CAPÍTULO II

ALGUNOS INDICIOS

La curiosidad de Helen fue más fuerte que cualquier otra sensación y la indujo a descender por el sendero y efectuar un esfuerzo para investigar el misterio. Pero cuando llegó a la verja sólo pudo ver líneas de troncos cruzándose en confusas perspectivas.

Olvidando sus deberes, la joven permaneció atisbando la oscuridad de la arboleda mientras la primera estrella temblaba en medio de un claro de nubes hechas jirones.

«Había un hombre —pensó triunfalmente—. Tenía yo razón. Estaba escondido».

Helen sabía que el incidente podía explicarse de modo bien sencillo: un joven esperaba a su novia. Pero rechazó esta hipótesis, en parte porque deseaba estremecerse y en parte porque no creía que en aquel caso fuera cierta. En su opinión un enamorado habría pasado el tiempo paseándose o bien fumando un cigarrillo.

La larga y rígida postura que se veía obligado a adoptar un hombre disfrazado de árbol sugería un tenaz propósito. Helen pensó en la concentrada paciencia de un cocodrilo esperando a su presa oculto a la sombra de la orilla de un río.

«Bien: sean los que sean sus propósitos, me alegro de no haber pasado por allí», se dijo cuando se dirigía de nuevo hacia la casa.

Ésta era un alto edificio de piedra gris, de los últimos tiempos victorianos, que contrastaba extrañamente con el salvaje paisaje que lo rodeaba. Poseía un tramo de once escaleras de piedra que llevaban hasta la puerta principal, y grandes ventanas protegidas con persianas verdes. Debía de haber estado circundada por un acre de bien cuidado jardín y situada en una carretera privada, con postes para alumbrado.

Por todo ello ofrecía un marcado contraste con la soledad que la rodeaba. Su excelente estado evidenciaba que no se regateaba dinero en reparaciones. La pintura no estaba desconchada, ni el empedrado defectuoso, ni las baldosas rotas. Esto resultaba sugestivo, pues parecía que el destino de la casa debía haber sido no ser reparada en absoluto y permanecer con las ventanas y las puertas cerradas a piedra y lodo.

La instalación eléctrica era excelente, pues el principal quehacer de Oates era cuidarse de ello. Un solo hilo, que procedía de la civilización y los ligaba a ella, les procuraba aquella agradable comodidad.

Helen no sentía ya ningún deseo de seguir a la intemperie. Subió rápidamente los escalones, y después de lanzar una mirada culpable a sus zapatos los frotó vigorosamente y por turno sobre un enorme enrejado de hierro. La llave se hallaba todavía en la cerradura, donde la había dejado antes de desandar su camino por el sendero. Cuando dio vuelta a la llave y oyó que la cerradura cedía a su presión, experimentó una definitiva sensación de cobijo.

La casa le parecía una sólida y tibia colmena llena de miel y de doradas celdas, en las que brillaba la luz. Se oía el zumbido de sus voces y ofrecía compañía y protección.

A despecho de lo que Helen acababa de imaginar, el interior de «La Cúspide» habría dejado anonadado a un decorador moderno. Las baldosas del recibidor eran negras, con grandes flores de jengibre, y sobre ellas había una tosca piel del mismo color. El mobiliario consistía en un sillón de tallados brazos, un paragüero de mayólica y una maceta de porcelana de color azul pavo que contenía una pequeña palmera.

Tras empujar las puertas pendulares, Helen penetró en el vestíbulo, amueblado con macizos muebles de caoba y cuyo suelo se hallaba enteramente cubierto por una alfombra azul. Los hilos de la radio pasaban de manera violenta a través de las pesadas cortinas de la puerta que daba al salón, y el húmedo aire estaba perfumado con las prímulas de una maceta y con el aroma del té, preparado con cáscara de naranja.

Aunque los movimientos de Helen habían sido discretos, alguien de buen oído había percibido el ligero crujido de las puertas del pasillo. Los aterciopelados faldones del cortinaje fueron apartados, y una voz petulante y rápida exclamó:

—Stephen, tú… ¡Ah, es usted!

Helen notó un ligero acento de desencanto en la voz de la joven Simone.

«Así, pues, le estabas esperando, querida —dedujo Helen—. ¿Y vestida como un maniquí?».

La mirada de respeto de la recién llegada fue reservada para el traje de raso blanco y negro. Se tenía la impresión de que Simone había sido importada directamente del salón de té del London Restaurant, lo mismo que la música. Simone seguía estrictamente la moda en lo que respecta a los labios y a las cejas pintadas. Su bailante cabello negro se derramaba hecho rizos por su nuca, y sus uñas eran de color escarlata.

Pero, a despecho de las largas líneas modernas pintadas sobre las afeitadas cejas y del pequeño arco rojo bajo el que se escondía su boca, la joven no había avanzado mucho desde la Edad de Piedra. Sus ojos brillaban con un fuego primitivo, y su expresión sugería una violenta y apasionada naturaleza. Simone no era más que una hermosa y joven salvaje, o, si se quiere, la última palabra de la civilización moderna. El resultado era el mismo: un ser que haría exactamente todo lo que desease.

Cuando miró hacia abajo, hacia la pequeña y erguida figura de Helen, el contraste que existía entre ambas se puso de manifiesto, pues Simone era muy alta. Helen estaba sin sombrero y vestía un raído abrigo de mezclilla humedecido por la lluvia. La joven llevaba consigo los elementos de la intemperie: barro en los zapatos, viento en las mejillas y brillantes gotas en su mata de pelo de color de jengibre.

—¿Sabe usted dónde está el señor Rice? —preguntó Simone.

—Salió antes que yo —contestó Helen, que era una joven oportuna y siempre se las arreglaba para presenciar todas las salidas y entradas importantes—, y le oí decir algo así como «Ya volveré».

El rostro de Simone se ensombreció ante la perspectiva de que el alumno no regresara hasta el día siguiente. La joven se volvió bruscamente cuando su esposo apareció, mirando por encima del hombro a su mujer, semejante a un pájaro de presa. Era alto y desgarbado, y poseía una mellada cresta de cabellos rojos. Usaba lentes con montura de concha.

—El té está preparado —dijo con voz aguda—. No podemos esperar más a Stephen Rice.

—Yo sí —contestó Simone.

—Pero la tarta se está enfriando.

—Me gusta la tarta fría.

—Bien: ¿quieres entonces servirme a mí?

—Lo siento, querido. Servir el té es una de las cosas que mi madre no me enseñó nunca.

—Me hago cargo. —Y Newton se encogió de hombros y se volvió para marcharse—. Espero que el noble Rice apreciará tu sacrificio.

Simone simuló no oírle y se dirigió a Helen, que también se había hecho la sorda.

—Cuando vea usted al señor Rice dígale que le estamos esperando para tomar el té.

Helen se dio cuenta de que la conversación había terminado, o, más bien, que la escena había sido despiadadamente interrumpida en el preciso instante en que ella esperaba las replicas vengativas de Simone.

Helen subió la escalera casi a regañadientes, hasta que llego al primer piso, donde se detuvo, escuchando junto a la puerta de la habitación azul. Aquella puerta despertaba siempre su curiosidad a causa de la formidable anciana enferma que yacía tras ella, invisible para todos, pero que hacía notar su presencia como un ser legendario.

Helen percibió luego la voz de la señorita Warren —la hijastra actuaba como enfermera en jefe— y decidió entrar en la habitación de ésta con objeto de prepararla para la noche.

Cuando Helen abrió la puerta de la habitación de la señorita Warren ocurrió un pequeño incidente que debía adquirir gran significación en el futuro. El pomo de la puerta estaba flojo y dio vueltas en la mano de la joven, por lo cual ésta tuvo que hacer presión para que la puerta se abriera.

«Esto está estropeado —pensó—. Hay que mandar arreglarlo».

Cualquiera que conociese bien las características de Helen se hubiera dado cuenta de que siempre mostraba cierta negligencia hacia un trabajo vulgar, aunque este formase parte de sus deberes. Eran la novedad y la fantasía las que la ayudaban a mantener su pasión por la vida a través de la antipática rutina de todos los días.

La habitación de la señorita Warren estaba a oscuras. No había en ella muchos muebles. El papel que cubría las paredes era de color castaño. Los visillos eran de cretona. El único toque de color de la estancia lo constituía un viejo cojín. La habitación era el sanctasanctórum de un estudiante, pues había muchos libros en numerosos estantes y armarios, y sobre el escritorio se veía un montón de papeles.

Helen se sorprendió al ver que los postigos estaban ya cerrados y que la pequeña lámpara con pantalla verde que había sobre el escritorio brillaba como el ojo de un gato.

Cuando la joven volvió a la planta baja, la señorita Warren salía de la habitación azul. Lo mismo que su hermano, era alta y de aspecto dominador, pero aquí acababa toda semejanza. La señorita Warren le pareció a Helen una dama muy bien educada y de gran personalidad, con menudas y vacilantes facciones y ojos de un color indefinido, parecido al del agua de lluvia.

La señorita Warren se parecía también al profesor, a pesar de lo que antes se ha dicho, en que tomaba como un ultraje el que un extraño se preocupara por sus cosas. Pero el profesor no se fijaba en nada, y ella, en cambio, sabía que Helen había dado un largo paseo.

—Llega usted tarde, señorita Helen —dijo con voz desprovista de entonación.

—Lo siento —contestó Helen, mientras se preguntaba angustiosamente si peligraría su precioso y flamante empleo—. Creí que la señora Oates había dicho que estaba libre hasta las cinco. Es la primera tarde que salgo desde que llegué.

—No es eso lo que he querido decir. No le estoy reprochando ninguna falta en sus deberes. Pero es muy tarde para volver de un paseo.

—¡Gracias, señorita Warren! Fui más lejos de lo que pensaba. Pero hasta la última milla no se me echó la noche encima.

La señorita Warren miró a Helen, que se sintió tan culpable como si hubiese recorrido mil millas o más.

—Una milla es demasiado —dijo la señorita Warren—. No es prudente ir tan lejos, ni siquiera con la luz del día. ¿Acaso no hace usted bastante ejercicio trabajando en la casa? ¿Por qué no pasea usted por el jardín cuando quiera tomar el aire?

—¡Oh, señorita Warren! —protestó Helen—. Eso no es lo mismo que un buen paseo.

—Comprendo. —La señorita Warren sonrió débilmente. Pero deseo que usted, a su vez, comprenda lo siguiente: es usted una joven, y yo soy la responsable de su seguridad.

Aunque la advertencia parecía grotesca procediendo de la señorita Warren, Helen se estremeció al oír aquella vaga alusión a un peligro. Esta alusión parecía hallarse en todas partes, flotando en el aire, tanto en el interior de la casa como fuera, en el valle de los oscuros árboles.

—Blanche…

Una voz profunda y grave —la de un hombre o la de una anciana— llegó débilmente desde la habitación azul. La majestuosa señorita Warren se encogió instantáneamente, y la mujer autoritaria y de avasalladora personalidad se transformó en una colegiala deseosa de obedecer los mandatos de su superiora.

—Ya voy, madre —contestó.

Con desgarbados pasos, cruzó el rellano y cerró tras de sí la puerta de la habitación azul. Helen se quedó desconcertada.

«¡Qué extraño contraste! —pensó mientras volvía a subir lentamente la escalera—. La señora Newton se muestra ardorosa, y la señorita Warren, fría. Calor o frío, por turno. Lo que me pregunto es lo que pasará en caso de fusión».

Estaba a punto de entrar en su habitación cuando notó que, por los cristales del montante de la puerta del invitado, se filtraba la luz. Se acercó a la puerta y preguntó:

—¿Está usted ahí, señor Rice?

—Entre y compruébelo por sí misma —invitó el joven.

—Sólo deseaba saber si la luz se estaba desperdiciando.

—Pues no es así. Entre.

Helen obedeció. Estaba acostumbrada a que los hombres se condujeran con ella de dos maneras distintas: o la miraban despreciativamente sin concederle la menor atención, o bien, en privado, intentaban tener demasiadas atenciones.

Entre las dos alternativas, la joven prefería ser insultada. Sabía, cuando quería desentenderse de cualquier asunto, salir de él con una nueva experiencia.

Sentía simpatía por Stephen Rice porque éste la trataba exactamente como a otras muchachas, es decir, con natural franqueza. El joven estaba fumando mientras sacaba unas prendas de una maleta abierta, y no se disculpó por su traje íntimo, ya que lo que llevaba puesto satisfacía su propio sentido de la decencia.

Aunque no llamaba demasiado la atención de Helen, a quien gustaba que el rostro de un hombre dejara transparentar algún signo de inteligencia o de espiritualidad, era tenido por extraordinariamente guapo, pues poseía unas facciones regulares y un espeso cabello ondulado que le nacía tal vez demasiado cerca de las cejas.

—¿Le gustan los perros? —preguntó mientras trataba de deshacer un nudo.

—Permítame —dijo Helen cogiendo el nudo con amable firmeza—. Claro que me gustan los perros. Los he cuidado.

—Eso es un mal antecedente. Odio a las mujeres que dominan a los perros. Puede usted verlas pavoneándose en los parques. Son como aquel maldito centurión que dijo que donde fue venció. Yo siempre siento ganas de morderlas, ya que los perros son demasiado caballerosos para hacer tal cosa.

—Comprendo —dijo Helen, que en cierta manera estaba de acuerdo con aquel punto de vista—. Pero mis perros acostumbraban a dominarme a mí. Poseían un secreto poder para tirar a la vez en distintas direcciones. Lo asombroso es que no me metamorfosearan en una estrella de mar.

Stephen lanzó una carcajada.

—¡Bien por ellos!… ¿Quiere usted ver algo especial a propósito de perros? Se lo compré hoy a un granjero.

Helen paseó la vista por la desordenada habitación.

—¿Dónde está? ¿Debajo de la cama?

—¿Acaso duerme usted debajo de la cama? El perro está encima.

—¡Oh! ¿Cree usted que tiene pulgas?

—¿Cree usted que no las tiene? ¡Vamos, Otto!

Stephen levantó una punta del edredón y un mastín asomó el hocico.

—Guárdeme el secreto —dijo Stephen—. ¿Qué dirá la vieja señorita Warren cuando se entere? No permitirá que tenga un perro dentro de la casa.

—¿Por qué? —preguntó Helen.

—Tal vez les tenga miedo.

—¡Oh, no! Nada de eso. Todo lo contrario. La gente le tiene miedo a ella, debido a su carácter.

—Eso es sólo disfraz. Es todo debilidad. Póngala en mermelada y se deshará. Pero está fuera de sus casillas a causa de ese caballero gorila. A propósito, ¿le tiene usted miedo?

—No —contestó Helen, riendo—. Tal vez lo tuviera si estuviese sola, pero nadie se puede sentir nerviosa en una casa tan llena de gente.

—No estoy de acuerdo. Depende de cómo sea la gente. Siempre encontrará usted un eslabón débil. La señorita Warren es uno de ellos. Es capaz de dejarle a uno en la estacada.

—Pero existe la seguridad del número —prosiguió Helen—. No se atreverá a venir aquí… ¿Tiene usted necesidad de que le cosan algo?

—No, gracias. La señora Oates ya se cuida de repasar mi ropa, y por cierto que lo hace en más de un sentido. Pero es una mujer de carácter. Puede uno discutir con ella… si no hay ninguna botella alrededor.

—¡Cómo! ¿Acaso bebe?

Stephen se echó a reír.

—Debe usted marcharse —advirtió a la joven— antes que la señorita Warren ponga el grito en el cielo. Ésta es la habitación de un soltero.

—Pero yo no soy una dama: pertenezco al servicio de la casa —replicó Helen, con acento indignado—. Le están esperando para tomar el té.

—¿Quiere usted decir que Simone está esperando? El señor Newton debe de estar rabioso porque se enfría la tarta del té —dijo Stephen, poniéndose la chaqueta—. Voy a llevar al cachorro. Lo presentaré a la familia, y nos repartiremos entre los dos la merienda que me toque a mí.

—Supongo que bromea usted al llamar cachorro a un animal de ese tamaño —dijo Helen, mientras el mastín seguía a su amo hacia el cuarto de baño.

—Es muy joven, realmente. —El acento de Stephen revelaba ternura—. Me gustan los perros… y odio a las mujeres. Y esto tiene una explicación. Pídame alguna vez que le cuente la historia de mi vida.

Helen se sintió ligeramente triste cuando el silbido del joven se perdió a lo lejos. Sabía que no tardaría en marcharse. Pero al mirar por segunda vez en torno suyo y observar el desorden de la habitación comprendió que la ausencia del alumno significaría menos trabajo para ella, por lo cual resolvió que sólo Simone se sentiría disgustada.

El té la estaba llamando también a ella. No se detuvo a arreglar nada y se apresuró a correr hacia su habitación para quitarse la chaqueta y los zapatos. En cuanto a cerrar postigos y ventanas, sólo se trataba de los del sótano, los de la planta baja y los del primer piso, pues los del segundo continuaban abiertos.

A despecho de su prisa, Helen no pudo menos de detenerse para contemplar el valle, recreándose en la sensación del contraste. Sólo podía ver una esponjosa negrura que absorbía toda luz. La negrura parecía alargarse y contraerse ante el soplo de la brisa. Ni una luz brillaba en las ventanas de las lejanas casas de campo, muy espaciadas entre sí.

«¿En qué lugar habré estado esta tarde mirando “La Cúspide”? —se preguntó—. Me parecía que me separaba de esta casa un largo camino. Y ahora estoy aquí, a salvo».

La joven no sintió entonces ninguna advertencia de lo desconocido, aquellas advertencias que en forma de triviales incidentes habían sido los primeros estallidos en los muros de su fortaleza. Pero una vez hubieran éstos comenzado nada podría detenerlos, y cada acontecimiento futuro actuaría como una cuña que forzaría las rendijas y dejaría penetrar el misterio de la noche.