III

LA noche había sido fría, una de ésas en las que el aire parece de cristal, las estrellas no titilan y todo queda en suspenso, como si el mundo contuviera el aliento. Hakim Azami se caló el gorro hasta las orejas, abrochó el cuello de su parka y se encaminó hacia la balaustrada, con las manos en los bolsillos.

Aunque los años no pasaban en balde, sentíase revivir en aquel gélido paraje. Lo tonificaba, y mantenía los sentidos alerta. El vaho se condensaba nada más salir de su boca, y permanecía en el aire unos segundos, como una estela. También le complacía verificar que ninguno de sus hombres se hubiera levantado antes que él. Viejo y todo, aún podía darles lecciones. Llevaba a sus espaldas muchas noches de dormir al raso, sí.

Las pasarelas permanecían solitarias. Dentro de poco despertaría la ciudad. Los pescadores bajarían en busca de comida para las naves, se montarían los primeros tenderetes en los mercados… Pero ahora podía hacerse la ilusión de que no había nadie más sobre la faz del mundo, de experimentar una peculiar comunión con la naturaleza, de olvidarse de cuantas miserias había sido testigo durante su existencia. Y de alejar a Nadira de su mente.

Avivó el paso. A pesar de que las tablas del piso estaban algo desvencijadas, no hacía ruido al andar. Así, el hombre apoyado en la balaustrada del mirador no lo oyó llegar. Azami carraspeó y el otro se dio la vuelta, sobresaltado, aunque enseguida sonrió al reconocerlo.

—Ah, es usted, capitán. Un día de éstos le regalaré una pulsera con cascabeles, antes de que me mate de un susto.

—Deformación profesional, doctor Valera. ¿Me permite?

—Cómo no.

Valera se hizo a un lado, y así Azami pudo compartir el mirador con él. Ambos contemplaron en silencio el mar de nubes a sus pies, un espectáculo siempre cambiante. Nunca había dos amaneceres iguales. Sin querer, la vista del capitán se fue hacia poniente, presidido por la omnipresente Morada de los Muertos. Su mortecina luz pintaba el mar con un tinte pardusco, malsano. No era supersticioso, pero reprimió un escalofrío.

Valera pareció leerle el pensamiento.

—No se divisa desde Dhrule, ¿eh?

—Es otra de las razones por las que amo mi tierra: no tenemos esa cosa amenazando desplomarse sobre nuestras cabezas. Resulta opresiva.

—Azares de la mecánica celeste, amigo mío. Las fuerzas de marea hacen que el mundo gire en torno a la Morada mostrándole siempre la misma cara. Y tampoco es tan malo, caramba. Aquí está relativamente baja sobre el horizonte, y pronto saldrán los soles para difuminarla un poco.

Azami fue a replicar, pero en ese momento un destello blanco brilló en el inmenso disco de la Morada de los Muertos. Antes de apagarse, adoptó el aspecto de una serpiente de luz que culebreó como si estuviese viva.

—Joder… —murmuró Azami. Estuvo a punto de hacer el Signo de Protección, pero se contuvo. No deseaba que el doctor, un notorio ateo, se riera a su costa.

—Hermosa tormenta eléctrica, sí, señor. Es la mayor en varios meses. Los nativos de Lhum creen que se trata del Juicio de los Dioses, empeñados en fulminar a las almas en pena incapaces de arrepentirse de sus pecados. Claro, en Lhum la Morada pende justo sobre sus cabezas, ocupando la mitad del cielo. Con semejante panorama, esas creencias ya no se antojan tan absurdas.

—Impone, desde luego —callaron un momento, mientras otras tormentas secundarias fulguraban en la Morada. Entonces, Azami recordó algo—. ¿Ha logrado divisar por fin un leviatán?

El doctor sonrió.

—Ya desespero, créame. Llevo aquí un par de horas, y sólo he podido identificar una bandada de torbellinos, un sacabuche enloquecido, un par de antropófagos y lo que parecía la estela de un dirigible áptero. Vulgar morralla…

—Hombre, tienen su encanto, sobre todo los antropófagos —lo miró con malicia—. ¿Seguro que lo del leviatán no es una tomadura de pelo? Resulta difícil concebir la existencia de algo tan gigantesco.

—Hay restos varados en las playas que apoyan mis hipótesis. Si extrapolamos el tamaño de los fragmentos de mandíbula, ese bicho ha de ser capaz de partir en dos de un bocado a un dirigible adulto.

—Suponiendo que ustedes, los naturalistas, no hayan tomado por dientes a unas simples placas dérmicas de perezosos acorazados…

El doctor se picó, y estuvieron discutiendo un rato, mientras la noche agonizaba. A pesar de sus interminables disputas, se llevaban bien, tal vez por tratarse de sujetos muy distintos. Hakim Azami era un dhrulero de pura cepa: estatura mediana, tez morena, cabello gris que en su tiempo fue negro azabache y un cuerpo enjuto, aunque muy fuerte, producto tanto de los genes como de una longeva vida militar. En cambio, Práxedes Valera ejemplificaba al urbanita típico, rechoncho, un tanto gordito, con calvicie incipiente y gafas. Al principio de la misión Azami se lo había tomado un tanto a cuchufleta, pero el científico acabó ganándose el respeto y afecto del contingente militar. Creía en lo que hacía, se desvivía por compartir sus conocimientos, su entusiasmo resultaba contagioso y no era nada cobarde. Jamás se cortaba a la hora de meterse en sitios inverosímiles a la caza de una pista que confirmara sus teorías, incluso arriesgando la propia vida. Más de una vez tuvieron que apartarlo de la orilla del mar, a pique de que se lo zampara algún monstruo. Azami pensaba que aquél era un trabajo inútil, pero lo respetaba. Además, el sabio no era nada presuntuoso. Nada fastidiaba más que esos ratones de biblioteca que miraban a los soldados por encima del hombro, y Valera era de lo más campechano. Ojalá sus colegas de la delegación tomaran ejemplo.

En ese momento, cientos de formas oscuras, como pequeños husos alados, saltaron de la superficie del mar, planearon unos metros y volvieron a sumergirse, dejando tras de sí jirones de nube. A la zaga intuyeron una gran sombra plateada con bandas grises.

—Un jaquetón bastardo persiguiendo un banco de espectrillos —señaló Valera—. Dudo que atrape alguno.

—Los antropófagos tendrían más éxito. Cazan en equipo.

El científico reprimió un escalofrío.

—Me pregunto cómo tiene que ser caerse al mar abierto.

—Supongo que se asfixiaría antes de tocar fondo o de que se lo merendara algún bicho. Que con usted se daría un buen atracón, por cierto.

—En cambio, en su caso no tendría ni para el aperitivo. Además, el pobre animalito se envenenaría.

—Y a pesar de eso, no hacen ascos a comerse a la gente. Que se lo digan a los reos de muerte de este país…

—Los bichos atacan por instinto a todo cuanto se mueve, pero luego pagan caro el error de escoger la presa equivocada. Nuestra química corporal es ajena a la suya. ¿No le sugiere nada eso?

—Ya lo hemos discutido mil veces —Azami levantó la vista al cielo y suspiró—. Lo del Paraíso sin mar, el Pecado original… Puede que los dioses pusieran esos bichos simplemente para darnos por saco.

—Caramba, se supone que el hereje descreído y blasfemo soy yo —Valera sonrió.

—Conozco más puntos de vista. Según opinan los ortodoxos de Dhrule, hubo dos creaciones separadas. En el principio, Dios Padre formó a la Humanidad a partir de una masa de barro, y le otorgó el mundo para que creciera y se multiplicara. Pero los primeros hombres pecaron de soberbia, se rebelaron contra Sus Designios y Él los condenó a penar en la Morada. El castigo también alcanzó a sus hijos, que fueron convertidos en monstruos para que vagaran por el mar de nubes. Nosotros somos Su Segundo Ensayo —sonrió—; los sobreros, por decirlo así. Pero claro, los científicos lo echarán por tierra, como hacen con todas las viejas tradiciones.

—Sólo hay que mirar a través de las apariencias, amigo mío. Supongo que conocerá la teoría de la evolución de Chang.

—Ninguna perversa herejía se nos escapa a los esbirros del orden —repuso, con malicia.

—Pues bien —Valera prosiguió como si no lo hubiera oído—, hay líneas evolutivas muy claras entre las criaturas marinas, una continuidad entre todas ellas; pero nosotros, nuestras plantas y animales de granja, somos completamente distintos. No tenemos nada en común. Nada.

—Lo que confirma la teoría de las dos creaciones separadas, como afirman en mi país —Azami era un individuo de fe más bien tibia, pero disfrutaba sacándolo de sus casillas.

—Tradiciones, desde luego… Como la de que nuestros antepasados vinieron de las estrellas a colonizar este mundo. Eso explicaría las discrepancias biológicas con la fauna nativa. Además, la llegada de los humanos debió de ocurrir hace pocos milenios, ya que los animales nativos aún no han tenido tiempo de aprender que somos tóxicos para ellos.

—Si me permite unas objeciones…

—Qué remedio —Valera fingió hastío, pero él también gustaba de la compañía de Azami. Había abandonado sus prejuicios acerca de lo zopencos que resultaban los militares. El capitán era una persona culta a fuerza de autodidacta.

—La tradición a la que se refiere usted sólo se encuentra aquí, en el archipiélago de Nereo y aledaños, mas cabrían muchas otras interpretaciones. Y en cuanto a lo de venir de las estrellas, explíqueme cómo demonios se puede viajar por un sitio carente de aire. Ni los dirigibles más resistentes pueden ascender por encima de diez kilómetros. ¿Dónde se sustentarían? ¿Y cómo respiraría la tripulación, por muy estanca que fuera la cabina o mucho aire comprimido que almacenase? ¿Y las inmensas distancias que habrá entre las estrellas? Puede que estén a más de un millón de kilómetros de nosotros…

—Tal vez nuestros antepasados dispusieron de medios de surcar el vacío que…

—¿Quién está invocando la magia ahora, profesor?

—Apúntese un tanto, capitán.

Siguieron con su pugna bizantina durante un rato más, mientras el alba se acercaba. En un momento dado, como si los dos estuvieran pensando lo mismo, se callaron. Justo entonces, un arco naranja apareció sobre la línea del horizonte, seguido por otro más intenso, amarillo. Amanecía un día más. Los soles iban trepando por un cielo límpido, sin nubes de agua, y sus rayos aún incidían rasantes sobre el mar. Las volutas de vapores ocres generaban caprichosas y fantasmagóricas sombras, mientras que las algas semovientes desplegaban sus velas triangulares, negras como el carbón, para captar la luz y transmutarla en vida. A lo lejos, una bandada de dirigibles salvajes se recortaba contra el disco de la Morada de los Muertos, mientras sus integrantes descendían con precaución a tender sus redes y alimentarse. El momento tenía algo de mágico. Y entonces, la ciudad comenzó a desperezarse.

Los primeros, cómo no, eran los pescadores. Animados por el vigor que otorgaba la mezcla de té y aguardiente con que acompañaban al desayuno, bajaron al puerto, ocuparon su lugar en las cabrias y comenzaron a halar las redes, entre cánticos, reniegos y blasfemias. Esta noche, la pesca había sido buena, varias toneladas de forraje para alimentar a los dirigibles. Aparte de algas y macroplancton, siempre caía algún animal de mayor tamaño, que habitualmente era arrojado al mar, ya que no había dios que pudiera comérselo. O al menos, así sucedía hasta la llegada del doctor Valera, empeñado en catalogar nuevas especies para la Ciencia. Los pescadores se ganaban una buena propina si recogían algún engendro interesante, aunque no compartían el entusiasmo del naturalista por la fauna marina. Como todos los que vivían junto al mar, experimentaban pánico frente a los bichos, sentimiento que se trocaba en ira cuando algún serruchín rompía las redes y les arruinaba la jornada.

En esta ocasión, el doctor no encontró ninguna rareza. Tan sólo separó lo que parecía una nueva subespecie de angeloso patudo, con flecos más cortos de lo habitual. Entregó unas monedas a un mozo para que lo transportara al laboratorio de campaña. El chico se lo cargó a la espalda y, tarareando una tonadilla de moda, marchó hacia el barrio republicano.

Azami y Valera dejaron los muelles y aún con el frío nocturno helándoles los huesos, acudieron a un mesón cercano. El local, como casi toda la ciudad nativa, estaba horadado en la roca, intentando aprovechar el espacio disponible al máximo. La montaña había quedado reducida a una esponja o, mejor dicho, a un queso donde sus moradores eran como diminutos gusanos, pasando de una galería a otra. El ambiente, caldeado por los fogones a pleno rendimiento y dominado por el ruido de los pinches y el bullicio de los parroquianos, resultaba acogedor. El científico tuvo que limpiar los cristales de sus gafas, sobre los que se había condensado la humedad nada más entrar. El propietario del mesón, un tipo robusto con unos mostachos que le tapaban media cara y el tatuaje de Acólito de Nergal en la frente, los saludó.

—¿Lo de siempre, señores?

Como cada día ellos asintieron, buscaron una mesa apartada y procedieron a dar buena cuenta de un recio desayuno a base de gachas especiadas, capaz de levantar a un muerto. Azami hizo las observaciones cotidianas sobre el buen saque de su rubicundo amigo, éste se quejó de lo injusto que era el metabolismo y al final, bien a gustito, pagaron y se dispusieron a enfrentarse con otra nueva jornada.

Valera se fue, con agilidad que desmentía su figura, a su laboratorio de campaña. El capitán lo vio marchar y sonrió. Sin duda se dedicaría a contarle los flecos al angeloso patudo, disecaría alguno de los bichos que atesoraba en las tinas de formol, luego probaría a descifrar uno de esos pergaminos apolillados obtenidos del expolio de un templo perdido, comería un bocadillo y terminaría la tarde acudiendo a dar clase a niños y adultos nativos. Esto último lo hacía por amor al Arte. O a la Ciencia, mejor dicho.

A diferencia de otros colegas, se empeñaba en que la sabiduría era patrimonio de todos, y constituía un arma para evitar lavados de cerebro y abusos de timadores avispados. En tiempos menos permisivos, o en otro país que no fuera la República de Kherle, esas ideas lo hubieran conducido de cabeza al mar, suspendido de un globo para que bajara más despacio y no se asfixiara enseguida. Y, consecuente que era con su manía del servicio público, trataba de enseñar Historia Natural a la gente de Nereo, un país donde los estudios laicos no eran excesivamente populares. Después de ver a tanto cabroncete suelto por el mundo, se agradecía toparse con un buenazo como Práxedes Valera.

Comenzaba a hacer calor. Los dos soles se alzaban ya sobre el horizonte, y la Morada de los Muertos había dejado de ser una presencia amenazante para convertirse en un fragmento de círculo marrón desvaído en el azul intenso del cielo. Azami se desabrochó la parka y se encaminó hacia el cuartel general republicano, para discutir de los asuntos del día con el cónsul y los jefes civiles de la delegación. Luego acudiría al centro de reclutamiento, a ver si podían sacarles punta a los voluntarios nativos, incapaces de discernir por dónde se empuñaba una espada, o cuál era el extremo menos peligroso de una saeta. Por desgracia, el rumor de que deberían ocuparse de entrenar a la futura Milicia Popular de Lárnaca había resultado cierto. Sería otro día insulso, supuso, pero así era la vida del soldado: largos periodos de tedio seguidos de breves instantes de terror. Gran verdad, ciertamente. Por un momento, envidió al doctor Valera. Al menos, él siempre encontraba algo que hacer, y el mundo no paraba de sorprenderlo.