CAPÍTULO X

EL TELÉFONO

Helen tendría que dormir en la habitación azul. Todos los habitantes de «La Cúspide» lo habían decretado así. Convencida de que su espera en el pasillo era perder el tiempo, ya que estaba segura de que el doctor Parry no acudiría, la joven, desalentada, se dirigió a la escalera de la cocina, donde se dio de manos a boca con Newton, que salía del cuarto de baño con un cigarrillo entre los dedos.

—He sabido que ha conquistado usted a mi abuela —le dijo éste—. La felicito. ¿Cómo ha sido eso?

El humor de una joven oscila tan rápidamente como una reina en el juego de damas: puede dar un largo paseo hacia adelante e inmediatamente retroceder. El interés que Helen vio brillar en los ojos de Newton la electrizó, haciendo que volviera a sentirse dueña de sí misma.

—No tengo por qué decírselo a usted —respondió.

—¿Quiere usted decir que soy el niño mimado de la abuela? —dijo Newton—. Tal vez. Pero esto no me aparta del asunto cuando en él están en juego intereses financieros. No puedo vivir sólo de pan y agua.

Hasta entonces Helen se había sentido un poco intimidada ante Newton, el cual aceptaba su presencia en la casa, si bien parecía no hacerle el menor caso. La joven estaba allí efectuando un trabajo, y él suponía que Helen, como las demás criadas, sólo permanecería en la casa hasta fin de mes, si es que llegaba a tanto. La novedad de sentirse atendida por él, novedad que ella atribuía a su traje verde, estimulo la confianza de la joven.

—¿Se refiere usted al testamento? —preguntó atrevidamente.

Newton hizo un movimiento afirmativo.

—¿Testa o no testa?

—Hablamos de ello —dijo Helen, comprendiendo la importancia que asumía en aquel instante—. Yo le aconsejé que no lo demorase.

Newton dejó escapar un grito de alegría.

—Tía Blanche, ven aquí.

La señorita Warren, impulsada por algún viento celestial, fue desde el salón hasta el vestíbulo, obedeciendo a la llamada de su sobrino. Por alguna inexplicable razón el joven corto de vista parecía haber obtenido el afecto de la tía, aun a pesar de su equivocado matrimonio.

—¿Qué sucede? —preguntó la tía.

—Grandes noticias —repuso Newton—. La señorita Capel ha hecho en cinco minutos más que todos nosotros en cinco años. Ha conseguido que la abuela hablase de su testamento.

—No es eso exactamente —explicó Helen—. Pero lady Warren dijo que no podía morirse porque tenía algo que hacer, un trabajo muy desagradable que todo el mundo aplaza, pero que acaba haciendo.

—Magnífico —dijo Newton—. Eso sólo puede referirse a una cosa. Bien, señorita Capel: espero que continúe usted su obra esta noche, si ella está despierta.

Incluso la señorita Warren pareció impresionada por la noticia, pues miró a Helen con cierta fijeza.

—¡Extraordinario! —murmuró—. Parece usted tener sobre ella más influencia que todos nosotros.

Helen se alejó de allí convencida de que su deseo de trabajar para la galería no le había salido bien. Ahora que la familia tenía interés personal en las relaciones de ella con lady Warren, sólo podía esperar que la obligasen a dormir en la habitación azul.

Pero la joven continuó con la cabeza muy alta, como si gozase del favor popular, a pesar de que había visto ya el patíbulo. Lucharía hasta el último minuto.

Cuando llegó a la cocina comprendió inmediatamente que la señora Oates no estaba de humor para chismes, y que Oates se escondía de su mujer de forma significativa. Olvidándose de que Helen sólo hacía en la casa trabajos delicados, la señora Oates le señaló un gran cacharro que había sobre la mesa.

—Monde eso para el bizcocho borracho —dijo—. Con tantas idas y venidas se me ha retrasado la cena. Oates no cesa de marearme, y yo ya no sé si estoy en el aire o en una mina de carbón.

Helen, malhumorada, tomó asiento y comenzó a pelar las almendras. Estaba tan convencida de que el doctor no iría aquella noche que no oyó el ruido de una campanilla en el sótano.

La señora Oates miró el indicador y dijo:

—La puerta principal. Debe de ser el doctor.

Helen saltó de su silla y corrió hacia la puerta.

—¡Yo le abriré! —gritó.

—Gracias, señorita —dijo Oates—. No me he puesto aún los pantalones.

—Desgraciadamente —repuso Helen, sonriendo al comprender que se refería a sus mejores pantalones y a una chaqueta de hilo que solía llevar para servir la cena.

Su esperanza renacía. Subió apresuradamente la escalera y abrió la puerta principal. Empujada por el viento, una cortina de lluvia entró al mismo tiempo que el doctor.

Este era de alta estatura y propenso a la obesidad. Tenía un rostro de menudas facciones, completamente rasurado, y una barbilla voluntariosa que necesitaba un nuevo afeitado. Parecía a la vez inteligente y amable, y Helen, que siempre le veía en su peor momento, o sea, cuando regresaba a su casa, podía perdonarle su velludo labio superior y las manchas de barro y de aceite que había en su traje.

La joven le recibió efusivamente, y él, como respuesta, la miró con aprobación.

—¿Es noche de gala? —preguntó.

Su mirada carecía del turbador magnetismo que poseía la de la enfermera, por lo que Helen se esponjó de satisfacción dentro de su nuevo traje de noche. Pero el doctor Parry se fijaba más en las cavidades de su cuello que en la blancura de su piel.

—Es raro que no esté usted más desarrollada, con todo el trabajo que lleva a cabo —dijo frunciendo el ceño.

—No he hecho nada últimamente —afirmó Helen—. Me tomé unas largas vacaciones.

—Ya —murmuró el doctor Parry, mientras se preguntaba por qué le interesaba más un caso de anemia por hambre voluntaria que por un motivo patológico—. ¿Le gusta la leche? —preguntó—. No debe de gustarle, naturalmente.

—¿Que no me gusta? Tendrían que vigilarme si trabajase en una vaquería.

—Debería usted beber mucha leche. Hablaré con la señora Oates.

El médico se quitó la chaqueta de cuero y la dejó sobre una silla.

—Mal tiempo —dijo—. Ha hecho que me retrasara. Las carreteras están hechas un asco. ¿Cómo se encuentra hoy lady Warren?

—Igual que siempre. Quiere que duerma esta noche con ella —dijo Helen de un tirón.

—Bien. Por lo que sé de usted, creo que esto la alegrará —repuso el médico, sonriendo.

—¡Pero si me siento aterrada sólo de pensar en ello! —exclamó Helen—. Mi única esperanza es que usted les diga que no soy bastante competente.

—¿Ya empieza con tonterías? ¿Ha obrado ya la casa sobre usted? ¿La encuentra demasiado solitaria?

—¡Oh! No son sólo nervios. Tengo motivos para sentir miedo.

Contrariamente a lo que le había ocurrido con anterioridad, Helen contó con la atención del médico mientras le relataba la historia del revólver.

—Es muy raro —dijo el doctor—. Pero creo a lady Warren capaz de todo. Trataré de averiguar dónde lo tiene escondido.

—¿Dirá usted que no puedo dormir con ella? —insistió Helen.

Pero las cosas no eran tan simples como parecían, pues el doctor Parry se frotó la barbilla pensativamente.

—No puedo prometer nada. Tengo que ver primero a la enfermera. Tal vez necesite descansar si acaba de llegar. Voy arriba.

El doctor abrió las puertas que daban al vestíbulo. Mientras las calzaban dijo a Helen en voz baja:

—Tranquilícese, joven. No tiene nada que temer. El revólver no debe de estar cargado. De todas formas, no creo que a su edad pueda afinar la puntería.

—Acertó a la enfermera —recordó Helen.

—Fue una casualidad. Piense que es una anciana. No arme ningún escándalo.

—No; lo que haré será presentarle a la nueva enfermera —dijo Helen, que no quería infringir la etiqueta profesional.

Pero cuando la señorita Barker abrió la puerta en respuesta a la llamada de Helen, ésta comprendió por la mirada de la enfermera que de nuevo había dado en el blanco.

—Le traigo al doctor Parry —dijo Helen.

La enfermera inclinó la cabeza en una ceremoniosa reverencia.

—¿Ha llegado usted hace mucho, doctor? —preguntó.

—¡Oh! Apenas… cinco minutos.

—En lo sucesivo, doctor, ¿tendrá usted la bondad de subir a la habitación en cuanto llegue? —preguntó la enfermera, con su tono más educado—, Lady Warren estaba de malhumor porque usted tardaba.

—Así lo haré, enfermera —prometió el doctor.

Helen se marchó con el corazón oprimido. La señorita Barker parecía dominar al joven doctor con su voluntad lo mismo que le dominaba con su estatura, ilusión óptica debida a su bata blanca.

Simone, con todo el esplendor de su llamativo traje, paseaba por el vestíbulo. Aunque preocupada por su propio problema, Helen no pudo menos de observar que la otra se encontraba anonadada de emoción. Los ojos de Simone estaban llenos de lágrimas; sus labios temblaban, y tenía las manos crispadas.

Las garras del deseo frustrado la convertían en un huracán de rabia. Sentía ira contra Newton porque éste era un obstáculo; contra Stephen, por su indiferencia; contra sí misma, porque había perdido su presa; contra la sociedad, por sus convencionalismos; contra la Iglesia, por haber instituido el sacramento del matrimonio, y contra la naturaleza, por haber nacido.

Y todas aquellas complejas pasiones se alzaban contra una sola persona, a la que creía su rival. Estaba obsesionada por la idea de que Stephen no le hacía caso por culpa de la muchacha de cabellos de lino de la taberna.

Helen, a despecho de su nuevo vestido, parecía invisible para Simone, pues ésta no hizo el menor gesto cuando la joven pasó por su lado. Helen llegó a la cocina, y la señora Oates la recibió también con silenciosa hostilidad.

Parecía como si la atmósfera de «La Cúspide» estuviese cargada de malhumor.

—No tardaremos mucho en cenar —dijo Helen, esperando dar una alegría a la señora Oates—. Pronto se marchará el doctor.

—No es eso lo que me pone de malhumor —repuso sombríamente la señora Oates.

—¿Qué es, entonces?

—Nada. Pero mi marido está aquí noche y día, sin dejarme ni a sol ni a sombra. No se case usted nunca, señorita.

Helen, sorprendida, la miró fijamente. Había admirado siempre el buen humor con que la señora Oates aceptaba la pereza de su marido y hacía todo lo posible por ayudarle con sus esfuerzos. Aunque él no se mataba trabajando, ella lo echaba a broma, y un tosco pero sincero afecto los unía.

—Tiene su lado bueno —dijo Helen, con tacto—, y no creo que el señor Oates la moleste nunca, pues siempre comprenderá que es usted un encanto. En cambio, no puedo imaginarme al hombre que se case con la enfermera… Me parece que le gusta beber.

—¿Cómo? —preguntó la señora Oates distraídamente.

—Bien —dijo Helen, encogiéndose de hombros—: probablemente tiene razón insistiendo en tener la botella, aunque la señorita Warren diga que el oxígeno es la vida de lady Warren.

La señora Oates la miró fijamente, con la frente arrugada, como si estuviese resolviendo un complicado problema. En cuanto acabó sus cálculos lanzó una alegre carcajada.

—Usted no me ha visto alegre a menudo, ¿verdad? —preguntó—. Y hablando de maridos, le diré que el mejor es malo. Pero yo tengo el mejor. Ahora, querida, vea si se marcha el médico. En cuanto se vaya le llevaré un trozo de budín a la enfermera.

Helen se sintió ligeramente irritada por aquella atención a la enfermera, como si le hiciesen una traición.

—Llévele bizcochos borrachos, lo cual armonizará con el coñac —aconsejó.

—Ahora tiene la barriga llena —dijo, riendo, la señora Oates. Pero la verdad es que ha dado un buen paseo nocturno no habiendo tomado sino un piscolabis. Debe de parecer un bacalao. La vida de una enfermera es muy dura…

Helen se sintió avergonzada de su resentimiento mientras esperaba en la escalera de la cocina, que era su sitio estratégico para escuchar. La joven se sentía sorprendida aún por los cambios de humor de la señora Oates, pues ella poseía una naturaleza inalterable. Por una razón inexplicable daba vueltas como una veleta. ¿De dónde procedía el viento misterioso que la hacía mover?

«Esta noche hay en la casa algo que marcha mal», decidió Helen.

Al oír la voz del doctor Parry, Helen gritó algo a la señora Oates y se encaminó al vestíbulo.

Al verla el doctor Parry se dirigió hacia ella. El médico tenía las mejillas enrojecidas y en su rostro había una expresión de sofocada ira.

—Señorita Capel —dijo ceremoniosamente, como si se dirigiese a una extraña—, sepa usted que no apruebo que duerma esta noche en la habitación de lady Warren.

Helen se dio cuenta inmediatamente de que la enfermera se había asido a su idea empleando sus métodos imperiosos. Aunque la joven sentía que su corazón latía desordenadamente, la experiencia le había enseñado que lo mejor era apelar al que mandaba más.

—Sí, doctor —dijo con acento sumiso—. Pero si la enfermera habla con la señorita Warren, se saldrá con la suya.

El rostro del doctor se tomó del color del viejo oporto.

—En ese caso —manifestó— iré a ver al profesor. Ninguna mujer puede imponerme sus órdenes. Si no se cumple lo que yo mando, otro médico tendrá que ocuparse en este caso.

Helen se quedó atrás cuando llegaron al despacho del profesor.

—Venga conmigo —dijo el doctor.

A despecho de la prevención que sentía contra el profesor, Helen se apresuró a obedecer. La curiosidad que la llevaba a visitar siempre a la fiera en su cubil la hacía alegrarse de poder entrar en el cuarto de su patrón.

La joven se sintió sorprendida al notar el gran parecido que existía entre aquella habitación y la de la señorita Warren. Como en la de ésta, los muebles sólo eran pretexto para colocar sobre ellos libros y papeles, aumentados en el caso del profesor por estantes llenos de libros de consulta. Allí no había ni rastro de la comodidad característica de la habitación de un hombre. Ningún viejo sillón, ningunas zapatillas, ningún bote de tabaco. La atmósfera estaba desinfectada y olía a Lysol.

El profesor, sentado junto al escritorio americano, se apretaba las sienes con las yemas de los dedos.

—¿Dolor de cabeza? —le preguntó el médico.

—Algo por el estilo —respondió el profesor.

Helen dominó su impulso de ofrecer aspirina, ya que pensó que el consejo profesional debía tener preferencia.

—¿Trabaja usted en algo importante? —inquirió el doctor, con naturalidad.

—Sí.

—Bien… La nueva enfermera desea que la señorita Capel la reemplace esta noche. Yo lo he prohibido. El corazón de lady Warren está muy mal, y su enfermedad ha llegado a una situación demasiado crítica para que la paciente quede a cargo de una muchacha sin experiencia. ¿Se cuidará usted de que se cumplan mis órdenes?

Mientras escuchaba el profesor mantenía los dedos sobre sus párpados, como si le estorbase la presencia de los otros.

—Puede estar seguro de ello.

Cuando salieron del despacho Helen se volvió hacia el doctor con los ojos brillantes de gratitud.

—No sabe usted lo que esto significa para mí —dijo—. Usted…

Se interrumpió al oír el timbre del teléfono. Como el aparato estaba en el vestíbulo, se acercó a él para contestar.

—Le llaman de la «Taberna del Toro», doctor —explicó—. Han preguntado si estaba usted aquí.

Impulsada por su constante interés hacia los asuntos de los demás, la joven trató de reconstruir lo que decía el interlocutor del doctor Parry basándose en las contestaciones de éste.

—¿Es usted, Williams? —preguntó el médico—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué?… ¡Imposible!… ¡Es espantoso! Voy en seguida.

Cuando colgó el receptor, su expresión evidenciaba que el mensaje telefónico le había trastornado. Mientras Helen esperaba que hablase, la señorita Warren apareció en el vestíbulo.

—¿Ha sonado el teléfono?

—Sí —contestó el doctor Parry—. ¿Recuerda usted a aquella muchacha que había trabajado aquí, llamada Ceridwen Owen? Pues bien: ha muerto. Su cuerpo ha sido encontrado tendido en un jardín.