza.

Una brillante y fugaz visión tembló un momento ante los ojos de la joven, llenándola de felicidad y de esperanza. Sintió que estaba a punto de efectuar un gran descubrimiento. Pero antes que pudiera atar cabos, el doctor se volvió para irse.

—Me marcho —anunció alegremente—. Profesor, sé que usted comprenderá que es necesario que no se mueva ningún hombre de la casa y que estén dispuestos a proteger a estas dos jóvenes.

Su mirada incluyó a Simone, que respondió con una atractiva sonrisa.

—Profesor —dijo dirigiéndose a éste— no permitirá usted que el doctor se marche sin haberle ofrecido algo de beber, ¿verdad?

Antes que el médico rechazara la no formulada invitación, Helen dio señales de vida.

—Abajo tengo café —dijo—. ¿Le subo una taza?

—Eso es lo que más me apetece —respondió el médico—. ¿Puedo bajar a secarme un poco mientras lo tomo?

Mientras bajaba la escalera de la cocina, seguida del doctor, Helen no pudo menos de pensar que había vencido a Simone. A ésta se le escapaban los hombres de las manos para seguirla a ella, a Helen, contentos de su sumisión.

El salón le pareció a Helen más alegre y acogedor que de ordinario cuando el doctor Parry, llevando un tazón de desayuno lleno de café, tomó asiento frente a ella. La joven también bebía su café, aunque lo hacía menos ruidosamente que su invitado.

—¿Por qué está usted tan contenta? —preguntó el doctor de pronto.

—No debía estarlo —respondió Helen en tono de disculpa—. ¡Ha sido algo tan horrible!… Pero esto es vivir. Y yo he vivido tan poco…

—¿Y qué ha hecho entonces?

—Trabajos caseros. A veces, encerrada en compañía de niños.

—Veo que conserva un ánimo esforzado.

—No tengo más remedio. No sabe usted lo que es haber buscado la cuadratura del círculo.

El doctor Parry frunció el ceño.

—¿No ha oído nunca decir que quien ama el peligro perece en él? —preguntó—. Supongo que si se encontrase usted con una bomba arrojando humo, se apresuraría a examinar la mecha, ¿verdad?

—No lo haría si supiese que el artefacto era una bomba —explicó Helen—. Pero no sabría que era una bomba hasta que no la hubiera examinado.

—¿Y tendría necesariamente que examinarla?

—Sí, y usted también lo haría… si estuviese en mi lugar.

—Hay que dejarla a usted por imposible —gruñó el doctor—. ¿Acaso no comprende que existe un tigre humano, muy fuerte y muy hábil, que la acecha para hacer con usted lo que ha hecho con Ceridwen? Si hubiese usted visto lo mismo que yo…

—¡Oh, no siga! —exclamó Helen, súbitamente horrorizada.

—No deseo asustarla. Pero no sabe usted con lo que se enfrenta. Esta clase de lunáticos son, por lo general, normales fuera de su manía. Podría vivir en esta casa, y usted le aceptaría con tanta naturalidad como a Rice o al profesor.

Helen se estremeció.

—¿Podría ser el asesino una mujer? —preguntó.

—No, a menos que se tratara de una mujer excepcionalmente fuerte.

—De todas formas sigo sintiendo curiosidad.

—¡Oh, pero si esto es algo terrible! —insistió el doctor. Imagine que un rostro tan familiar para usted como, por ejemplo, el mío, se transformase súbitamente en una máscara desconocida, con el crimen brillándole en los ojos.

Helen parecía irse acostumbrando a la idea.

—¿Está usted tratando de insinuar que alguien de esta casa puede haber cometido los asesinatos? —preguntó—. No puedo figurarme a ninguno en ese papel, a ninguno, excepto Oates. Tendría un aspecto terrible. Una especie de King Kong.

El doctor Parry perdió la paciencia.

—Lo toma usted a broma —dijo—. Pero yo me acuerdo perfectamente de una muchacha que se asustaba de una pobre anciana.

Helen se estremeció al recordar a la enferma.

—Deseo darle a usted las gracias por lo que hizo —dijo—. Su ayuda me valió de mucho… La vieja es otra cosa. En torno suyo hay algo que no es natural. Claro que yo siempre pienso cosas raras.

El doctor Parry se echó a reír y se levantó, sintiendo dejar el viejo sillón de anea.

—Necesita usted un médico que la tonifique. Pero creo que lo que le hace falta es un tratamiento moral.

Sí —afirmó Helen—. Algo así como ser vacunada contra la viruela.

—¿Y no le gustaría que le inocularan su propio virus? —preguntó el médico—. ¿No le gustaría emborracharse, deslizarse por la nieve, pasar un fin de semana en Brighton?

—¡Oh, no! —exclamó Helen—. Yo, cuando imagino algo, nunca pienso en mí misma. Permanezco continuamente fuera del escenario.

El doctor Parry miró a la joven, y la expresión de sus ojos subrayó sus palabras.

—Creo que dentro de poco se encontrará usted en el escenario. Tal vez los galeses sean más impetuosos que los ingleses. En suma: estoy dispuesto a apostar algo a que dentro de seis meses es usted la señora Jones, la señora Hughes o… la señora Parry.

Helen, sonriendo, cambió intencionadamente el orden de los nombres al responder:

—Queda apostado. Si yo no soy la señora Parry, la señora Jones o la señora no sé qué, iré a reclamarle a usted algo.

—Hecho —repuso el doctor—. Usted perderá. Pero ahora que ya he probado su excelente café debo marcharme.

—No; espere —rogó Helen, que recordó algo de pronto. Tengo algo que decirle.

En pocas palabras Helen puso al médico al corriente de la aventura del árbol. Esta vez no tuvo necesidad de descender a dar detalles para producir efecto. El doctor Parry, con los ojos centelleantes y los labios apretados, la escuchó tratando de ocultar su impresión.

—Retiro lo que dije de la bomba —afirmó—. Gracias al Cielo, tiene usted todavía un gran sentido del peligro.

—Entonces ¿no cree que fui una loca al desviarme de mi camino? —preguntó Helen.

—Creo que fue lo más prudente que ha hecho usted en su vida.

Helen se quedó pensativa.

—Es una lástima que no le distinguiera bien —dijo—. Quiero decir cuando el árbol se transformó en hombre. ¿Cree usted realmente que es una persona de estos alrededores la que estaba esperando en la arboleda?

El doctor Parry movió la cabeza.

—No. Éste es, sin duda, el quinto asesinato de una serie de ellos, como los dos primeros fueron cometidos en la ciudad, es probable que el criminal viva allí. Seguramente en este momento se encuentra entre su familia… Lo que la policía tendría que hacer es averiguar a qué respetable ciudadano de los que ahora están cenando le falta un trozo de su bufanda de seda blanca.

—¿Quiere usted decir que eso puede ser una pista?

La joven se sintió trastornada al oír la explicación.

—Sí. Encontré un trozo de bufanda en la boca de Ceridwen. Sus dientes debieron de hacer presa en el asesino cuando luchaban. No sería la de él una tarea fácil…, ni la de ella tampoco. No debía decirle a usted nada de esto, pero deseo alejar de aquí todo peligro. Acompáñeme hasta la puerta y compruebe luego si todos los cerrojos están echados.

Helen obedeció, sintiéndose entristecida cuando le vio desaparecer en la oscuridad del jardín. El vendaval parecía querer arrancar de raíz los laureles de la senda y las matas de siemprevivas que crecían en el césped.

Los árboles estaban vivos: intentaban moverse, entrar en la casa…

Helen cerró la puerta, y al oír el ruido de la cerradura experimentó una profunda sensación de seguridad. El vestíbulo parecía tan tranquilo como una alberca cuando el viento ha dejado de aullar. Había serenidad en el suave brillo de sus luces, y comodidad y tibieza en la gruesa alfombra azul. El lujo de «La Cúspide» hacia olvidar el horroroso recuerdo del asesinato.

Como el vestíbulo estaba desierto, bajó a su habitación, donde parecía encontrarse aún el señor Parry. Pero apenas se sentó ante el fuego se abrió la puerta y apareció la cabeza de la señora Oates, que dijo con un ronco bisbiseo:

—Vengo a advertirle una cosa. Debe usted tener cuidado. Hay algo raro en esa nueva enfermera.