CAPÍTULO XXI

DESEMBARAZANDO EL CAMINO

La impresión aplacó los nervios de Helen. Tenía algo definido con que luchar, en lugar de tantear alrededor en medio de los horrores de una pesadilla. El torbellino que se había desencadenado en su cabeza se apaciguó, y cada figura familiar volvió a ocupar su antiguo sitio. Su cerebro tenía ahora un problema con que enfrentarse antes de decidirse a realizar alguna acción. Atravesó la oscura habitación azul, donde continuaban oyéndose los ronquidos de lady Warren, y bajó al vestíbulo.

Aunque la única ventana de éste, abierta en la parte alta de la pared, se estremecía a impulsos del viento, recordando a la joven una tempestad en el mar, la habitación estaba menos expuesta al huracán que los salones. El pasillo protegía al vestíbulo contra las arremetidas del vendaval. El vestíbulo gozaba, además, de otra ventaja: estando en él podía observarse la escalera y el resto de la casa. Por otra parte, la joven sabía que desde él se podía llamar fácilmente tanto al profesor como a la señorita Warren.

Sentada en el último peldaño de la escalera, con la barbilla apoyada en las manos, la joven reflexionó en la situación. En primer lugar sabía que la enfermera no era el maniático, ya que a la hora en que se había cometido el asesinato se encontraba en el coche en compañía de Oates.

Todo lo más podía tratarse de una impostora que estaba de acuerdo con el criminal.

En este caso la señorita Barker debía ser vigilada hasta obtener pruebas suficientes para poder luchar contra la enfermera, fuera ésta varón o hembra. La verdadera dificultad estribaba en convencer a los Warren.

Antes de intentar convencerlos tendría que hacer todo lo posible para probar sus afirmaciones. Al pensar en esto se dio cuenta de que ella también era escéptica.

Fue la señora Oates la primera en poner en duda el sexo de la enfermera. Probablemente la idea se debió al alcohol; pues Helen se sentía más inclinada a mirar a la enfermera como una mujer envidiosa a quien la naturaleza había jugado la mala pasada de dotarla de un desgraciado aspecto. Tampoco era extraño ver a una mujer con vello sobre el labio superior, aunque la enfermera emplease para quitárselo un método demasiado radical.

Pero, por otra parte, si la sospecha de la señora Oates era fundada, la cuestión ofrecía un ancho campo de negras posibilidades. Indicaba la existencia de un complot definido, pues habían tenido que deshacerse de la verdadera enfermera. Si el maniático la había escogido como su próxima víctima, no se detendría ante ningún obstáculo con tal de alcanzar su objetivo.

Que ella hubiera sido elegida como presunta víctima era tan inexplicable como la historia de sus crímenes. Aunque había docenas de muchachas en la ciudad, el asesino había preferido trepar, corriendo un gran riesgo, hasta la habitación de la institutriz.

Pero así como en los asesinatos cometidos en el campo el criminal podía haber atacado a las muchachas en el preciso instante en que despertaba su deseo de matar, el que atacara dentro de la casa era distinto. Era mucho más horrible, pues había existido una paciente persecución a sangre fría. La joven se lo imaginaba haciendo investigaciones, apuntando su dirección, siguiéndola, espiándola desde los rincones, esperando tras los árboles.

Lo que más la trastornaba era la forma en que desembarazaba el camino. Nadie hubiese podido prever tal serie de accidentes. Aunque era imposible que él los hubiera planeado todos, no podían ser fruto de meras coincidencias, ya que cada acontecimiento era una lógica consecuencia del anterior.

Frunció el ceño mientras intentaba aclarar el misterio.

«¿Por qué iba a elegirme a mí? Yo no soy nadie. No parezco ninguna estrella de cine».

Al arrojar la red de sus pensamientos sobre el pasado capturó un recuerdo. Cuando se dirigía a «La Cúspide» había permanecido en la estación del ferrocarril durante una hora, esperando la llegada de Oates con el viejo coche. Como le dolía la cabeza después del viaje en tren desde Londres, se quitó el sombrero.

El banco en que se sentó se hallaba situado bajo una lámpara que iluminaba su centelleante mata de pelo rojo. La joven recordó que un hombre se había vuelto para mirarla, pero llevaba la gorra calada hasta los ojos y no pudo verle el rostro.

«Le llamó la atención mi pelo —pensó—. Pero soy una tonta. Eso no es más que una idea de la enfermera. El asesino no me acecha a mí. La señorita Barker trata de asustarme».

Acabó pensando de nuevo en la vieja cuestión. ¿Quién era la enfermera? La joven cerró los ojos y se balanceó a un lado y a otro. El viento cesó momentáneamente de soplar, y Helen experimentó una sensación de paz. Había pasado la hora de irse a la cama, y el día había sido de mucho trabajo. Alarmada, se dio cuenta de que estaba quedándose dormida. La voz del doctor Parry sonaba en sus oídos diciéndole que no tenía nada que temer.

«Nada que temer… Nada que temer…». El ritmo de la frase era un arrullo que la invitaba a dormir… Empezó a deslizarse sobre la superficie de un tranquilo río tan claro como el cristal.

El río acabó de pronto en un agujero sin fondo. Su corazón dio un vuelco, y la joven abrió los ojos sobresaltada.

Con gran sorpresa vio que no estaba sola. El profesor había salido de su despacho y se inclinaba sobre ella.

—¿Durmiendo en la escalera, señorita Capel? —pregunto—. ¿Por qué no se va usted a la cama?

Su voz grave y su apariencia solemne devolvieron la confianza a la muchacha.

En las casas de buena familia, donde los caballeros se visten de etiqueta para cenar, como si cumpliesen un rito, no se cometen crímenes.

—Es muy poco juicioso lo que hace —dijo el profesor cuando Helen afirmó que se proponía no acostarse.

El profesor pasó junto a ella y empezó a subir la escalera agarrándose al barandal. Antes que la joven pudiera dominar el súbito impulso que se apoderó de ella le llamó:

—Profesor, ¿puedo decirle algo?… Pero no puedo decírselo a gritos.

El profesor se detuvo, y Helen subió corriendo la escalera.

—La señora Oates desea ver los papeles de la nueva enfermera. Quiere saber si realmente procede del «Hogar de la Enfermera».

—¿Y por qué no se enteran ustedes mismas? —preguntó el profesor, con su habitual e inconmovible paciencia—. Ahí está el teléfono.

A pesar de su indiferencia el profesor no produjo en Helen la desconsoladora sensación de que estaba luchando con el vacío. La joven recordaba que cuando ella se horrorizó al enterarse del crimen, sólo el profesor había conservado la calma. Por tanto, si era invulnerable a la emoción, también lo sería ante la posibilidad de un peligro.

«Después de todo, es mejor depender del cerebro que del músculo —pensó la joven—. Afortunadamente tenemos todavía al profesor».

Tranquilizada por la presencia de éste, la joven trató de continuar la conversación.

—¿Se va usted a la cama? —preguntó atrevidamente.

—Sí —respondió el profesor—. Son casi las once.

—Entonces espero que duerma usted bien. Pero si algo sucede, algo que no pudiera resolver por mí misma, ¿podría llamarle?

El profesor titubeó antes de responder:

—No; a menos que sea muy urgente.

Consolada por aquella autorización dada a regañadientes, Helen bajó al vestíbulo y consultó la guía telefónica particular de la familia, donde estaba la dirección del «Hogar», al que tenían que llamar a menudo en busca de nuevas enfermeras. La central la puso en comunicación con la secretaria.

Helen no tuvo mucha suerte, pues la dama que había al otro lado de la línea no sólo oía muy mal, sino que se enfadó porque la molestaban.

—¿Me hace usted el favor de decirme si la enfermera Barker está en el «Hogar»?

—No —respondió la secretaria—. ¿Quién habla?

—Hablo desde «La Cúspide».

—¡Pero si esa enfermera está en «La Cúspide»!

—Ya lo sé. ¿Quiere hacer el favor, de describírmela?

Siguió un silencio, como si la secretaria se preguntase si hablaba con una tonta.

—No comprendo —dijo al fin—. Es alta y morena, y una de nuestras mejores enfermeras. ¿Tiene usted alguna queja que hacer?

—No. ¿Está bien educada?

—Naturalmente. Todas nuestras enfermeras son verdaderas señoras.

—¿Vio usted si subió al coche que fue a buscarla?

—No —respondió la secretaria, después de una pausa—. El coche tardó, y ella tuvo que esperar en el vestíbulo. Cuando oyó el ruido del motor bajó corriendo la escalera llevándose su maleta.

Helen cortó la comunicación con la sensación de que el interrogatorio había sido satisfactorio.

«Voy a decírselo a la señora Oates», decidió.

La cocina se había enfriado más, y parecía tan poco confortable que la joven se preguntó si no sería mejor que volviera a encender el fuego.

La señora Oates estaba hundida en su silla de mimbre. La desgraciada miraba tristemente hacia el sitio en que se hallaba la botella de coñac.

—¡Menudo servicio me hizo usted! —exclamó en cuanto vio a la joven—. Usted y su café. Ni siquiera había empezado a sentirme alegre; y…

—¡Pobrecilla! —exclamó Helen, golpeándole cariñosamente la gruesa espalda.

—Compadecerse de una y no procurarle alivio es como tener mostaza sin carne —dijo la señora Oates.

—Mañana —le prometió Helen—. He telefoneado al «Hogar de la Enfermera». La que tenemos aquí es muy bruta, pero, al parecer, es una auténtica enfermera.

La señora Oates no dio su brazo a torcer.

—Todo parece salirme mal —gruñó—. Una de las latas de conserva ha sido abierta…, y Oates no puede haber sido. Se lo voy a preguntar a ella y veremos si cae en la trampa.

—Eso sólo probará que tiene los dedos fuertes —dijo Helen—. No se necesita ser un hombre para hacer eso. ¿Qué hora es? —Miró el reloj y añadió—: Las once menos cinco. Esta vez se aproxima bastante a la realidad. ¿Cuándo regresará su marido?

La señora Oates comenzó, a contar con los dedos.

—Cuente. Hora y media para ir y dos para volver. El viejo coche tendrá que descansar un rato al emprender la subida, y Oates jugará un poco con él. Ponga cinco horas y nos acercaremos a la verdad.

Helen concibió nuevas esperanzas.

—Se marchó alrededor de las ocho y media —dijo—. Así, pues, sólo tendremos que esperar otras dos horas, poco más o menos.

—¡Y pensar que no me ha servido de nada que le enviara tan lejos con esta lluvia! —suspiro la señora Oates—. No debí hacerlo. Oates es una de las mejores personas que existen. Es un caballero nato, un caballero que escupe, pero que mira antes dónde va a escupir.

Helen se echó a reír. Le consolaba pensar que Oates no tardaría en volver.

—Dormiré como una marmota cuando sepa que está de regreso —declaró—. ¿Tendrían inconveniente en dormir abajo, en la habitación vacía? Así sabré que sólo una pared me separa de ustedes.

—No tengo inconveniente —prometió la señora Oates—. Sí, estaremos mejor aquí que arriba, con el ruido de los canalones.

De pronto Helen lanzó un gemido.

—¡Me había olvidado! El profesor dijo que no dejáramos entrar a su marido.

—Perfectamente —repuso la señora Oates—. El amo da las órdenes para que una las obedezca. Pero no se las da a sí mismo. ¿No hizo que el señor Newton saliera detrás de su mujer? Claro que dejaremos entrar a Oates.

Helen estaba asombrada de la agudeza de la mujer.

—¿Quiere usted decir que sólo era afectación, el deseo de demostrar que él es el amo de la casa? —preguntó—. Ya qué tenía tanta prisa en tener el oxígeno, lo probable es que no permita que su marido permanezca toda la noche en el garaje. En cuanto oigamos llamar iremos a decírselo al profesor.

—Cuando vaya usted a decírselo, Oates ya estará dentro —profetizó la señora Oates—. ¿Cree que voy a dejar que mi marido se pase la noche sobre el felpudo de la entrada?

Helen se puso en pie, con el rostro radiante.

—Vuelvo en seguida —dijo—. Voy a ponerme la bata. Luego haremos un poco de té y nos sentiremos a gusto.

Cuando la joven salió de la cocina se detuvo indecisa. La escalera de caracol era el camino más corto. Pero al contemplar la espiral de estrechos escalones pobremente iluminados se echó hacia atrás, convencida de que nada la induciría a subir por ella.

Había en aquella escalera demasiadas revueltas, demasiados rincones. Alguien podía estar acechando en la próxima curva, dispuesto a arrojarse sobre ella.

Aunque Helen sabía que su miedo era absurdo, subió por la escalera principal. Hizo una pausa en el primer rellano y dirigió una mirada al dormitorio del profesor a través de la puerta entornada. El profesor no había empezado a desnudarse; estaba sentado en una silla baja, colocada ante la chimenea apagada. Helen se sobresaltó al oír un gritó ahogado en la habitación azul. Aguzó el oído, esperando que se repitiera, pero no oyó nada más. La joven permaneció inmóvil, apretándose los dientes con el dedo índice.

«Me gustaría saber qué es lo que tengo que hacer», se dijo. En aquel grito había algo que la impresionó: una nota ahogada, como si una pesada mano hubiese caído sobre la boca que lo profirió.

No tardó en decirse que era víctima de su propia fantasía. Lady Warren habría llamado durante una pesadilla, o bien la enfermera trataba de apagar sus ronquidos. Pero cuando subía el siguiente tramo de escalones descubrió desolada que temía llegar al segundo piso. Todos los dormitorios, a excepción del suyo, estaban ahora vacíos. Había muchos rincones que podían ser utilizados por cualquiera que hubiese subido por la escalera de caracol mientras ella lo hacía por la principal.

Cuando trató de abrir la puerta pensó que alguien, desde dentro, se lo impedía, tal era la presión del aire. Pero cuando encendió la luz vio que la alfombra subía y bajaba como las olas del mar.

Contempló la habitación, el pintado espejo, la fotografía de la primera lady Warren y los numerosos estantes del tocador, cada uno cubierto con un pequeño tapete de malla.

El examen le hizo experimentar una sensación de confianza. Aquel lujo pertenecía a una edad en que había comodidad y seguridad. La primera lady Warren debía de tener miedo de que un hombre la viera con la cabeza llena de papillotes. Pero Helen estaba segura de que jamás miraría debajo de la cama.

«Supongo que la habitación de la institutriz sería muy parecida a la mía», pensó. Pero era como si la enfermera tuviese la propiedad de despertar el miedo. Sólo había estado unos minutos junto a la puerta de la habitación, y su serenidad había desaparecido. No le servía de nada recordarse a sí misma que Oates no tardaría en volver. Ahora pensaba que aunque estuviera muy cerca de la puerta principal, tal vez llegase tarde.

Helen pensó en las películas mudas de su niñez, en las que a una escena de lucha entre la heroína y sus aprehensores sucedía otra en que aparecía su novio corriendo en su ayuda. A despecho de su juventud, la joven razonaba con lógica, y esto hacía que la futilidad del rescate soliera aburrirla. Coches y caballos avanzaban indefinidamente, sin acercarse nunca a la meta, mientras la heroína se encontraba en apuradísima situación.

Desde el segundo piso se percibía toda la furia del vendaval. Se oyó un crujido en la ventana, y Helen miró nerviosamente hacia ella. Parecía que alguien quisiera entrar.

Aunque la joven sabía que esto era imposible, se acercó a la ventana y apartó la cortina. Al instante la negra sombra que la había aterrorizado antes apareció junto al cristal.

Era una ilusión muy desagradable, como si el árbol estuviese animado por algún persistente propósito. Una enorme voz gritaba amenazas ininteligibles por la chimenea. Helen volvió a correr la cortina y avanzó hasta el centro de la habitación, mirando aterrorizada en torno.

Presentía que estaba a punto de ser atacada… como la otra muchacha. En cualquier momento podía ser abierta violentamente una ventana y combarse una cortina.

Sin que la joven lo supiera, en un lugar del piso bajo fue abierta sigilosamente una puerta. Una cabeza apareció en el descansillo, y sus ojos miraron de derecha a izquierda; a continuación, una figura se dirigió a la escalera que conducía al segundo piso.

La mirada de Helen se fijó de pronto en la cruz que colgaba sobre la cabecera de su cama. A pesar de las frases burlonas que a propósito de ella se habían pronunciado en el curso de la cena, la cruz tuvo la virtud de desvanecer los terrores de la joven. Ésta se recordó a sí misma que el poder de la Cruz duraba demasiado para ser una fábula o un mito. Durante muchos siglos había sido una protección y una bendición, y ahora no iba a perder su eficacia.

Sin volver a pensar más en la desgraciada institutriz, se quitó el traje verde por la cabeza. Cuando lo hubo hecho desafió la amenaza del armario. Nadie se escondía tras él. Aunque el viento seguía estremeciendo las ventanas y la lluvia azotando los cristales, todo volvía a ser natural.

Se sintió más cómoda cuando se hubo puesto su bata de lana azul y sus zapatillas de raso acolchado y sin tacón que la hacían parecer más pequeña que nunca. Entonces bajó cautelosamente las escaleras y se detuvo para escuchar ante la habitación azul.

El silencio fue roto de súbito por el quejido de la anciana:

—No lo haga, enfermera.

Helen no reconoció la ronca voz que le respondió:

—¡Cállese, o si no…!

La joven cerró los puños y su rostro enrojeció de ira. Nada la indignaba tanto como la crueldad. Lady Warren podía ser el terror de la casa, pero era vieja y estaba en poder de una mujer atrabiliaria.

Sin embargo Helen había aprendido que daba malos resultados meterse donde no la llamaban.

Entonces decidió recurrir al profesor.

«Creo que considerará que esto es urgente», se dijo mientras cruzaba el descansillo.

La puerta de la habitación del profesor estaba todavía entornada y éste continuaba en la misma postura. Helen no veía su cabeza, pero en cambio veía una mano apoyada sobre el brazo del sillón.

La joven, sintiéndose algo intranquila, se dijo que era muy curioso que no se hubiera movido en todo aquel tiempo.

«Si se ha dormido, ¿debo o no despertarle?», se preguntó.

Cruzó la alfombra sin hacer ruido, pero cuando llegó junto al sillón un pánico horrible se apoderó de ella. El rostro del profesor parecía una amarillenta máscara de cera, y sus párpados, cerrados, tenían el color de la arcilla.

Sobre la mesa, junto a él, había un frasco y un vaso vacío. Aterrorizada, la muchacha sacudió el brazo del profesor.

—¡Profesor! —gritó—. ¡Profesor!

Ya no tenía miedo de despertarle. Lo que temía ahora era no poder hacerlo.