CAPÍTULO XXVI

EXPERIENCIA DE MARINO

En el exterior estallaba la furia de los elementos; en el interior, la de las pasiones humanas. Aterrorizada por el sombrío e hinchado rostro de la enfermera, Helen hizo esfuerzos casi frenéticos para tranquilizarla.

—¿No lo comprende? —suplicó—. Se había cometido un asesinato. Todos estábamos trastornados e ignorábamos lo que hacíamos. Desconfiábamos hasta de nuestra sombra y no sabíamos ya ni de quién sospechar. En suma: pensé que lo mejor era poner las cosas en su punto y saber que teníamos en casa una verdadera enfermera, ¿comprende? La señora Oates pensaba que era usted una impostora.

Lo único que consiguió con su explicación fue aumentar la ira de la enfermera. Su aspecto era gigantesco; pero, en realidad, poseía una naturaleza enana que la hacía morbosamente sensible a la impresión que causaba en los que la veían por primera vez. Sospechando su ridiculez llenó el mundo de imaginarios enemigos.

—Ha logrado usted ganar mi confianza —declaró, con vehemencia. Incluso me indujo a hablar de… cosas sagradas. Y después pide usted informes en el «Hogar de la Enfermera». ¡Vaya una acción!

—No —protestó Helen—. Llamé al «Hogar» antes de nuestra conversación. Después que le hice mi promesa me he portado lealmente con usted.

—Eso es mentira. La encontré hablando por teléfono.

—Ya lo sé. Pero entonces llamaba al doctor.

La enfermera apretó los labios y no contestó. Sabía que el silencio era el mejor castigo que podía aplicar.

Helen, que esperaba con temor el ataque siguiente, dio un respingo al oír un golpe que sonó sordamente a pesar de la tormenta.

Helen pensó en el profesor. La joven ignoraba los efectos de las drogas y se aferraba a la esperanza de que acaso pudiera volver a su estado normal para dominar la situación.

Pero la enfermera le quitó toda ilusión, pues rompió el silencio para darle una orden:

—Vea si la anciana se ha caído de la cama.

Contenta de poder prestar un servicio, Helen obedeció, subiendo rápidamente la escalera con el aire de un nuevo planeta que cruzara el espacio. Cuando llegó al rellano disminuyó la marcha y penetró cautelosamente en la habitación azul.

Lady Warren yacía sobre el montón de almohadas del gran lecho. La anciana estaba profundamente dormida. Tenía la boca abierta, y sus ronquidos no eran fingidos. De su cabeza se había desprendido una de las peinetas de color de rosa, que yacía sobre la almohada como una flor.

Helen miró en torno suyo, comprobando que las huellas del aseo nocturno de lady Warren no habían sido borradas y que el fuego estaba a punto de apagarse. La joven echó cuidadosamente algunos carbones y, demasiado absorta, no oyó la doble llamada del doctor Parry en la puerta principal.

La enfermera, sin embargo, dio un respingo al oír aquel ruido. Miró a derecha e izquierda, empujó la puerta y atravesó el pasillo.

A la primera ojeada descubrió un objeto blanco que se veía a través del cristal. Sacó el papel y lo examinó con los párpados contraídos. Se trataba de un sobre dirigido al doctor Parry. Al dorso había una nota firmada con las iniciales D. P.

Los celos la dominaron al comprender que el instinto de Helen había acertado. Mientras ambas luchaban dentro, el doctor Parry se hallaba ante la puerta, impaciente y apasionado.

—Ella lo sabía —murmuró la enfermera—. Pero ¿cómo?

Los vericuetos y laberintos del amor eran un misterio para la defraudada mujer, que toda su vida había buscado una pista que la ayudara a desentrañar el secreto del amor. Sólo una vez se aventuró un poco en el laberinto, pero sin llegar al corazón de éste. Había sido traicionada para que recorriera sola su camino.

Pero Helen sabía apoderarse del corazón de un hombre, y sabía llamarlo de tal forma que éste, al final de un día de mucho trabajo, abandonaba su lecho por ella.

La enfermera podía apreciar todo el sacrificio que aquello representaba para un médico de medicina general. Sus ojos parecían pedernales mientras leía la nota que, sin la menor duda, estaba dirigida a Helen:

He venido en mi bicicleta para ver por mí mismo cómo están las cosas. He llamado como un loco, pero no he tenido suerte. Cuando reciba este sobre abra la ventana de su dormitorio y entonces hablaré fuerte. Así sabrá usted realmente que soy yo y que no se trata de ninguna añagaza. Pero, por el amor de Dios, déjeme entrar. Ya se lo explicaré al profesor.

Ha recorrido varias millas a través de la tormenta sólo para ver a su amada —pensó la enfermera—. Si ocurre algo y ella corre peligro, él la salvará, y se casará con la pobre muchacha. Ella ha ganado: no hay que darle vueltas.

Desde el instante en que sus ojos se fijaron en Helen la enfermera había sentido una frenética envidia a causa del parecido de la muchacha con la rubia victoriosa. La joven tenía exactamente el tipo que ella hubiera elegido de poder hacerlo: inquieta como el azogue y delicada como una pintura. En realidad se bastaba a sí misma; pero su aspecto sugería una extrema fragilidad que despertaba el instinto protector del hombre.

La enfermera tragó saliva convulsivamente, rompió la carta en trocitos y los arrojó al paragüero de mayólica.

—El correo no funciona a estas horas —murmuró sombríamente.

Mientras tanto Helen se encontraba muy ocupada en la habitación, ajena por completo a lo que estaban haciendo con su correspondencia. Era un alivio tener algo concreto que hacer después de la tensión de la espera sin fin.

La joven se dedicaba a colocar en su sitio los muebles, ahuecaba cojines y apilaba la ropa sucia. Poco después salió al rellano cargada con una gran palangana llena de agua y varias toallas colgadas del brazo.

Una vez en el descansillo tuvo la vaga sensación de que alguien había hecho el mismo camino unos segundos antes que ella. La puerta que conducía a la escalera de caracol se movía suavemente, como si hiciese poco que la hubieran cerrado.

La joven vio su pequeño y blanco rostro reflejado en el espejo y le pareció el mismo de siempre; pero al acercarse más notó en él algo a la vez misterioso y perturbador: una ligera niebla empañaba el cristal aproximadamente a la altura de la boca de un hombre.

«Alguien ha estado aquí hace pocos segundos», pensó la joven, aterrorizada, observando que el trozo empañado iba tornándose poco a poco brillante.

Sostenía la palangana con los dedos rígidos mientras miraba fijamente las puertas cerradas. Temía que se abrieran si apartaba los ojos de ellas o que se anticipase el ataque si echaba a correr. Oyó el tictac del reloj del vestíbulo y sintió los apresurados latidos de su corazón.

De repente sus nervios fallaron. Dejó precipitadamente la palangana sobre la alfombra, derramando el agua, giró sobre los talones y bajó la escalera lo más rápidamente que pudo.

La enfermera vio cómo se dejaba caer, jadeante y sofocada, sobre el último escalón.

—¿Y bien? —exclamó la señorita Barker, con fría indiferencia.

Avergonzada de su infundado terror, Helen se rehízo rápidamente.

—Lady Warren está dormida dijo. El ruido que oímos no lo produjo ella.

¿Qué es lo que ha hecho usted durante todo este tiempo?

—He estado limpiando la habitación.

La enfermera pasó en silencio la censura que encerraban las palabras de la muchacha.

—¿No ha estado usted en su habitación?

—No.

—Yo, en su lugar, tampoco habría ido. Está demasiado alta, y hubiera podido encontrar a alguien en el camino. De nuevo volvió a oírse el ruido sordo de antes. ¡Otra vez! —dijo—. Me gustaría que cesara. Me ataca los nervios.

Helen aguzó el oído y de pronto localizó el ruido.

—Es abajo, en el sótano. Debe de producirlo la ventana que até antes. Se ha soltado de nuevo. La joven se apresuró a añadir: —Pero no hay cuidado. El postigo está cerrado y nadie puede entrar.

—De todos modos es un descuido criminal —declaró la enfermera, bostezando aparatosamente.

—¿Tiene usted sueño? —preguntó Helen, alarmada.

—Se me están cerrando los ojos —respondió la enfermera—. Tengo que hacer un gran esfuerzo para mantenerlos abiertos. Anoche estuve trabajando en casa de otro paciente. Esto es un escándalo. Debía haber pasado una noche de descanso en la cama. Pero no: me obligaron a hacer la guardia. Y yo prefiero dejar de comer a no dormir.

Helen reconoció, con el corazón a punto de desfallecer, los signos familiares del sueño. Había temido que la enfermera sucumbiera a una droga, y ahora resultaba que a lo que debía tener miedo era al sueño natural.

Al observarla Helen se dio cuenta de que no podría permanecer despierta mucho tiempo. Conocía muy bien los signos del sueño, pues estaba acostumbrada a actuar como reloj oficial de criadas perezosas a quienes no bastaba el despertador.

En aquel caso la enfermera tenía derecho a descansar una noche. Había hecho un viaje en un coche abierto, había comido y fumado mucho y tomado una ligera cantidad de coñac. La atmósfera de la casa cerrada era bastante calurosa, ya que la noche no era nada fría, pese a encontrarse en el mes de diciembre. Parecía no existir relación entre aquel último acontecimiento y la misteriosa conspiración que amenazaba la seguridad de Helen. Sin embargo su miedo a quedarse sola era real, pues el incidente remataba una serie de catástrofes.

Helen intentó averiguar cuál era la persona responsable de la última.

«La directora del “Hogar” debía enviar a una enfermera que no estuviera cansada. Pero no, no fue ella la responsable. Tuvo que enviar a una enfermera inmediatamente. Supongo que la responsable fue lady Warren al arrojar el tazón a la enfermera anterior».

La señorita Barker, que estaba dando cabezadas, dio una mayor que las otras, la cual tuvo el poder de despertarla. Tambaleándose, se puso lentamente en pie.

—¿Adónde va usted? —preguntó Helen ansiosamente.

—A la cama.

—¿A qué cama?

A la cama que hay en la habitación de mi paciente.

—No puede hacer eso. No puede dejarme sola aquí.

La enfermera hizo un esfuerzo para mantener los ojos abiertos y miró a Helen con expresión estúpida.

—La casa está cerrada —dijo—. Usted está segura, siempre que recuerde que no debe abrir la puerta a nadie. Si olvida esto, ya podemos prepararle el entierro.

—Hay algo que usted ignora —declaró la joven, titubeando—. No se lo he dicho antes porque no estoy completamente segura.

—¿Qué es? —preguntó la enfermera, ligeramente inquieta.

Helen bajó la voz cuanto pudo:

—Tengo un miedo terrible a que haya alguien en la casa, encerrado con nosotras.

La enfermera escuchó con expresión escéptica la historia referente al movimiento de la puerta que conducía a la escalera de caracol y la mancha que el aliento había dejado en el espejo.

—Viento —dijo—. O ratones. Me voy a la cama. Si está usted tan asustada, puede subir y quedarse conmigo.

Helen, sintiendo la tentación de aceptar la oferta, titubeó unos instantes. Si cerraban la puerta que comunicaba con la habitación del profesor, así como la de la habitación azul, estarían seguras en aquella fortaleza interior, reunidas con los miembros vulnerables de la familia. Y ella, mientras la enfermera dormía, podría velar.

Pero la señora Oates se quedaría fuera, en los fosos. A pesar de que la mujer había desertado del puesto de guardiana que le había asignado la providencia, Helen, la que hubiera debido ser guardada, no podía abandonarla: la señora Oates se hallaba indefensa.

—¿No podríamos llevar a la señora Oates a la habitación azul?

—¿Subir dos pisos cargada con una mujer borracha? —dijo la enfermera, moviendo la cabeza—. Nada de eso.

—No la podemos dejar allí. Recuerde que seríamos responsables de lo que ocurriera.

Afortunadamente había tocado la cuerda sensible, pues la enfermera, convencida por el argumento, cambió de opinión.

—Bien: dormiré en una cama provisional hecha en el salón.

Helen la siguió hasta el salón, una gran habitación desprovista de estilo, en la que todavía estaba encendida la luz eléctrica. La estancia conservaba las huellas de los últimos que habían estado en ella, aquellos jóvenes descuidados y aburridos cuya afectación de moderna indiferencia se había venido abajo ante el estallido de la pasión. Inconsciente de que ella había sido la víctima de las repercusiones, la joven reconstruyó mentalmente la escena que había presenciado cuando llevó el café.

En aquel momento nada tenía importancia en el universo, excepto la rivalidad entre Greta Garbo y Marlene Dietrich.

Por todas partes había tazas de café con colillas mojadas, periódicos extendidos, revistas abiertas y ceniceros abarrotados. La enfermera eligió dos cojines de raso que estaban sobre la alfombra y, colocándolos debajo de su cabeza, se tendió en el canapé azul. Cerró los ojos y se quedó dormida casi instantáneamente.

«Ahora estoy sola —pensó Helen—. Pero si ocurre algo, puedo despertarla».

Y permaneció alerta, mirando alrededor con los ojos muy abiertos. Parecía que no había peligro en dejarse arrullar por la rítmica respiración de la enfermera, hasta llegar insensiblemente a la inconsciencia. El excitado cerebro de la muchacha comenzó a repasar todas las impresiones recibidas, haciendo conjeturas, sopesando las posibilidades y volviendo a vivir todo lo vivido.

Entre todo aquel caos surgía la seguridad de que estaba olvidando algo.

Da pronto recordó: la ventana del sótano.

Había quedado abierta bastante tiempo, mientras la barra de su postigo se hallaba sobre la mesa de la cocina y ella y Stephen Rice se divertían con la historia que contaba la señora Oates.

La joven sintió que su corazón latía aceleradamente, pero se esforzó en razonar para luchar contra el pánico.

Había muy pocas probabilidades de que el criminal, teniendo tantos acres de campo solitario donde buscar cobijo, se hubiera introducido en una casa llena de gente, y menos probabilidades aún de que hubiera tenido la suerte de hallar el único lugar por donde podía introducirse.

«Pero si se introdujo —pensó Helen—, ha podido esconderse en cualquier rincón del sótano, y luego, cuando no hubiera nadie cerca, aventurarse, después de atravesar el cuarto de fregar los platos y la cocina, por la escalera de caracol».

Sólo había un modo de salvaguardar a la señora Oates: hacer un registro concienzudo en el sótano. Cuando estuviera segura de que en éste no había nadie podría cerrar la puerta de la cocina y llevarse la llave.

La joven, cuyo rostro parecía la blanca máscara del fatalismo, salió de la habitación. La enfermera no la oyó, de la misma manera que no oía el ruido del vendaval que azotaba las anchas ventanas. Sumida en un sueño sin pesadillas, permanecía alejada del mundo que la circundaba.

Pero no tardó en despertarse. Sobresaltada, se frotó los ojos. Recordó todo lo sucedido y paseó la mirada por la habitación buscando a Helen, que se había quedado velando a su lado.

Pero la muchacha había desaparecido.

Tampoco el doctor Parry se encontraba ya haciendo guardia en el jardín. Casi inmediatamente después de haber visto los hombros y la cabeza de un hombre a través de la cortina se apagó la luz del dormitorio de Helen.

Dominando su intranquilidad esperó a ver qué sucedía. Sabía perfectamente que la cabeza de Helen no podía confundirse nunca con la de un hombre, pero también era cierto que la señorita Warren o la enfermera, ésta sin la toca, podían haber pasado junto a la ventana. Había que contar con los efectos de luz.

Dándose cuenta de que acaso el interés personal que sentía hacia Helen era el causante de su pánico, no tardo en abandonar su puesto de observación, experimentando la necesidad de consultar la opinión de un segundo.

Atravesó la arboleda y no tardó en llegar a la casa de campo del capitán Bean.

La persiana estaba subida, y el doctor pudo ver el interior del salón iluminado. El capitán Bean, en mangas de camisa, se hallaba sentado ante una mesa atestada de papeles. Una tetera humeaba junto a él. Era evidente que el capitán se hallaba enfrascado en la redacción de uno de sus artículos de viajes.

A pesar de que aquello representaba una interrupción en su trabajo, se apresuró a abrir inmediatamente la puerta al doctor. El rostro del capitán estaba cuidadosamente afeitado, y su blancura original había sido tostada por el sol de los trópicos. Pero sus ojos azules, ribeteados de rojo y sin pestañas, eran agudos y penetrantes.

—Se preguntará usted a que vengo a su casa a estas horas, ¿verdad? —dijo el doctor—. Pero estoy un poco receloso por lo que ocurre en «La Cúspide».

—Entre —invitó el capitán.

Al doctor Parry le asombraba un poco la gravedad con que le escuchaba el capitán.

—El caso es que estoy algo inquieto por una muchacha que hay en la casa. Es muy joven y tiene mucho miedo.

—Es lógico que lo tenga —repuso el capitán—, después que en mi jardín se encontró a una muchacha asesinada.

El doctor Parry, despeinado y con aspecto de cansancio, miró sorprendido a su interlocutor. Había ido allí esperando que le tranquilizaran y sucedía todo lo contrario.

Pero el capitán hizo luego una alusión a sus antipatías personales, y Parry se sintió algo aliviado.

—Nunca me gustó esa casa. Y nunca simpaticé con la familia. Le acompañaré a usted y echaremos una ojeada.

—No hay nada que hacer —contestó, desalentado, el doctor—. Él lugar es como una fortaleza. Y por mucho que se llame no abren.

—¿Y si avisáramos a la policía?

—Ya he pensado en ello. Pero no sé en qué podrían basarse para forzar la entrada. Todo está en orden. Y yo, ¡maldita sea!, tengo la culpa de que no abran. —Se levantó y se puso a pasear excitado por la habitación—. Lo que me preocupa es la sombra que he visto en la habitación de Helen —añadió—. No parecía una mujer.

—Pero en la casa hay hombres jóvenes —observó el capitán.

—No: se han marchado todos. Sólo queda el profesor… que está bajo los efectos de una droga. Y no es probable que hayan cesado esos efectos.

El capitán lanzó un gruñido y llenó la pipa.

—Me gustaría descifrar el enigma —dijo—. He recorrido el mundo y he visto las cosas más feas. Pero el hecho de encontrar en mi jardín el cuerpo de una muchacha asesinada me ha trastornado. Desde que eso sucedió he estado haciendo toda suerte de conjeturas. He cogido un poco de aquí y un poco de allá. Nada definitivo, pero una paja señala la dirección del viento.

Escuchó atentamente todo lo que le contó el doctor, y cuando éste acabó se puso en pie y, sin hacer ningún comentario, buscó sus botas de lluvia y comenzó a ponérselas.

—¿Adónde va usted? —preguntó el doctor.

—A la taberna. A telefonear a la policía.

—¿Por qué?

—Hay algo que debe contarse a la policía. Y usted va a venir conmigo a corroborarlo… No me gusta nada que las ratas desaparezcan del barco.

El doctor Parry, presa de aguda ansiedad, intentó sacarle algo más.

—¡Vamos! Déjese de insinuaciones y diga de una vez lo que piensa.

El capitán movió la cabeza.

—No puede llamarse por su nombre a una azada o a un remo cuando cualquiera de éstos pueden convertirse en un momento dado en una horca ensangrentada —respondió—. Lo único que puedo decirle es que esta noche no arriesgaría yo una hija mía en esa casa ni por un millón de libras.