XXIX

LA oficialidad del Behemoth también se había visto sorprendida por la llegada del mercante en apuros. El comandante tenía la mosca detrás de la oreja, pero a su pasajero de honor, todo un Almirante de la Mar Océana, el drama del pequeño navío lo conmovía. Según las señales luminosas, el mercante Bella Lola había sido atacado por piratas, los cuales asesinaron a la mitad de la tripulación y saquearon la carga. Se hallaba en un tris de hundirse e imploraba ayuda.

—No acaba de gustarme, milord —dijo el comandante—. Ha aparecido justo cuando nos disponíamos a…

—Está resultando usted un paranoico, mi querido Knut —le cortó el almirante—. Cuando a uno lo asaltan los piratas, no puede elegir el momento ni el lugar. Seguramente habrán sido los perros huwaneses —se golpeó con el puño la palma de la mano izquierda—. La guarida de esos insurrectos queda lejos de las fronteras del Imperio, pero ya llegará su turno, tan fijo como que los soles se ponen cada atardecer.

—Solicito permiso para lanzarle una andanada de aviso, milord —se atrevió a insistir el comandante.

—Acabará irritándome, Knut.

Pese a las apariencias, el almirante no se había enfadado. Estaban haciendo justicia contra aquellos estúpidos refugiados, e incluso podrían ejercer de buenos samaritanos con unos compatriotas necesitados. Por otra parte, en el muy improbable caso de que aquel mercantillo no llevara buenas intenciones, ¿qué podría hacer contra un acorazado en pie de guerra?

En cualquier caso, la actitud del almirante permitió que el Bella Lola se acercara al Behemoth. A pesar de sus dificultades de movimiento, el dirigible realizó la maniobra de aproximación como mandaba la ley del mar: por debajo, ofreciendo su dorso desprotegido a los artilleros del acorazado. Los recelos del comandante remitieron e impartió la orden, con el visto bueno del complacido almirante, de que tendieran unos cabos y se izara la tripulación del mercante a bordo. Por supuesto, eso no impidió que desatendieran a la flotilla de refugiados. En cuanto rescataran a aquellos apurados paisanos, empezarían a tirar a dar al enemigo.

★★★

A bordo del Orca, Isa Litzu agradeció en silencio a sus antepasados que les hubieran permitido situarse en posición sin recibir ningún pepinazo. Acertó al pronosticar que el convencimiento imperial de la propia superioridad obnubilaría su buen juicio. Miró a Omar Qahir y asintió con la cabeza. Después de tantos años juntos, las palabras estaban de más.

A partir de ahí, los acontecimientos se sucedieron sin tregua.

Varios marineros empuñaron sus machetes y cortaron simultáneamente una serie de cabos que sostenían el disfraz del barco. Las planchas de madera de balsa y las telas pintadas se precipitaron al vacío, desvelando las limpias líneas del casco huwanés. El dirigible se desperezó cuando cayeron las prótesis que lo forzaban a navegar encorvado. Al mismo tiempo, el pabellón imperial fue arriado y sustituido por otro de fondo azul, sobre el cual resaltaba un peculiar animal similar a un dirigible, cuya piel sólo exhibía dos colores, blanco y negro.

Sin solución de continuidad, y antes de que los desprevenidos imperiales pudieran reaccionar, el Orca acabó de deshacerse de los aparejos que le colgaban de la quilla. La tripulación se aseguró mediante correas a la obra muerta del navío, y pronto se vio el porqué de aquella precaución. El dirigible empezó a coletear con brío inusitado. Recorrió de proa a popa la quilla del Behemoth en un santiamén. Ninguno de los testigos sospechaba que un buque poseyera tal capacidad de aceleración explosiva. Una vez sorteado el acorazado, el Orca giró sobre sí mismo, efectuando una maniobra inverosímil.

Desde el Escitia, Valera y sus amigos tuvieron la impresión, por más que se les antojara imposible, de que el corsario huwanés había llegado a ponerse panza arriba y realizado un airoso tirabuzón, rozando el codaste del Behemoth, para situarse entre la panza del dirigible imperial y la cubierta. Del espolón de proa del Orca surgieron dos grandes cuchillas, como hojas de guadañas, que se abrieron y quedaron del mismo modo que las vibrisas de un gato, prestas para cortar las cinchas que sostenían al acorazado. Lograron parcialmente su objetivo hasta que el pobre dirigible huwanés, exhausto por el brutal esfuerzo al que se había visto sometido, se detuvo y quedó trabado entre un maremagno de jarcias sueltas.

Sin embargo, la maniobra suicida había logrado causar daño. Al ser cortadas, las cinchas restallaron como látigos y barrieron la cubierta del Behemoth, decapitando a varios soldados. Ésa fue la primera sangre vertida en la batalla. El casco escoró de golpe, lo suficiente para arrojar al océano a unos cuantos imperiales desprevenidos. Y sin darles tiempo a reaccionar, los huwaneses se soltaron de los arneses de seguridad, empuñaron sus armas y se lanzaron al abordaje cual diablos vociferantes, después de proferir los tres banzáis de ritual. En el mar, los peces carnívoros comenzaron a agitarse. Al poco tiempo, conforme caían más cuerpos, la superficie de las nubes era un hervidero de mandíbulas ansiosas.

En el Behemoth se desató el caos. De considerarse invulnerables, los imperiales tardaron en reaccionar ante un ataque tan sorpresivo. Era cuestión de tiempo que reaccionaran y alastaran a los agresores por aplastante superioridad numérica, pero mientras tanto éstos podían hacerles mucha pupa. Sí, tendrían ocasión para que los antepasados se enorgullecieran de ellos.

Desde el Escitia, los infantes republicanos prorrumpieron en vítores. Azami pensó que, tal vez, ahora tendrían la oportunidad de una buena muerte.

—Azuce al dirigible, capitán. Vamos a por ellos.

★★★

Mientras eso sucedía, Omar Qahir era el primero en saltar al Behemoth. Armado de la mortífera alabarda huwanesa, decorada con una corona ganchuda, le bastaron unos certeros tajos para abrirse camino y enviar al fondo del mar, desmembrados o con las tripas fuera, a unos cuantos marineros imperiales. Otros eran agarrados del fondillo de los pantalones por los ganchos y, a pesar de implorar piedad, acompañaban a sus colegas hasta la Morada de los Muertos. Mejor dicho, al vientre de los peces.

La misión de Omar Qahir era un tanto especial. Había unas cuantas cosas que Isa Litzu se negó a entregar a los republicanos para que las llevaran a la Universidad. Entre ellas figuraban ciertos productos químicos con la etiqueta de corrosivos o venenosos. ¿Servirían de algo contra un dirigible? Como diría Valera, la experiencia era la madre de la Ciencia.

El casco de cinco cubiertas del Behemoth estaba sostenido por un desmesurado Phycophthorus voracissimus, remolcado a su vez por tres dirigibles caracortadas trabajando en equipo. Si el aleteo de éstos llegara a descoordinarse, el acorazado corría el riesgo de zozobrar. Y de eso se trataba. Con agilidad felina, Omar Qahir trepó por las jarcias que conectaban uno de los caracortadas con el Phycophthorus. Fue liquidando a los marineros y pilotos que, en plataformas colgantes, se ocupaban de supervisar el movimiento de los animales. Gozó de la ayuda de algunos arqueros huwaneses, francotiradores expertos, que contribuyeron a dejarle el camino expedito. Una vez con los pies firmemente asentados en el lomo del caracortada, a salvo de los disparos de los imperiales, abrió la mochila que portaba. Con un cuchillo perforó la piel del dirigible, y procedió a verter en la herida el contenido de uno de los frascos que habían confiscado en la morada de los dioses.

El caracortada se volvió loco.

Omar Qahir tuvo que luchar para no salir despedido. Se consoló pensando en lo mal que lo tendrían que estar pasando en cubierta, y trató de regresar allí, donde más se le necesitaba ahora. Puestos a caer, que fuera junto a su capitana.

★★★

Minutos antes, mientras su segundo trataba de sabotear el dirigible, Isa Litzu había saltado a la cubierta del Behemoth, desenvainado la katana e impartido una lección magistral, no solicitada por los imperiales, del arte de tajar carne humana. Lo suyo parecía más una danza que una sesión aplicada de esgrima. Giraba como un derviche enloquecido, dejando a su paso un reguero de sangre y cuerpos agonizantes. Su plan era la sencillez personificada: crear desconcierto, enviar a la Morada de los Muertos el mayor número posible de imperiales y confiar en que, años después, fuera ella el motivo de un cuadro que adornara el camarote de algún capitán huwanés. Y si por añadidura lograba hundirse junto al Behemoth, ya tendría algo de lo que alardear en el infierno.

La resistencia imperial comenzaba a organizarse. A pesar del pánico inicial, que había hecho trizas su sensación de invulnerabilidad, en el acorazado había embarcadas tropas curtidas. Los huwaneses no concederían ni pedirían cuartel, así que el enfrentamiento se anunciaba muy duro.

Y entonces, Isa Litzu lo vio.

No sólo viajaban militares en el barco. Durante su travesía, el Behemoth recogió algunos pasajeros, amigos fieles, como invitados de honor. Unos procedían de la isla de Fan’dhom, y ahora subían a la cubierta superior, presas de un invencible terror a quedar atrapados en un casco que se mecía cada vez más. Sin duda, sus amigos imperiales habrían dispuesto algún modo para salvarlos.

—¡El alcalde es mío!

El grito de Isa Litzu tuvo un curioso efecto. Los soldados imperiales se apartaron prudentemente del camino de aquella diablesa. Si lo que quería era a ese tipo, no iban a ser ellos quienes se lo impidieran. Así dispondrían de una oportunidad para recuperar el aliento.

Adrián se encontró solo. De repente, cuantos le rodeaban, que en su momento lo colmaron de elogios y promesas, se habían esfumado. Echó a correr, pero había pocos sitios donde huir en la cubierta de un barco. Tropezó contra la borda y ya no tuvo escapatoria. La huwanesa se le había echado encima, con su camisa salpicada de sangre ajena, que también goteaba del filo de la katana. El alcalde se cagó encima y cayó de rodillas.

—Piedad, por favor…

Eso era algo que no hallaría en Isa Litzu. La cara de la capitana parecía esculpida en piedra. Le hubiera gustado espetarle a aquel cabrón a la cara: «¿Piedad? Eras muy valiente cuando te sujetaron a las niñas para que hicieras con ellas cuanto se te antojó, ¿eh?» También le apetecía hacerlo prisionero para darle una muerte lenta y dolorosa, tal como se merecía, pero no había tiempo. Severa como un juez, echó un vistazo a la ruina sollozante que tenía a sus pies. Al diablo. La katana trazó un grácil arco sobre su cabeza y descendió hasta cortar hueso. Los gemidos cesaron al instante.

Los soldados imperiales aprovecharon el momento para apresar a Isa Litzu. La tiraron al suelo y allí la inmovilizaron boca arriba. El sargento al mando del pelotón, en otras circunstancias, le habría dado su merecido con más calma a aquella hembra insolente, pero había cierta premura, sobre todo con tanto pirata suelto dando tumbos por cubierta, tratando de matar a cualquier cosa que se moviese. Así que empuñó su espada y se dispuso a propinarle una estocada definitiva.

Un instante después, el sargento yacía en el piso, con un cuchillo clavado en el cuello. Todos miraron hacia el costado del buque.

—¡Tachán! Llegaron los refuerzos —anunció Nadira, saltando a cubierta.

La aparición por sorpresa otorgó a Nadira la ventaja de la iniciativa. Ensartó a un par de soldados como si se tratase de aceitunas rellenas, mientras los demás trataban, a duras penas, de parar sus estocadas. Se deshizo de otros dos con engañosa facilidad, hasta que se enfrentó con un oficial imperial que se consideraba un maestro de esgrima, recién salido de la Real Academia.

El oficial, de noble cuna, obsequió a su oponente con una serie de fintas primorosamente ejecutadas. Su técnica era impecable, y pareció desconcertar a la republicana. Con una sonrisa triunfal, el oficial logró que sus floretes quedaran trabados. Ya sólo restaba aprovecharse de su superior fuerza física masculina para propinarle un buen empujón y despacharla en el suelo. Constituiría un acto de justicia. ¿Qué podía esperarse de una mujer que trataba de hacer el trabajo de un hombre? El hecho de llevar pantalones no ocultaba la inferioridad del sexo débil.

Ése fue su último pensamiento. Al fino esgrimista, sus maestros de la Real Academia no le habían enseñado lo maligna que podía resultar una daga manejada disimuladamente con la mano siniestra. Nadira se la clavó en la ingle hasta la empuñadura, y luego lo remató al caer. Acto seguido, se abalanzó sobre los soldados que retenían a Isa Litzu. La capitana no desaprovechó la vacilación de sus captores. Se deshizo de su abrazo, rodó hasta donde estaba su arma y despachó desde el suelo al imperial más cercano de un certero katanazo en las corvas.

En los instantes que siguieron, ambas mujeres dieron buena cuenta de los soldados que les hacían frente. Isa Litzu debía reconocer que la técnica de Nadira era muy superior a la suya. Un florete podía ser un arma de apariencia ridícula si se comparaba con la katana, pero aquella chica lo manejaba con destreza, como si se tratara de un lápiz, agujereando el pellejo de cuanto imperial se le ponía por delante. La había visto entrenarse antes, pero ahora, en un combate real, estaba simplemente soberbia. No debía refrenarse para evitar herir a sus compañeros, y tampoco tenía nada que perder a estas alturas. Podía, por tanto, apuntar a la cara o a la entrepierna, lanzar cuchilladas con la izquierda, patadas y mil tretas sucias más. La huwanesa fue a lo suyo, dar tajos sin parar hasta que alguien le quitase la vida.

Justo en ese momento, Omar Qahir lograba envenenar al caracortada. El casco comenzó a oscilar sin ton ni son, lo que provocó que Nadira perdiera el equilibrio y diera con sus huesos en cubierta. Atontada, meneó la cabeza para despejarse. Descubrió a un marinero imperial que se disponía a abrirle la cabeza con un hacha. Incapaz de esquivar el golpe, cerró los ojos y giró instintivamente la cara. Un chorro de sangre la salpicó, y tardó unos segundos en convencerse de que no era la suya.

Hakim Azami le ofreció su mano y la ayudó a incorporarse. El capitán llevaba en la diestra el cuchillo con el que había degollado al marinero.

—Tú y tus prisas, sargento… Sigamos con lo nuestro, si el bamboleo de ese dirigible chiflado no nos envía derechitos a las nubes.

Lo que siguió fue una batalla de pesadilla. A pesar de su escaso número, republicanos y huwaneses dieron de lo lindo a los imperiales, aunque éstos acabaron por frenar su acometida y comenzaron a recuperar terreno. La cubierta se mecía como la cuna de un bebé, enviando a vivos y muertos a las nubes, que hervían de famélicos peces. La sangre se derramaba a chorros por los imbornales, lo que ponía aún más frenéticos a los depredadores.

★★★

Práxedes Valera seguía a bordo del Escitia, bien sujeto a la amura del Behemoth por los garfios de abordaje. El doctor sabía que sólo sería un estorbo en la pelea, así que se quedó a salvo, al menos por el momento. Por supuesto, no perdía detalle de la contienda, y sufría por el destino de sus amigos. Estaba claro que iban a perder tarde o temprano, con tan sólo el consuelo de llevarse a la tumba unos cuantos enemigos. A pesar del daño infligido a uno de los caracortadas, los imperiales, cuando acabara la lucha, sólo tendrían que deshacerse de él, acomodar a los dos restantes, reparar los daños y hundir los barcos de los refugiados que no hubieran escapado a tiempo. Es decir, a todos ellos.

Daba por sentado que los imperiales tratarían de hacer algún prisionero. Para evitarlo no quedaba más remedio que saltar. Miró hacia abajo, donde parecían haberse reunido todos los carnívoros del océano, presas de la ansiedad. Tragó saliva. Ojalá que fuera rápido. De repente, los peces huyeron, y la superficie marina quedó en calma.

—¿Qué demonios…?

Valera creyó intuir una silueta enorme bajo las nubes.

—No puede ser que nos haya seguido hasta… ¡Hakim, tenéis que salir de ahí ahora mismo!

Nadie lo oyó y, de haberlo hecho, daría exactamente igual. El leviatán saltó en vertical con potencia inaudita y sus dientes hicieron presa en el gran Phycophthorus voracissimus, arrancándole la cola de cuajo. Las vísceras y fluidos orgánicos salpicaron la cubierta del Behemoth, mientras el carnívoro retornaba al seno de las nubes. La lucha cesó como por ensalmo. El moribundo dirigible perdía gas, y los caracortadas eran insuficientes para sostener el peso del navío.

—¡Nos hundimos! —corearon docenas de gargantas, esfumado ya el ardor guerrero.

Tanto Azami como Isa Litzu juzgaron conveniente retirarse. El acorazado estaba condenado, y había poca gloria en acabar dentro de la tripa de un bicho. A los infantes y marinos huwaneses no hubo que repetírselo dos veces. Dentro de lo que cabía, retrocedieron en buen orden hacia sus respectivos barcos, matando por el camino a los aterrorizados imperiales que corrían como pollos descabezados, sin meta ni propósito.

Los soldados supervivientes, arrastrando a algunos compañeros heridos, embarcaron en el Escitia. El capitán del barco, sin inmutarse, mandó cortar los cabos que lo unían al Behemoth y se alejaron de él. En cambio, el Orca no tuvo tanta suerte. Estaba bien trabado entre las jarcias que pendían del mutilado Phycophthorus, y por más que los marineros las cortaban, caía inexorablemente hacia el mar. Los peces seguían sin hacer acto de presencia, y eso sólo podía significar una cosa: el leviatán aún no había saciado su hambre.

Desde la momentánea seguridad del Escitia, que ascendía con la mayor rapidez posible, Valera contempló angustiado cómo el Behemoth y su pequeño verdugo huwanés iban camino de ser tragados por las olas. Isa Litzu había decidido hundirse con su buque. Era un final glorioso, una hazaña nunca vista que se recordaría por siempre. Por otro lado, algunos imperiales estaban logrando escapar. El acorazado, gracias a su enorme capacidad, podía permitirse el lujo de remolcar unos cuantos botes salvavidas, tirados por dirigibles pigmeos. Eran una monada, enjaezados con los más ricos arneses, ya que estaban destinados a lo más granado de la oficialidad. Por supuesto, los mandamases hicieron uso de su privilegio, abandonado a su triste suerte a los subordinados.

Pudo deberse al ciego azar, o quizá a los dioses les agradaba el heroísmo insensato. El caso fue que el leviatán, después del aperitivo, ansiaba un plato más sustancioso y saltó de nuevo. En esta ocasión no necesitó impulsarse en demasía, ya que su víctima sólo estaba a unas decenas de metros de altura. El depredador mordió a placer, arrastrando consigo al Phycophthorus y sus inseparables caracortadas. El revoltillo de gigantescos cuerpos desapareció entre un gran surtidor gaseoso. Eso sí, no sin antes, accidentalmente, liberar al Orca de su prisión. Coleteando con furia nacida del pánico, el esforzado animal trepó hasta cielo abierto, con los tripulantes maravillándose de su loca fortuna. Abajo, el rebullir de nubes fue calmándose poco a poco, mientras los carroñeros más osados trataban de rapiñar los despojos de la pitanza del leviatán.

★★★

Tan sólo restaba la conclusión del último acto del drama: reunir de nuevo a la flotilla, cuyos miembros no paraban de alabar la clemencia divina. De paso, el Orca y el Escitia apresaron varios botes imperiales, aunque alguno de éstos logró evadirse. Entre los cautivos figuraba el almirante y la alta oficialidad del difunto Behemoth.

Los imperiales ya no se mostraban tan altaneros. Con la mirada al suelo, los hombros caídos, eran la viva imagen de la derrota. La única excepción la constituía el Gran Almirante de la Mar Océana, cuya mente aún se resistía a admitir la situación en que se hallaban él y los suyos: en la cubierta del Escitia, temiendo por su futuro inmediato, en manos de quienes hasta hacía un rato habían considerado como presas fáciles. Éstas no lucían amistosas, precisamente.

Los republicanos aguardaron a que Isa Litzu se reuniera con ellos. La huwanesa no se había molestado en cambiarse de ropa, y su mera presencia aterrorizó a los imperiales. Hubo unos cuantos abrazos y saludos efusivos entre unos amigos que no creyeron volverse a ver en este mundo, pero dejaron los intercambios de impresiones para más tarde. Se cruzaron unas cuantas miradas, y Azami asintió con la cabeza.

El almirante imperial eligió ese preciso momento para abrir la boca. En tono inapropiadamente orgulloso se dirigió a Azami, al que reconoció de su pasado encuentro en El Ganso Alegre, aquel bar de Lárnaca donde estalló una pelea entre sus hombres.

—Capitán, le conmino para que nos lleve de regreso a Nereo o, en su defecto, hasta la primera nave imperial con la que nos crucemos. Le garantizo que sus faltas serán perdonadas. Confío, de caballero a caballero, en su honor de militar.

Azami, con cachaza, se tomó su tiempo para responderle. Fue enumerando pacientemente con los dedos:

—Uno: creo que no se ha hecho usted cargo de dónde se encuentra, y en qué posición. Dos: disparar a refugiados indefensos está muy, pero que muy feo. Tres…

—¡Se trataba de herejes! ¡Subhumanos! No merece la pena sacrificarse por preservar sus miserables vidas. Los nobles mílites republicanos, a los que admiramos por…

—Las alabanzas me abruman —lo cortó—. Tres: debo informarle que ella está ahora el mando. Así que, cuatro: yo me retiro discretamente, y entiéndanse ustedes.

El almirante necesitó unos segundos para reajustar sus procesos mentales.

—¿Una mujer? ¿Pirata, por añadidura? ¿Se han vuelto locos, o qué? ¡Exijo que se respete mi rango y condición!

Sin prisas, Isa Litzu se acercó al vociferante imperial hasta quedar apenas a medio metro de él, y lo miró fijamente a los ojos, sin apartar la vista. Estaba muy seria. El noble se calló de golpe. De repente fue plenamente consciente de que su destino estaba en manos de una hembra bárbara y despreciable. Lo que era aún peor, no sabía cómo tratar con ella. Normalmente, un Gran Almirante se mantenía a distancia de las personas de su clase. Éstas sabían cuál era su puesto en la sociedad, por la cuenta que les traía. La única circunstancia y lugar en que una mujer plebeya se aproximaría tanto a un hombre de nobilísima cuna sería en la alcoba de un burdel de lujo. De todos modos, Isa Litzu no le dejó mucho tiempo para rumiar semejante ultraje.

—¿Le suena de algo el nombre de Fan’dhom? Sí, una isla que apenas figura en los mapas, pintoresca y plena de lo que llaman tipismo local. Posee algunos pueblecitos encantadores en la zona de La Caspa. Por ejemplo, sin ir más lejos, uno en el que había una modesta casa donde adoraban a cierta Diosa. Ésta —le mostró el colgante que pendía de su cuello—. Se lo preguntaré una vez más. ¿Le suena?

Cómo olvidarlo. Todos a bordo lo miraban acusadores. El silencio se podía cortar.

—Fue… Fue un desafortunado accidente. Los soldados son jóvenes, tienen que desfogarse, y cuando el alcalde sugirió que… Bueno, ya saben —se le escapó una risilla que nadie coreó—. ¡Capitán! ¡Qué cese ya esta pantomima! ¡Exijo ser tratado como prisionero de guerra, de acuerdo con mi grado!

Azami no se dio por aludido. Fue Isa Litzu la que respondió, con voz serena:

—Le doy mi palabra de honor de que nadie va a ponerle la mano encima.

El almirante se relajó un poco. Isa Litzu le sonrió, para arrearle después sin avisar una formidable patada en la entrepierna. El imperial se dobló por el dolor, aunque no llegó a caer. La capitana levantó los brazos, con las palmas hacia fuera.

—¿Ve? Sin manos. Yo siempre mantengo mi palabra.

Y dicho esto, Isa Litzu le fue propinando patada tras patada en rápida sucesión. El noble, incapaz de pararlas, retrocedió paso a paso hasta chocar con la borda. Un último puntapié en la boca, y el almirante fue arrojado del barco, aunque en el último momento logró aferrarse al costado, con los pies colgando en el abismo. Isa Litzu se acercó y se quedó mirándolo a la cara. La del imperial no ofrecía muy buen aspecto, sangrante y tumefacta.

—A… Ayúdeme, por favor…

Isa Litzu se limitó a seguir mirando cómo aquel hombre, presa del terror, luchaba por mantenerse con vida. Debido al castigo recibido, apenas podía sujetarse, pero no se rindió. Lloró, chilló, suplicó, renegó de sus dioses y de su patria, y se dejó las uñas mientras sus manos se escurrían inexorablemente, con las palmas en carne viva, ante la mirada inmisericorde de la huwanesa. Al final, el noble no resistió más y cayó al mar dando un gran alarido, aunque no llegó a tocar vivo las nubes. Un jaquetón saltarín lo partió en dos de un bocado.

Lentamente, Isa Litzu se dio la vuelta. Contempló a los asustados prisioneros. Lo más inteligente sería hacerlos prisioneros para canjearlos por un salvoconducto hasta la República, en el improbable caso de que el Imperio aceptara negociar con seres inferiores.

Lo más inteligente, claro que sí. Aquellos tipos habían pasado por Fan’dhom. Ninguno impidió que violaran y mataran a las niñas. La figurilla de una Diosa en la que no creía pendía de su cuello. Estaba allí para recordárselo.

—Arrojadlos por la borda.

Pese a llantos y ruegos la capitana fue obedecida, para regocijo de los peces. Cuando todo hubo concluido, Isa Litzu suspiró.

—Vámonos de aquí.