XXXIII
EL lugar elegido para el encuentro fue un islote deshabitado situado a un día de viaje del lugar de la rendición de la VI Flota Imperial. Allí estaban, pie en tierra, Valera, Isa Litzu, Azami, Nadira y Omar Qahir, ataviados con sus mejores galas. Se hallaban bastante nerviosos, aunque trataban de disimularlo.
Durante las últimas horas, Valera había disfrutado como nunca antes en su vida. Aparte de la tremenda euforia por haberse salvado contra todo pronóstico, los dioses (aún se resistía a dejar de llamarlos así) le habían proporcionado un medio de comunicación más eficiente que la brocha y el bote de pintura. Un minúsculo aparatito con forma esférica había aparecido flotando delante de sus narices y le comenzó a hablar en latín. Al principio la comunicación fue un tanto dificultosa, ya que los acentos resultaban mutuamente ininteligibles, pero aquel artilugio disponía de múltiples recursos. Había hecho brotar de la nada un tablero iridiscente en el que había letras inscritas. Pasando los dedos sobre ellas se dibujaban palabras en el aire, con sus correspondientes sonidos. El doctor se preguntaba si los dioses no dispondrían de otros métodos más eficientes para comunicarse con él. Tenía la impresión de que habían elegido una vía un tanto laboriosa para evaluar a su interlocutor. Unos seres tan avanzados igual los consideraban salvajes incivilizados. Bien, esperaba haber aprobado el examen con nota alta.
El punto de encuentro fue establecido con la ayuda de la esfera. En el intercambio de información, Valera trató de efectuar el mayor número posible de preguntas, revelando sobre el Orca y su situación legal lo menos posible. Logró así saber que los dioses pertenecían a un país llamado Ekumen, o tal vez Corporación. No tenía muy clara la diferencia entre ambos. También creyó intuir que los consideraban una especie de tribu perdida y descarriada, pero con ciertos derechos. En pocas palabras, cuidarían de ellos. Aleluya. Los refugiados tenían futuro. Por una vez, habían derrotado al Destino.
Con la satisfacción del deber cumplido, Valera inició otro interesante juego: sonsacar información a los dioses sin que éstos se mosquearan, nada menos. A cambio, cuando le preguntaban algo muy comprometido, trataba de hacerse el despistado. Al final, alegando cansancio, dejó al aparatito comunicador y se reunió con sus amigos.
—¿Qué les contamos? Teóricamente somos exiliados de Nereo, renegados republicanos y huwaneses a su aire. Con un poco de suerte, no nos querrán en ningún archipiélago decente.
—Pero ¿lo saben ellos? —repuso Isa Litzu—. Si resulta que no son verdaderos dioses, sino habitantes de otro mundo, probablemente se les escapen las complejidades de nuestra política. Deberíamos sacar partido de ello.
—Improvisaremos, pues —convino Azami, sin tenerlas todas consigo. Lo de negociar con los dioses, cara a cara, sonaba inquietante.
—En el peor de los casos, pediremos asilo político —sugirió Nadira—. Compartimos bandera, ¿no?
—¿Cuántas veces nos vas a refregar por la cara lo maravillosa que fue tu idea de la banderita dichosa? —gruñó Azami.
Por su parte, Nadira también estaba contenta. El bueno de Hakim le había confesado unas cuantas cosas cuando creía que no iban a salir vivos del lance. El viejo resultó ser todo un caballero galante y considerado, en vez del correoso militar al que estaba acostumbrada la tropa. Ahora que, salvo catástrofe, tenían un largo y movido futuro por delante, sería interesante comprobar si se retractaba de lo dicho. Bueno, los maduritos tampoco estaban tan mal, y ya se estaba acostumbrando a él.
★★★
El caso es que, entre discusiones y visitas al comunicador, aquella noche no habían dormido, y ahora estaban en el islote aguardando la visita de unos seres que tan sólo existían en las leyendas. Menos mal que el aire del mar soplaba fresco, y les aclaraba las ideas.
—Veáis lo que veáis, tratad de no poner cara de paletos —les aconsejó el doctor, incapaz de quedarse quieto un momento.
—Tranquilo, Práxedes —respondió Isa Litzu—. Aunque tengan dos cabezas y seis piernas, no nos inmutaremos —hizo una pausa—. Pero no tienen dos cabezas, ¿verdad?
Todos rieron la broma, y el ambiente se distendió. Al cabo de media hora los dioses llegaron al planeta en un carro de fuego, milenios después de su primera visita.
A escasa distancia de donde el Orca se alimentaba de su diaria ración de forraje, apareció una nave oscura de forma ahusada, que emitía un resplandor verdoso por la popa. Antes de tocar tierra, brotaron tres cortas patas de su vientre y se posó en el islote en silencio. Unos cuantos migs, o como diablos se llamaran en su idioma, se cernieron a media altura, inmóviles. En esta ocasión su superficie era gris, sin bocas pintadas. Valera y los suyos se figuraban para qué estaban allí. Los dioses no se fiaban de nadie. Hacían bien.
No había pasado un minuto del aterrizaje cuando se abrió un hueco en la panza de la nave y de ella salió un ser de pesadilla. Era como un hombre de casi dos metros de alto, al que hubiesen desollado para dejar a la vista los músculos. Pero éstos eran de color gris, y la cara de aquella criatura no mostraba emoción alguna.
La elección de un androide de combate para reconocer el terreno no había sido casual. Era una máquina diseñada para matar con suma eficacia, en el improbable caso de que aquellos nativos trataran de urdir una encerrona. También resultaba ideal para evaluar las emociones de la gente. Los androides de combate podían ser equipados con piel sintética y rasgos faciales que los hicieran indistinguibles de un humano, y de hecho se utilizaban en misiones de infiltración en países enemigos. Sin embargo, un androide desnudo tenía un aspecto alienígena que resultaba amedrentador para los no acostumbrados a su presencia. Más de uno había huido aterrorizado ante su mera presencia. Aquellos nativos no. Permanecieron firmes, un tanto envarados, pero con el mismo aspecto que si desayunaran con un androide de combate todos los días. Eran gente notable, pensaron los oficiales de la Algol. En realidad, Valera y los demás estaban acojonados, pero se empeñaron en no demostrarlo.
El androide dio unos pasos, moviéndose con fluidez inhumana, y estudió a aquellos humanos. Los escáneres de sus ojos no detectaron la presencia de armas de fuego. Respecto a las armas blancas, no tendrían la oportunidad de usarlas en caso de intentarlo. Radió silenciosamente su informe a la nave y se hizo a un lado.
Luego bajaron las tropas de asalto y tomaron posiciones. Hombres y mujeres iban armados hasta los dientes, aunque Azami y Nadira no identificaron la mayoría de la quincalla que portaban. Dedujeron que las cosas con forma de tubo debían de ser equivalentes a las ballestas, y observaron que en los cintos y en las botas había cuchillos envainados. Los dos soldados republicanos reconocieron a unos colegas de profesión, que sabían moverse con soltura. Eso los tranquilizó; tenían algo en común con los dioses.
Finalmente pisaron el planeta el comandante Luria, su segundo y el capitán de comandos. Lo hicieron con respeto, mirando a su alrededor con ojos maravillados: un cielo de colores sorprendentes, dos soles en lo alto, un mar de nubes pardas siempre cambiante y un bicho enorme sobre sus cabezas, poniéndose morado de algas, o lo que fuese aquello. Y los nativos, claro. Se detuvieron a unos metros de ellos, indecisos de a quién le correspondía dar el primer paso y cómo hacerlo. Habían leído alguna novela sobre primeros contactos, pero en la vida real uno no sabía muy bien qué decir, no fuera a fastidiarla por alguna tontería.
El mismo problema existía en el otro bando. Valera adivinó que sus amigos habían delegado en él la responsabilidad de entenderse con aquellos fenómenos. Respiró hondo, dio un paso adelante y vocalizó cuidadosamente en latín:
—Os damos la bienvenida —y tendió la mano, a ver cuál de ellos le correspondía.
Luria le respondió en la lengua común:
—Nos sentimos muy honrados, señores —y se la estrechó.
Luria trató de no sonreír. Las sondas habían espiado los barcos de refugiados y recogido un sinnúmero de vocablos y frases. Se analizó la sintaxis y se dedujo la estructura del idioma. El implante cerebral que llevaban todos los oficiales de las F.E.C. les permitió aprender el lenguaje en un santiamén, y sorprender a los nativos. Para su sorpresa, el puñetero gordito, salvo una leve vacilación, no se inmutó. Tenía los nervios bien templados, el tío.
—Gracias por habernos salvado —les respondió.
Y así se inició el diálogo entre dos culturas que habían vivido separadas casi cinco milenios.
★★★
Ambos grupos no tardaron en congeniar, dada la buena voluntad por ambas partes. Por supuesto, Valera les proporcionó una versión un tanto expurgada de la política mundial, y presentó a los refugiados como víctimas de la intolerancia religiosa y defensores del progreso científico y los derechos humanos. Le salió un discurso magistral y, sobre todo, convincente. Sus amigos guardaban silencio, sabiendo que de las palabras del doctor podía depender el destino de todo un mundo.
Silvia Vergara hizo enseguida buenas migas con Nadira e Isa Litzu. La joven oficial pensaba que todas las culturas primitivas estaban dominadas por cerdos machistas, y el ver a mujeres en igualdad con los hombres le encantó. En cuanto a Azami, logró ganarse al capitán de comandos. Éste se interesó por el florete que llevaba el republicano, y le informó muy ufano que en sus años mozos había dado clases de esgrima.
—Qué interesante…
Azami le pidió a Nadira que le prestara su florete a aquel tipo y, como era lógico, no tardó ni dos segundos en desarmar al corporativo. Se escucharon risillas procedentes de las tropas de asalto. El capitán de comandos aceptó la derrota con deportividad. Aquel viejo nativo estaba en mejor forma que él. Tenía mérito, ya que su cuerpo no había sido modificado en los laboratorios militares.
En un ambiente relajado, Valera logró sonsacar a Luria que los refugiados estaban legalmente protegidos por algo llamado Convención Ekuménica y que, si no podían ser ubicados en ninguna isla, el Gobierno corporativo se encargaría de reeducarlos y enviarlos a algún planeta donde pudieran rehacer sus vidas. Aún más: a efectos prácticos, el hecho de haberse mantenido fieles a la bandera corporativa a pesar del paso de los siglos los convertía en el único estado que la Corporación reconocería en aquel mundo.
Al menos, aunque no se lo dijeron, ésa sería la excusa que aducirían los oficiales al mando de la Algol para evitar un consejo de guerra por injerencia en culturas primitivas: legítima defensa de un estado amparado por la Corporación. Si el tribunal militar no se lo tragaba, todos irían a parar a sofocar rebeliones en algún mundo de frontera particularmente desagradable. Por tanto, necesitarían el testimonio favorable de aquellos nativos. Tenían que ganárselos como fuera.
—¿Cuál es su sistema de gobierno? —preguntó Luria, con extrema cortesía.
Valera anduvo rápido de reflejos.
—Nuestra situación actual es bastante precaria, ya que somos unos exiliados. Hasta que se den las circunstancias adecuadas para celebrar elecciones libres, pueden considerarme presidente interino de… de la Corporación Insular. El señor Hakim Azami es el Ministro de Defensa, con su ayudante, la… oficial Nadira. La señora Isa Litzu es la encargada de Transportes, y el señor Omar Qahir, de Asuntos Sociales.
Sus amigos alucinaban ante la inventiva del doctor. No habían visto un farol semejante ni en la partida de cartas más salvaje. Así, con dos cojones, estaba convirtiendo a unos desahuciados en los amos del mundo. Obviamente, no osaron llevarle la contraria. En verdad, se lo estaban pasando de miedo.
Al cabo de un rato, decidieron que vendría bien un receso antes de entrar en detalles sobre la colaboración entre la Corporación Insular y los recién llegados de las estrellas. Isa Litzu sugirió que Omar Qahir podía mostrarles el Orca, y aquellos tipos aceptaron entusiasmados. La huwanesa quedó en tierra, con el doctor, Azami y Nadira.
—No se desenvuelve mal la tal Sonia —dijo Nadira, viendo a la corporativa trepar por la escalerilla que tendieron desde el barco—. Eso sí, le sobra un poco de culo. Bueno, y ahora ¿qué?
—Seguiremos improvisando sobre la marcha —respondió Valera, que lucía más feliz que un niño con zapatos nuevos.
—Dudo entre matarte o darte un beso —Isa Litzu parecía de buen humor—. No sé si se trata de habilidad o inconsciencia, pero envidio tu aplomo, hombre. Se han tragado la sarta de disparates sin chistar. ¿Tienes idea de lo que estás organizando? Si sale bien, todos los gobernantes del mundo se postrarán a tus pies… Te convertirás en el hombre más famoso del mundo, como siempre habías soñado, ¿me equivoco?
Valera la miró a los ojos.
—Puedes creerme o no, pero la fama personal no es lo que más me importa. Bueno, un poco sí, lo reconozco —sonrió—. Pero cuando el vértigo del poder amenaza con poseerme, me acuerdo de Gádor, de sus sueños. Por accidente, ahora disponemos de la posibilidad de evitar más tragedias como aquélla. Y si para ello tengo que engañar a todos los dioses del universo, juro que lo haré.
—Lo haremos, Práxedes —añadió Azami.
—Gracias, Hakim. Supongo que, tarde o temprano, se enterarán de nuestra impostura. O quizá no. En cuestiones de política, los dioses me han parecido un tanto simplones.
—Ojalá se sigan prestando a nuestro juego.
—Debemos intentarlo, por la cuenta que nos trae. Con suerte, acabaremos por volverlos locos —le contestó el doctor—. Eso sí: lo primero que vamos a pedirles es que nos dejen visitar su carro de fuego. Después de la decepción que sufrí en las ruinas de la morada de los antiguos dioses, ardo en deseos de estudiar los entresijos de uno. Concededme ese pequeño capricho antes de poner manos a la obra para arreglar las injusticias mundiales.
—De mil amores —dijo Isa Litzu—. Te confieso que yo también estoy rabiando por echarle un vistazo —le pasó la mano a Valera por la cintura—. En verdad, Práxedes, la vida a tu lado no resulta aburrida. Creo que me tomaré un año sabático, dada mi responsabilidad como Ministra de Transportes. Tengo curiosidad por ver cómo acabará esto, si no tienes inconveniente.
—Será un auténtico placer, Isa —el científico era incapaz de disimular la felicidad que sentía—. ¿Te acuerdas de las peripecias de nuestra expedición arqueológica? Ya no será necesario descifrar el propósito de los despojos que rescatamos del Ojo del Sumo Hacedor. Sus propios creadores nos lo contarán. Tenemos mucho de que hablar con ellos.
—Sí, pero tarde o temprano tendré que volver —la huwanesa miró soñadora hacia el horizonte—. El mar es mi vida. Ruego para que los dioses no nos obliguen a renunciar a lo que más amamos.
—O conviertan nuestro mundo en una especie de reserva a la que acudan sus científicos o los turistas a ver a unos divertidos aborígenes —añadió Azami.
—No creo —los tranquilizó Valera—. Se supone que están muy evolucionados, por encima de nuestras miserias. Viven en una sociedad regida por la justicia y la igualdad social. Paz y amor, en suma.
Isa Litzu echó un vistazo a las tropas de asalto corporativas y a su vistoso armamento.
—Paz y amor, sí. Ay, Práxedes, siempre serás un iluso —le alborotó el pelo con la mano. Luego miró a la nave capaz de surcar el vacío interestelar—. Me pregunto si esta gente comerciará entre las estrellas, y cuánto costará hacerse con uno de sus cacharros.
F I N