II

AUNQUE no quisiera admitirlo, a Hakim Azami le había quedado mal sabor de boca con todas aquellas ejecuciones. Y eso que él no era un santo, precisamente. Al cabo de los años había perdido la cuenta de las batallas campales, escaramuzas, abordajes, degollinas y ejecuciones sumarias de las cuales tuvo el dudoso honor de ser testigo. El mundo no estaba diseñado para las almas tiernas, pero tampoco era cuestión, encima, de añadirle recochineo a la hora de mandar a alguien al otro barrio.

—Te invito a una cerveza en la primera taberna abierta que nos pille de paso, sargento.

Azami dijo esto sin pensar; el cuerpo le pedía un poco de alcohol para alejar los pensamientos fúnebres. Entonces cayó en la cuenta de con quién estaba. Igual ella se lo tomaba como una insinuación, pero tampoco quedaría elegante retractarse. Maldijo las nuevas costumbres en el ejército. En los viejos tiempos las cosas eran más fáciles, sin mujeres, y no había que andarse con pies de plomo para evitar malentendidos.

Nadira miró a su superior un tanto sorprendida. Era la primera vez que el viejo le salía con ésas. En los años que llevaba en el Ejército, estaba harta de quitarse de encima a colegas moscones que trataban de llevársela al catre, y que solían recurrir a la excusa de unas copas gratis. Tal vez por eso le había llevado tanto tiempo ascender a sargento. No obstante, Azami siempre le pareció un oficial serio y riguroso, muy centrado en su trabajo. Lo estudió disimuladamente. Igual era verdad que necesitaba un trago, y punto. Lo comprendía. Ella también lo agradecería; por más que tratara de aparentar indiferencia, el espectáculo de las jaulas le había revuelto las tripas.

Se internaron en las callejuelas de uno de los barrios más castizos, excavado en la roca viva. No tardaron mucho, a pesar de ser día festivo, en toparse con un antro acogedor. A aquellas horas apenas se veían parroquianos, ya que casi todos habían comido y bebido en el acantilado, durante el juicio y las ejecuciones. En las tabernas de la zona portuaria, donde los republicanos solían pulular, los bares eran más permisivos. En cambio, en sitios como aquél la visita de una mujer podía desencadenar el escándalo. Asomaron a cabeza por la puerta, con precaución. No se veía un alma, por fortuna. Entraron. El tabernero, agradecido por la llegada de clientes en un día tan flojo, no puso reparos a su presencia.

La cerveza estaba fresquita. Bebieron la primera jarra en silencio, y les pareció que el líquido disipaba los malos humores. Cuando cayó la segunda, Hakim Azami volvió a sentirse humano de nuevo. Empezaron a charlar, aunque evitaron el tema de las jaulas. Se centraron en los nobles de Nereo y sus rarezas y, después de un par de cervezas más, el capitán pagó la cuenta y salieron a la calle.

—Sería aconsejable dar un rodeo por el puerto y caminar un rato para bajar la bebida —sugirió, mientras miraba de reojo a Nadira. Aquella chica aguantaba bien el alcohol; se la veía sobria.

—Por mí, estupendo. No tenemos demasiado trabajo ahora. ¿Recuerda cuando tratamos de entrenar militarmente a los nobles?

—Corramos un tupido velo.

—¿A quién se le ocurrió la brillante idea? De acuerdo, entiendo que la República nos envíe al quinto pino para incrementar su área de influencia política, pero esa manía de confraternizar con unos tipos que sólo quieren que los dejemos en paz…

Hakim Azami suspiró.

—Alguna lumbrera de la camarilla que vegeta en torno al cónsul, seguro. Salvo el doctor Valera, los demás son un hatajo de petimetres políticamente correctos. Ya sabes, sargento: rebosantes de buenas intenciones, pero sin sentido práctico.

—Bueno, de vez en cuando paren algunas leyes potables. Las que regulan el acceso de las mujeres al Ejército, por ejemplo.

Azami gruñó y siguió caminando en silencio. «Igual me he pasado un pelín», pensó Nadira. El capitán estaba chapado a la antigua, como todos los oficiales, y le incomodaba la mezcla de sexos entre sus filas. A pesar de ello, se esforzaba en tratar a la tropa femenina con idéntica dureza que a los chicos, sin paternalismos. Había aprendido mucho bajo sus órdenes. Desde luego, ella prefería a un veterano correoso, pero que procuraba ser justo, antes que a uno de esos hipócritas condescendientes. Además, acababa de descubrir que era un buen conversador, sobre todo a la vera de una jarra de cerveza. Pensó en decir algo intrascendente para animar el ambiente, pero lo dejó estar.

Anduvieron sin hablar durante un rato, siempre en dirección al puerto. Una sombra pasó sobre ellos, y miraron hacia el cielo.

—Otro dirigible nativo —indicó Azami—. Un tanto escuchimizado, me temo.

Nadira lo contempló alejarse.

—Si quiere que le sea sincera, me fascinan, incluso los más pequeños —sonrió—. Supongo que se debe a que me crié tierra adentro, en un kibbutz donde el medio de transporte más avanzado era el carro de bueyes. Da gusto verlos desplazarse tan lentos y majestuosos, con esas enormes aletas batiendo el aire y los cuerpos tan lustrosos, henchidos de gas… Huy —se disculpó—, menuda parrafada acabo de largar.

—Me temo, sargento, que tu entusiasmo no lo comparten los encargados de mantenimiento ni los auxiliares del veterinario. Curar a un dirigible grande de un cólico no es tarea de gusto, precisamente, por no mencionar el desparasitado o la limpieza de orificios.

—Qué me va a contar, mi capitán; ya he tenido que pasar por eso alguna vez, como castigo por levantar la voz a un superior —ella no explicó el motivo, ni él se lo preguntó—. Pero me siguen gustando, caray.

Azami sonrió a su vez. Por su forma de hablar, se notaba que Nadira tenía estudios. Se expresaba con fluidez, aunque no había logrado eliminar el inconfundible acento de su tierra, un deje cantarín que solía dar pie a chistes en los pueblos vecinos. Disimuladamente, la miró como si la viera por primera vez. Era guapa la condenada, se dijo, una genuina hija de las islas Russell, morena, menuda y de curvas generosas. Una pena lo del pelo tan corto, pero las ordenanzas eran sagradas. Cuán distinta a las nativas de Nereo; ser tan rubio no podía resultar sano. Para su propia sorpresa, fantaseó un poco sobre tirarle los tejos, pero sabía que nunca pasaría del plano teórico. «Donde tengas la olla…»

—Descuida, sargento, te comprendo —dijo, para salir del paso—. Yo también soy un kibbutznik de secano. Admiro a esas bestias tanto como me repugna la mar.

En verdad, a veces se pasaba las horas muertas contemplando a aquellos bichos enormes. De vez en cuando se daba un garbeo por los criaderos, con la excusa de una inspección. Le divertían los retozos de los dirigibles jóvenes, antes de que los castraran y les cortaran los apéndices alimentarios. ¿Qué habría sido de la civilización sin ellos? Entendía perfectamente por qué los adoraban en algunas culturas, y se consideraban un regalo de los dioses. La explicación del doctor Valera, cómo no, era más prosaica.

Los antepasados de los dirigibles, según el científico, fueron animales pequeños, tímidos, que escapaban de los depredadores saliendo del mar de nubes durante periodos cada vez más largos. Por supuesto, tarde o temprano debían retornar; el aire era letal para todos los peces, grandes y chicos. Sin embargo, por un accidente de la evolución, finalmente lograron sobrevivir en un entorno repleto de oxígeno y abandonaron su hábitat natural. Generación tras generación se diversificaron y aumentaron de tamaño, al carecer de competidores, pero quedaban indefensos frente a los depredadores en cuanto retornaban al mar de nubes para comer. Finalmente, la selección hizo que no necesitaran bajar al océano para alimentarse. Recolectaban las algas cual pescadores, extendiendo unos apéndices que se desplegaban como redes. El resto de su vida la dedicaban a vagar por el aire, retozar y perpetuarse.

Su domesticación era fácil. Lo complicado consistía en robar los huevos que las hembras depositaban en los bajíos, expuestos los recolectores a morir intoxicados por un golpe de nube o algún depredador avispado. Luego se criaban en grandes recintos, y cuando estaban en sazón, se les despojaba de sus apéndices alimentarios. De este modo, dependían absolutamente de los humanos para nutrirse. Además, una vez castrados crecían bien rápido, y en pocos años quedaban dispuestos para ser enjaezados y transportar una nave. A Azami le daba un poco de pena que los despojaran de sus atributos, pero qué se le iba a hacer. Gracias a ello, la Humanidad se había expandido por el mundo, comunicando miles de islas y archipiélagos.

Los dos militares llegaron a los muelles. Había escaso movimiento aquel día. Corrían malos tiempos para la navegación, con la amenaza del bloqueo imperial. No se veían demasiados mercantes, y la flota de Nereo estaba compuesta por vulgares navíos de cabotaje. Los animales pertenecían a una variedad local de piel gris. Medían unos setenta metros de longitud, con aletas pectorales falciformes y la cola recortada hasta componer un rombo casi perfecto. A poca distancia, en una dársena lateral, los viejos y fiables dirigibles listados de la República devoraban su forraje con glotonería. Su eslora doblaba a la de los nativos y eran muy maniobreros, aunque su velocidad punta no resultara excesiva. El capitán Azami sentía por ellos un especial cariño; al fin y al cabo, más de una vez él y sus tropas habían salvado el pellejo gracias a la estabilidad en combate de aquellas bestias.

Según mandaban las ordenanzas, siempre había al menos un navío republicano debidamente preparado para zarpar, con la marinería en su puesto y la infantería presta a embarcar o en cubierta, más aburrida que una ostra. Los otros dirigibles vagaban por las cercanías, sin necesidad de amarras; estaban bien adiestrados.

—Acerquémonos a saludar al comandante del Demologos, el bueno de Corrochano —propuso Azami.

—No sé si será muy buena idea, mi capitán. Está un tanto chapado a la antigua, ya me entiende.

—No exageres, sargento —trató de disculparlo Azami.

—Eso, usted encima defiéndalo. Corrochano es de los que piensan que transportar a bordo cualquier animal hembra, mujeres inclusive, trae mala suerte, y no se molesta en disimularlo. Recuerde lo que sucedió con el pobrecillo Víctor.

Azami no pudo evitar reírse por lo bajo. Corrochano estaba muy orgulloso de su papagayo Víctor, un espléndido animal de plumaje escarlata que, entre otras cosas, era capaz de llamar por su nombre a toda la oficialidad del barco. Pero un infausto día, el animalito puso un huevo, para perplejidad de su amo.

—¡No es Víctor, sino Victoria! —le dijeron sus amigos a Corrochano, muertos de risa.

El pobre avechucho desapareció, y de él nunca más se supo. El marino se pasó varias semanas sin dirigirle la palabra a nadie, hasta que dejaron de hacer bromas a su costa.

Papagayos transexuales aparte, Hakim Azami debía reconocer que Nadira tenía razón. Corrochano, al igual que otros marinos, no se cansaba de renegar sobre la maldita hora en que la Infantería de Marina dejó de ser un coto masculino. Los aires del cambio no habían llegado aún a la Armada, y Azami disfrutaba requemándole la sangre a su amigo anticipando ese momento. A él, un soldado de la antigua escuela, también le había costado lo suyo aceptar la presencia de mujeres en la tropa, pero los políticos mandaban, así que hizo de tripas corazón. Guardaba una jugosa colección de anécdotas de aquellos primeros tiempos gloriosos, pero ellas estaban deseando demostrar que valían tanto como el que más y trabajaban duro, sin quejarse. Y en los permisos, no iban a la zaga a la hora de empinar el codo. En fin, se dijo, seguro que en el Ejército Imperial no tienen estos problemas.

—Olvidémoslo, y seamos corteses con él. De paso comprobaremos si los chicos están alerta o haraganeando.

—Por la cuenta que les trae, espero que lo primero.

Como ambos suponían, los infantes de servicio estaban limpiando las armas, lustrando el equipo o practicando tácticas de lucha cuerpo a cuerpo. La sargento Nadira se tomaba muy en serio lo de evitar el apoltronamiento, y los soldados bajo su mando habían aprendido a temer sus broncas. Se cuadraron en cuanto los vieron, y Azami les ordenó que prosiguieran con sus ejercicios. Luego se acercaron hasta el puente del navío para saludar al comandante, y departieron durante un rato. Por supuesto, Corrochano nunca le dirigió la palabra a Nadira, como si ella no existiera. La muchacha no le dio importancia; estaba acostumbrada. Azami, en cambio, se sentía un poco violento por la situación, y respiró aliviado cuando salieron a cubierta.

—Si le parece bien, mi capitán —dijo Nadira— me quedaré con los chicos. Cuando libren, los acompañaré para que no se desmanden.

—De acuerdo. Yo me acercaré hasta el consulado. Debo comprobar si son ciertos los rumores de que nos van a encargar el adiestramiento de la nueva policía local, milicia popular o como diablos se llame.

—Que no nos pase nada —la sargento suspiró, resignada—. Ojalá que los candidatos sean menos ceporros que los nobles.

—Los dioses te oigan, sargento.

Sin más ceremonias, Nadira lo saludó militarmente y fue a reunirse con sus hombres. Azami, para su sorpresa, se dio cuenta de que hubiera preferido que ella lo acompañara hasta el barrio republicano. Trató de quitársela de la cabeza mientras emprendía el camino de vuelta solo, a la sombra de los dirigibles.