CAPÍTULO V
LA HABITACIÓN AZUL
Cuando Helen subió la escalera hacia la habitación azul experimentó una extraña sensación de expectación. Aquello la hizo retroceder a los días de su infancia, cuando abandonaba sus juguetes en favor de un invisible compañero: el señor Poke.
Aunque jugaba sola durante horas en un ángulo del salón de la casa, sus padres estaban convencidos de que no se trataba de un juego solitario. La niña tenía un compañero, y al anochecer, cuando la luz del fuego arrojaba contra las paredes grandes y altas sombras fluctuantes, sostenía una interminable conversación con su héroe. Al principio su madre se disgustó ante aquel misterioso elemento que su hija había elegido como compañero. Pero cuando se dio cuenta de que Helen había descubierto el mejor y el más barato de los camaradas de juego —la imaginación—, aceptó a aquel maravilloso señor Poke, que acostumbraba contar sus hazañas, las cuales no tenían límite.
La escalera estaba iluminada por un globo que pendía, a igual distancia del techo que del suelo, de una viga que coincidía con el hueco de la escalera. El primer piso se encontraba entre esta luz y la luz que procedía del vestíbulo, por lo que la planta baja era más bien oscura. Frente al tramo de escaleras había un enorme espejo de diez pies de alto, provisto de un marco dorado y sujeto por una consola de mármol.
Cuando Helen se aproximó, el reflejo de su cuerpo fue a encontrarse con ella, y un pequeño rostro blanco surgió de las profundidades del espejo como un cadáver que surgiera el día séptimo de las hondas aguas de un lago.
El estremecimiento que corrió por las venas de la joven le pareció un presagio. Por primera vez después de muchos años tuvo el presentimiento de que el señor Poke se encontraba en un rincón.
Cuando llamó, la señorita Warren abrió la puerta. Su pálido rostro parecía cansado y falto de vitalidad después de aquellas horas de encierro en compañía de su madrastra.
—¿Ha venido la nueva enfermera?
—No —contestó Helen, con voz agresivamente alegre—, y vamos a tener que esperarla horas y horas. La señora Oates dice que la lluvia hace que los caminos sean difíciles para el coche.
—Desde luego —dijo la señorita Warren, con acento cansado. Avíseme tan pronto llegue. Tiene que relevarme en cuanto haya comido algo.
Era la oportunidad que Helen esperaba, y la aprovechó.
—¿No podría quedarme yo con lady Warren?
La señorita Warren titubeó antes de responder. Sabía que era ir contra el deseo de su hermano colocar junto a su madrastra a una extraña; pero la muchacha parecía voluntariosa y lista, y ella estaba deseando volver a su solitaria habitación, iluminada por una lámpara verde, y a sus libros.
Miró a Helen, que se sentía muy lejos de allí, como si estuviese en la luna: su acostumbrado viaje.
—Gracias, señorita Capel —contestó—. Es usted muy amable. Lady Warren está dormida. No tiene usted que hacer otra cosa que sentarse y permanecer muy quieta observándola.
Cruzó el rellano en dirección a su habitación, y desde allí se volvió para dar a Helen otro consejo:
—Si se despierta y desea algo que usted no encuentre, o si se le presenta alguna dificultad, venga a buscarme en seguida.
Helen se lo prometió, aunque estaba decidida, pese a que experimentaba por ello una sensación de culpabilidad, a apelar a la señorita Warren sólo en último extremo. Tenía el propósito de usar su propia iniciativa frente a cualquier situación, y deseaba ardientemente que tal situación se presentara.
Su curiosidad se hallaba sobreexcitada cuando al fin penetró en la habitación azul. La estancia, amueblada con un macizo juego de caoba, era enorme y hermosa, si bien algo sombría a causa del color —en el que predominaba el azul oscuro— de las paredes, de la alfombra y de las cortinas. Grabados en acero que representaban caballos y perros adornaban las paredes, cubiertas con papel índigo. Era la estancia de una casa en la que no se veían fruslerías por ninguna parte. Tras el enrejado de acero ardía un sombrío fuego rojo. Aunque el olor a habitación cerrada se hallaba mitigado con agua de lavanda, la atmósfera olía tenuemente a manzanas podridas.
Lady Warren yacía en un gran lecho. Tenía puesta una bata acolchada de color rojo oscuro, y varias almohadas mantenían alta su cabeza. Sus ojos estaban cerrados, y respiraba profundamente.
Tras la primera ojeada pensó Helen que Stephen tenía razón. En la anciana que yacía en la cama no había rastro de un gran carácter. Las arrugas que surcaban su cara, parecida a un mapa antiguo, habían sido trazadas tan sólo por el mal humor y el egoísmo. Su apariencia carecía hasta de la dignidad que va aparejada con la vejez. Llevaba el canoso cabello bastante corto, y un espeso y sucio mechón le caía sobre el rostro. Tenía la nariz sospechosamente roja.
Helen atravesó con paso furtivo la habitación y fue a sentarse en una silla baja situada junto al fuego. La joven se dio cuenta de que cada trozo de carbón se hallaba envuelto en blanco papel de seda, por lo que el cubo del carbón parecía lleno de bolas de nieve. Como sabía que aquello se debía al deseo de asegurar en lo posible el silencio, se dio por aludida y permaneció inmóvil, tan inmóvil como un mueble.
Lady Warren continuaba respirando con la regularidad de una máquina de vapor. Helen no tardó en sospechar que se trataba de una simulación en beneficio de ella. Esto la puso en guardia.
«No está dormida —pensó—. Está fingiendo».
La enferma continuaba respirando de la misma forma…, pero nada sucedía. Sin embargo Helen notó que su pulso latía más aprisa, lo cual era antaño un heraldo de la presencia del señor Poke.
Alguien estaba mirando a la joven.
Ésta volvió de pronto la cabeza para mirar a la cama. Y vio que lady Warren tenía en aquel momento los labios fuertemente apretados. Satisfecha de poder jugar a un nuevo juego, Helen esperó la oportunidad de coger a la anciana desprevenida.
No tardó, tras unas cuantas tentativas y otros tantos fallos, en demostrar a la enferma que era más lista que ella. Al mirarla súbita e inesperadamente la encontró espiándola. Los párpados de lady Warren se habían alzado, mostrando dos negras medias lunas de extraordinario brillo.
Los ojos de la enferma se cerraron inmediatamente, pero no tardaron en abrirse. Lady Warren pensó que era inútil seguir fingiendo.
—Acérquese —dijo con voz débil pero vibrante.
Helen, recordando las advertencias de la señora Oates, avanzó con cautela. La joven tenía un aspecto insignificante: una muchacha pequeña y pálida envuelta en un delantal azul que la hacía confundirse con el fondo de la habitación. Lo único que resaltaba de ella era su larga mata de esponjoso cabello color de jengibre.
—Acérquese más —ordenó lady Warren.
Helen obedeció, aunque sus ojos no se apartaban de los objetos que había en la mesa de noche. La joven, preguntándose qué sería lo que la deportiva anciana elegiría para arrojarle a la cabeza, alargó la mano como al descuido para coger la botella de medicina que le pareció más grande.
—Deje eso —exclamó débilmente la enferma—. Es mío.
¡Oh, lo siento! —se apresuró a disculparse Helen—. También yo soy así: me disgusta que la gente toque mis cosas.
Sintiendo que había ya entre ellas algo que las unía, Helen permaneció atrevidamente junto a la cama, sonriendo a la enferma.
—Es usted muy baja —afirmó lady Warren, rompiendo al fin el silencio—. Tiene poca personalidad. Creí que mi nieto tendría más gusto al elegir esposa.
Helen pensó que seguramente Simone se habría negado a entrar en aquella habitación, a despecho de los ruegos de su marido.
—Tuvo un gusto excelente —contestó Helen—. Su esposa es maravillosa. No soy yo.
—Entonces ¿quién es usted? —preguntó lady Warren.
—La ayudanta: señorita Capel.
En el rostro de la anciana se reflejó una extraña emoción. Sus ojos permanecieron fijos y sus colgantes labios se estremecieron.
«Parece que tiene miedo —pensó Helen—. Pero ¿de qué? Debe de ser de mí».
Las palabras que lady Warren pronunció a continuación fueron un mentís a aquella excitante probabilidad. La voz de la anciana sonó profunda y grave como la de un hombre.
—¡Salga de aquí! —gritó.
Sorprendida por el cambio, la joven se volvió y echó a correr en dirección a la puerta, esperando de un momento a otro que una botella se rompiera en su cabeza. Pero antes que llegara a la puerta fue llamada de nuevo:
—¡Vuelva, tontina!
Estremeciéndose de expectación ante aquel nuevo cambio, Helen volvió a acercarse a la cama. La enferma comenzó entonces a hablar con una voz tan débil que sus palabras eran casi ininteligibles:
—Váyase cuanto antes de esta casa. Hay demasiados árboles.
—¿Arboles? —repitió Helen, pensando inmediatamente en el último árbol de la floresta.
—Sí, árboles —dijo lady Warren—. Los conozco muy bien. Extienden sus grandes ramas y llaman a la ventana. Quieren entrar… Y cuando cae la noche cambian de sitio. Los he visto. Vienen hacia la casa… ¡Váyase!
Al oír esto Helen sintió una súbita compenetración con la desagradable anciana. Era extraño que también la enferma, hubiese mirado por la ventana al anochecer y hubiera observado la cautelosa invasión de los arbustos envueltos en niebla. Claro que todo aquello eran imaginaciones. Pero este solo hecho indicaba que también lady Warren conocía al señor Poke.
Fuese lo que fuese, Helen decidió utilizar el tema de los árboles como un lazo de unión entre lady Warren y ella. Una de sus pequeñas equivocaciones consistía en que sentía más interés por el éxito de los demás que por el suyo propio.
La joven intentó conquistar a la anciana.
—¡Qué extraño! —dijo—. He pensado exactamente lo mismo que usted.
Desgraciadamente estas palabras irritaron a lady Warren como si fuesen una impertinencia.
—No deseo saber cuáles son sus pensamientos —exclamó—. No se atreva a presumir porque estoy indefensa… ¿Cómo se llama usted?
—Helen Capel —fue la humilde respuesta.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintitrés.
—¡Mentira! Diecinueve.
El ataque sorprendió a Helen, pues sus patronos habían aceptado siempre su edad oficial.
—No es mentira del todo —explicó—. Creo que puedo decir que tengo veintitrés años porque poseo experiencia. Empecé a trabajar a los catorce.
Lady Warren no pareció sentirse emocionada.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Es usted una hija del amor?
—Nada de eso —contestó Helen, indignada—. Mis padres estaban casados como Dios manda. Pero no podían cuidar de mí. Fueron muy desgraciados.
—¿Murieron?
—Sí.
—Entonces tuvieron suerte.
A despecho de su posición de subordinada, Helen encontró siempre valor para protestar cuando era atacado cualquiera de los principios en que creía.
—No —repuso—. La vida es maravillosa. Siempre que me despierto me siento contenta de vivir.
Lady Warren lanzó un gruñido.
—¿Fuma? —preguntó.
—No.
—¿Bebe?
—No.
—¿Algún joven?
—No hay cuidado… Mala suerte.
Lady Warren no hizo coro a la risa de la muchacha. La miró con tanta fijeza que las negras ranuras de sus ojos parecieron congelarse. En los recovecos de su mente se estaba trazando algún plan. Se oía el tictac del reloj, y el fuego, tras de un súbito flamear, pareció amortiguarse.
—¿Pongo más carbón? —preguntó Helen, deseosa de romper el silencio.
—No. Deme mis dientes.
La petición era tan sorprendente que Helen dio un respingo. Pero un segundo después comprendió que lady Warren se refería a su dentadura postiza, que estaba en la mesita de noche, dentro de un vaso esmaltado.
La muchacha, con mucho tacto, miró a otro sitio mientras la anciana, valiéndose de los dedos, sacaba la dentadura, que estaba sumergida en un desinfectante, y se la ajustaba a las encías.
—Helen —dijo la enferma, esta vez con una voz que parecía la de una paloma—, deseo que esta noche duerma usted conmigo.
Helen, asombrada, la miró. El cambio que se había operado en ella era a la vez grotesco y horrible. La dentadura le hacía separar los labios en una sonrisa rígida y artificial, lo que le daba un inhumano parecido a una vieja figura de cera.
—Tenía miedo de mí porque me faltaban los dientes —dijo lady Warren—. Pero esto no ocurrirá más. Es usted una niña. Deseo cuidarme de usted esta noche.
Helen, temerosa de ofender a la vieja, se humedeció nerviosamente los labios y tartamudeó:
—Pero… Pero… Escuche, lady Warren.
—Llámeme milady.
—Pero, milady —repitió Helen—, quien dormirá con usted esta noche es la nueva enfermera.
Los ojos de la anciana brillaron perversamente.
—Había olvidado a la nueva enfermera. Otro mamarracho. Bien: estoy dispuesta a recibirla… Pero usted dormirá conmigo, ¿sabe, querida? Está usted en peligro.
La enferma sonrió, y Helen pensó súbitamente en la sonrisa de un cocodrilo.
«No puedo quedarme sola con ella durante la noche», se dijo, a pesar de que se percataba de que su mirada era un producto de su mente. Era absurdo sentir miedo de una pobre anciana que yacía en el lecho con una lesión en el corazón.
—Creo que no puedo decidir nada sin contar con la señorita Warren —dijo Helen.
—Mi hijastra es una tonta. No sabe lo que ocurre en esta casa. Los árboles quieren siempre entrar en ella… Acérquese, Helen.
Helen se inclinó sobre la cama, y una fuerte garra cayó sobre su mano.
—Deseo que me dé usted una cosa —susurró lady Warren—. Está en el estante más alto del armario. Súbase a una silla.
Helen, que se recreaba olfateando una aventura, decidió seguirle la corriente.
«Lo que desearía es que hubiera un poquito de verdadero peligro», pensó, anhelante, mientras se encaramaba a una de las pesadas sillas y, poniéndose de puntillas, escudriñaba en el estante más alto del armario.
Mientras introducía la mano en el oscuro escondrijo la asaltó una duda. Era evidente que lady Warren se servía de ella para procurarse la fruta prohibida. Recordó su nariz roja, y sospechó que lo que había en el armario era una botella de coñac.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Es un pequeño objeto duro envuelto en un trozo de seda —fue la desconcertante respuesta.
Mientras la anciana hablaba, los dedos de Helen tropezaron con algo que respondía a la descripción.
—¿Es esto? —preguntó, bajando de la silla.
—Sí. —En la voz de lady Warren vibraba cierta agitación—. Tráigalo.
Mientras recorría el corto trecho que la separaba de la cama, el corazón de Helen comenzó a latir desacompasadamente al darse cuenta de lo que era el objeto que llevaba en la mano. Se trataba de un revólver. A pesar de la tela que lo envolvía, la forma era inequívoca. La joven recordó que lady Warren cazaba ratones…, y también que su marido murió de un tiro.
«Me gustaría saber si está cargado —se dijo temerosamente—. Esto es peligroso… No debo dárselo. Ya me advirtió la señora Oates».
—Tráigalo —repitió lady Warren.
Helen hizo como que no oía. Con afectado descuido dejó el revólver sobre una mesita que se hallaba bastante apartada de la enferma y luego avanzó hacia la cama.
—Ahora no debe usted excitarse —dijo suavemente. No es conveniente para su corazón.
Afortunadamente la atención de lady Warren se distrajo con aquellas palabras.
—¿Qué dice el doctor de mi enfermedad? —preguntó.
—Dice que su vitalidad es maravillosa.
—Entonces es que es tonto. Soy una muerta… Pero no moriré hasta que yo quiera.
Entornó los párpados. Sus ojos fueron sólo dos pequeñas ranuras negras. El eclipse fue casi total. Su arrugado rostro parecía una prenda de ropa demasiado usarla, y sus palabras, la última llamarada de una hoguera antes de extinguirse.
—Tengo algo que hacer. Y soy tan débil que lo estoy demorando. Pero es una tarea que a nadie le gusta, ¿no es verdad?
Helen sospechó que se refería a su testamento.
—A nadie —respondió—. Todo el mundo tarda en hacerla. —Luego, arrastrada por el interés que sentía siempre por los asuntos de los demás, añadió un consejo, consejo que no podía menos de contener un poco de tristeza, ya que procedía de una persona pobre de solemnidad—: Pero todos debemos hacer esa tarea. Debe ser hecha.
Mas lady Warren no la escuchaba. El eclipse había terminado y sus ojos buscaban con expresión alerta el pequeño paquete que había sobre la mesa.
—Démelo —dijo.
—No —contesto Helen—. Mejor es que no se lo dé.
—¡Tonta! ¿De qué tiene usted miedo? Es la funda de mis lentes.
—Sí, ya lo sé. Lo siento, milady, pero soy sólo una máquina. Obedezco las órdenes de la señorita Warren. Y esta me dijo que mi deber era sólo sentarme y observar.
Resultaba evidente que lady Warren no estaba acostumbrada a que la contradijeran. Sus ojos chispearon, y sus dedos, transformados en garras, se hundieron en su propia garganta.
—Márchese —dijo entrecortadamente—. Que venga la señorita… Warren.
Helen, satisfecha de aquel ataque, que hacía pasar a segundo término el asunto del revólver, se apresuró a salir de la habitación. Pero al llegar a la puerta se volvió y vio que la anciana se había desplomado sobre las almohadas víctima de un colapso.
Un segundo más tarde la enferma alzó de las almohadas su hundida cabeza, mientras los cuartos crecientes de sus ojos se transformaban en lunas nuevas. Las ropas de la cama fueron apartadas a un lado y dos pies calzados con escarpines salieron de debajo de ellas. Lady Warren se había bajado de la cama.