XVIII
TODO viajero recién llegado a Felinia, la capital de Carabás, no podía evitar sobrecogerse ante el espectáculo de su puerto. Estaba enclavado en una ensenada natural protegida por acantilados de basalto de cuatrocientos metros de altura, coronados por un banco aún más potente de piedra caliza. En ésta, la erosión había creado infinidad de cuevas y dolinas que se comunicaban entre sí, además de permitir el acceso a los túneles y oquedades que también horadaban la roca volcánica y se perdían en el seno de la Madre Tierra.
La ciudad se integraba a la perfección en aquel relieve cárstico, de tal forma que era invulnerable frente a un ataque aéreo. No obstante, su inteligente diseño permitía que sus habitantes disfrutaran sin problemas del aire y la benéfica luz solar. Por supuesto, a los barrios más pobres les tocaba asentarse en el interior de la tierra. De lo que moraba en las simas más profundas, invadidas a ratos por el mar de nubes, sólo se contaban siniestras leyendas.
El Orca, en su papel del mercante Prosperidad, atracó en un muelle adosado a una de las mil grutas que convertían aquel sector de la isla en una colosal esponja pétrea. Los bolardos, primorosamente tallados en la piedra, representaban a feroces gatos enseñando los colmillos. El práctico del puerto, que supervisó la maniobra con mucho oficio, vestía una chaqueta negra que llevaba cosida una cola larga, peluda y flexible. Su cabeza estaba cubierta por un bonete con dos picos a los lados que simulaban unas orejas. En el bigote llevaba cosidas unas largas cerdas, a modo de vibrisas. Trajo consigo a su mascota, un gatazo romano que miró a su alrededor con indiferencia, se lamió las zarpas y se puso a dormitar, hecho un ovillo, cerca del castillo de popa.
Una vez asegurado el barco, acudió un funcionario de Aduanas. Su indumentaria era más formal que la del práctico: chaqueta azul con charreteras, y en este caso la cola era rígida, con el correspondiente peligro para quienes lo rodeaban. Respetando escrupulosamente el protocolo, el capitán tuvo que bajar a tierra a presentar sus respetos. Omar Qahir iba acompañado de Valera, en su calidad de encargado de negocios. Como no podía ser menos, detrás del individuo marchaba el correspondiente minino, un bello macho de color gris pizarra y movimientos lentos y aristocráticos, con el rabo bien tieso apuntando al cielo. El animal investigó al doctor y no tardó en frotarse contra su pierna, ronroneando de satisfacción. En cambio, hizo caso omiso de Omar Qahir. El funcionario perdió algo de su envaramiento e incluso se permitió una sonrisa.
—Hermoso animal —dijo Valera.
—A fe mía que los gatos poseen un sexto sentido para detectar a las personas que los quieren bien —respondió el funcionario.
—Siempre me han gustado las mascotas.
Valera dedicó un par de minutos a hacerle la pelota al funcionario. Además, era cierto que tenía buena mano con los bichos domésticos; al menos, a éstos no solía disecarlos ni embutirlos en tarros con formol. En cualquier caso, logró crear una atmósfera propicia para hablar de negocios y, de paso, hacerse con una buena tapadera.
—Así que troncos de pino y tejo… —el funcionario examinó el listado de la carga—. También veo algunas chucherías menores, pero no creo que las vendan; hay demasiada competencia. En cambio, la madera siempre encontrará compradores; es el precio a pagar por la política forestal (antiforestal, mejor dicho) de nuestros antepasados. Consideramos la madera un bien estratégico para el país, como ya conocerán.
—Por eso estamos aquí, señor oficial —intervino Omar, quien no le había caído demasiado simpático al no haber superado el escrutinio gatuno.
—También sabrán las condiciones aplicables al comercio maderero. Podrán vender en la Lonja del Lince Místico, donde sin duda obtendrán un precio acorde con sus expectativas. A cambio, el Gobierno se quedará con una comisión del diez por ciento. ¿Abusiva? Puedo leer el reproche escrito en sus caras. Sin embargo, saldrán ganando. Si ignoran los cauces legales, los beneficios irán a parar a alguna mafia. Además, no hay que olvidar el peligro de caer en brazos de la ley. Tenemos fama de inexorables con los listillos que desean burlar al fisco.
—El apego a la legalidad vigente es nuestro blasón —aclaró Omar—. Encontrarán nuestro comportamiento irreprochable.
El funcionario respondió con una cortés reverencia, acabaron de formalizar los trámites y por fin pudieron regresar al barco. Práxedes le rascó la cabeza al gato al salir; el animal le obsequió con un ronroneo satisfecho.
—Me temo que esa criatura ha decidido no incluirme en su círculo de amistades —dijo un rato después Omar—. No me lo explico…
El doctor puso cara de viejo profesor universitario, antes de impartir una lección magistral.
—Uno nunca adopta o se hace amigo de un gato, mi buen Omar. Es él quien, tras sopesarlo desapasionadamente, decide honrarte con su presencia o te concede el honor de permitir que lo acaricies. Hay quien piensa que son unas bestezuelas estultas comparadas con los perros, mas yo opino que, en realidad, poseen un exacerbado sentido de la dignidad. Nunca verás a un gato seguirte al trote y con la lengua fuera, correr detrás de un palito o poner la otra mejilla…
Omar lo escuchó con resignación hasta que regresaron al falso Prosperidad, donde relataron a Isa Litzu y Azami lo sucedido y consideraron qué hacer durante las próximas horas. Al final decidieron que Omar se encargaría de la venta de la madera, mientras que Valera dispondría de todo el tiempo libre para hacer turismo o, hablando con propiedad, buscar sus dichosas pistas de los antiguos dioses. Azami se ofreció a acompañarlo.
—No me fío de dejarte solo por el mundo, Práxedes. Serías capaz de provocar un incidente diplomático, o de acabar sacrificado en un altar para mayor gloria de las divinidades gatunas…
—Paparruchas, Hakim —el doctor empleó el mismo tono que si regañara a un niño pequeño—. Me he hecho pasar por turista, religioso o mercader más veces de las que quisiera recordar, en docenas de islas. Además, dispongo de una poderosa baza a mi favor: me encantan los gatos.
—Y a mí, pero cuando son cachorritos y a la parrilla —bufó Azami—. Te escoltaré, quieras o no.
—Sí, sí… —lo miró con picardía—. Yo ya llevo a Isa, tal como me asignasteis, por culpa de esa manía de que todo hombre importante vaya seguido de su concubina. Confiésalo, pillín: lo que tú deseas fervientemente es ir del brazo de Nadira, ¿verdad? Y te has buscado la excusa perfecta…
Azami acusó el golpe, y farfulló una excusa que no convenció a nadie. Nadira, más divertida que otra cosa, se apiadó y le echó un cable. Envenenado, eso sí.
—Podré soportarlo, mi capitán. Después de verme obligada a seducir al pobre viejo Telémaco, acabé cogiéndole el gusto. Seguiré practicando en esto de la Gerontología y, cuando me retire del Ejército, fundaré una residencia de ancianos —Azami le lanzó una mirada asesina y Nadira, sin cortarse, se disculpó—. Era broma, hombre. Seré franca, aprovechando que los chicos están en la otra punta del barco: tus subordinados te admiramos y, en el fondo, aún estás de buen ver. Madurito e interesante, diría yo. Una chica puede salir a pasear contigo y sentirse segura, lo que ya es mucho en estos tiempos que corren.
La parrafada tuvo la virtud de hacer sonrojar a Azami, para regodeo de los demás. Por un momento, maldijo la costumbre del tuteo que había surgido en aquel viaje, y pensó seriamente en tomar medidas para el futuro. Le desagradaba que alguien bajo sus órdenes se tomara ciertas confianzas, pero en ese momento miró a Nadira a los ojos y los reproches murieron en sus labios. Ella se daba cuenta de que se había excedido un poco con la guasa, y le estaba diciendo sin palabras que lo sentía. Además, no gastaba esas bromas delante de la tropa, todo un detalle. Él le sonrió, y el asunto quedó zanjado. Además, qué demonios, aquella mozuela le había echado un par de piropos.
★★★
Durante el transcurso de la tarde, acudió un perito a bordo y se dedicó a tasar la madera. Omar Qahir estimó que el precio era justo, tras regatear un buen rato. Unos estibadores fueron llamados para llevar la carga a tierra, donde quedó depositada en unos almacenes. Al día siguiente probarían a obtener por ella un precio mejor en el mercado legal. En caso contrario, siempre podrían venderla al Gobierno de Felinia por el valor fijado por el perito. Con eso quedaban cumplidos todos los trámites de la jornada.
Por supuesto, antes de salir a explorar la ciudad tuvieron que observar toda una serie de rituales que los mercaderes de Jabuarizim consideraban indispensables para que el mundo siguiera girando imperturbable en torno a la Morada de los Muertos, y que debían realizarse a la vista de todos los que pululaban por el puerto. Práxedes lo sintió por el pobre conejo; le desagradaba matar o ver matar animales, salvo en nombre de la Ciencia. El caso es que, realizado el sacrificio de rigor con irreprochable corrección, las dos parejas pudieron abandonar por fin el barco en el horario socialmente aceptado para los paseos ociosos: del crepúsculo a la media noche.
Felinia era tierra de noctámbulos, más que nada por acompasar la vida ciudadana a la de la población gatuna. La gente se ponía sus mejores galas para exhibirse, compararse con los demás, divertirse o echar una canita al aire. Por supuesto, todo ello con un toque de decoro; los gatos eran animales señoriales y dignos.
Con el fin de mantener su impostura, los hombres se ataviaron con los trajes típicos de paseo de los mercaderes, con profusión de rojos y granates, cueros, hebillas enormes y unos sombreritos ridículos. Las mujeres llevaban prendas muy holgadas que ocultaban las formas. Aquello resumía la filosofía vital de los triunfadores de Jabuarizim: presumir de concubinas, mostrar poderío, poner los dientes largos a propios y extraños y trasladar el mensaje de que aquellas hembras eran para uso propio y de nadie más.
Azami parecía el más incómodo. No hacía más que resoplar y rebullir en su traje.
—¿Cómo se puede ir por el mundo de esta guisa? Es ostentosa, de mal gusto… ¿Y lo poco funcional? Cada vez que levanto el brazo me tira de la sisa, y las hebillas tintinean como si fuera una reata de mulas cascabeleras. Esto no dice mucho a favor de los hijos de Jabuarizim…
—Se trata de un traje de paseo, Hakim —respondió el doctor, con tono de infinita paciencia—. Sirve para proclamar el estatus, no para arrastrarse por el fango en una noche oscura y rebanarle el gaznate a un centinela enemigo. Por cierto, permíteme un consejo; mejor dicho, un ruego: compórtate. Se supone que eres un mercader podrido de dinero, no un perro atacado de pulgas. Si no disimulas antes de que abandonemos los muelles, se va a notar que vamos disfrazados. Toma ejemplo de las damas, con qué naturalidad se conducen.
El capitán farfulló algo que sonaba ofensivo, pero trató de moverse como su amigo, estudiándolo de reojo.
—En nuestro caso, tampoco es tan difícil actuar —repuso Isa, por alusiones—. De acuerdo con la ley de Jabuarizim, las mujeres llevamos la sumisión en el alma —había un brillo malicioso en sus ojos—. Desde el punto de vista práctico, todo consiste en menearse como un dirigible con patas. Con estas ropas…
—Me sentaban mejor los trapitos que llevé cuando conquisté el corazón de Telémaco —suspiró Nadira.
—Nadie te lo discute, querida —respondió Isa Litzu—. De todos modos, recuerda: para los de Jabuarizim, las mujeres nunca hablamos por propia iniciativa. Lo contrario sería equivalente a correr desnudas con un ramo de flores plantado en el culo. Y ahora chitón, que estamos llegando a la salida. Te seguimos, Práxedes. Tú mandas, y los pringados obedecemos.
El muelle donde estaba fondeado el Orca se comunicaba con los arrabales de la ciudad mediante una puerta excavada en la pared de roca, fácilmente defendible en caso de asalto. Los militares y la capitana no pudieron evitar sentir admiración hacia los que tuvieron la feliz idea de edificar una urbe en semejante sitio. Atravesaron el umbral, recorrieron un túnel horadado en la roca viva y se encontraron de sopetón inmersos en el bullicio de la ciudad.
—Tratad de no poner cara de paletos. Aunque reconozco que, desde luego, esto pasma al más pintado —dijo Valera.
Felinia rezumaba prosperidad por los cuatro costados y a pesar de eso, aún tenía magia. Dispuso de muchos siglos para adquirirla, y presumía de no haberse rendido nunca ante los poliorcetas de todo pelaje que intentaron tomarla al asalto. Tan sólo los conflictos internos trajeron cambios drásticos al plácido discurrir de su existencia, como cuando las clases bajas, en un rapto de enajenación colectiva, abrazaron la yihad malibiana y lo pusieron todo patas arriba. Finalmente, las aguas volvieron a su cauce y las doctrinas epicúreas triunfaron de la mano de la pujanza comercial. Los fundamentalistas malibianos acabaron convirtiéndose en abueletes gruñones, mientras sus hijos y nietos abrazaban el culto al gato, a saber por qué. Tal vez les hizo gracia, sencillamente, y lo que en principio fue una broma acabó por ser tomado en serio. Y dado que funcionaba, pues a nadie se le ocurrió sustituir una creencia arbitraria por otra de inciertas consecuencias.
El poder de Felinia se reflejaba en su arquitectura, como constataron los asombrados visitantes. Valera no tardó en darse cuenta de que aquella sociedad hacía todo lo posible por simular la inexistencia de la Morada de los Muertos. Las estatuas, obeliscos, estelas, los puentes que salvaban las simas, estaban diseñados de modo que ocultaran de la vista del público la región del cielo ocupada por el astro. Tan solo a los vigías, de guardia en puestos estratégicos, no se les velaba su ominosa presencia. De todos modos, los militares quedaban decorosamente apartados del bullicio cotidiano.
No sólo era la Morada de los Muertos; parecía como si los habitantes de Felinia hubieran renegado del firmamento, sustituyéndolo por otro hecho a imagen de sus deseos, más ordenado, amigable y predecible. Candelas, farolillos, globos de gas fosforescente de mil colores, pebeteros que escupían al aire fantásticos surtidores de chispas merced a ocultos mecanismos, todo lucía como en una fiesta de luz domesticada. Pero lo que brillaba como una apoteosis de estrellas fugaces, tanto o más que las hogueras, era la gente.
El relente nocturno invitaba a llevar ropa de abrigo, la cual pecaba de mil cosas excepto de sobriedad. Pieles caras o imitaciones más o menos afortunadas, sobre las que refulgían los zafiros, lentejuelas, cuentas de vidrio, escamas raras de peces abisales… Tanto piedras preciosas engarzadas en oro como su equivalente en bisutería trataban de remedar la librea de sus mascotas, no siempre con éxito. Algún excéntrico optaba por la austeridad del cuero, aunque su ejemplo no cundía. La noche era tiempo de ostentación, de vagar libremente por las calles, como los gatos. De haber arribado en la época de celo de los felinos, los visitantes se tropezarían con una sociedad vocinglera, donde los duelos y pendencias eran permitidos, y así se daba rienda suelta a las tensiones acumuladas durante el año. Sin embargo, ahora imperaba la mesura, que en algunos casos rayaba en la circunspección. Eso sí, nunca en la tristeza. Tal vez poner mala cara fuera delito de escándalo público, pensó Valera.
Por supuesto, los gatos iban a lo suyo, tanto las mascotas como los callejeros. A nadie se le ocurriría llevar a su animal sujeto por una correa, poco menos que crimen de lesa patria. Unos pocos eran seguidos por sus mininos, y parecían a punto de reventar de orgullo. Por desgracia, en su mayor parte los gatos eran independientes, y pasaban mucho de sus amantes cuidadores salvo a la hora de la comida. Mientras, preferían corretear sigilosamente por las cornisas y observar, quizá con desprecio, a la caterva de bípedos desgarbados que trataba de imitarlos con orejas de pega en los gorros, colas enhiestas o fláccidas cosidas a los bajos del abrigo y mitones con garras retráctiles de plata.
Valera y sus compañeros paseaban entre aquel gentío sin hablar, tratando de desentrañar las complejas relaciones sociales. Dedujeron que la posición de cada uno quedaba reflejada por el tamaño y ángulo de caída de los rabos, según criterios que se les escapaban. Procuraban no llamar la atención, especialmente cuando se cruzaban con otro mercader de Jabuarizim y su séquito. Resultó fácil, a pesar de que Jabuarizim tenía más clases sociales que garrapatas un perro abandonado. Los mercaderes, en concreto, eran el colmo del formalismo y el ritual. Consideraban esencial que quedara bien claro el lugar que ocupaba cada uno en la escala social. Había mil ochocientas treinta y tres formas distintas de saludo, que debían ser respetadas escrupulosamente según la ocasión. En caso contrario, los implicados acababan enzarzados en un duelo a muerte. A pesar de un sistema tan rigurosamente estratificado, se permitía una cierta movilidad social, ya que se valoraba mucho la iniciativa individual y el afán de superación. Los saltos y arabescos laterales en el escalafón resultarían incomprensibles para un extranjero, e incluso desconcertaban a los propios hijos de Jabuarizim. Por motivos de salud propia y ajena, los mercaderes en trance de cambiar su estatus avisaban a los demás mediante unas esvásticas verdes en las fíbulas que sujetaban sus capas. Al menos eso aseguraba Isa Litzu, y Valera lo había confirmado en una de sus enciclopedias. Debía de ser cierto, ya que cada vez que se cruzaban con uno de sus presuntos paisanos, intercambiaban una cortés y aséptica inclinación de cabeza, y ello bastaba. El doctor constató, regocijado, que todos los mercaderes llevaban la esvástica verde. Mejor; así cada uno iba a lo suyo y dejaba en paz a los demás.
De este modo, sin sobresaltos, exploraron la ciudad pausadamente, permitiéndose el placer de una relajada excursión. Las mujeres, resignadas a su papel pasivo, les seguían el juego aunque no perdían detalle del paisaje y del paisanaje. Isa Litzu, para posibles viajes futuros; Nadira, por curiosidad profesional. Los hombres también tomaban nota de todo.
—Te veo muy callado, Hakim —dijo el doctor.
El capitán pareció salir de una especie de ensueño.
—Inexpugnable —murmuró, mirando de reojo las paredes de la dolina en el fondo de la cual yacía aquel barrio.
—Deja de pensar por una vez como un militar y disfruta del tipismo local, hombre —repuso el doctor, más divertido que irritado.
Sin embargo, Valera debía reconocer que él también estaba sobrecogido por la arquitectura de Felinia. Rindió un mudo homenaje a los genios o locos de remate que erigieron la ciudad en una especie de queso con agujeros a escala geológica. La red de cavernas que se extendía dentro del potente banco de piedra caliza había sido trabajada a conciencia. Las factorías y talleres de interés estratégico estaban bien ocultos en cuevas profundas, mientras que las viviendas y lugares públicos de esparcimiento se situaban en aquellos lugares donde el techo de las grutas había cedido hacía milenios, y las dolinas quedaban expuestas al cielo. De todos modos, las casas estaban diseñadas al más puro estilo troglodita, con las habitaciones excavadas en la roca. Sobre las puertas se dejaba siempre un voladizo de piedra, de forma que eran invisibles a vista de pájaro. Y, como muy bien había señalado Azami, resultaban inexpugnables. Por mucho que el Imperio detestara tener que negociar con unos herejes gatófilos, no había tenido más remedio.
Para pasar de un barrio a otro debían atravesar corredores excavados en la roca, o tal vez fueran galerías naturales, iluminadas por antorchas que no desprendían humo. En ocasiones, un puente permitía salvar una profunda sima, en la que a duras penas podía intuirse el mar en lo más hondo. Las galerías se bifurcaban a veces, o morían en rotondas de las cuales salían, como los radios de una rueda, múltiples pasadizos. Los nativos se movían por ellos con una seguridad insultante, mientras que los turistas tendían a perderse al poco tiempo. En ese aspecto, el doctor iba tranquilo; su viejo amigo el capitán gozaba de un envidiable sentido de la orientación que sería muy útil a la hora de tomar el camino de regreso. De todos modos, los letreros tampoco ayudaban mucho a elegir una ruta interesante: Barrio del Sereno Ronroneo, Paraje Carey, Explanada Micifuz, Covachuela del Azote Canino… Lo mismo podían ir a parar a un lugar maravilloso que a una cueva en fondo de saco con un anodino altar.
Aprovechando un momento en que habían desembocado en un lugar especialmente insulso, y tras comprobar que estaban solos, Isa Litzu pudo abrir la boca:
—No pienses que estoy cansada, Práxedes, pero podríamos parar en algún sitio a comer algo.
—Me apunto —dijo Nadira.
—Y yo —añadió Azami.
—No me parece mala idea —repuso el doctor—. En el primer sitio decente que encontremos, pues…
—Para eso tendríamos que saber adónde vamos —objetó Isa.
Valera frunció el ceño.
—Mujer, no creo que sea necesario buscar mucho. Seguro que damos con…
—¿Por qué a los hombres os cuesta tanto reconocer que os habéis perdido, o que no tenéis ni puñetera idea de dónde se come en este pueblo? ¿Tanto sufre por ello vuestro orgullo? —preguntó Isa, con malicia.
—Tocado, Práxedes —dijo Azami—. Menudo guía estás hecho.
—Si tanto sabes, ¿por qué no diriges tú nuestros pasos, Isa? —desde luego, Valera se mosqueaba con facilidad, para regocijo de sus amigos—. Además, se supone que no es la primera vez que el Orca recala por aquí. Conocerás alguna cantina o similar en Felinia, supongo.
—Las mujeres no podemos hablar. Somos seres inferiores, ¡oh, mi amo! —respondió la capitana, en tono melifluo.
—Y un jamón con chorreras —se le escapó al doctor—. El abuso de…
—No es por cortar tan ameno intercambio de impresiones —susurró Nadira—, pero me temo que no estamos solos.
En su errático vagar habían llegado a una rotonda de la que partía media docena de pasillos excavados en la roca. Un operario vestido con un pintoresco sayo de color canela y cola péndula se afanaba en montar una valla en la entrada de uno de ellos. Iba tomando unos postes de madera de una carretilla y los unía mediante anchas tiras de yute, con objeto de impedir el paso. Al percatarse de que se acercaba un grupo de turistas, detuvo su quehacer y suspiró para sus adentros. A lo largo de su vida, estaba acostumbrado a toparse con todos los guiris despistados que se empeñaban en dar tumbos por el mundo.
—Mis respetos, honorables señores —los obsequió con una educada reverencia—. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
El doctor fue a responder que ya se apañarían solos, pero sintió clavarse en su espalda las miradas implorantes o amenazadoras de sus compañeros de fatigas. Capituló.
—Su ciudad resulta fascinante, sin duda —dedicó unas cuantas frases a glosar las maravillas de Felinia y hacer la pelota a los servicios de limpieza y mantenimiento—. Pero va siendo hora de cuidar de nuestros estómagos —se palmeó la panza, imitando perfectamente a un mercader orondo y deseoso de gastarse el dinero; creyó oír suspiros de alivio—. ¿Sería tan amable de recomendarnos algún lugar digno de nuestra posición, y el modo más rápido de llegar hasta él? Nuestros pies también se lo agradecerán.
Discretamente, dejó caer una moneda en la mano del operario, con lo que acabó de ganarse el favor de éste. El nativo se lo pensó un momento, y no tardó mucho en aconsejarles.
—El Garras y Estrellas goza de bien merecida fama, pero tendrían que atajar por ahí —señaló al túnel clausurado— o dar un enorme rodeo. Lo más conveniente será que visiten el Jaguar Negro —y les explicó la ruta a seguir.
—Le quedamos muy agradecidos —respondió Valera—. Disculpe, pero ha logrado intrigarme. ¿Por qué ha puesto ahí esa valla?
—Pues… —el operario la miró de reojo—. Debido a la Gran Conjunción, sufrimos unas mareas cada vez más vivas. Cuando llega la pleamar, el nivel de las nubes sube peligrosamente cerca de los corredores más bajos. Aunque remoto, existe el peligro de que al cruzar un puente por aquella zona… En fin, que salte algo —se estremeció—. Hay… cosas. No es el primer incauto que se interna por algún pasillo hondo y no vuelve a salir. Por supuesto —intentó hacerse el gracioso, ya que la cueva en la que estaban se había tornado más claustrofóbica por culpa de sus palabras—, si deciden entrar por su cuenta y riesgo, podrían hacer una obra de caridad y regalarme a las mujeres —se le escapó una carcajada, que sonó discordante y forzada.
—Sí, amigo, en eso estaba yo pensando —contestó Valera—. Gracias por todo, y ve en paz.
Se despidieron cordialmente y enfilaron hacia el restaurante, dejando atrás al operario y su carretilla de vallas plegables.
—Ahora que lo pienso —dijo Azami cuando estuvieron de nuevo solos—, no tengo ni pajolera idea de a qué profundidad nos hallamos —echó un vistazo a su alrededor con aprensión mal encubierta.
—Habremos bajado trescientos metros —le informó Isa Litzu; Azami la contempló con escepticismo—. Fíate de mis sentidos, Hakim. Por muy alta que suba la marea, estamos a distancia segura de la superficie marina —en ese momento cruzaron un puente de piedra sobre una chimenea vertical aterradora—. Date cuenta, ni siquiera se ve.
—Si algo saltara… —el capitán prefirió no mirar abajo—. Me pregunto qué engendros podrán morar en las profundidades del abismo.
—Criaturas fascinantes, adaptadas a la oscuridad de las grutas submarinas —el doctor hablaba en tono ensoñador—. ¿Cuántas especies nuevas para la Ciencia…?
—Pues nada, Práxedes —repuso la capitana—, cuando quieras te atamos de una cuerda y te vamos bajando armado con un salabre y un cubo.
—Amo a la Ciencia, pero hasta cierto punto, amiga mía. En ocasiones hay que dejarla a un lado, especialmente cuando se acerca la hora de comer. Veamos qué nos depara el Jaguar Negro. Y ahora portémonos como corresponde, que llegamos a una zona concurrida.
★★★
Sin sombra de duda, el operario los había aconsejado bien. El restaurante abría sus puertas a una amplia plaza en el fondo de una dolina con paredes de pendiente relativamente suave. Disponía de una terraza protegida con toldos llenos de dibujos de felinos manchados, donde la gente se sentaba a tomarse unas cervezas, charlar y ver pasar a paisanos y foráneos que llegaban a la plaza desde la Avenida de la Pantera Nebulosa, conocida por los lugareños como el Tontódromo. A juzgar por el mote, era el lugar predilecto de los cursis para lucir sus mejores galas. Mas si lo que uno deseaba era cenar en paz y discretamente, el restaurante disponía de comedores coquetos y reservados. Ya se sabía que ciertos turistas procedían de islas famosas por sus extravagantes usos y costumbres. Algunos consideraban tabú comer en público, mientras que otros no podían pasar sin practicar el sexo entre el segundo plato y los postres. Ese respeto hacia la vida privada de los comensales vino de perlas a los supuestos mercaderes de Jabuarizim, quienes tras pedir un menú de degustación pudieron explayarse a sus anchas. Las mujeres se quitaron las capuchas con evidentes muestras de alivio.
—La madre que parió a Jabuarizim —soltó Nadira—. A cada minuto que pasa, me alegro más de haber nacido en la República.
—Brindemos por eso —dijo el doctor, y pasaron a hacerle los honores al vino tinto del país.
Los siguientes comentarios y frases que se cruzaron tuvieron que ver exclusivamente con la comida, de la cual dieron cumplida cuenta. Bien fuera por su exquisitez, bien por el hambre canina (gatuna, mejor dicho) que traían, todo les pareció un manjar. La base de los platos estaba constituida por carne ahumada o sancochada, junto a verduras rehogadas. Sin embargo, las salsas, auténticos prodigios gastronómicos, suplían cualquier carencia. Incluso los postres consistían en macedonia de frutas con la correspondiente salsita agridulce.
Al calor del té, la misión que los había traído hasta aquella isla parecía irrelevante. Por momentos como aquél, un rato de charla distendida con los amigos en un magnífico restaurante, casi merecía la pena el viaje. Pero por supuesto, Valera no olvidaba a qué habían venido.
Cuando el dueño del Jaguar Negro acudió, tras llamar a la puerta del reservado para comprobar que todo estuviera en orden, el que parecía jefe de aquellos extranjeros ricachones se apresuró a felicitarlo por la comida y el servicio. El buen doctor poseía la habilidad de ablandar los corazones de los integrantes del ramo de la hostelería, así que el propietario incluso les ofreció a los hombres un licorcillo elaborado en casa capaz de levantar a un muerto. Por supuesto, no osó ni mirar a las mujeres, a estas alturas de nuevo arropadas con todo recato. El doctor, como quien no quiere la cosa y poniendo cara de turista insaciable, preguntó por cierta estatua que los antiguos malibianos erigieron en honor a su dios. El propietario, que también le había dado un tiento a la botella de licor y tenía las mejillas coloradas, se explayó de mil amores.
—¡Por supuesto! Fue lo único decente que nos dejaron aquellos herejes: una escultura tan espectacular que a nuestros antepasados les dio pena echarla abajo. La bendijeron, purificaron de todo mal y efectuaron las modificaciones imprescindibles para adecuarla al verdadero culto —el doctor se temió lo peor cuando oyó esto último, aunque trató de disimular—. Su fama es tal, que acuden a admirarla peregrinos desde archipiélagos tan distantes como Arrakis o Barataria. Indudablemente, los antiguos sí que sabían hacer las cosas a lo grande —y se puso a alabar otros monumentos de Felinia, que Valera y Azami escucharon con evidentes aunque fingidas muestras de interés.
Al final quedó claro que la estatua de Malibi quedaba cerca de allí y les pillaba camino del puerto, así que decidieron rematar la faena echándole un vistazo. Dejaron atrás al Jaguar Negro y su satisfecho dueño y se sumergieron en la noche de Felinia, ahora en su apogeo, con humanos que brillaban como rutilantes estrellas y gatos que vivían su vida en las sombras, resignados a la compañía de aquellos estridentes bípedos.
Por fin llegaron donde la estatua, y en verdad sobrecogía. Resultaba invisible desde el aire, ya que fue tallada en el interior de un pináculo rocoso al que habían ahuecado, a modo de palio protector. La representación de Malibi era enorme, cincuenta metros de alto contando el pedestal. El doctor frunció el ceño. Aquello era una auténtica reliquia de la yihad malibiana, un tanto hierática pero plena de nobleza y majestuosidad. Representaba a un individuo serio, con cara de juez, que vestía una especie de toga cuyos pliegues caían pesadamente hasta los pies calzados con sandalias. Sus brazos se disponían paralelos al tronco, y en las manos sostenía unos objetos que podían ser una tablilla y un cálamo, aunque el tiempo los había erosionado.
Pero la dignidad de aquel magistrado, o lo que fuese, se había ido al garete por culpa de los añadidos sufridos para adecuarlo al culto felino. En lo alto de la cabeza, alguien piadoso pero sin sentido de la mesura le había encasquetado unas orejas triangulares que le sentaban como una patada en las partes pudendas, mientras que unas varillas de hierro hacían las veces de bigotes. Pero lo peor era la cola, que le salía del trasero como una botavara del mástil; mejor dicho, como si le hubieran tratado de meter un palo de escoba por el culo.
El rabo estaba la mar de decorado, eso sí. Por lo visto, la gente iba a rezarle y tenía mucha fe en él, a juzgar por los variopintos exvotos de cera que pendían del apéndice, sujetos mediante cordeles rojos. Debía de ser un dios muy milagrero en asuntos de salud, ya que los exvotos representaban a distintas partes del cuerpo, mayormente brazos y piernas, aunque también había algún que otro busto opulento. Asimismo se veían tarjetas con plegarias escritas, algunas por vacilantes manos infantiles, reflejo de una sociedad culta a la vez que supersticiosa. En conjunto, los exvotos creaban una atmósfera entre morbosa y alegre.
A pesar de lo avanzado de la hora, el lugar estaba muy concurrido. Había gente de todo pelaje y condición de pie o arrodillada, siempre en actitud reverente. El doctor hizo gala de su habilidad para desenvolverse en ambientes de culto. Por más que anduviera estudiando descaradamente la estatua en busca de pistas, parecía un visitante devoto, abrumado por un lugar tan sagrado. Los demás trataron de imitarlo, y aguantaron allá más de una hora en ese plan.
Cuando Azami, Nadira y Litzu estaban a punto de subirse por las paredes, Valera compuso una reverencia ante la estatua y salió a la calle. En apariencia estaba sereno, pero Azami, que lo conocía bien, se dio cuenta de su excitación contenida. En cuanto se hallaron en un corredor solitario, el doctor dio rienda suelta a sus instintos.
—¡Lo tengo! ¡He conseguido las coordenadas exactas!
Poco le faltaba para dar saltitos de alegría. Sus amigos tuvieron que refrenarlo un poco, no fuera que viniera alguien y los pillase en una pose indiscreta. Al cabo de un rato logró calmarse e hizo partícipes a los demás del fruto de sus averiguaciones. Habló un tanto acelerado, aún presa de los nervios.
—Por un momento temí que los añadidos gatunos hubieran arruinado las pistas que dejó el bueno de Kananaskis, el autor del libro que rescaté —Nadira carraspeó—, perdón, rescatamos del templo de Telémaco. Desde luego, habían borrado todas las inscripciones del pedestal, juzgadas pecaminosas, pero Kananaskis previó que las generaciones futuras renegarían de la yihad y dispuso las claves en varios lugares.
—Venga, Práxedes, desembucha y no te hagas el interesante —lo urgió Azami—. Tu ego se va a hinchar tanto como tu tripa. Yo también me fijé en que la túnica de la estatua estaba llena de símbolos grabados, como lunas, cruces y estrellas, dispuestas aparentemente al buen tuntún. Pero no se distribuían al azar, ¿verdad? —le guiñó un ojo.
—Muy perspicaz. Casi todos esos signos son puro relleno. No significan nada, y los incluyó para camuflar el mensaje. Una vez separado el grano de la paja, tenemos un singular sistema de numeración en el que se expresan las coordenadas.
—Y ahora nos dirás que en una hora has sido capaz de deducir todo un sistema numérico a partir de unos garabatos. ¿Eres el Dios de la Sabiduría, o qué? —preguntó Isa Litzu, entre irritada y socarrona.
—De garabatos, nada, monada. ¿Recuerdas que el libro de Kananaskis estaba escrito en latín?
—Una lengua olvidada que tú, cómo no, dominas a la perfección.
—¿Acaso lo dudabas? Modestia aparte, no me conformé con aprenderla, sino que estudié diversos aspectos asociados a ella. Como ya os dije, se trata de un idioma artificial, desarrollado por algún genio de tiempos antiguos para plasmar sus secretos. Puestos a parir ideas, también inventó un modo muy pintoresco de representar cantidades, combinando de forma no muy lógica las letras I, V, X, L, C, D y M. Kananaskis las empleó, desfigurándolas mínimamente. Por ejemplo, la C recuerda a una de las pequeñas lunas que danzan en torno a la Morada de los Muertos, cuando el sol la ilumina de perfil; la X se disimula con una cruz, etcétera. En fin, para no liaros: Kananaskis, de forma redundante por si acaso, da las coordenadas del meridiano cero de los antiguos respecto del impuesto por los malibianos, además de unas cuantas efemérides que no vienen al caso. Con las cartas náuticas que me traje en el Orca, determinar el lugar exacto del aterrizaje de los dioses será coser y cantar.
—Del supuesto aterrizaje —puntualizó Isa Litzu—. ¿No se supone que la Ciencia ha de ser precavida frente al fraude o el autoengaño?
—Tocado de nuevo, querida —Páxedes rió de buena gana.
Siguieron caminando hacia el puerto. Ya era bastante tarde, y casi todo el personal se había recogido, lo que les permitía platicar con libertad. El doctor marchaba feliz, exultante por haberse salido con la suya (o tal vez el licor del restaurante fuera de efectos retardados), e incluso se permitió bromear más de lo habitual con sus amigos. Empezaron a elucubrar acerca del papel que los mercaderes de Jabuarizim otorgaban a los distintos sexos, e hicieron cábalas sobre su comportamiento en la alcoba. Se propusieron teorías ciertamente originales, aunque sin duda la realidad resultaría más prosaica. De ahí pasaron a lanzarse algunas puyas subidas de tono, y a Valera le dio por pinchar al capitán sobre su pareja Nadira. Era obvio que el tema resultaba un tanto embarazoso para Azami, todo un caballero según para qué cosas. Nadira, oliéndose que la inconsciencia juguetona del doctor podía acabar degenerando en riña, trató de desdramatizar.
—Dudo que alguien en su sano juicio pudiera sentirse atraído por mí en la situación actual, reducida a una especie de albóndiga de tela con patas…
—No hay que fiarse de las apariencias, sino bucear en el interior —sentenció Valera.
—Pues te aconsejo que no lo intentes, que una es muy decente —repuso Nadira, medio en broma.
—Parecéis críos —intervino Isa Litzu—. Menos mal que estamos llegando, y podré volverme a vestir de persona. Reportaos, que ahí viene gente. Qué curioso; juraría que son policías.
Azami también se había quedado con la copla. Su instinto le previno de que algo no marchaba como era debido, pero ¿qué podía hacer? Ahora muy serios, los cuatro trataron de simular sus papeles de mercaderes de Jabuarizim, pero los agentes los rodearon y les informaron que debían acompañarlos. El veterano militar los estudió. Tal vez no estuvieran tan bien entrenados como sus soldados, pero portaban porras y espadas cortas, y sumaban una docena. Sus uniformes eran negros, y no llevaban la típica cola de gato cosida a la espalda, la cual podía ser agarrada por el enemigo en caso de pelea. Y de armarse jaleo, Práxedes no haría otra cosa que estorbar, sin contar el riesgo de que hubiera más policías ocultos en las sombras.
Valera amenazó con montar un escándalo de mil demonios, pero no le sirvió de mucho. Con educación, los agentes amenazaron con usar la fuerza. Además, eran unos simples mandados. Ellos habían recibido órdenes de llevar a dos mercaderes de Jabuarizim y a sus concubinas hasta la subprefectura más cercana, por las buenas a ser posible, y punto. Tal vez por eso, y porque Valera parecía en verdad un rico mercader ultrajado, los trataron con exquisita corrección al comprobar que accedían a ir con ellos sin oponer resistencia. Probablemente, pensaron los policías, se trataba de un asunto de contrabando de madera. Era lo más usual. Sin duda, el pago de una simple multa lo solucionaría a satisfacción de todos.
De este modo, la comitiva dio media vuelta y se internó por corredores angostos y un tanto lóbregos, desiertos a aquellas horas. En apariencia, la subprefectura no quedaba tan cercana como se suponía, ya que se alejaban ostensiblemente de la zona portuaria y del Orca. Los militares republicanos y la huwanesa trataban de memorizar la ruta y precisar posibles vías de escape, pero llegaron al acuerdo tácito de que, por el momento, lo mejor era renunciar a la violencia. Si reducían a los agentes, y resultaba que había colegas suyos agazapados en las sombras, sí que la liarían sin remedio. Les habrían puesto en bandeja la excusa perfecta para encarcelarlos y buscarles la ruina.
Intentaron tranquilizarse. Tal vez se tratara de algún error, aunque no lo creían. Aquello les daba muy mala espina. Qué remedio, aguardarían acontecimientos.