CAPÍTULO XVI
EL SEGUNDO RESQUICIO
Cuando Helen escuchó aquello, un tropel de vagas sospechas y terrores galoparon por su imaginación. Lady Warren hablaba con acento convencido. No sospechaba vagamente, sino que sabía algo con certeza, aunque este algo fuera muy poco.
Lo que aterrorizaba a Helen era aquel saber a medias. Si alguno de los que escucharon al doctor Parry hubiese hablado a la anciana del asesinato, esta se habría enterado, naturalmente, del descubrimiento del cadáver en el jardín del capitán Bean.
La enfermera era la única que no se encontraba entre los que oyeron el relato de Parry. Pero esto no significaba nada siniestro. Utilizando las mismas palabras del profesor, la enfermera tenía asegurada la coartada, en el momento que Ceridwen era asesinada se encontraba con Oates en el viejo coche, camino de «La Cúspide».
Por tanto, si era lady Warren la que se lo había comunicado a la enfermera, esto quería decir que estaba enterada de los movimientos e intenciones del maniático, lo cual le permitía saber por anticipado cuándo se iba a cometer un crimen.
Cuando lady Warren cogió a la joven por la muñeca comprendió Helen que no podría mentir. Tanto su silencio como la expresión de su rostro dieron la respuesta.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó luego.
La anciana no respondió. Profiriendo una ronca exclamación, dijo:
—¡Ah! Ya la han encontrado. Los que han llamado antes eran de la policía. Me lo figuré… Explíquemelo todo.
Los dedos de la enferma se clavaban en la muñeca de Helen. Ésta pensó que lo mejor era acabar pronto y evitar un largo interrogatorio.
—Se trata de Ceridwen —dijo—. ¿La recuerda usted? Solía limpiar el polvo bajo su cama. Ha sido estrangulada en la arboleda poco más o menos a la hora del té. Luego llevaron su cuerpo hasta el jardín del capitán Bean. Él fue quien la encontró.
—¿Hay alguna pista?
—Una. La victima arrancó con los dientes un trozo de la bufanda blanca del asesino.
—Eso es todo, ¿no? Bien: ahora márchese —ordenó lady Warren.
Estiró la sábana y se cubrió totalmente el rostro, como si ya estuviese muerta.
En guardia contra posibles disimulos, Helen se sentó junto al fuego, desde donde podía observar el lecho. Aunque uno de sus temores se había engullido al otro, como si fuesen dos grandes serpientes que acecharan la misma presa, la muchacha sentía un terror instintivo a dar la espalda a lady Warren.
Para tranquilizar sus nervios repasó mentalmente la situación.
«Hay cuatro individuos de la familia Warren. Además estamos la señora Oates, la enfermera, el señor Rice y yo. Total: ocho. Somos bastantes para hacer frente a un solo hombre, aunque sea tan listo y astuto como dice el profesor. Si a pesar de nuestra vigilancia logra introducirse en nuestras líneas, casi merecerá esos calificativos».
Su imaginación retrocedió al tiempo en que estaba de institutriz en casa de un financiero. Poseía una gran memoria para las frases, y recordó una que el financiero había dirigido a su esposa: «Necesitamos estar muy unidos. Los intereses separados acarrean la destrucción». El rostro de Helen adquirió una expresión más grave al pensar en las ardientes pasiones que llegan al punto crítico. Si la joven hubiese conocido el estado de cosas que reinaba en el salón, su preocupación hubiera sido aún mayor.
Stephen se sentía doblemente afectado por el confinamiento a que se veía sometido. No sólo se rebelaba contra las ventanas cerradas, sino que también estaba nervioso por culpa de Simone. Las ardientes miradas y la falta de contención de ésta le hacían sentirse profundamente molesto y le recordaban el episodio de Oxford, donde desempeñó el papel de víctima en los amores de otro estudiante.
El joven recordó que cuando la perversa muchacha gritó, Newton fue el primero que apareció para libertarla, y que la opinión del recién llegado había sido siempre contraria a él, pues se había negado a creer en su inocencia. Entonces fue sembrada la simiente de los celos, y Newton los habría sentido ahora aunque Simone se hubiese limitado a expresar una vaga admiración por un bello perfil.
Stephen, por su parte, había querido ser alumno del profesor para que el hijo de éste se sintiera obligado a él. Pero se arrepintió de haberse dejado llevar de este impulso cuando la joven pareja fue a vivir a «La Cúspide».
Stephen, que paseaba incesantemente de un lado a otro de la habitación, se detuvo de pronto y se dirigió a Newton:
—Con el respeto que debo a su padre, Warren, diré que no ve la vida desde nuestro ángulo. Nuestra generación no teme a nada: ni a muertos ni a vivos. Estamos como ratas encerradas en una cloaca, y esto me saca de quicio.
—Pues yo adoro esta situación —declaró Simone—. Es como si un grupo de personas estuviesen en una choza, bloqueados por la nieve, y cuando al fin pueden salir lo hacen en parejas.
Evidentemente las puertas y las ventanas cerradas hacían que «La Cúspide» hirviera de pasión.
Simone parecía haber perdido todo asomo de pudor y miraba a Stephen con ardorosa concentración, como si estuviesen en una isla desierta.
La joven nunca se daba cuenta de la realidad ni de que había alguien que la estaba mirando. Era como un niño mimado que visitase una tienda de juguetes: no se explicaba por qué no le concedían inmediatamente el juguete deseado.
—¿Cuáles son sus planes, Stephen? —preguntó.
—En primer lugar —respondió el joven—, creo que fracasaré en mi examen.
—Algo muy hermoso que anunciar a mi padre —observo Newton.
—Después —continuó Stephen— iré probablemente al Canadá a talar árboles.
—Su perro tendrá que pasar la cuarentena en el lazareto —le advirtió Newton burlonamente.
—Entonces me quedaré en Inglaterra sólo para serle a usted agradable, Warren. Y todos los domingos por la tarde iré a tomar el té con Simone cuando usted esté durmiendo la siesta.
Newton miró su reloj.
—Tengo que subir a visitar a la abuela —dijo—. ¿Servirá de algo que te pida que vengas conmigo, Simone? Sólo para que le des las buenas noches. La abuela lo agradecería.
—No, no servirá de nada que me lo pidas.
Newton se encogió de hombros y salió de la habitación.
Cuando se hubo marchado, Stephen se dirigió instintivamente hacia la puerta. Pero Simone le cerró el paso antes que llegara a ella.
—¡No! —gritó la joven—. No se vaya. Quédese y hablaremos. Me ha contado usted sus planes, y realmente son patéticos. Suponga que tuviera dinero. ¿Qué haría usted entonces?
—¿Que qué haría? —repuso Stephen, riendo—. Pues lo que hace todo el mundo: deporte, viajes, una escapada a Montecarlo…
—¿Le gustaría a usted tener dinero?
—Puede usted apostar a que sí. Pero no sé de qué diablos sirve hablar de esto.
—Es que yo sí lo tengo.
Stephen sintió que en su interior se agitaba un gusanillo demoledor.
—Debe de ser muy agradable para usted.
—Sí. Puedo hacer cuanto quiero. Y además permite que me sienta segura de mí misma.
—Ninguna mujer debería sentirse demasiado segura de sí —dijo Stephen, que hacía desesperados esfuerzos para mantener la escena en un nivel relativamente elevado—. La seguridad en sí misma le hace despreciar el destino y poner su confianza en algo elástico.
Simone pareció no oírle. Se acercó a él y apoyó las manos en sus hombros.
—Stephen —dijo—, cuando mañana se marche usted, yo le acompañaré.
Stephen chascó la lengua con desesperación.
—Escuche —dijo—: está usted trastornada. No sabe lo que dice. En primer lugar… está Newton.
—Puede divorciarse de mí. No me importa lo más mínimo. Y si no se divorcia, tampoco me importa nada. Me basta con tenerle a usted. Nos divertiremos mucho… los dos juntos.
Stephen lanzó una rápida mirada en dirección a la puerta. Se repetía el episodio de Oxford, sólo que esta vez era algo peor, ya que él, con su experiencia, podía figurarse cuál sería el resultado.
El miedo le hizo ser brutal.
—No me importa usted nada —declaró—. No me gusta usted.
Lo único que logró fue que la joven se mostrara más ardiente aún.
—Ya le gustaré a usted —dijo ella, llena de confianza—. Esto no son más que prejuicios de niño tonto.
La joven alzó el rostro hacia él, esperando un beso. Y cuando Stephen la apartó de sí, la sombra de la duda pasó por los ojos de Simone. Era la primera vez que dudaba.
—Entonces es que hay otra mujer —dijo—. He aquí el porqué.
La desesperación obligó a Stephen a mentir:
—Naturalmente. Siempre hay otra mujer. ¿Lo comprende usted ahora?
Stephen estaba asustado, pero experimentó una sensación de alivio al ver la forma en que la joven recibía la noticia. El rostro de Simone perdió su inmaculado artificio y se crispó de rabia.
—¡Le odio! —gritó furiosamente—. ¡Ojalá lleve usted una vida de perros y muera en el arroyo!
Y saliendo de la habitación cerró violentamente la puerta tras de sí.
Stephen ensanchó el pecho y lanzó un profundo suspiro.
—¡Gracias a Dios! —exclamó, aliviado.
Pero el incidente le dejó preocupado e intranquilo. Se decía que Simone buscaría la forma de vengarse; si es que no optaba, siguiendo el precedente bíblico, por asegurar a su marido que él la había insultado.
Procuró tranquilizarse a sí mismo diciéndose que no conducía a nada preocuparse por las desgracias antes que éstas ocurrieran. Y como, afortunadamente, se marcharía al día siguiente… Cogió una novela de aventuras e intentó olvidar su problema.
Pero pronto se dio cuenta de que no podía concentrar su atención en el libro. De vez en cuando alzaba los ojos de las páginas para escuchar. Por encima del ulular del viento y del ruido de la lluvia al azotar los cristales se alzaba un débil quejido.
Era como el aullido de un perro que sufría.
El joven se mordió los labios y frunció el ceño. A despecho de su anterior objeción, pensaba que las precauciones tomadas por el profesor obedecían a un juicioso plan, y estaba dispuesto a seguirlas al pie de la letra.
Con todo, el profesor se había referido a «hombre, mujer o niño», olvidándose de incluir la palabra «animal».
El ceñudo joven pensó que tenía que enfrentarse con una dura prueba. Si aquello era una trampa, el que la había preparado conocía su punto flaco y sabía sacar de él el mejor partido.
«Alguien me está gastando una broma —pensó—. Debe de ser Newton. Trata de hacerme salir al exterior para cerrarme luego la puerta. El pobre piensa que así protegerá a su mujer».
El débil aullido se oyó de nuevo. Stephen se puso en pie, mas volvió a sentarse inmediatamente.
—¡Maldita sea! —murmuró—. No voy. No me engañarán. No es justo poner en peligro a las mujeres.
Cogió su novela e intentó concentrarse en lo que leía. Pero las líneas impresas resultaban para él un montón de palabras sin significado, ya que estaba esperando —y temiendo— que el aullido volviera a repetirse.
Por fin se oyó: lastimoso y débil, a punto de extinguirse, como si el ser que lo exhalaba se debilitase por momentos. Stephen se inquietó al pensar en un pobre perro perdido, calado hasta los huesos y probablemente hambriento, que pedía socorro frenéticamente: un socorro que no llegaba nunca.
Incapaz de permanecer quieto e inactivo, Stephen salió al pasillo y abrió cautelosamente la puerta principal. Cuando sacó la cabeza al exterior, el aire pareció querer arrancarle las orejas, pero al mismo tiempo llevó el ladrido de un perro.
Aquel ladrido debía de ser una imitación muy bien hecha, pues le pareció familiar. Asaltado por una súbita sospecha, Stephen volvió a cerrar la puerta y subió los escalones de dos en dos.
—¡Otto! —llamó en cuanto abrió la puerta de su cuarto.
Pero el perro no salió a recibirle ni atendió a su silbido. La cama estaba hecha, y la habitación había sido rápidamente ordenada.
El joven, iracundo, apretó los dientes.
—¡Los sinvergüenzas! —exclamó. Lo han sacado de la casa. Después de engañarme… Bien: esto decide las cosas. Yo también me marcho.
Mientras juraba entre dientes se puso rápidamente su viejo traje de mezclilla, se calzó unos gruesos zapatos, cogió su maletín y bajó la escalera de caracol. Nadie le vio cruzar el vestíbulo, pero cuando cerró la puerta tras sí, Helen oyó el portazo.
La visita que Newton hizo a su abuela había relevado a la joven de su guardia en la habitación de la enferma; así se lo comunicó ésta. Y aunque era la hora en que, por lo común, se metía en la cama, Helen decidió romper su costumbre y tardar unas horas en hacerlo.
La señora Oates tampoco se había acostado, en espera de que llegara su marido. Helen pensó que lo mejor era hacerle compañía, y así, si la mujer se quedaba dormida de nuevo, ella podría despertarla.
Se dirigió apresuradamente hacia la puerta principal, llegando a tiempo de reconocer a Stephen, que avanzaba a través de una espesa cortina de lluvia.
Cuando la luz del pasillo iluminó el sendero, el joven se volvió y gritó en tono desafiante:
—¡Cierre! No volveré más.
Helen se apresuró a cerrar la puerta y a echar los cerrojos.
—¡Vaya! ¡El joven calavera!
Aún se estaba riendo cuando la enfermera salió de la cocina.
—¿Qué ruido era ese? —preguntó con recelo.
—El señor Rice se ha marchado —respondió Helen.
—¿Adónde?
—No me lo dijo. Pero lo sospecho. Tenía muchos deseos de ir a la taberna a pagar lo que debe y a despedirse.
La ira brilló en los profundos ojos de la enfermera.
—Ha desobedecido al profesor y ha arriesgado nuestra seguridad —dijo—. Es criminal.
—No. Todo está bien —aseguró Helen—. Cerré en cuanto se marchó, y no volverá.
La señorita Barker rio amargamente.
—¿Qué todo está bien? —dijo—. ¿No se da usted cuenta de que hemos perdido a nuestros dos mejores hombres?