XXI
EL lugar elegido para desembarcar fue la pista de cemento, amplia y prácticamente libre de animales potencialmente peligrosos. Pese a las protestas de Azami, Valera no consintió que nadie lo precediera. Con agilidad sorprendente para un tipo con su tripilla, se descolgó de la escala y bajó a tierra sin vacilar, mochila al hombro. ¿Valor, arrojo o la manía pueril de ser el primero? Tanto daba. Los demás tenían claro que no era ningún cobarde, que además los obligaba a seguirlo para no ser menos, el puñetero. El doctor echó un vistazo rápido a su alrededor y dio el visto bueno:
—¡Salvo por el olor, todo va bien! ¡Podéis bajar!
Desde luego, el pestazo a bicho podrido desanimaría a cualquier excursionista, pero no habían llegado hasta tan lejos para andarse ahora con melindres. Los de costumbre (Isa Litzu, Omar Qahir, Azami y Nadira), junto a una docena de soldados y marineros, se reunieron con el científico. El piso, desde luego, parecía de cemento, y las suelas de las botas se agarraban bien a él. A saber por qué razón, el limo viscoso que usualmente revestía las rocas en las franjas costeras estaba aquí ausente, como si aquel material sintético lo repeliera.
El silencio resultaba opresivo, tan sólo roto por el eco de sus pasos y el sonido de vejigas desinflándose que provenía de los cadáveres, los cuales se descomponían rápidamente. Los infantes de Marina iban armados con picas, ideales para comprobar si un pez estaba muerto sin necesidad de arrimarse demasiado. Quien más, quien menos, miraba de soslayo al horizonte, con la impresión de que estaba cada vez más cercano. Por fortuna, el Ojo ya no parecía tal visto desde el suelo. Más bien recordaba a una pirámide truncada de bordes suaves.
La comitiva se encaminó primero hacia el enterprise, tan similar al que habían tomado por un exótico dirigible en el templo de Telémaco. Visto de cerca, resultaba mucho mayor de lo estimado en un principio. Mayor, sí, y más decrépito. Pensándolo bien, lo verdaderamente milagroso era que aún se mantuviera en pie y reconocible tras incontables siglos. De resultar cierto lo que Valera afirmaba, aquel objeto era lo más viejo que había en el mundo. Pero los estragos no podían pasarse por alto. El recubrimiento, similar a la porcelana, aparecía agrietado en varios puntos, desconchado y sucio.
—Hay algo escrito en la aleta caudal, Práxedes —señaló Azami—. Las letras son como las nuestras, aunque no entiendo lo que pone.
Todos miraron al lugar indicado. Negro sobre blanco, se leían bien nítidos los rótulos «HIX-2062» y «MENKALINAN». Bajo ellos se disponía un rectángulo azul y blanco, de un diseño nada familiar.
—¿Una bandera? —fue lo primero que se le ocurrió a Azami.
El doctor respondió con un gesto ambiguo, aunque aquello tenía sentido. Siguieron examinando el enterprise, buscando alguna puerta de entrada. Les sorprendió el color negro intenso de la panza. Azami sugirió que tal vez se tratase de un camuflaje para el vuelo nocturno, independientemente de cómo se desplazara aquel monstruo. Por lo demás, descansaba sobre un trípode: una pata cerca del morro y dos a los lados, en el encastre de las alas. Una de ellas aún tenía una rueda intacta, mientras que en las otras sólo quedaban restos, jirones apenas. Como resultado final el enterprise estaba algo desequilibrado pero, increíblemente, aún no se había desplomado por su propio peso.
Por más que miraron y remiraron, fueron incapaces de averiguar el modo de entrar en el aparato. Ni puertas, ni ventanas. ¿Cómo se las arreglarían sus tripulantes para ver el exterior? Suponiendo que se tratara de una nave, claro, mas ¿qué podía ser, si no? La aprensión comenzó a dominar a los expedicionarios. Sólo faltaba que, de repente, se abriera una escotilla y alguien (o algo) saliera a preguntar qué demonios estaban haciendo allí. La imaginación, las creencias religiosas y el ambiente malsano jugaban malas pasadas.
Lo más interesante resultó ser la popa. Interesante y frustrante. Las tripas metálicas quedaban obscenamente al aire: tuberías, cajas y objetos inclasificables imbricados de forma que desafiaba a la lógica. Y en el extremo posterior se abrían tres tubos enormes, oscuros, de bordes estriados. Los estudiaron, intrigados.
—¿Entrarían a esa cosa por el culo? —preguntó Isa Litzu—. No me parece digno. Además… Tal vez sean figuraciones mías, pero a pesar del tiempo que llevarán sumergidos, ¿no os parece que esos tubos están tiznados?
—O sea, que echaba fuego por el trasero —respondió Azami, con tono guasón—. ¿Qué comía, entonces?
El doctor lo mandó a la porra y siguió con su examen, pero poco más había que ver. Aquel cacharro parecía desafiarlo, burlarse de él. «Te ha llevado toda una vida dar conmigo, pero nunca poseerás mis secretos», diríase que le susurraba. Tampoco ayudaba a mejorar su humor el saber que los demás aguardaban que les explicara cómo pasar al interior, para admirar las supuestas maravillas de los antiguos. ¿Acaso habrían llegado hasta allá para nada? Pensó en meterse por los tubos de popa, pero a todas luces resultaba imposible. Estaban demasiado altos, parecían frágiles y el tiempo se les echaba encima. Con todo el dolor de su corazón, tuvo que dejar atrás lo que tal vez fuera uno de los carros de los dioses y probar suerte en otro lugar.
Llegaron junto a la primera de las edificaciones alargadas, en apariencia dispuestas al azar. Sus paredes eran de un material muy extraño, ni metal ni madera, liso al tacto. Resultaba asombroso que no se notaran junturas ni remaches, como si aquello hubiera sido confeccionado de una sola pieza. Semejante alarde de ingeniería los impresionó, aunque no tanto como suponer lo que podría encerrar en su interior. Porque aquello no tenía ventanas, ni nada que se asemejara; tan sólo grandes puertas dobles en los extremos, de por lo menos treinta metros de alto. Hacia ellas se dirigieron, con todos los sentidos alerta.
Definitivamente, el mar parecía cada vez más cerca.
—Tenía yo razón. Ahí cabría media docena de enterprises —dijo Nadira.
—Tal vez —murmuró Valera, preguntándose cómo demonios se abrirían aquellas puertas.
—Con un poco de suerte, tampoco podremos entrar —le pinchó Azami, cada vez más nervioso, por más que tratara de aparentar desenfado.
El doctor no se molestó en replicar, sino que redobló sus pesquisas. Por supuesto, lo primero que hizo fue tratar de descifrar los rótulos de las puertas. Al igual que en la aleta del enterprise, estaban constituidos por números y letras normales, nada de símbolos cabalísticos al estilo de los que Telémaco dibujaba. Lo sacaba de quicio el no entender nada de lo que decían. De vez en cuando, alguna palabra suelta sonaba inquietantemente familiar, pero estaba combinada con otras más cortas, en apariencia sin orden ni concierto. El ánimo de Valera oscilaba entre la maravilla y el desaliento.
—¿Qué secretos encerrarán esas letras? —se torturaba.
—Tal vez sólo ponga: «Daos por muertos si tocáis las puertas, necios visitantes» —sugirió Azami, aunque el comentario hizo maldita la gracia a muchos de los presentes.
Finalmente, el tesón de Valera obtuvo su recompensa. En un lateral de la construcción había una puertecita a escala humana. Sin pensárselo dos veces intentó abrirla. Probó a empujar, pero sin éxito. En cuanto a tirar, no había picaporte ni nada que se le pareciera. Exasperado, le arreó un puñetazo, con lo que logró despellejarse los nudillos. Se lamió los rasguños, tratando de aliviar el dolor, mientras se le escapaban algunos tacos impropios de un científico serio.
—Sé más respetuoso con los antiguos, Práxedes —le dijo Azami, en el fondo aliviado de que el edificio siguiera inexpugnable.
—Propinarle una patada suele funcionar —apuntó Isa Litzu—. Al menos, con cierta gente va de maravilla.
—¿Y si se deslizara de lado? —intervino Nadira; todos la miraron, y ella compuso un gesto de disculpa—. Las puertas correderas constituyen la última tendencia en decoración del hogar en la República. Lo leí hace meses en una revista, antes de que nos embarcáramos en la misión humanitaria. En la peluquería, sí. ¿Pasa algo? —se justificó, de mala gana.
Valera se encogió de hombros y luego posó las palmas de las manos sobre la puerta.
—Si te empeñas… Está encajada en la pared y no veo guías ni rieles, pero por probar… —la puerta se movió con suavidad—. ¡Coño!
Todos, y Valera el primero, se retiraron como si se les hubiera aparecido un depredador famélico. El interior del edificio estaba oscuro como boca de lobo. Tras incontables siglos, la cueva de los secretos se abría ante los humanos, pero éstos sólo experimentaban temor. Pánico cerval en algunos casos, mejor dicho. La idea del tesoro ya no parecía tan incitante. Sin embargo, el doctor se repuso enseguida. Era su gran momento, la culminación de toda una prolífica carrera.
—Una antorcha, rápido —solicitó.
Azami resopló. Le aterrorizaba meterse ahí, pero no iba a dejar al loco de Práxedes solo ante el peligro. Trató de darse ánimos y que la curiosidad venciera al canguelo. Eso sí, no pondría la mano en el fuego por sus muchachos. Por supuesto, eran capaces de atacar a pecho descubierto al enemigo si así lo ordenase, pero ahora se enfrentaban al legado de los dioses, a un miedo primigenio. Juraría que aquel lugar destilaba maldad. Se arriesgaba a un motín, caso de ordenarles entrar.
Como si le leyera el pensamiento, Valera puso su granito de arena para tranquilizar al personal. Se dirigió a los infantes de Marina.
—¿Alguien sabe leer y escribir? —varios levantaron la mano, indecisos—. Por favor, ¿podríais copiar las inscripciones que hay en el exterior de los edificios? —sacó de la mochila papel y útiles de escritura y se los entregó; creyó escuchar suspiros de alivio—. También, si no es mucho pedir, daos una vuelta en torno al… al edificio grande —señaló al Ojo—. Tratad de localizar puertas de entrada, ventanas, claraboyas o similares. De necesitaros, ya os llamaríamos.
De este modo, armados de antorchas, traspasaron el umbral, junto al doctor y Azami, Isa Litzu, Omar Qahir y Nadira. La sargento se había empeñado en seguir a su capitán, sin mostrar miedo alguno. A Isa Litzu también se la veía tranquila, o tal vez disimulaba a la perfección su inquietud. «Desde luego, las tías los tienen bien puestos», tuvo que reconocer Azami. Por su parte, Omar no dejaba traslucir sus emociones. El capitán envidió su férreo autocontrol.
El interior del edificio olía de forma extraña, con aromas nada familiares e imposibles de identificar. Las tinieblas parecían dotadas de consistencia, como si a la luz de las llamas le resultase trabajoso disiparlas. Y de momento, tampoco había mucho que contemplar. A ambos lados de la puerta, unas cajas de gran tamaño bloqueaban la visión.
—Son del mismo material que la pared —dijo Valera; las golpeó, y sonaron a hueco—. No están cubiertas de polvo, qué curioso.
—Tal vez tendríamos que abrir alguna, aunque sea a la fuerza —sugirió Isa Litzu.
—Si para el último momento no hemos dado con nada interesante, estaré dispuesto a cometer tal sacrilegio —respondió Valera—. Preferiría que… ¡Mierda!
Mientras hablaban, habían sorteado las cajas con cuidado, para desembocar en un gran espacio abierto. Justo entonces, las antorchas mostraron ante ellos unos enormes ojos rojos e iracundos. Bajo ellos se abría una boca repleta de dientes, en una escalofriante sonrisa.
El doctor se había quedado paralizado, demasiado estupefacto para sentir miedo. En cambio, los demás reaccionaron como impelidos por un resorte. Nadira y Azami desenvainaron los sables de abordaje que portaban, mientras que los huwaneses sacaron unos cuchillos de aspecto asesino.
—Retrocede despacio, Práxedes —susurró el capitán—. Nada de movimientos bruscos. Nosotros te cubriremos. No creo que ese monstruo pueda reptar entre las cajas, ni que quepa por la puerta.
Valera daba lo mejor de sí en los momentos de crisis, sin duda. Su mente analítica se sobrepuso a sus temores. Aquel rostro de pesadilla estaba demasiado quieto, y parecía… Dio unos pasos adelante.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué quieres, matarnos a todos? —le soltó Azami, y se preparó para lo peor. Sin embargo, nada ocurrió. Valera siguió avanzando hasta pararse a unos metros del rostro, y lo iluminó con la antorcha.
—Valientes exploradores somos —sonrió—. Debimos suponerlo. Otro de esos enterprises al que alguien tuvo la feliz ocurrencia de pintarle una cara en la proa. En muchas islas, los marineros tenéis esa pintoresca costumbre, ¿no? —concluyó, dirigiéndose a Isa y Omar.
—La madre que lo parió, menudo susto —confesó Nadira, aunque no envainó el sable aún.
Sin haberse quitado del todo el sobresalto de cuerpo, se aproximaron al aparato. El casco era negro, y probablemente por eso había permanecido invisible salvo la pintura del morro. Las formas resultaban similares a las de su pariente del exterior, aunque de líneas más estilizadas y gráciles. También era mucho más pequeño; no llegaría a veinte metros de longitud. En la popa había dos tubos en vez de tres y, en general, aquel enterprise enano parecía hallarse en mejor estado.
—Échale un vistazo a la cola, Isa —dijo Valera—. La aleta es doble. ¿A qué te recuerda?
—Sé a qué te refieres: una de las estatuas de Telémaco. Sí, aquélla con el nombre corto y un número que he olvidado.
—MiG-29. Nuestro amigo no es idéntico, pero ambos tienen en común algo, no sé cómo expresarlo…
—Te comprendo. El tal mig posee un indudable aire agresivo, no sólo por la boquita de carnívoro —Isa Litzu expresó en voz alta lo que los demás barruntaban—. Los mercantes suelen ser panzones. En cambio, los barcos largos, con la proa afilada, se dedican a la guerra.
—Se supone que tus antiguos dioses son seres elevados, más allá del mal y la violencia, ¿verdad, Práxedes? —preguntó Azami, con retintín.
—Si nos hicieron a su imagen y semejanza, yo no pondría la mano en el fuego por… ¡Ahí arriba!
—¿Qué…? —el capitán miró hacia donde indicaba el científico—. Es como si le faltara la tapa de los sesos, suponiendo que los tuvie… ¿Se puede saber qué pretendes, Práxedes?
En verdad, parecía que alguien hubiera rebanado limpiamente una porción del casco, justo en la sección dorsal anterior. Valera estaba arrastrando una caja, que llevó al pie del aparato. Se subió a ella y desde allí trepó hasta el ala de babor, que aguantó el peso extra. Con precaución, acercó la antorcha hasta el hueco negrísimo que se abría en el casco. Todos, él incluido, contuvieron el aliento.
—No hay nadie dentro —informó al cabo de unos segundos; sus compañeros suspiraron, aliviados.
Dado que el mig parecía muy sólido y bien asentado sobre sus tres patas con ruedas, los demás se encaramaron en las alas para curiosear. Procuraron repartir el peso entre babor y estribor, por si acaso.
El hueco abierto en el casco era de una estrechez sorprendente. En él apenas cabía un par de extrañísimos sillones, dispuestos uno detrás del otro. A ambos lados y en unos tableros al frente había palancas, diales y varias superficies planas rectangulares grisáceas. Valera palpó uno de los asientos.
—Está blando. Parece cuero, pero que me ahorquen si sé cómo demonios ha podido aguantar miles de años sin quedar reducido a polvo.
En un rapto impulsivo, se sentó en el sillón delantero, un puesto que tal vez hubiera antaño ocupado uno de los dioses. Cerró los ojos y se estremeció. Aquello era demasiado. Tenía que estar soñando, y no quería despertarse. Isa Litzu, prosaica como siempre, lo devolvió al mundo real.
—No es por incordiar, pero el tiempo se nos echa encima. Si de mí dependiera, te dejaría jugar con este trasto absurdo hasta el momento de levar anclas, pero mientras tanto, si no tienes inconveniente, voy a ordenar a mis chicos que abran algunas de esas grandes cajas de la entrada. Más que nada, por si encerraran algún tesoro de ésos que carecen de valor para vosotros, los científicos, pero que a unos sufridos mercaderes nos vendría de perlas.
Práxedes asintió, abatido. Aquello era un sacrilegio arqueológico, pero les quedaba poco tiempo y tal vez Isa se topara con algo importante. Omar Qahir corrió a avisar a unos marineros para que trajeran las herramientas adecuadas. Dado que no tendrían que alejarse de la puerta más que unos metros, no sufrirían en exceso por el temor a lo desconocido.
Por su parte, Valera probó a mover algunas palancas, mas nada sucedió. Aquel mig estaba más muerto que su abuela. «Bueno. Y ahora, ¿qué?» La incertidumbre lo reconcomía. Menuda burla cruel: tantas maravillas desplegadas ante él, y se le negaba la posibilidad de estudiarlas todas. Tendría que conformarse con una minúscula porción, sin saber si elegiría la adecuada, que le desvelara las claves de la Ciencia antigua. Con su perra suerte, acabarían cargando en el Orca morralla sin valor.
Una apresurada correría por el interior del edificio sólo reveló más cajas apiladas en desorden, recipientes vacíos… A saber qué contuvieron en sus tiempos. El doctor, escoltado por Azami y Nadira, salió del edificio dando un bufido. Lo exasperaba la convicción de que el capitán estaría preguntándose: «Tanto viaje, ¿para esto?» Y lo mortificaba carecer de respuesta.
Isa Litzu, después de haber puesto a sus hombres a trasladar cajas, trató de animarlo.
—Si te parece bien, nos llevaremos algunas de las pequeñas sin abrir para las bodegas del Orca. Igual luego, cuando las destripes con más calma, descubrirás algo interesante.
—Ojalá —en verdad, Valera era la viva imagen del abatimiento.
—Y ahora, con tu permiso, probaremos suerte con las grandes, mientras os dais un garbeo por ahí. Omar os acompañará para echaros una mano. Yo detesto los lugares cerrados.
De nuevo en la pista de cemento, Valera se preguntó hacia dónde encaminar sus pasos. Le costaba elegir, con tanto por investigar y tan poco tiempo. Una observación de Azami contribuyó a incrementar su nerviosismo:
—El mar está cada vez más cerca, Práxedes. Démonos prisa.
Antes de que el doctor tuviera que decidirse sin disponer de elementos de juicio, uno de los soldados se acercó a la carrera. Miró disimuladamente a su capitán, como pidiéndole licencia para hablar. Azami dio el visto bueno con un imperceptible movimiento de cabeza.
—Doctor Valera, ningún otro barracón —«peculiar forma de bautizarlos», pensó el científico— puede abrirse. Tampoco hay puertas en el Ojo, y le aseguro que hemos recorrido todo el perímetro. Sin embargo, descubrimos un túnel subterráneo que parece dirigirse hacia…
Valera no le dio tiempo a terminar. Se encaminó a trote vivo hacia el singular edificio, seguido de sus amigos y del pobre soldado, que trataba de concluir su explicación.
Aquella monstruosidad arquitectónica los hacía sentirse más insignificantes conforme se acercaban. Parecía imposible que manos humanas pudieran construir semejante maravilla. Al doctor le vino a la mente un neologismo que inventó un amigo suyo, escritor de novelas fantásticas: alienígena. La cúpula central, más el anillo que la rodeaba, media casi un kilómetro de diámetro. Los domos anejos (que Nadira, un tanto irrespetuosa, había bautizado como los orzuelos en el Ojo de Dios), rompían la simetría perfecta, dotando al conjunto de un aire vagamente orgánico.
Al cabo de un minuto llegaron junto a uno de los domos. Sus paredes parecían más oscuras que el resto, fabricadas de un material opaco y de tacto vítreo. A poca distancia, en el suelo de cemento yacía el cadáver de un dragón medusoide. Debía de ocupar sus buenos veinte metros cuadrados.
—Cuando pasábamos al lado del bicharraco, rozamos un tentáculo y sus despojos se desinflaron —le informó el soldado—. Mire lo que ocultaba debajo, doctor. No nos hemos atrevido a entrar, por si estropeábamos algo.
«Di más bien que es debido al pánico que os acogota», estuvo a punto de replicar Valera, pero se limitó a asentir. Comprendía perfectamente a aquellos muchachos. Bajo el cadáver apestoso del dragón medusoide se abría una enorme grieta en el suelo de cemento. Al fondo se intuían las paredes de un corredor de sección cuadrada, el cual se perdía en la más densa negrura.
—Hasta las construcciones de los dioses son derrotadas por el tiempo —Valera habló para sí mismo—. O quizá en esta zona emplearon materiales menos nobles —dio unos pasos en torno a la grieta, apartando de un puntapié los tentáculos fláccidos del dragón—. El techo del corredor está formado por placas de cemento, y unas cuantas cedieron. Me recuerdan a fichas de dominó…
—O a lápidas arrumbadas —observó Azami, aprensivo.
—Tanto da. Lo importante es que se han apilado de forma que permiten el descenso sin necesidad de cuerdas.
Hakim Azami tragó saliva. Aquella suerte de túnel estaba oscuro como boca de lobo, y no podía quitarse de encima la sensación de que alguna bestia marina acechaba oculta entre las sombras. Después del sobresalto del mig, la parte racional de su mente trataba de convencerlo de que ya no quedaba nada vivo en la morada de los antiguos dioses, pero…
El doctor Valera estaba a punto de arrojarse de cabeza a lo que muy bien podría resultar una trampa para incautos. El puñetero insensato siempre se las apañaba para socavar el orgullo del militar. ¿Acaso no conocía el saludable concepto de cobardía responsable? Herido en su pundonor, Azami decidió dejar bien alto, por una vez, el pabellón de la Infantería de Marina Republicana.
—Tú, dame esa pica —ordenó a uno de sus hombres—. Esta vez iré yo el primero, Práxedes. Total, sólo se trata de profanar lo más sagrado. Pan comido. Espero que los dioses no se lo tomen a mal.
«En momentos como el presente, me pregunto por qué no elegí una profesión más tranquila», se quedó con ganas de decir en voz alta, mientras descendía con precaución por las placas de cemento derrumbadas, ayudándose con la pica. Por fortuna, la superficie no era deslizante, y las suelas de las botas se agarraban bien.
—Ya estoy en el fondo. Podéis bajar. Práxedes, cuidado con los cascotes sueltos. Con lo patoso que eres, podrías torcerte un tobillo.
Allí abajo olía a demonios. La poca luz que entraba por el techo destrozado acentuaba las sombras. La atmósfera siniestra del corredor era resaltada por los cadáveres en descomposición de miles de peces y otras criaturas que habían elegido como hogar lo que para ellos era una acogedora cueva submarina. Los cuerpos, conforme se iban licuando, expelían ventosidades varias y sufrían pintorescos espasmos post mortem que no contribuían a la tranquilidad de espíritu. Salvo tal vez el doctor, los demás tenían la impresión de recorrer el camino de descenso a los infiernos, escoltados por fantasmas y almas en pena.
Azami abría la marcha pica en ristre, negándose en redondo a que Nadira o alguno de los suyos arriesgara el pellejo antes que él. Una y otra vez se repetía que el oxígeno había acabado con los carnívoros, pero conforme se internaban por en corredor en dirección al Ojo se le figuraba que la luz de las antorchas se tornaba más débil, que la oscuridad adquiría consistencia, densidad. Aquello aterrorizaría al más bragado. Le vino a la cabeza una imagen feliz: la de una cantina con media docena de jarras de cerveza fresquita rebosantes de espuma aguardándole. Se enjugó el sudor de la frente con la manga de la guerrera. «Esto no se le hace a un amigo, Práxedes». Ni siquiera Nadira osaba abrir la boca, señal inequívoca de lo tensos que estaban todos.
El lóbrego corredor, ya con el techo intacto, seguía internándose en el subsuelo. No se apreciaban ornamentos o inscripciones. Tal vez los hubiera, pero los animales sésiles que tapizaban las paredes impedían determinarlo. Parecían goterones de cera marrón, que fluían con parsimonia para acabar formando charcos viscosos en el piso. Los escasos huecos que quedaban libres en el muro parecían haber sido pintados de color verde bilioso.
De repente, se encontraron con que el camino giraba en ángulo recto hacia la izquierda. «Según la ley del dios Murphy», pensó Hakim, «seguro que al doblar el recodo me doy de bruces contra un jaquetón gigante».
Y el dios Murphy escuchó sus plegarias.
Por supuesto, el jaquetón estaba muerto o, al menos, no se movía, pero el susto monumental ya no se lo quitaba nadie. En un acto reflejo, el capitán blandió la pica con la mano derecha, desenvainó el sable de abordaje con la izquierda, dio un brinco impropio de su edad, se arrimó a la pared, trató de que el corazón no se le saliera por la boca y maldijo en siete idiomas la estampa del doctor Valera, todo ello en una fracción de segundo.
El espacio que dejaba libre el corpachón del carnívoro era exiguo. Fue una prueba de la lealtad de los infantes de Marina el que pasaran sin rechistar pegando el culo al muro y conteniendo la respiración, rozando la piel del monstruo. La rápida descomposición de éste les propinaba algún que otro sobresalto cuando estallaba una vejiga de gas, o los potentes músculos sufrían una contracción involuntaria. También hubo un conato de linchamiento cuando al científico se le ocurrió comentar lo afortunados que eran por contemplar aquella maravilla zoológica tan de cerca. Al final, para alivio de todos, el jaquetón quedó atrás, aunque no pudieron evitar mirarlo de reojo de vez en cuando, por si acaso.
Cuando la moral ya comenzaba a flaquear, llegaron al final del corredor. Una puerta doble bloqueaba el paso.
—Debe de ser la entrada al Oj… al gran edificio —dijo Valera—, a juzgar por la distancia que hemos recorrido.
—Supongo que intentarás abrirla —la voz de Azami sonó un tanto crispada.
Valera no respondió. Cruzó los dedos y elevó una muda plegaria al santo patrón de los ateos. Ojalá que el edificio que iban a allanar fuera diferente al que habían explorado hacía un rato, tan frustrante.
—A ver si tenéis un detalle con los pobres mortales, ¡oh, esquivos dioses! —murmuró.
—Calla, no vaya a ser que te oigan —se le escapó a Azami.
El doctor no le hizo caso y posó sus manos en la puerta.
—En fin, deseadme suerte.
Azami se apartó, por si acaso.
—Espero que no se te rompa el corazón si damos con otro mig escacharrado —aunque lo que en realidad pensaba era: «Ojalá no se abra, y podamos salir de aquí de una condenada vez».
—Hombre de poca fe, ¿quién sabe qué maravillas…? —Valera empujó y la puerta comenzó a entreabrirse.
—A estas alturas, dudo que algo me asombre, Práxedes.
El capitán se equivocaba. En cuanto la doble hoja acabó de deslizarse por sus invisibles guías, un raudal de luz incidió sobre los profanadores. Sus matices eran azulados, más fríos que los rayos solares. Todos dieron un paso atrás salvo Valera, maravillado, extático, como ante una aparición divina.
—Al fin… —musitó.
Pero el doctor no permaneció mucho tiempo ensimismado. Las palabras de su amigo Hakim le vinieron a la mente, aconsejándole una mayor mesura en sus apreciaciones. La posibilidad de una nueva decepción acechaba, por no mencionar la amenaza de la marea alta. Sintió una punzada de amargura. ¿Y si por fin daba con la fuente de la sabiduría de los antiguos dioses, justo en el momento en que tenían que embarcar para evitar ahogarse? Toda una burla refinada y cruel…
—Pa’dentro —ordenó a nadie en particular, y avanzó.
Nadira, Azami y Omar Qahir lo siguieron, resignados aunque más tranquilos que hacía un rato. Tal vez el doctor les hubiera contagiado el virus de la curiosidad, y hasta el momento sólo se habían topado con máquinas del tiempo de Maricastaña, muertas e inofensivas. Pensándolo fríamente, ¿qué iba a sobrevivir a milenios de abandono en el fondo del mar? Los infantes de Marina los siguieron, más por vergüenza torera ante su capitán y la sargento que por interés real. Además, nada sería peor que el corredor por el que acababan de pasar. No tardaron en arrepentirse.
—Magia… —murmuraron, aunque les dio corte retroceder. Hicieron los signos de protección más variados, algunos incluso heréticos, y se encomendaron a todos los dioses habidos y por haber.
No era para menos. La mente humana necesitaba tiempo para asumir la existencia de tales maravillas. Y de tiempo, precisamente, no andaban muy sobrados.
Habían ido a parar al interior de un vasto recinto circular, rodeado por un muro liso y continuo de unos veinte metros de alto, tan sólo interrumpido por la puerta que daba al corredor. Más arriba, un cielo límpido, de una pureza antinatural, se cernía sobre sus cabezas. Allí dentro el aire era fresco, sin una mota de polvo, y los objetos se percibían nítidos, como perfilados por un dibujante, aunque teñidos sutilmente de azul. Y a su alrededor…
—¿Se puede saber dónde demonios nos has metido esta vez, Práxedes? —la voz de Azami trataba de sonar irónica, aunque a duras penas lograba disimular un incipiente ataque de pánico, sobre todo cuando el doctor le respondió, como sin darle importancia:
—En la pupila del Ojo.
Antes de que pudiera replicar, el grito de uno de los infantes de Marina lo sobresaltó:
—¡Mi capitán! ¡Peces vivos!
«Ahora sí que estamos listos de papeles. Pero ¿por dónde diantre…?»
El muro ya no parecía tal. Masas de color danzaban sin pautas discernibles, como en un mudo homenaje al caos. Quienes contemplaban aquel prodigio experimentaban la sensación de hallarse en el fondo del mar, aunque con los colores alterados: verdosos y celestes en puesto de los pardos tan familiares y tranquilizadores. Y entre aquellas nubes de pesadilla vagaban las sombras. ¿Eran los peces que habían asustado al infante? ¿O acaso algo más siniestro? Azami buscó instintivamente una vía de escape, para descubrir que hasta la misma puerta pulsaba en aquellos malsanos tonos. Pero antes de que alguien se volviera histérico o cediera al pánico, el doctor volvió a tomar la iniciativa.
Valera se acercó al muro y lo palpó con sus dedos. Los soldados contuvieron la respiración, aguardando a que los dioses o los diablos castigaran a tan impío sacrílego fulminándolo con un rayo, convirtiéndolo en un monstruoso pez o algo semejante. Nada de eso ocurrió.
—Es vidrio —informó a los demás—, de una calidad superior al de nuestros mejores anteojos.
—¿Vidrio? —Azami lo comprobó; tocó aquella superficie con aprensión—. Pero ¿de qué manera…?
—No me avergüenza confesar mi ignorancia —el doctor suspiró, y acarició arrobado el muro—. Hay minerales iridiscentes, y otros que cambian de color según el ángulo de incidencia de la luz, pero esto se lleva la palma. Supongo que será algún compuesto artificial, con función decorativa.
—Pues hay gustos que merecen palos —se le escapó a Nadira.
—No te lo discuto, amiga mía. Desde luego, algunas de las sombras recuerdan a peces gigantes, pero se trata de un mero efecto óptico —los soldados seguían sin estar muy convencidos—. Mirad arriba —todos obedecieron—. Parece que estemos a cielo abierto, ¿verdad? Pues eso es una cúpula de vidrio. Apostaría a que todo el edificio está construido en ese material. Suponiendo que lo sea, claro —sonrió.
Azami miró al científico como si éste se hubiera vuelto loco.
—Dando por hecho que nos hallemos en verdad dentro del Ojo y no en el mismísimo Infierno —se arrepintió al instante de pronunciar aquella palabra, por si los muchachos se desmoralizaban, pero el daño ya estaba hecho—… En fin, te recuerdo que visto desde el Orca, a una distancia prudencial, todo él parecía cubierto de bichos muertos, y no se distinguía nada en su interior.
—Que me maten si sé cómo es posible que resulte transparente desde dentro y opaco por fuera. Es ideal para espiar al exterior, al tiempo que se conserva la intimidad. Algunas variedades de calcita presentan un fenómeno de birrefringencia, pero lo de dejar pasar la luz en una única dirección, por no mencionar cómo se sostiene una estructura de semejante tamaño… Me pregunto qué grosor tendrá, y si podríamos llevarnos un fragmento para analizarlo, por más que se me figure un sacrilegio romper algo tan perfecto, capaz de aguantar en pie durante milenios —dio una palmada al muro—. Al menos, no necesitaremos antorchas.
En efecto, sobre ellos se alzaba un cielo despejado de intenso color azul. Los soles alcanzaban su punto más alto en el firmamento, y sus discos se apreciaban claros, sin dañar a la vista. En aquel momento ambos astros se encontraban en conjunción, uno tras otro, componiendo una figura que recordaba a una diana. El doctor creyó intuir alguna mancha oscura en ellos.
—Asombroso… Ni el mejor telescopio solar proporciona semejante resolución.
Haciendo un esfuerzo, con su mente saturada por tanta maravilla, Valera volvió a centrar su atención en el recinto circular delimitado por el muro.
—A lo que íbamos, que el tiempo apremia —dijo, y echó a andar. Los militares lo siguieron, un tanto reluctantes. El ser conscientes de que tenían encima de ellos una bóveda de varios cientos de metros de diámetro, y que no estaba sostenida por vigas, columnas, cerchas ni nada similar, no contribuía a tranquilizar los ánimos. Resultaba imposible quitarse de encima la sensación de que el cielo podía desplomarse sobre sus cabezas. Sin embargo, no flaquearon. No iban a darle ese gusto al condenado científico. Por su parte, Omar Qahir no había abierto la boca en todo el rato. Su rostro parecía sereno, inescrutable. ¿Le daba todo igual, o acaso estaba sufriendo un choque religioso, que su férreo autocontrol lograba disimular? Sea como fuere, la presencia del huwanés tranquilizaba a sus compañeros. Transmitía serenidad, aunque ahora los militares no le prestaban atención. Estaban demasiado ocupados asombrándose.
Términos como grandioso, colosal o titánico se quedaban cortos para describir cuanto les rodeaba. Había otros mucho más apropiados: extraño, alienígena. Durante unos minutos, ni siquiera el propio Valera alcanzó a comprender el significado de aquel vasto espacio circular dispuesto bajo la Pupila. Fue Nadira la primera que se dio cuenta:
—Es un jardín… Bueno, o sus restos, mejor dicho. Y no me miréis así, como si hubiera perdido la chaveta. ¿Se os ocurre otra posibilidad? Fijaos en los parterres, y en esos bancales del centro. Me recuerdan a los de mi tierra.
Valera asintió. Aquello tenía sentido.
—En la Universidad, los chicos de la Facultad de Agricultura y Ganadería han inventado hace poco una especie de casitas de cristal a las que denominan invernaderos. Conservan el calor de los soles, y bajo ellas los cultivos crecen protegidos incluso cuando hace frío en el exterior. Esto podría ser lo mismo, pero a lo grande. Supongo que para unos tipos capaces de viajar entre las estrellas, construir algo como esto no significaría un gran esfuerzo.
—Mas para nosotros, simples mortales, resulta una obra digna de dioses —repuso Azami, más tranquilo ahora que el Ojo parecía tener alguna finalidad—. Aquí podrían sembrar cereales y legumbres suficientes para alimentar a todo un pueblo.
—No sé… —Nadira no se había quedado del todo convencida—. Más que cultivos de interés agrícola, esto me sigue recordando a un jardín. El del Edén, supongo —sonrió y se encogió de hombros.
—No huele a nada —Omar Qahir escogió aquel momento para abrir la boca. Los demás quedaron un tanto perplejos por el comentario, así que se vio obligado a aclararlo—. Según Práxedes, esto lleva bajo el mar un montón de siglos. Me llama la atención que el aire no sólo sea perfectamente respirable, sino que, además, no nos llegue el inevitable tufillo a rancio o a putrefacción que había en el corredor. Incluso en el recinto del mig se percibía un aroma extraño. Aquí no —todos seguían mirándolo fijamente, y el huwanés sonrió—. Me limito a señalar un hecho notable.
El doctor reconoció que carecía de explicación para tal portento, y los expedicionarios siguieron avanzando mientras conversaban. Los infantes de Marina no habían relajado su atención, y avanzaban en patrulla, mirando a diestro y siniestro y vigilando con el rabillo al doctor, no fuera a hacer alguna de las suyas. Pero el sabio meditaba sobre las palabras de Nadira, y se veía obligado a darle la razón.
A pesar de la ruina en que se había convertido por la inmisericorde escarda de siglos de abandono, el presunto jardín aún resultaba evocador. No obstante, el sentimiento que despertaba era el de melancolía. Parterres, rocallas irregulares, lo que parecían lechos secos de riachuelos artificiales y rincones de aire romántico, con quioscos y pérgolas, se alternaban con zonas de amplias avenidas y setos fosilizados trazados geométricamente. Tal vez la ausencia de microorganismos descomponedores evitó que los restos vegetales se redujeran a polvo. Así, los esqueletos de las otrora lozanas plantas recordaban la fugacidad de los asuntos humanos, de sus pompas y sus glorias, que se desvanecían como palabras escritas en las nubes.
El doctor rompió el silencio casi religioso que había caído sobre ellos:
—Cuando diseñamos jardines, tendemos a reflejar en ellos nuestra idea del Paraíso Perdido, antes de que el océano aislara unos archipiélagos de otros. Pero el Edén es diferente para cada cultura. Los nativos de Katxipung en el lejano norte, por ejemplo, moran entre lóbregos bosques y fiordos traicioneros, donde acechan los depredadores. Por contra, sus jardines son amplios y despejados: hermosos, simétricos, perfectos. Es su idea de la felicidad perpetua. En cambio, si nos acercamos a Halcarrás, en el trópico, con esos soles que asan hasta las piedras, hallamos jardines recogidos, donde abundan las sombras y el rumor del agua se enseñorea del ambiente.
—Pues aquí parece darse un poco e todo —señaló Hakim, con ojo crítico.
—Sí. Quizá en su mundo, los dioses también tuvieron tradiciones muy diferentes. Una razón más para considerarlos tan humanos como nosotros —suspiró—. Ay, tan sólo para estudiar esto se necesitarían décadas —abarcó a los jardines con un gesto.
—Qué pena que en unas horas el mar vuelva a tragárselo todo —repuso Azami, con un punto de malicia—, y tengamos que largarnos, como al parecer hicieron los propios dioses. Esto está abandonado, Práxedes. Bueno, tú dirás. ¿Nos quedamos aquí, escuchando tus floridos (perdón por el chiste malo) discursos, o seguimos explorando? No es que me haga mucha ilusión, pero… Lo del deber, la Ciencia y todo eso; ya sabes.
—Sí… —Valera miró a su alrededor—. En el anillo que circunda a la Pupila podría haber viviendas u otras instalaciones. Mirad, allá hay una especie de rampa que sube hasta los niveles superiores. Echemos un vistazo.
—Paso ligero —dijo Azami, y se encaminaron hacia el exterior, sorteando parterres y setos que se deshacían con el roce.
La rampa parecía construida del mismo material que el muro aunque, y eso era de agradecer, sus colores no fluctuaban. Daba impresión de solidez, para tranquilidad de los soldados, y desembocaba en una repisa de unos cinco metros de anchura que, probablemente, circundaba toda la Pupila.
—Apuesto a que ahora nos hallamos a nivel del suelo —dijo Valera—. Bueno, sigamos tentando a la suerte.
A diferencia del muro del jardín, el del nivel superior era translúcido y opalino. Después de lo anterior, resultaba incluso normal.
—Esto… ¿No debería de haber alguna puerta? —preguntó Azami.
Valera no respondió. Había localizado, a la altura de su cabeza, un cuadrado de color algo más oscuro que el resto. Tenía el tamaño de una mano. ¿Y si…?
Lo tocó, por supuesto. Una porción rectangular de muro desapareció, como por arte de birlibirloque. Los militares retrocedieron un paso, asustados.
—Me habría sentido defraudado en caso contrario —murmuró el doctor, y penetró en el anillo periférico. Los demás lo siguieron con aprensión. Tras el interludio del jardín, el miedo a lo desconocido volvía con renovados bríos.
En sí misma, la estructura del anillo no resultaba complicada. Había zonas despejadas como aquélla a la que habían ido a parar, y de ellas partían amplios pasillos con habitaciones cerradas a ambos lados, entre las que quedaba algún hueco con paredes desnudas que daban al exterior. A través de ellas, y por el techo, entraba luz a raudales. Había dos pisos, aunque en un primer momento no localizaron escaleras.
El doctor trató de calmarse y pensar con claridad. El tiempo se les echaba encima, y no podían perderlo en trazar planes detallados de exploración. ¿Por dónde empezar? Cualquier dirección podía ser tan buena (o tan mala) como otra. Decidió ser pragmático e improvisar sobre la marcha.
—Vayamos a tajo parejo, que dirían los campesinos —sugirió—. Ya sabéis cómo funcionan las puertas. Reconozco que es poco ortodoxo, pero no está la situación para andarnos con remilgos. Vosotros a la izquierda, nosotros a la derecha, cada uno en una puerta, y abridla. Si la habitación está vacía, corriendo a la siguiente, y así hasta barrerlas todas. El primero que se tropiece con algo inusual, que avise. ¡Manos a la obra!
Los demás obedecieron, con reluctancia mal disimulada en el caso de los soldados. Éstos empujaban sus puertas y retrocedían de un brinco, no fuera que algo con tentáculos o fauces babeantes les saltara a la cara. Sin embargo, picados en su amor propio ante aquel gordito mandón, no se quejaban.
Valera abrió la primera habitación: tan sólo una ventana algo turbia, minúsculos agujeros en las paredes, y nada más, ni siquiera un mísero mueble. Los demás tampoco tuvieron mejor suerte, así que atacaron las siguientes puertas. Fue un soldado el primero en dar la voz de alarma:
—¡Mi capitán! ¡Sargento! ¡Un gimnasio!
Los demás corrieron hacia el lugar indicado, con cara de estar preguntándose: «¿Qué puñetas dice el chalado éste?»
—Joder, pues es cierto —tuvo que admitir Nadira.
Cómo no, estaba bastante destartalado, pero en una de las paredes veíanse los restos de unas espalderas, armazones de aparatos con cuerdas y contrapesos destinados a la musculación y alguna mancuerna. Del techo colgaban unas cadenas con anillas, y una soga de la que muy bien podría haber pendido un saco. Aquel descubrimiento transformó el talante de la exploración. De repente, los míticos dioses aparecían como seres humanos, con los mismos achaques, defectos y manías, entre ellas la de conservar la forma física. Eso era algo que los militares republicanos entendían muy bien. Azami miró a los ojos a su amigo el doctor y sonrió.
—Tenías razón. Los dioses eran personas como nosotros. Simplemente fabricaban máquinas más complicadas; eso es todo.
—Pues ya me gustaría poder estudiar alguna —Valera no estaba demasiado contento—. En fin, bienvenido al mundo de los ateos descreídos. A ver si damos con algún libro, a ser posible ilustrado, para averiguar su aspecto físico…
—Sólo faltaba que fueran altos y rubios, como presumen los imperiales acerca de sus Primeros Padres —soltó Nadira, atusándose su corta cabellera, negra como la noche más profunda.
—Si nos quedamos aquí platicando, nunca lo sabremos —refunfuñó Valera—. ¡Venga, a por las demás habitaciones! Ya nos llevaremos alguna pesa de recuerdo, para ver de qué están hechas.
Los soldados se quedaron con las ganas de levantarlas para calibrar la fuerza de los presuntos dioses, y la exploración prosiguió. Esta vez le tocó a Nadira dar un grito que sobresaltó al resto de la expedición, especialmente a su capitán. Azami corrió en su ayuda, presto a ensartar con la pica a la presunta amenaza, pero la exclamación se había debido a la sorpresa, no al terror. Y no era para menos. Todos quedaron en suspenso, sin saber muy bien qué decir ante un panorama inesperado e incongruente, aunque con un toque familiar. Fue Valera el primero que lo identificó.
—¿Un taller de escultura? —había visto unos cuantos, dada la densidad de autodenominados artistas que pululaban en la delegación republicana en Lárnaca.
La habitación era mayor que las otras, como si hubieran fusionado varias de ellas. Los amplios ventanales inundaban el recinto de luz, mostrando varias mesas (mejor dicho, tablas sobre caballetes) encima de las cuales aún quedaban grumos terrosos y fragmentos de piedra.
Y luego estaban las tallas, por supuesto; apenas dos docenas, algunas a medio acabar, mientras que otras parecían ufanarse de su perfecta plenitud. Los ojos iban de una a otra maravilla, asombrados. Nadie osaba hablar, con el recogimiento propio de quienes hollasen un lugar sagrado. Poco a poco comenzaron a fluir los comentarios, como una válvula de escape a la tensión acumulada. Primero rodearon a las más cercanas a la puerta, a todas luces maquetas de grandes edificaciones. Algunas eran de formas simples, como una pirámide de base cuadrada construida, al parecer, con ciclópeos bloques de piedra. Las había más complejas, como la que se asemejaba a un gran templo o palacio coronado de cúpulas polícromas en forma de cebolla. A su lado se alzaba una con pinta de fortaleza, en lo alto de un peñasco primorosamente recreado. Por último, otras maquetas resultaban inclasificables, a modo de desafíos arquitectónicos concebidos por una mente desquiciada: corolas sutiles que se elevaban al cielo como si quisieran abrazarlo, pináculos con una inclinación imposible, puentes como esqueletos de cristal…
Valera no se atrevía a tocarlas, no fueran a derrumbarse como castillos de naipes. Probó a golpear con los nudillos la pirámide, de apariencia más sólida. Sonó a hueco, y le dio la impresión de que estaba hecha de arcilla. Un material poco noble, en verdad. Tenía la corazonada de que aquello era un taller de aficionados, empeñados en copiar monumentos famosos de su mundo. Recordó las esculturas que había al lado del templo de Telémaco. Lo de reproducir edificios y máquinas placía a los dioses.
Los dioses… No había ni rastro de su presencia, salvo aquellas insulsas y mudas ruinas. ¿Qué fue de ellos? Y si en verdad eran tan inteligentes, ¿por qué los pilló de improviso la subida del nivel del mar? ¿Acaso no previeron que el océano cubriría su morada cuando la construyeron? ¿Dónde fueron después? ¿Por qué se perdió su memoria, salvo en unas cuantas leyendas desacreditadas?
Unas risas sofocadas lo sacaron de sus cavilaciones. Los soldados habían reparado en las estatuas del fondo de la sala.
Por lo general, la sociedad republicana era un tanto pudibunda. En eso no se diferenciaba del resto de archipiélagos. De hecho, un par de generaciones atrás hubieran lapidado a cualquier hembra que osara enseñar los codos, el pelo o no digamos las pantorrillas. La moral se había relajado con el siglo, pero el exhibicionismo no estaba bien considerado. Por supuesto, existía todo un mercado negro de pornografía y relatos eróticos al alcance de los necesitados de emociones fuertes. En las zonas rurales, en cambio, la tradición se mantenía en todo su apogeo, y pobre de la descocada o del rijoso. Y por azares del destino, en aquel taller habían dado con unos cuantos desnudos. Risillas, miradas de reojo a la sargento… En fin, lo previsible.
Una de las efigies era espléndida. Descollaba sobre las demás con sus tres metros de altura, y representaba a un joven desnudo. Al hombro llevaba una especie de trapo, quizá una honda. El artista lo había modelado con increíble pericia; hasta se apreciaban las venas en las manos. La expresión belleza serena vino a la mente del buen doctor, extasiado ante aquella obra de arte. También eran dignos de mención los atributos viriles de la escultura. Si ninguno de los soldados había bromeado al respecto se debía a la presencia de Nadira. Ésta, por su parte, examinaba a la estatua con ojo crítico y gesto apreciativo.
A poca distancia, una estatua de tamaño más normal mostraba a un hombre y una mujer desnudos, sentados y fundidos en un beso perfecto. Era como si el escultor hubiera conseguido atrapar en la piedra la esencia de la pasión. Cosa increíble, al doctor no le pareció obscena, sino hermosa. En el mundo no había artistas capaces de parir obras así. Aquello le movió a reflexionar acerca de la sensibilidad estética de hombres y mujeres de un pasado tan remoto. Por otro lado, las imágenes ejercían un efecto demoledor sobre los soldados. «A más de uno le vendrá bien una ducha fría esta noche», pensó Valera, divertido.
Otra de las estatuas resultaba menos incitante, aunque sin embargo su contemplación fascinaba. Era un hombre sentado, desnudo asimismo, con el torso inclinado y el mentón sostenido por el puño, en actitud meditabunda.
—De tener que ponerle nombre, yo le adjudicaría «el pensador» —dijo Omar Qahir.
Valera asintió, y se atrevió a darle un toque a la estatua con los nudillos. También sonó a hueco, aunque en este caso no pudo determinar de qué clase de material se componía. Probó a empujarla, y se movió sin dificultad. Le sorprendió lo liviana que era.
—¿Por qué no las llevamos al barco? —sugirió Azami.
—Eso sí, ponedle unos gayumbos al mozalbete —señaló Nadira al joven de la honda—, no sea que los chicos se acomplejen —éstos rieron nerviosamente—. Hay una pega: no se si cabrá por la puerta del jardín. El jaquetón muerto que había en el pasillo de entrada tampoco facilitará el paso, precisamente…
El problema se solucionó cuando uno de los soldados dio con una puerta que funcionaba y se abría al exterior, justo al fondo del taller. Fue para todos un alivio volver a hallarse a cielo abierto, aunque la ingente mole del Ojo seguía resultando imponente. Ahora que la veían desde fuera se hicieron una cabal idea de su tamaño. ¿Qué clase de seres fueron capaces de construir tal maravilla?
La pausa fue necesariamente breve. El doctor se mostró de acuerdo en que los soldados sacaran las estatuas con cuidado y las acarrearan hasta el Orca. También, de paso, arramblarían con lo que pudieran del gimnasio. Acataron la orden de mil amores. De momento, la expedición se desarrollaba con relativa normalidad, y los dioses no parecían empeñados en fulminarlos con un rayo, por impíos.
★★★
Mientras se llevaba a cabo el expolio, Valera, Omar, Nadira y Azami se encargaron de seguir explorando el máximo tiempo posible. Antes de abandonar la habitación, el doctor se fijó en otra talla, o lo que fuera. Parecía incompleta, y representaba a un joven con aspecto de estar sufriendo. Tal vez fuera por casualidad, o quizá se tratara del objetivo del escultor; en cualquier caso, el cuerpo semejaba brotar de la roca informe, como si pugnara por liberarse de ella. Impresionaba, en verdad.
Abandonaron el taller sumidos en sus pensamientos, dejando a los soldados las labores de saqueo. A Valera le dio la impresión de que Azami se había cohibido cuando contemplaba la estatua del beso, y su mirada se cruzó accidentalmente con la de Nadira. Qué tierno. Por más que Hakim presumiera de duro…
Las siguientes habitaciones de la planta baja no ofrecieron cosa de interés, o bien las puertas se empeñaban en seguir cerradas. Más adelante, el pasillo desembocaba en una amplia sala circular, en cuyo centro había una amplia escalera de caracol.
—Deberíamos echar un vistazo al piso superior, para descartarlo si acaso antes de seguir —concluyó Valera, encaminándose hacia el primer escalón. Nadira lo retuvo del brazo.
—Yo peso menos, Práxedes, y soy más ágil, perdona que te diga. Desconocemos en qué condiciones estará la escalera. Nunca se sabe, con ruinas de miles de años. Además, en caso de accidente se perdería menos. Déjame probar.
Sin encomendarse a dioses ni diablos, colocó el pie en el primer peldaño. Ella tampoco tenía ni idea de qué material estaba fabricado, pero lo sintió firme bajo su bota. Continuó subiendo, y la escalera aguantó sin problemas. Los demás la siguieron y, una vez arriba, recomenzó la rutina de abrir puertas. En este caso, las habitaciones resultaron bien diferentes a las de abajo. El techo transparente permitía apreciar bien los detalles.
—Dormitorios… ¿Una zona residencial?
Había algunas variantes, por supuesto, pero el esquema era muy similar en todas: un gran cuarto con una cama grande («¿de matrimonio?») o unas literas, o incluso alguna cunita («¡tenían bebés!»). Los colchones, por lo visto, no estaban confeccionados con el mismo material duradero que otras partes del edificio, y se habían reducido a jirones, revelando un esqueleto de muelles enrobinados de aspecto deprimente. Cada cuarto, a su vez, disponía de varias puertas interiores. Algunas correspondían a armarios empotrados, por desgracia vacíos, mientras que la mayor de ellas iba a dar a un cuarto de baño, a juzgar por la presencia de retrete, ducha y lavabo.
—Hasta los propios dioses deben hacer sus necesidades —observó Azami en tono zumbón; Valera lo miró entornando los ojos—. De acuerdo, mi picajoso amigo, ya hemos asumido que eran tan humanos como nosotros, aunque con una Ciencia más avanzada. Según lo que podemos deducir, tuvieron que salir de aquí más que deprisa cuando subió el nivel del mar. Al cabo de los siglos su memoria se fue diluyendo y los olvidamos, salvo por algunos libros apolillados. Pero me pregunto: ¿qué se les había perdido en nuestro mundo? Sólo soy un humilde militar, no un sabio consagrado como tú, que sin duda nos obsequiarás con otra de tus acertadas especulaciones…
—Ojalá pudiera —el doctor fue hasta el lavabo y movió la llave; no pasó nada—. Normal. ¿Qué esperaba?
Regresaron al dormitorio. Antes de abandonarlo, Práxedes se fijó en un par de ruedecillas que había en la pared junto a la puerta, a poco más de un metro del suelo. Otras similares aparecían junto a la cabecera de la cama. Por probar, giró una de ellas, y la pared del fondo se esfumó.
El susto fue mayúsculo, por lo inesperado. Recularon instintivamente, aunque Omar Qahir se acercó con cautela al lugar que había ocupado la pared.
—Aún sigue aquí. Debe de tratarse de tu vidrio maravilloso, Práxedes. Se ha vuelto transparente, como el propio aire —informó.
Los demás se aproximaron para tocar semejante prodigio. Todos menos Valera, que volvió a girar la ruedecilla, en esta ocasión sólo un poco. La pared se oscureció visiblemente, como si la hubieran ahumado. La otra ruedecilla, como pronto averiguaron, servía para acercar el paisaje, cual lente de aumento. Se llevaron otro buen sobresalto cuando el horizonte se abalanzó sobre ellos.
—Deja ya de trastear eso, Práxedes —le reconvino Azami—. Vas a acabar por volvernos locos.
En el fondo, el capitán estaba sobrecogido por aquella tecnología, tan semejante a la magia. Y el doctor tuvo la habilidad de aumentar su aprensión.
—Aún funciona, a pesar del tiempo que lleva bajo el mar… ¿Cuál será su fuente de energía? Porque esto no se moverá por complacer a los visitantes, supongo.
En otras habitaciones también funcionaba la milagrosa pared evanescente, aunque en algún caso con cierta dificultad: sólo se transparentaba una parte, o bien el paisaje quedaba borroso o titilaba. Y por fin, en uno de los últimos cuartos, saltó la sorpresa. Las paredes estaban pintadas de colores vivos, amarillos y anaranjados, en vez del gris verdoso habitual, y sobre ellas aparecía una multitud de cuadros. No tenían marco y los lienzos eran de diversa calidad, lo que redundaba en un distinto grado de conservación. De unos apenas quedaban restos, mientras que otros se mantenían con mejor o peor suerte, gracias a estar recubiertos por una delgada película transparente. Para frustración del doctor, ofrecían motivos abstractos, manchurrones informes. Salvo dos, nítidos como recién pintados.
Uno ilustraba un grupo de músicos, o eso se deducía por las guitarras y timbales que figuraban junto a ellos. Sin embargo, el cuadro resultaba de lo más perturbador. Los músicos, hombres y mujeres, iban vestidos con unas prendas extrañísimas, ceñidas, abigarradas y sicalípticas. Sus pelos eran largos, desgreñados, salvo uno de ellos, calvo cual bola de billar. Quizá practicaran alguna liturgia satánica, a juzgar por los rictus desencajados, las bocas abiertas en gritos silenciosos, las venas marcadas en el cuello, los cuerpos contorsionados, las cabelleras desmelenadas… En suma, un ritual malsano y obsceno, que estremecía los corazones. Salvo el del doctor, claro, que se acercó al cuadro para tratar de averiguar la técnica de pintura, sin conseguirlo. No pudo apreciar las pinceladas. Era como si los colores estuvieran embebidos en el mismo lienzo, de una forma que nunca antes había visto. Menuda tecnología aquélla.
—¡Práxedes! Dioses…
—¿Qué pasa, Hakim? —respondió el doctor, al escuchar el grito de su amigo—. Lo que… —y se quedó sin habla.
En el segundo cuadro intacto se exhibían los carros de los dioses en toda su gloria.
Había migs de la más variada traza, inmortalizados en plena acción. Sus tubos de popa expelían un fuego verde que quedaba a sus espaldas como estelas difusas. Carros blancos, negros… Y unos atizaban a los otros rayos de luz que provocaban explosiones y destrucción.
—Eso es una batalla en toda regla, o dejo de llamarme Hakim Azami.
Nadira y Omar asintieron. En cambio, el doctor no podía apartar su mirada del pie del cuadro, donde figuraba una inscripción: «PER ASPERA AD ASTRA».
—Oye, Práxedes, ¿te sucede algo? —preguntó Azami—. No te quedes ahí como un pasmarote. Andamos escasos de tiempo y…
—Latín. Eso está en latín —logró balbucear el científico—. Los dioses hablaban en latín…
—¿Seguro? —Azami no estaba demasiado convencido—. Entonces, las inscripciones de las puertas exteriores…
—Otro idioma. Tal vez uno de ellos sea de índole ceremonial, qué sé yo. Pero esto de aquí es latín, fijo.
—¿Podrías traducirlo?
—Necesitaría un diccionario para estar seguro. Así, a bote pronto, creo que significa «por lo arduo hacia las estrellas» o «a duras penas hasta los astros». Estoy citando de memoria —adoptó un aire ensoñador—. Las viejas leyendas, más los desvaríos de Telémaco, se confirman. Vinieron de las estrellas en unos carros que se movían expulsando chorros de fuego por la popa, ¿veis? —los señaló con dedo tembloroso—. Si fueron capaces de construir maravillas como estos muros que se opacan a voluntad, supongo que hallarían el método de soslayar el problema de la reserva de aire y alimentos para trayectos tan largos. Así llegarían desde su remota patria a nuestro mundo…
—Matándose entre ellos —observó Azami.
—Sí, por lo visto les apasionaba tanto el arte como la guerra. Tal vez esa batalla ocurriera en su patria de origen, y se refugiaran aquí huyendo de sus agresores. Sólo así se concibe que intentaran colonizar un planeta tan raro como el nuestro, pletórico de mares y bichos —quedó pensativo—. Y eso podría explicar también por qué se perdió su memoria. Si eran tan belicosos, a lo mejor pelearon luego entre ellos, los sorprendió la subida del mar…
—Como a nosotros, si seguimos aquí alelados —advirtió Azami.
Tras el interludio volvieron las prisas. Con sumo cuidado, Valera probó a arrancar aquellos cuadros. Empezó por los que estaban en peores condiciones, que se deshicieron entre sus dedos. En cambio, los que más le interesaban resistieron el expolio. Estaban sujetos a la pared por una especie de grapas, las cuales saltaron merced a una hábil labor de cortaplumas. Una vez desprendidos, los lienzos podían enrollarse sin dificultad, lo que facilitó su transporte. Valera los recogió con mimo exquisito y se los entregó a Nadira. Confiaba en que la chica los trataría con delicadeza.
Poco más sacaron en claro de aquella parte del anillo, así que regresaron para ver si eran capaces de abrir más puertas en la planta baja. Con el trajín, no se les ocurrió usar el poder amplificador de las paredes de las habitaciones para echar una ojeada al mar. Debieron haberlo hecho.
Al cabo de unos minutos de infructuosa y cada vez más ansiosa búsqueda, arribaron a una rotonda ciertamente notable. El color del piso era distinto al de los pasillos, y de inmediato reconocieron que estaba formado por grandes losas de mármol blanco. En las paredes había cenefas y apliques dorados, tan profundamente incrustados que fueron incapaces de extraer uno solo de ellos. Y el centro del recinto estaba presidido por una asombrosa escultura.
Parecía una esfera de unos tres metros de diámetro. Valera, en un primer momento, la tomó por otra representación de la bola del mundo de los dioses, pero al acercarse tuvo que cambiar de opinión. Las marcas de su superficie eran demasiado rectilíneas, y la palabra «MENKALINAN» destacaba en el ecuador con grandes letras rojas. En la base llevaba adosadas unas estructuras cónicas que le recordaron a los tubos que mostraba el enterprise en la popa.
—¿Y eso? Parecen remaches —señaló Azami, que se había acercado a fisgonear.
—Creo que es la representación de una máquina, pero antes que me lo preguntéis, no tengo ni idea de su finalidad.
—Me hago cargo. Tu cara es la viva imagen de la mortificación —repuso el capitán—. Otra vez esa misteriosa palabra…
—Ajá. Odio especular…
—Hipócrita.
—Lo que tú digas, mi buen Hakim. Si se me permite la sugerencia, ése podría ser el nombre con el que se referían a su remota patria.
—En tal caso, ¿cómo es que no lo ha recogido ninguna de esas tradiciones que te dedicas a rescatar de pergaminos apolillados?
—Si yo lo supiera… Ay, cuántas preguntas por responder, y qué poco tiempo para ello —el doctor lucía en verdad abatido.
Además de la escultura, en la rotonda de mármol destacaba una puerta más amplia que las demás, de doble hoja y hecha de una madera oscura, que ninguno pudo identificar. Se miraron entre ellos sin pronunciar palabra. Sí, ahí podía haber algo realmente importante. Tenían que abrirla.
Pusieron manos a la obra, probando y descartando diversas estrategias mientras los minutos transcurrían inmisericordes. Empujaron todos a la vez por diversos sitios, trataron de hacer palanca con los cuchillos… Al final, Nadira sugirió la opción correcta: la clásica patada, de utilidad sobradamente contrastada. Al cabo de unos cuantos puntapiés se escuchó un clic y los paneles de madera quedaron destrabados.
La sala permanecía en la oscuridad. Valera buscó a tientas alguna ruedecilla en la pared, dio con ella y la giró suavemente. La luz se hizo y desveló, por fin, la cueva del tesoro, y no sólo desde el punto de vista arqueológico. En esta ocasión, Hakim Azami no pudo evitar que sus manos hicieran los signos de protección contra los malos espíritus. Nadie, ni siquiera el doctor Valera, se lo echó en cara.
Se trataba de una amplia habitación de planta oval, con mesas adosadas a la pared entre las cuales se intercalaban numerosos armarios empotrados. Sobre ellas reposaban peculiares utensilios y paneles grises, y bajo el tablero había infinidad de cajones. Tanto éstos como los armarios podían abrirse con facilidad, como descubrieron al cabo de un rato. Estaban repletos de papeles, libros, legajos, cajitas llenas de exótica quincallería y diminutos objetos inclasificables. Por alguna misteriosa razón, los dioses no se los habían llevado cuando les llegó la hora del éxodo.
Pero en un primer momento, ninguno de los cuatro fue capaz de dar un paso, ni tan siquiera de hablar. Hasta el más leve susurro equivalía a una profanación. No había palabras.
Sobre sus cabezas se extendía un océano de estrellas sobre un fondo negro, como la noche más profunda. Miríadas de puntos luminosos brillaban con furia, fijos, incorruptos, sin el familiar titileo. Ante ellos, uno creería contemplar la belleza en estado puro, primigenio.
Aún había algo más asombroso: la Morada de los Muertos no estaba. En su lugar, en pleno cenit, un disco blanquecino, formado por billones de estrellas, giraba perezosamente sobre su eje. Valera, boquiabierto, se percató de que sus bordes no eran nítidos. Unas bandas oscuras alternaban con otras más claras, que semejaban barras de luz. El centro de aquella cosa era más grueso, como un bulbo.
En completo silencio, como en un sueño, y haciendo un ímprobo esfuerzo por dejar de mirar la maravilla del techo, se encaminaron hacia las mesas y empezaron a abrir cajones. Había cientos, miles de papeles, escritos en un idioma que, a diferencia del cuadro del dormitorio, no era latín. Por un instante, Azami pensó que Valera iba a caer de rodillas y romper a llorar. Aquello era lo que el pobre había buscado con tanto ahínco para ratificar sus teorías. Podría ocupar el resto de su vida en descifrar aquellos documentos, y eso lo convertiría en el más famoso sabio de la Historia. También comprendía que los conocimientos allí encerrados podrían hacer tambalear a las creencias seculares. ¿Cómo lo aceptaría la sociedad en los distintos países? ¿Cuál sería la reacción de los fundamentalistas religiosos? ¿Una nueva caza de brujas, el repudio hacia la Ciencia? Aquello auguraba tiempos turbulentos. En cualquier caso, se alegraba por su amigo. Merecía aquel momento de gloria.
El cual fue truncado de golpe por Isa Litzu. La capitana entró corriendo en la sala, con una expresión de alarma pintada en el rostro. Durante unos segundos se quedó parada por la impresión, pero en cuanto localizó a sus amigos, gritó:
—¡Tenéis que salir de aquí! ¡El océano se nos echa encima!