XXII
VALERA y sus acompañantes corrieron hacia el pasillo y buscaron alguna de las ruedecillas que volvían transparentes las paredes. La giraron y fueron testigos de un fenómeno aterrador. La segunda onda de marea se comportaba de forma bien distinta a su predecesora. Quizá se debiera a una funesta alianza entre la topografía del fondo oceánico y las órbitas celestes, pero la consecuencia era que se habían metido en un lío monumental. En vez del muro recto y uniforme de la anterior pleamar, ahora se abalanzaba sobre ellos un caos irregular de nubes, del cual emergían pseudópodos gaseosos de aspecto casi orgánico. Diminutas motas brincaban sin cesar: peces víctimas del pánico que no alcanzaban a comprender por qué su mundo se había vuelto loco de súbito. Para acabar de arreglarlo, el frente de marea se acercaba más por unos lados que por otros, amenazando con envolver a la expedición como un incendio incontrolado.
Fue un terrible golpe para el doctor. El temido momento del adiós a sus sueños había llegado. Con el ánimo desgarrado, al borde de las lágrimas, dividido entre el deseo de salvar la piel o quedarse entre aquellas valiosísimas reliquias, pidió:
—Di a tus hombres que acudan corriendo a la sala de las estrellas, Isa. Tenemos que llevarnos toda la documentación. Su valor es incalculable. Necesitaremos también a los soldados, Hakim. Por favor —añadió, con la angustia pintada en la cara.
—Corremos peligro de ahogarnos, por si no te habías percatado, grandísimo majadero —la capitana echaba chispas—. La vida de mi tripulación vale más que unos legajos apolillados —miró a los ojos al científico y vio en ellos algo, tal vez el amor sin reservas a una causa, que la desarmó—. Tú ganas, pero tendrá que ser rápido. Lo que no podamos transportar de una vez se quedará aquí. No pienso arriesgarme a dar un segundo viaje. Y por cierto: como el mar nos mate, y dé la casualidad de que exista otra vida y aparezcamos juntos en el mismo infierno, juro que te voy a estar martirizando durante toda la eternidad.
Con un gesto de agradecimiento infinito, Valera indicó a los marineros y soldados que iban llegando a toda prisa lo que debían transportar. Los improvisados porteadores, conscientes de lo que se les venía encima, no necesitaban que nadie los azuzase. En aquellos momentos, sin duda, se estaban acordando de todos los difuntos del doctor. Teniendo en cuenta la urgencia de la situación, el expolio de la sala se llevó a cabo con orden y concierto. Las cajas vacías que los huwaneses habían sacado previamente del barracón del mig vinieron que ni pintadas. De todos modos, tampoco había un volumen excesivo de papeles, así que no fue necesario disponer de todo el personal.
Isa Litzu ayudó como el que más, y fue de las últimas en abandonar la sala. Comprobó que todos sus marineros hubieran salido, y se dispuso a imitarlos. Justo entonces, su mirada se posó en uno de los armarios empotrados que había resistido todos los intentos de abrirlo. La mesa vecina exhibía varios botones de colores, los cuales parecían estar clamando: «¡púlsame!» Dudaba que después de tantos siglos, aquello funcionara. Aunque pensándolo bien, las estrellas del techo seguían moviéndose. Por probar…
Empezó a tocar los botones al azar. Como nada sucedía, decidió ser más enérgica y los aporreó, en apariencia sin resultado. Iba a marcharse cuando la voz de Valera la sobresaltó:
—¿Se puede saber cómo demonios lo has hecho, Isa?
—¿Eh? A mí, que me registren. Me he limitado a tocar aquí, pero…
El doctor señaló hacia el techo con el dedo. Isa lo siguió con la mirada y se estremeció. El gran disco blanco estaba cambiado. Una porción cercana al disco se había desprendido de éste y aumentaba de tamaño a gran velocidad. El doctor y la capitana se encogieron involuntariamente, pero la fantasmal imagen se detuvo y, sobreimpresas, aparecieron unas palabras misteriosas. Valera las fue leyendo, sin comprender su significado:
—Vega… Sirio… Viejo Sol… Centauri…
El científico parecía hipnotizado. Isa Litzu le tironeó del brazo.
—Sé el sacrificio que te supone, Práxedes, pero vamos con el tiempo justo. Tenemos que largarnos ya.
Valera no la escuchaba. Se acercó a la mesa y se puso a apretar febrilmente los botones, aunque nada sucedió en esta ocasión.
—¡Prueba tú de nuevo, Isa! —imploró—. Si antes lo hiciste, ahora…
—Deja eso, Práxedes. Ya. Si no salimos de aquí de inmediato, moriremos ahogados, y tú tendrás la culpa.
Isa Litzu no había llegado a capitana de un corsario huwanés por capricho del destino. Estaba acostumbrada a mandar y ser obedecida. Habló en un tono capaz de poner firme a un muerto, aunque no alzó demasiado la voz. Los pocos infantes de Marina que aún quedaban en el recinto miraron a la huwanesa con respeto. Aquella individua sabía hacer su trabajo, sí, señor. Valera humilló la cabeza y, avergonzado, se dedicó a ayudar a vaciar los últimos cajones.
La capitana suspiró. Los hombres tendían a comportarse como chiquillos. En el fondo, nunca maduraban; sólo se hacían viejos. Sin saber muy bien por qué, propinó un puñetazo a la mesa y se dispuso a largarse.
A su espalda, la puerta del armario empotrado se abrió con un chirrido. En su interior había una caja negra, del tamaño de un ataúd infantil. Litzu se la quedó mirando un momento.
—Cosa tuya, gran dios Murphy, supongo —murmuró, y tiró de ella—. ¡Hakim, ven a echarme una mano! ¡Esto pesa!
Poco después, la sala quedaba desierta y aún más vacía que antes. Así, nadie fue testigo de lo que aconteció. Un mecanismo viejo de milenios se desperezó, y las estrellas del techo se apagaron. La negrura se enseñoreó del recinto, rota tan sólo por uno de los paneles. En él aparecieron unas letras blancas, que componían un escueto mensaje.
★★★
Ajenos a todo aquello, los expedicionarios salieron del Ojo acarreando a toda prisa su valiosa carga hasta el Orca. Al igual que el comandante de un buque que se va a pique, el doctor fue el último en abandonar el edificio. La amonestación de Isa Litzu había hecho mella en él. Se sentía responsable de la seguridad de todos, y no quería que nadie, por despiste, quedase rezagado. Lanzó una última mirada a su alrededor, plena de nostalgia y tristeza, a la que fue morada de los antiguos dioses. Entre ellos, si sus teorías eran ciertas, estuvieron sus antepasados directos, gentes poseedoras de saberes perdidos. Procuró que todas las puertas quedaran cerradas. No estaría bien que, por su culpa, el océano invadiera unos edificios que habían resistido el paso de los siglos. Tuvo que reprimir un sollozo. Atrás dejaba más interrogantes de los que albergaba antes de llegar al mayor yacimiento arqueológico de todos los tiempos.
Valera sacudió la cabeza, tratando de evadirse del abatimiento pasajero, y volvió a fijarse en el mar. El corazón le dio un vuelco. La barrera de nubes de varios cientos de metros de altura estaba ya prácticamente encima de ellos. Carecía de la majestuosidad de la primera pleamar; más bien tratábase de una pesadilla hecha realidad. Los tentáculos gaseosos se retorcían como sierpes desquiciadas, y vertiginosos remolinos rebullían sin orden ni concierto; en suma, un pavoroso espectáculo.
Una vez repuesto de la impresión, el doctor corrió como el que más hacia el Orca. Aunque la gran ola lamía ya la parte más baja de la meseta, parecía que aún dispondrían de tiempo para escapar. Iban un tanto justos, eso sí. El dirigible tendría que subir a toda velocidad más de quinientos metros, no sólo para salvarse de las letales nubes, sino de multitud de bichos frenéticos que saltaban entre ellas. Algunos parecían depredadores de tamaño considerable. Valera recordó al monstruo que se llevó por delante al traidor Salomón, y sintió un escalofrío recorrer su espinazo.
Pese a la premura, la retirada se efectuó en orden, sin que cundiera el pánico. Eso hablaba mucho a favor de Isa Litzu, Azami y del grado de confianza y adiestramiento de sus respectivos subordinados. Todos llegaron al Orca y entregaron la carga en un tiempo récord. Valera no consintió subir por la escalerilla hasta que el último de los marineros estuvo a salvo. Él los había metido en aquella situación y, por más que sintiera la urgencia de escapar del peligro, consideraba su deber anteponer la seguridad ajena a la propia. A buenas horas, pensaron algunos.
Valera estaba ya trepando por la escalerilla y tocando con la mano la amura del Orca, cuando lo imprevisto sucedió. De repente, las caprichosas turbulencias convergieron en un punto y una bocanada de gas brotó a gran velocidad de la cresta de aquella irregular onda. Antes de que el dirigible tuviera opción de moverse, el gas se extendió por encima del barco como un palio, a unos trescientos metros sobre él. Corrían el riesgo de quedar sumergidos. Y por aquello de que las desgracias nunca venían solas, cabalgando en la nube se divisaba una figura colosal, que se movía muy rápida. Marineros y soldados la miraron boquiabiertos. Aquello no podía ser real. La alarma empezó a cundir cuando comprobaron que iba derechita a por ellos. Valera supo enseguida de qué se trataba. Era tan asombroso que se olvidó de sentir miedo.
—¡Un leviatán! Existen, como yo suponía…
—¡Pues vaya un momento que ha elegido para darte la razón! —bramó Isa Litzu, aferrándose al gobernalle—. ¡Agarraos donde buenamente podáis, y aguantad la respiración!
Los huwaneses alzaron al doctor en volandas y lo depositaron sin demasiados miramientos en la cubierta. Cortaron de un machetazo el cable del ancla y la capitana tiró de las riendas del dirigible, aguijándolo sin piedad. El animal dio un coletazo espasmódico, luego otro, y el barco se movió.
El leviatán se arrojó sobre ellos, planeando con unas aletas triangulares que recordaban a las de un enterprise. Quedaba claro que estaba hambriento, y los consideraba una presa sumamente apetecible. Con una sangre fría a toda prueba, Isa Litzu aguardó hasta el último momento para hacer virar al dirigible, el cual logró esquivar por los pelos la acometida de la inmensa bestia. Los tripulantes experimentaron la sacudida debida al aire desplazado por tan voluminosa criatura, que dejaba tras de sí un hedor vomitivo. La situación empeoraba por momentos. El leviatán trataba de virar, planeando en el aire, y además les cortaba la retirada por el único espacio libre. La capitana no se lo pensó dos veces, y el Orca enfiló hacia el techo de nubes.
Visto desde arriba, el océano cubría ya totalmente la meseta. No quedaba ni rastro de tierra firme; sólo una vastedad parda y ondulante. Un minuto después, el Orca emergió del mar, dejando a su popa una delgada estela de nubes. El dirigible movía la cola desesperadamente, tratando de alcanzar el cielo, mientras que los humanos que transportaba volvían a respirar, medio asfixiados. Y en pos de ellos saltó el leviatán, inasequible al desaliento. Había tomado impulso y se dirigía como un proyectil hacia su presa. Aunque era incapaz de flotar en el aire como los dirigibles, su forma aerodinámica y las aletas pectorales permitían una buena sustentación momentánea, al igual que los peces voladores. Sólo que estos últimos apenas medían tres palmos de longitud.
Como hipnotizados, Valera y los demás contemplaron a aquel monstruo de imposible tamaño acortar las distancias. Sus fauces se abrieron, desplegando lo que podría describirse como una batería de guadañas imbricadas, cada una de ellas mayor que dos hombres y con los bordes aserrados. A los costados, las placas acorazadas refulgían a la luz de los soles. Aquel animal era mucho mayor y más majestuoso de lo que Valera había supuesto, a juzgar por los restos que de vez en cuando se recogían en las playas.
Cuando todos creían que no saldrían vivos del lance, un último coletazo agónico del Orca los salvó. Las mandíbulas del leviatán chascaron impotentes y el coloso se dejó caer suavemente hacia las profundidades del océano, burlado e insatisfecho. El suspiro colectivo de alivio fue perfectamente audible. Tal era el estado de nervios del personal que ni siquiera hubo vítores. Ya se podían dar con un canto en los dientes por el hecho de seguir en el mundo. Por supuesto, Valera no pudo contenerse ante semejante hallazgo científico.
—¿Os habéis fijado? ¡Debía de medir medio kilómetro de largo! A juzgar por las piezas bucales, debe de ser un pariente lejano de los jaquetones.
Varias docenas de ojos lo miraron con intenciones asesinas. Valera se dio cuenta de que se había pasado varios pueblos con su entusiasmo.
—Me siento tentada de ordenar que te arrojemos por la borda, Práxedes —dijo Isa Litzu, con voz que trataba de sonar calmada—. Así podrías estudiar esa cosa más de cerca, ¿no crees?
El doctor tragó saliva.
—Capto la indirecta. Calladito estoy más guapo.
—Eso es.
El leviatán no volvió a dar señales de vida. Probablemente se trataba de un carnívoro inteligente, y sabía cuándo una presa quedaba fuera de su alcance. Lógicamente, Isa Litzu había hecho subir al dirigible hasta una cota segura. Le costó lo suyo; el pobre animal había quedado exhausto por el esfuerzo y el terror.
★★★
Las siguientes horas fueron dedicadas a estibar la carga en condiciones y a reponerse del susto. Poco a poco, la inquina hacia el doctor se fue disipando, y todos se congratularon por el buen fin de aquella gran aventura. Tan sólo Valera estaba algo mohíno, aguardando a que la marea bajara de nuevo. Sin embargo, para su desdicha, los astros siguieron imperturbables su curso y la siguiente bajamar fue menos pronunciada. De la morada de los dioses sólo pudo intuirse la cola del solitario enterprise en la pista de cemento, y la pupila del Ojo del Sumo Hacedor, que parecía observarlos con desprecio. Ante la tímida sugerencia del doctor de aproximarse a echar un vistazo, la capitana fue tajante.
—Ahí va a bajar tu padre, majo. No pienso acabar de primer plato de un bicho capaz de devorarnos de un solo bocado. Otra vez será.
—Sí, dentro de dos mil años… —murmuró Valera, cariacontecido.
Azami se compadeció de él.
—Acéptalo con deportividad. Los edificios no se van a mover del lugar. Disponemos de sus coordenadas precisas; consuélate pensando que en el futuro nuestros descendientes inventarán algún modo seguro de bajar. No sé, una campana blindada de buceo…
—No me vengas con cuentos de ciencia ficción, Hakim.
—Sólo intentaba ser amable, Práxedes. Además, piensa en lo que nos hemos llevado. Seguro que acabarás descubriendo auténticos portentos.
—Si tú lo dices…
Sin embargo, el capitán tenía razón. La expedición podía considerarse como un triunfo personal del científico. Los antiguos dioses existieron y, con la documentación requisada, era probable que descifrara su idioma. El nutritivo rancho de a bordo contribuyó a levantarle el ánimo. Además, durante el viaje de vuelta podría clasificar todo aquel botín, pasar a limpio las transcripciones de los rótulos de las puertas y los dibujos, etcétera. Isa Litzu le confirmó que se tomarían el retorno a casa con más calma, para que el pobre dirigible se recuperara de las penalidades sufridas y volviera a ser el de antes. Por tanto, se avecinaban unas cuantas jornadas tranquilas y apacibles.
A Isa Litzu también se le había disipado ya el enfado provocado por la chifladura de aquel sabio excéntrico, que a poco los entierra a todos. El gran dios Murphy veló por sus fieles, alabado fuera, y el lance había resultado épico. En aquel momento se hallaba relajada, de excelente ánimo. Una vez pasado el peligro, y con la tranquilidad añadida que suponía navegar bajo pabellón republicano, experimentaba gran interés por los hallazgos que pudieran reposar en la bodega. Durante el descenso a tierra, su labor se había limitado a supervisar el transporte de cajas al barco, mientras que Valera, Omar y los otros se divertían jugando a los exploradores en el Ojo. Había probado a abrir varias cajas in situ. Resultó fácil, aunque comprobó que cuando no estaban vacías, contenían máquinas de extraño aspecto y función desconocida, que parecían recién salidas de fábrica. En aquel momento desistió de forzar más; prefirió emplear el escaso tiempo disponible en cargar cuanto más posible en el Orca. Ya habría lugar, con más calma, de averiguar qué se habían llevado exactamente. ¿Por qué no ahora?
Además de la humana curiosidad, la capitana hacía cábalas sobre el beneficio económico extra que podría sacar. Aunque las cajas no encerraran joyas o monedas, sino artilugios de interés exclusivamente científico, probablemente la Universidad Central Republicana pagaría un buen pico por el botín. Obviamente, no pensaba desprenderse de ellas así como así. Habían arriesgado sus vidas por aquel botín, y la filantropía era ajena a su experiencia cotidiana. De acuerdo, los papeles se los podía quedar el doctor, pero las cajas habían sido rescatadas exclusivamente por marineros huwaneses. Sobre eso, no pensaba transigir. Ya discutiría los detalles más adelante con el científico. De momento, pensaba dejarlo tranquilo; que disfrutara un poco descifrando los enigmas antiguos.
Isa Litzu cedió a Omar el mando del Orca y bajó a la bodega. Allí, enclaustrado, estaba Valera rodeado de cajas despanzurradas.
—Hola, Práxedes. ¿Algo interesante?
Valera dio un respingo.
—No te había oído llegar —le sonrió—. Disculpa el desorden.
—Por motivos de seguridad, no deberías dejar tantos chismes sueltos. ¿Qué tal si estudias una caja por vez, y guardas lo demás? —se acercó a fisgonear.
—Acepto la reprimenda. Sé que debería ser metódico, pero hay tanto y tan novedoso… Maldita sea, no sé para qué sirve la inmensa mayoría de todo esto —señaló a los objetos que lo rodeaban—. En cambio, ciertas cosas son inquietantemente familiares. Permíteme que te muestre algo.
Valera extrajo con sumo cuidado un frasco de una de las cajas. Era de vidrio color topacio, con un gran tapón negro de un material duro y desconocido. En su interior se veía una sustancia blanca, como sal, y su estado de conservación podía considerarse perfecto. Llevaba una etiqueta blanca con rótulos indescifrables, pero la calavera con las tibias cruzadas dibujada en una esquina resultaba inconfundible.
—Veneno —dijo Isa Litzu.
—Eso creo. Echa un vistazo a esta otra.
El dibujo en la etiqueta mostraba a una mano sobre la que caían unas gotas de líquido, causándole una herida de la que brotaba humo.
—Una sustancia corrosiva…
—Ajá. Parece que algunas cajas iban destinadas a un laboratorio químico. Espero que en la universidad podamos analizar su contenido con las debidas precauciones, identificarlo… Y eso, de paso, ayudaría a traducir los rótulos.
—No se te ocurra abrir un frasco en mi barco, por si las moscas —le rogó Isa Litzu, sobre todo al fijarse en el dibujo de una explosión.
—Tranquila. En cuanto me di cuenta de que se trataba de productos químicos, los traté con sumo cuidado. Después de pasar gran parte de mi vida en un laboratorio, odio los accidentes tontos.
—Sí, prefieres los desastres apoteósicos —bromeó la capitana, poniéndole una mano en el hombro.
—¿Pretendes que me sienta culpable por haberos usado para mis fines egoístas? —se giró y la miró fijamente—. A veces debo obrar de forma que no me gusta, pensando en el bien que los descubrimientos científicos traerán a las generaciones futuras. Deseo un mundo más justo, donde se pueda vivir mejor…
—Eso mismo piensan todos los fanáticos religiosos, Práxedes —contestó Isa Litzu.
—Déjame terminar. Sí, os he manipulado, lo reconozco, pero intento tranquilizar mi conciencia diciéndome que también saldréis ganando con el negocio. No me interrumpas, por favor. Sé que vas a objetarme que no tengo derecho a decidir por vosotros, y que abusé de vuestra situación precaria cuando el incidente con los imperiales. Además, he arriesgado vuestras vidas, tanto en Felinia como en el fondo del océano —suspiró—. ¿Qué puedo alegar en mi defensa? Lo siento. He reflexionado mucho sobre mi comportamiento durante estos últimos días. Especialmente ahora, a toro pasado, tranquilo entre estas reliquias.
—¿Y a qué conclusión has llegado, si puede saberse? —Isa Litzu se sentó junto a él.
—A que no es lícito alcanzar el conocimiento a cualquier precio. He puesto en serio peligro a gente a la que considero amiga. Me estoy convirtiendo en una especie de monstruo, algo contra lo que siempre luché… cuando lo veía en otros. Incluso peor: mi actitud puede compararse a la de un chiquillo caprichoso y consentido. Me tomo la Ciencia como una partida de ajedrez contra no sé cuál adversario; la ignorancia, quizá. Con tal de ganar, estoy dispuesto a sacrificar mis piezas, sin contar con que éstas son seres humanos. He tardado demasiado en darme cuenta, me temo. No sé si soy un desalmado o un niño grande. ¿A ti qué te parece?
El doctor sonaba sinceramente apenado. A su pesar, aquella confesión tocó una fibra sensible que Isa Litzu no sospechaba albergar.
—Bueno, considérate como un general en campaña. La tropa puede ser sacrificable, si se logra ganar la batalla.
—No lo arregles, que es peor.
—Ni tú te pongas tan trágico. ¿Hay algún tesoro más, aparte de bombas en potencia?
—Pues ahora que lo mencionas… —Valera volvía a animarse—. ¿Qué te sugiere esto de acá?
Amorosamente, el doctor abrió una caja de regular tamaño. Su contenido resultó ser de lo más heterogéneo y pintoresco. Isa Litzu no pudo evitar un gesto de extrañeza, que dejó paso lentamente a la comprensión.
—Eso de ahí es un rompecabezas infantil, a juzgar por los colorines y la ñoñería de los dibujos. ¿Me equivoco?
—Al parecer, en eso coincidían con los educadores actuales. Pero estás contemplando los modelos más simples. En cambio, fíjate en éstos.
—Joder…
Valera le pasó una especie de cubo de vidrio con una imagen tridimensional en su interior. Representaba a un perrito la mar de vivaracho, que daba la impresión de estar vivo y de mirar al observador aunque éste girara el cubo.
—Hay unas letras en la base —observó la capitana—. ¿Ante qué clase de magia nos hallamos? Se ocultan y aparecen según incida la luz…
—Magia no; tecnología. La cual viola todas las leyes de la Óptica, dicho sea de paso. En cuanto a las letras, seguramente compondrán la palabra perro en el idioma de los antiguos. Con un poco de suerte, si se trata de material didáctico escolar nos facilitará la comprensión de la lengua arcana. Por desgracia, creo que sólo usaban el latín en ocasiones puntuales.
Isa Litzu pensó para sí que aquel objeto podría valer una fortuna en el mercado libre, aunque se abstuvo de comentar algo tan prosaico. Estuvieron un rato rebuscando entre las maravillas de la caja. El doctor se sentía feliz al comprobar que aquello interesaba a su amiga. El compartir un descubrimiento siempre resultaba placentero. Y en verdad, había objetos fascinantes, que combinaban ingenuidad con una increíble complejidad técnica, junto a otros de vulgar cartón y colores chillones, sin duda ideados para los parvulitos.
Sin embargo, los cubos con imágenes en su interior eran los que robaban su atención. En ellos se veían retazos de un mundo que una vez fue, ajenos o familiares, que a veces les arrancaban una sonrisa: un gatito, una casa de aspecto anodino como las republicanas de clase media, un árbol con pinta de álamo, una pareja de niños… Curiosamente, estos últimos iban desnudos.
—Parece que los dioses no eran mojigatos —comentó Isa Litzu—, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de material escolar.
—A menos que perteneciera a un pederasta, cosa que no creo —sonrió Valera.
En otro de los cubos había un rostro femenino. El cabello negro caía lacio, aunque parecía ondular cuando se lo observaba desde diferentes ángulos. La mirada de la mujer era serena, insondable, como si encerrara toda la sabiduría de sus ancestros.
—Nuestros Primeros Padres no eran como afirman los imperiales —señaló Isa Litzu.
—Sí, pero tampoco podría adscribirla a ninguna de las etnias actuales. Ese tono aceitunado, los ojos rasgados… Por otra parte, si te fijaste en la parejita de niños, él era de tez más clara. Disponemos de pocos elementos de juicio con una muestra tan reducida, pero da la impresión de que no hacían ascos a la diversidad. Buena señal —concluyó.
—Supongo que esas letras bajo el cuello significarán mujer.
—O diosa, o tal vez su nombre de pila, si se trataba de algún personaje famoso. En fin, aquí hay tarea para un rebaño de filólogos. Sigamos curioseando.
Había esferas y discos de color negro que, por más vueltas que les dieran, no mostraban nada, aparte de su tersa superficie.
—O se les acabó su fuente de energía hace siglos, o somos demasiado zopencos para hacerlos funcionar —reflexionó Valera en voz alta.
En el fondo de la caja quedaban unos cuantos artilugios planos, de un peculiar material gris pizarra, con dimensiones similares a las de un libro. Valera descubrió que poseían una especie de cierre en un costado, y abrió uno. La tapa se giraba merced a unas bisagras, revelando una superficie rectangular en la cual se disponían unas teclas cuadradas. Cada una llevaba inscrita una letra mayúscula, un número o un signo de puntuación. El doctor enarcó las cejas.
—¿Serviría para aprender a leer? Probablemente, el alumno escribiría con tiza las letras en la tapa, y las que hay dibujadas serían una especie de chuleta.
—¿Y esas ranuras y botones de los costados?
—Tal vez albergue algún compartimiento secreto.
Al final, nada más sacaron en claro. Probaron con otra caja.
—Me disponía a examinarla justo antes de que llegaras. Es la que había en el último armario empotrado, y la única que presenta letras en el exterior.
—¿El que abrí por accidente? Ya recuerdo. A ver… «SEMPAI BIOCORP» —leyó Isa Litzu—. En mi idioma, sempai viene a significar algo parecido a maestro. Supongo que se tratará de una mera coincidencia.
—Eso creo. Vamos con ella. Hasta la fecha, ninguna de las cajas me ha dado problemas; de todos modos, no te pongas delante. Así, a mi espalda. Cómo pesa la condenada…
Con precaución, Valera soltó el cerrojo. La tapa se alzó, inofensiva. Echaron una ojeada a lo que había dentro y luego se miraron, con expresión de absoluta perplejidad.
—¿Qué puñetas es? —preguntó Isa Litzu.
—Que me cuelguen si lo sé.
El cachivache en cuestión se asemejaba a un champiñón embarazado, víctima de cruel sarpullido. Las pústulas parecían hechas de piedras semipreciosas, tal vez turquesas y cuarzos de colores diversos. En total contaron otros cuatro objetos idénticos al primero. Los examinaron detenidamente. Bajo las gemas había números y letras, que nada aclaraban.
Tal vez fuera por el capricho de algún dios ocioso que empezaran a pulsar las gemas al azar, como en un juego. Isa Litzu, por accidente, debió de dar con una secuencia clave. De repente, las gemas rojas, y sólo ellas, comenzaron a destellar, con una cadencia de una pulsación por segundo. La capitana estuvo a punto de dejar caer el artilugio. El doctor se lo arrebató de las manos y lo puso con sumo cuidado sobre otra caja. Aquello seguía centelleando, indiferente a los perplejos humanos que estaban pendientes de él.
—¿Se puede saber cómo lo has hecho, Isa? —a Valera le temblaba la voz.
—Soy inocente, lo juro. Me limitaba a imitarte. Igual el cacharro me tiene manía. O a lo mejor se debe al toque femenino —añadió, con falsa coquetería.
El doctor volvió a pulsar las gemas, tanto en el aparato díscolo como en los otros que contenía la caja, con nulo éxito. Al final se dio por vencido.
—Habrá que mantenerlo bajo observación, por si acaso —miró con resentimiento al artefacto que parecía estar burlándose de él—. No me explico cómo diantre funciona tras milenios de inactividad. Si al menos pudiera abrirlo… Pero no veo rastro de junturas, remaches ni tornillos.
Volvieron a guardar los artilugios inactivos, dejando al otro apartado en un rincón.
—¿Por qué no sales a que te dé el aire, Práxedes? Vas a acabar más blanco que un espectro de seguir así.
Valera suspiró y claudicó.
—De acuerdo. Una caja más y nos vamos.
En esta ocasión no encontraron aparatos misteriosos, sino algo bastante más banal.
—¿Banderas? —Valera alzó una de ellas; exhibía el mismo patrón blanquiazul que la cola del enterprise.
—Debe de haber suficientes para engalanar todos los barracones…
—Qué patrioteros; quién lo diría. Las hay desde tamaño pañuelo hasta sábana.
—Ahora que lo pienso, Práxedes, ningún país usa banderas blanquiazules.
—No había caído en la cuenta; qué curioso —desplegó una de ellas—. ¿Has reparado en el tejido? —lo acarició con los dedos—. No es lino, algodón, ni seda…
—Si es cierto que venían de otro mundo, a saber qué plantas textiles cultivarían allá.
—Igual obtenían las telas a partir de arañas amaestradas.
—¡Anda ya!
Se pusieron a charlar ociosamente, mientras recogían el contenido de las cajas y lo dejaban todo bien ordenado. Sin prisas, al tiempo que especulaban sobre cómo podría ser la patria de los antiguos dioses a juzgar por los indicios disponibles, subieron a cubierta. Era tiempo del ocaso, y una dulce brisa les acarició la piel. En el cielo, las primeras estrellas trataban de brillar, aún demasiado débiles, como cohibidas por el inmenso disco de la Morada de los Muertos. El tiempo parecía fluir con languidez, al compás de los coletazos perezosos del dirigible. Se acercaron a la cocina a por un bocado y luego se reunieron con Azami y Nadira, a departir tranquilamente mientras las horas transcurrían sin que se dieran cuenta.
El mar se estremecía ocasionalmente por alguna onda de marea, remanente de la Gran Conjunción, aunque cada vez eran menos acusadas. Los ciclos cósmicos retornaban a sus cauces habituales. El Orca navegaba bien alto, con las velas desplegadas bajo la quilla para ahorrar forraje y esfuerzos al dirigible. Surcaba una atmósfera clara como el cristal, que ahora, una vez caída la noche, permitía que las estrellas refulgieran en toda su gloria, y los detalles de la Morada de los Muertos se apreciaran a la perfección. En esta ocasión, la faz del astro permanecía tranquila, al igual que la superficie del océano, dotada de una tenue fosforescencia. Ningún pez se dejaba ver; todo parecía confabularse para otorgar al paisaje una quietud perfecta.
Azami, Nadira y los soldados se retiraron a dormir a sus literas en la bodega. Valera les dijo que iría más tarde. Le gustaba trasnochar, y aquella noche invitaba a la reflexión tranquila. Además, Isa Litzu parecía deseosa de seguir platicando otro buen rato. Valera la observó, tratando de no parecer muy descarado. Se la veía relajada, distendida, más que en todo el tiempo que llevaban compartiendo fatigas. No se comportaba como la capitana cínica y de vuelta de todo que había conocido en un bar de Lárnaca. Por supuesto, no dudaba de sus dotes de mando y capacidad profesional. Sin embargo, ahora se revelaba como una persona incluso alegre, culta, observadora y dotada de un sentido del humor con tintes negruzcos. Era algo de agradecer. Hasta el presente, con la honrosa excepción de Azami, la mayoría de gente con ganas de charlar que el doctor había conocido pertenecía al círculo de colegas científicos, o bien al género de los idealistas con escaso sentido práctico. Isa Litzu tenía los pies bien plantados en el suelo; mejor dicho, en la cubierta de su navío. No pretendía arreglar el mundo, sino navegar por él tratando de sacarle el máximo partido posible. Ciertamente, no era una filosofía muy habitual dentro de su círculo de amistades. Para qué engañarse, aquella mujer le resultaba fascinante. Y ahora, con sus rasgos suavizados por la penumbra, le pareció incluso atractiva.
En cuanto a la capitana, también se encontraba muy a gusto junto a Valera. Cuando no porfiaba en hundir su barco, o en lograr que lo caparan, resultaba un tipo la mar de apañado. Era difícil que cerrara la boca, eso sí, pero siempre procuraba no apabullar a los demás, a diferencia de tantos otros sabihondos. Tampoco la trataba con condescendencia, ni se cortaba por hallarse tan próximo a una mujer. A pesar de algún ramalazo infantil, en el fondo era un sujeto ecuánime, con un enternecedor ramalazo idealista. Y tampoco era tan feo, ahora que se fijaba. Tal vez…
—¿No te apetece un vasito de ron antes de dormir, Práxedes? Todavía me quedan existencias en el camarote.
—Has pronunciado las palabras mágicas.
El doctor la siguió, obediente. Mientras, los marineros de guardia atendían las labores rutinarias de vigilancia, en busca de barcos ausentes de aquellas soledades. Ninguno prestó atención a la pareja cuando se encerró en el camarote, o al menos no lo demostró.
Entre ambos dieron buena cuenta de media botella de ron, con la reverencia y prosopopeya que tan excelso licor requería. Luego se quedaron mirando a las estrellas a través del ventanal del camarote, apurando los últimos sorbos. El ron, camino del estómago, iba dejando un delicioso calorcillo a su paso.
—Me pregunto en cuál de esos puntos de luz nacieron nuestros antepasados —murmuró Valera.
—Y si siguen vivos —añadió Isa Litzu, con voz soñadora, impropia de ella—. Y en tal caso, qué dirían si vieran en qué se han convertido sus hijos.
Se giró y su mirada se cruzó con la del científico. Éste tragó saliva y quedó inmóvil. De repente, era consciente de la interesante situación en que se encontraba. Estaba a solas con una mujer a la que admiraba, y que ahora parecía querer leer en su alma con aquellos ojos grises, hermosos, enigmáticos, como los de cierta diosa encerrada en un cubo de cristal. Pero Isa estaba allí, a su alcance, tangible, real. Valera no se atrevía a hablar. Deseaba acercarse a ella, estrecharla entre sus brazos, pero igual las huwanesas interpretaban mal ciertas actitudes, y él no quería perder su respeto y afecto. Por otra parte temía que de seguir así, como un pazguato, ella lo tomara por tonto del culo. Así que sonrió y se encogió de hombros, como preguntando: «¿qué soléis hacer vosotros en estos casos?» Por supuesto, no habló. Las palabras estaban de más.
Ella sonrió a su vez. «Los he visto más lanzados», parecía decirle. Como si se hubieran puesto de acuerdo, apuraron los vasos, los dejaron sobre la mesa y se besaron.
La noche pasó, sin prisas, mientras soldados y marineros dormían o velaban, un hombre y una mujer se lo pasaban estupendamente a solas y en la bodega, en un rincón, un aparato seguía emitiendo pulsos luminosos con mecánica regularidad.
Y en la profundidad del océano, las estrellas volvieron a brillar en una sala oval, sin testigos que admirasen su gloria silente. Tampoco había nadie capaz de leer el mensaje que, machaconamente, parpadeaba en uno de los paneles: «RADIOBALIZA CUÁNTICA ACTIVADA».