XII

ARRIBARON a las Islas de Barlovento a media mañana, y a la capitana Litzu le dio mala espina el panorama que encontraron. El tráfico era escaso, y se cruzaron con varias patrulleras confederadas fuertemente armadas. Alguna hizo amago de acercarse, pero la bandera republicana que enarbolaba el Orca parecía ejercer un salutífero efecto disuasorio. A Hakim Azami tampoco le hacía muy feliz aquel despliegue naval. Se lo comentó al segundo de a bordo.

—Me gustaría equivocarme, pero esos títeres del Imperio —señaló a una de las patrulleras— no están aquí sólo para bloquear el comercio local y meter miedo a los nativos. Son una avanzadilla.

—Estoy de acuerdo —dijo Omar Qahir—. Las Islas constituyen el extremo más remoto y desprotegido del archipiélago de Nereo. Los imperiales se sentirán tentados a efectuar algún tipo de incursión, para comprobar hasta qué punto la República planea mojarse en defensa de sus aliados. Y no te lo tomes a mal, Hakim —el gigante sonrió—, pero dudo que el cónsul acuda corriendo a ayudar. No os arriesgaríais a una guerra total en aras de la libertad de los moradores de un lugar que apenas figura en los mapas.

—Perra política —Azami parecía resignado—. La Confederación, o el Imperio, que es lo mismo, se anexionará las Islas de Barlovento, y a la República le parecerá bien. Luego la emprenderán contra otras islas, y otras más, y no objetaremos nada; se encuentran tan lejos… Finalmente, la capital de Nereo caerá, y alguien dirá: «Estaba escrito; al fin y al cabo, se hallaba en la esfera de influencia del Imperio. De todos modos, qué más da. La República queda a salvo». Joder, empiezo a hablar como mi amigo el doctor. Por cierto, es raro que no ande por aquí despotricando contra la prepotencia imperial, de acuerdo con su tradición y costumbre.

—Creo que el bueno de Práxedes está tan emocionado con la idea de dar con un hallazgo científico de primera magnitud, que no repara en nada más —acarició con los dedos uno de sus collares—. Bienaventurados los que hallan la felicidad, porque resulta un bien escaso.

—Me parecería muy bien, si no fuera porque nuestra presencia aquí, en este preciso momento, no debe de entusiasmar al Imperio. Sin duda, interferimos en sus planes de acoso y derribo al Gobierno local. Rezo por que los imperiales no se sientan tan seguros de sí mismos que les importe un carajo atacar a un navío de bandera republicana.

—Sí, resulta curioso que un simple trapo nos salve de ser abordados y hundidos. Los dioses hacen gala de un peculiar sentido del humor. Y en el peor de los casos, mi suspicaz Hakim, tendremos que confiar en la velocidad del viejo Orca para salir de aquí como alma que lleven los diablos. Más de una vez nos ha sacado de auténticos bretes.

—Ojalá no tengamos ocasión de comprobarlo —el capitán Azami no acababa de quedarse tranquilo. Siempre se había reído de los agoreros, pero aquella cara dibujada en la Morada de los Muertos no presagiaba nada bueno.

Sin contratiempos dignos de mención, el Orca fue aproximándose a Fan’dhom, la isla principal. Su silueta resultaba pintoresca vista desde el sur, ya que recordaba a la cara de un gigante dormido que emergiera del mar. A levante, unos escarpados acantilados configuraban la barbilla. Seguía una meseta llana, con unos roquedos que imitaban la forma de unos labios colosales. En el centro de la isla, una montaña se elevaba hasta casi mil metros, ejerciendo de nariz. Por el lado de poniente, el relieve descendía hasta la altura de los ojos, y luego se combaba para dar la frente, hasta que volvía a encontrarse con el mar. A poca distancia, un grupo de islotes era denominado, de manera un tanto irreverente, La Caspa. El Orca bordeó la costa hasta llegar al único puerto digno de tal nombre en Fan’dhom, situado en una ensenada en la vertiente norte de la barbilla.

La reluctancia con que fueron recibidos por parte de las autoridades portuarias no hizo sino incrementar la aprensión de todos, salvo el doctor Valera, cuya mente estaba ahora ocupada en cuestiones menos terrenales. Una chalupa se situó a babor del navío huwanés, y mediante banderas de señales impartió instrucciones para atracar. Le fue asignado un muelle situado al final de la dársena de pescadores; sin duda, el lugar más alejado y solitario del puerto. Los marineros tampoco recibieron mucha ayuda para las maniobras, pero estaban acostumbrados a desenvolverse en cualquier situación. Al cabo de poco tiempo, el Orca quedaba amarrado al muelle, aunque la capitana prefirió no liberar al dirigible, por si acaso. El animal no protestó; había pasado por situaciones similares a lo largo de su vida. El personal de tierra no se quejó por la llegada de tan inesperado visitante, aunque tampoco le dio la bienvenida, precisamente. Eran tiempos donde predominaba el recelo, y se rumiaban graves acontecimientos en el futuro inmediato.

El funcionario que subió a bordo no lucía muy feliz. Probablemente, fue el que sacó la pajita más corta y le tocó desempeñar la desagradable tarea de comprobar qué demonios hacía en su ciudad aquel barco republicano. Iba vestido según lo que parecía ser la norma en Fan’dhom: camisa y pelliza grises, pantalones negros holgados de franela y gruesas botas de piel. El único adorno que portaba era una escarapela fucsia en lo alto del gorro verde, con forma de hongo.

Conociendo la idiosincrasia local, Valera había insistido ante el cónsul republicano en que todos los salvoconductos, permisos y certificados llevaran sellos por doquier, cuanto mayores, mejor. Al igual que la luz de una lámpara para una polilla, un sello lustroso ejercía una atracción irresistible para cualquier burócrata con sangre en las venas. Desde luego, aquel sujeto no fue una excepción. Miró y remiró los papeles con un respeto casi reverencial, y pidió que aguardasen mientras iba a consultar al Gobernador.

La espera transcurrió un tanto tensa, con Isa Litzu preparada para salir de allí a toda pastilla al más mínimo atisbo de que las cosas se pusieran feas, pero la incertidumbre duró menos de lo previsto. En una hora llegó a la altura del Orca una pequeña comitiva, encabezada por otro funcionario obsequioso con una escarapela aún más gorda en el gorro. No sabía muy bien quién mandaba en aquel navío, así que se dirigió a Azami, por lo de los galones.

—El Gobernador de Fan’dhom se sentiría muy complacido si le honraran con su presencia, amigos viajeros. Os concede audiencia al mediodía. Que la Uniformidad sea con todos vosotros.

El funcionario hizo un extraño gesto circular con las manos y se marchó. Azami miró de reojo a Valera, pero éste se encogió de hombros y puso cara de perplejidad. No le sonaba de nada aquel culto, uno de tantos surgidos en islas apartadas y que permanecían fuera del alcance de los estudiosos.

A la hora convenida, la comitiva republicana se puso en marcha. La encabezaba el doctor Valera, escoltado por los infantes de Marina, con sus armas a punto y en formación defensiva. Azami se sentía más tranquilo arropado por aquella demostración de fuerza. Además, eso daría más relevancia a la misión científica. Estuvo a punto de dejar a Nadira con algunos hombres en el Orca, pero no fue necesario. Isa Litzu pareció leerle el pensamiento.

—Tranquilo, Hakim, no vamos a largarnos sin vosotros. Os acompañaré; así os convenceréis de nuestra proverbial fidelidad hacia quien nos contrata.

Avanzaron por las calles de la capital de Fan’dhom, camino de la residencia del Gobernador. Daba la impresión de ser una ciudad pobre, incluso para los criterios de Nereo. Las calles estaban mal pavimentadas y, a juzgar por el olor, el sistema de alcantarillado tampoco iba muy allá. Las casas eran tristes, grises, sin un mísero toque de color. Los bloques de pisos parecían cajas horadadas de agujeros, mientras que las viviendas unifamiliares recordaban a masas de arcilla sin modelar. No se veía una flor, ni un animal doméstico. Hasta los niños permanecían callados, con rostros ceñudos, impropios de su edad. La gente se apartaba al paso de los soldados y hacía el gesto de la Uniformidad a sus espaldas.

Incluso Práxedes Valera estaba empezando a caer en la cuenta de que aquel ambiente tenía algo de enfermizo. Últimamente había permanecido inmerso en una especie de nube que lo aislaba del exterior, atento sólo a los posibles descubrimientos que le aguardaban en las Islas. Pero a diferencia de otros científicos, no podía evitar fijarse en la gente. Dos cosas le impresionaron: la total ausencia de mujeres y los semblantes de algunos lugareños. En concreto, las caras que pusieron varias personas al cruzarse con los soldados republicanos, justo aquéllas que no hacían los signos circulares. Por una extraña asociación de ideas, al doctor le vino a la mente una imagen inquietante. Aquellos hombres exhibían la misma expresión de angustia mezclada con esperanza que la del náufrago a bordo de un dirigible que se desinfla, y no sabe si será capaz de llegar a la tierra firme que se atisba en el horizonte antes de que se lo merienden los peces. ¿Qué estaba pasando en aquella isla miserable?

La residencia del Gobernador (hubiera resultado demasiado pretencioso llamarla palacio) ocupaba el centro de una plaza sin árboles, y sólo se diferenciaba de otras viviendas por su mayor tamaño. Azami dejó a varios de sus hombres de guardia en la puerta y entró junto al doctor, la capitana Litzu y Nadira. Siguieron a un secretario por un largo pasillo, que los condujo hasta el despacho del Gobernador. Ocupaba una habitación de unos veinte metros cuadrados, con el suelo cubierto por losas de piedra caliza imbricadas de forma irregular y las paredes de ladrillo visto. El mobiliario era escaso: algunos archivadores, unas pocas estanterías con documentos y una mesa de trabajo rectangular, con su superficie despejada salvo por algunos útiles de escritura y una carpeta. Detrás de la mesa, y ocupando prácticamente toda la pared del fondo, había un cuadro que representaba a un círculo negro sobre fondo gris. Curiosamente, los símbolos de la autoridad del Gobierno de Nereo eran pequeñitos y ocupaban los lugares más discretos del despacho.

El Gobernador se levantó de su silla, rodeó la mesa y les estrechó la mano a todos. Parecía un tipo simpático: bajito, calvo, regordete, vivaracho y con cara de ser más listo que el hambre. Despidió al secretario y quedó a solas con los visitantes. Solicitó que le explicaran los motivos concretos y la duración estimada del viaje, y escuchó atentamente. El doctor le preguntó acerca del lugar más idóneo de la isla para iniciar sus pesquisas sobre los antiguos dioses. El Gobernador se acarició la barbilla con expresión pensativa, dio un breve paseo por el despacho, como si reorganizara sus ideas y soltó de sopetón:

—Perdonen la digresión, pero ¿no han notado nada raro en la gente?

Aquello los desconcertó momentáneamente. Nadira fue la más rápida de reflejos:

—No hay mujeres y los hombres parecen tristes o taciturnos. Me dio la impresión de que algunos querían hablarnos, aunque no se atrevieron. Sin embargo, eso no es lo más inquietante. Todos visten igual.

El Gobernador sonrió.

—Muy observadora, sargento. ¿Conocen a los talibanes de Fan’dhom? A juzgar por sus caras, creo que no, tal como suponía.

—Talibanes… Es la primera vez que oigo esa palabra —murmuró Valera.

—Suerte que tienen. No entraré en detalles sobre sus creencias. Simplemente, sepan que son partidarios de la Uniformidad, del Pensamiento Único, llevado hasta su último extremo. Nada debe apartar a los hombres de alcanzar la fusión con la Uniformidad. No se permite ninguna distracción; de ahí que todos lleven la misma ropa, hayan desterrado las flores de la ciudad y las mujeres, esa fuente de lujuria —miró a Nadira y Litzu, componiendo un gesto de disculpa—, permanezcan ocultas a los ojos. De hecho, se mueven por corredores subterráneos que conectan las casas, y nunca ven la luz. Por supuesto, cualquier otro credo es considerado peligrosamente herético, sólo digno del exterminio. Imagínese la suerte que han corrido los adoradores de los antiguos dioses; hasta los practicantes de una religión tan bondadosa como la Concordia Etérea han sido perseguidos con saña. El auge de los talibanes es un fenómeno reciente, de apenas una década, pero en ese tiempo arrasaron las obras de arte, códices, templos… Han hecho tabla rasa a conciencia.

Valera sintió como si le hubiesen propinado un mazazo en la cabeza. Sus sueños de dilucidar el origen de la Humanidad se colaban por el sumidero, y todo por culpa de unos malditos fanáticos. Se le quedó tal cara de desconsuelo que el Gobernador se acercó y le propinó unas palmaditas en el hombro.

—Tranquilo, doctor. Tal vez no se haya perdido todo, aunque tampoco quiero que albergue demasiadas esperanzas. Algunos seguidores de los cultos pretalibanes huyeron a las zonas más inaccesibles de la isla, cerca de La Caspa. Los caminos resultan poco menos que intransitables y los talibanes no aman los dirigibles; eso ha favorecido que los refugiados sean dejados en paz. Llegar por tierra a aquella zona resulta problemático, así que les aconsejaría que zarparan en su barco, rodearan Fan’dhom y se presentaran allá.

Los republicanos miraron a Isa Litzu, que hizo un imperceptible gesto de asentimiento. Salir de aquel siniestro puerto y poder fondear en algún sitio a su elección sería de agradecer. Por su parte, al doctor parecía haberle vuelto el alma al cuerpo.

—Muchas gracias por su inestimable ayuda —se apresuró a decir Valera—. Confiamos en no suponer un incordio para usted…

El Gobernador se encogió de hombros.

—Yo estoy encantado de recibirlos, aunque a los talibanes no les habrá hecho mucha gracia su presencia. Son fervorosos proimperiales, ¿lo sabían? No sé si esto se debe a una profunda convicción, coincidencia de intereses o a las promesas de espías infiltrados, pero me temo que es cuestión de tiempo que Fan’dhom se independice de Nereo, aunque sólo sea para caer inmediatamente después en manos de la Confederación. Los talibanes son cada vez más poderosos aquí, y nadie se atreve a hacerles frente. El Gobierno de Nereo está muy lejos, y se debilita a pasos agigantados. Supongo que, en su fuero interno, los talibanes estarían encantados con reducir al Orca a cachitos, pero sus líderes no son tontos. Todavía no les atacarán, y respetarán la bandera republicana, aunque de aquí a unos meses… En fin, yo de ustedes procuraría hallarme lejos de esta isla.

—Agradecemos sus consejos —dijo Azami—. Sin embargo, tal vez debería usted mismo aplicarse el cuento. Como representante del odiado Gobierno, será objetivo preferente de los talibanes en cuanto se hagan con el poder.

El Gobernador miró al capitán con expresión de astucia.

—Mi principal preocupación consiste en llegar a viejo en las mejores condiciones posibles. Ya he tomado mis precauciones. Básicamente, la clave del éxito radica en llevarse bien con todo el mundo, y convertirse en imprescindible. He concedido favores a los líderes talibanes y me he mostrado enormemente interesado en su culto, cómo no —señaló al cuadro del círculo negro—. Eso es algo que cualquier fanático valora mucho. En pocas palabras, me las he apañado par caerles simpático. Cuando den el golpe de estado, exhibiré convenientemente mi alborozo y me pondré a su entera disposición. Mi conocimiento de la sociedad de Fan’dhom, así como los archivos que manejo, permitirán a los talibanes capturar a los posibles enemigos de su revolución, y despacharlos sin pensárselo dos veces. Paralelamente, yo podré usar mi influencia sobre los nuevos amos para salvar algunas vidas de aquéllos que en el pasado no mostraran demasiado entusiasmo hacia el credo de la Uniformidad. A cambio, obtendré diversos favores, preferiblemente sexuales.

El Gobernador hizo una pausa y contempló con aire soñador el símbolo de la Uniformidad antes de proseguir:

—Por supuesto, el dominio talibán no durará siempre. Los imperiales los toleran ahora porque sirven a su propósito de erosionar la autoridad del Gobierno de Nereo. En el futuro, unos aliados tan fanáticos sin duda se convertirán en una molestia, y ahí entraré yo de nuevo. La información de que dispongo permitirá a los imperiales ejecutar a los talibanes más significados, golpeándolos de manera que no tengan capacidad de reacción. Por supuesto, yo colaboraré con ellos, y mostraré mi satisfacción por integrarme en esa unidad de destino en lo universal que es el Imperio. Así que ya ven, no es necesario que se preocupen por mi seguridad.

—Lo ha dejado usted meridianamente claro —dijo Valera—. Y ahora, si nos disculpa, debemos hacer los preparativos para zarpar al otro lado de la isla. Si fuera tan amable de enviarnos a su secretario para que nos proporcione los mapas…

El científico estaba muy serio, y miraba con dureza al Gobernador. Éste detectó una profunda antipatía en los demás, así que desistió de estrecharles la mano para despedirse.

—Sospecho que no les caigo muy simpático, pero mi filosofía de la vida se basa en una atenta observación de la naturaleza.

—El comportamiento humano debe regirse por la Ética —repuso el doctor de forma automática—, no por una interpretación interesada de…

—Si usted lo dice… —lo interrumpió el Gobernador—. ¿Se han fijado en las malas hierbas que florecen en las cunetas? De vez en cuando, los servicios de mantenimiento tienen que limpiar las vías públicas, y proceden a eliminar las malezas indeseadas. Las que son altas y orgullosas caen ante la guadaña, pero aquéllas rastreras, que se humillan y pegan al terreno, que soportan el pisoteo, sobreviven y triunfan, libres de competidoras, una vez que los segadores han pasado. Créanme, aguantar enhiesto y a pie firme la adversidad queda muy estético, pero no es aconsejable. Los que nos arrodillamos y agachamos la cabeza solemos prosperar, y bailaremos sobre las tumbas de los héroes. Y consolaremos a sus viudas, claro está —sacó una campanilla de un cajón de la mesa, la hizo sonar y unos segundos después el secretario abría la puerta—. Él se encargará de facilitarles la información requerida. Que tengan ustedes un buen día, y regresen sanos y salvos a la República.

El camino de retorno al Orca transcurrió en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Tan sólo cuando se acercaban a los muelles, la sargento Nadira habló.

—¿Os habéis dado cuenta de que el puñetero no dejó de sonreír en ningún momento?