XXIV

EL puerto de Lárnaca era un hervidero de actividad frenética, al menos en los muelles. Una red sostenida por dirigibles cautivos impedía la partida de barcos sin autorización, para desespero de los muchos que porfiaban por salir de allí. Las fuerzas policiales se las veían y deseaban para mantener el orden. Aquello se había convertido en una monumental ratonera.

Por supuesto, en su momento los navíos republicanos tendrían el paso franco. Las autoridades locales estaban encantadas de que tan incómodos aliados se marcharan. Los vientos del cambio político soplaban con inusitada fuerza. Sin aquellos extranjeros entrometidos cerca, resultaría más fácil mostrar de manera inequívoca un jubiloso apoyo al Imperio.

El paisaje urbano también había cambiado. Los oficiantes del Inefable Advenimiento estaban muy crecidos, y se mostraban sin recato por las calles. Muchos ciudadanos manifestaban públicamente su inquebrantable adhesión a sus doctrinas. Quienes se habían reído de ellos eran ahora los más vocingleros, los más interesados en demostrar sincero arrepentimiento. Y ¿qué mejor forma de hacerlo que acusando y atacando a los enemigos de los nuevos amos? Si aún no había comenzado la escabechina contra los colaboracionistas con la República, se debía a la fuerte presencia militar de ésta. Alguien con dos dedos de frente había logrado convencer a los más fanáticos de que esperaran unos días a que se ausentaran los observadores indiscretos. Tendrían todo el tiempo del mundo para ajustar cuentas.

Al Orca le fue permitida la entrada al puerto. Nada más fondear, el doctor saltó a tierra y enfiló derechito al consulado. Los soldados lo escoltaron sin pensárselo. Caminar solo por la ciudad no parecía una buena idea, a menos que un grupo de infantes de Marina con caras de mala leche contuviera a los exaltados.

El barrio republicano estaba sometido a un estado de sitio, o poco menos. La multitud que se agolpaba a sus puertas suplicaba asilo. Era una cola de seres aterrorizados, conscientes de lo que se les venía encima. Habían apostado por el equipo perdedor, y ahora deberían arrostrar las consecuencias. En su mayoría se trataba de hombres que presumían de librepensadores, o bien que luchaban por la igualdad social. La llegada de la delegación republicana había hecho que salieran del armario, expresaran sin tapujos sus convicciones e incluso que ocuparan puestos importantes en la administración local. Su rápido ascenso, y el tratar de aplicar leyes que chocaban contra tradiciones seculares, les había granjeado muchos enemigos. Dependían de la República, y ésta los dejaba ahora en la estacada, expuestos a la revancha. No habría merced para ellos. Los políticos liberales que, en su momento, solicitaron el establecimiento de relaciones con la República, tendrían más suerte. Sin duda se salvarían de la quema delatando a sus subordinados. Era ley de vida.

Los hombres no sólo temían por ellos mismos, sino que se angustiaban por el porvenir de sus mujeres e hijos. Los oficiantes del Inefable advenimiento pregonaban el fuego, la horca y los peces para los herejes e impíos, hasta la tercera generación. Tenían la obligación de salir de allí o, al menos, evacuar a los más débiles. Por eso, familias enteras se hacinaban a las puertas de la delegación, pero un cordón de bien entrenados infantes de Marina les cerraba el paso a la salvación. Los ruegos y las súplicas conmovían hasta a las piedras, pero no las dejaron entrar. Órdenes eran órdenes.

Valera y su escolta pasaron a través de aquella humanidad doliente y asustada. Los soldados apartaban como buenamente podían a tantos pobres desesperados que les imploraban una plaza para escapar de Lárnaca. Otros les ofrecían dinero, joyas o sus escasas pertenencias, pero eran rechazados sin miramientos. Ninguno de los avergonzados republicanos osaba mirarlos a la cara. Tampoco Isa Litzu, que se había unido al grupo por interés propio. La única esperanza para el Orca, tal como estaban las cosas, era salir en convoy con los buques republicanos, enarbolando su bandera. Dada la valiosa carga que portaba, daba por seguro que el cónsul no pondría reparos. Podían negociar con su seguridad a cambio de los tesoros arqueológicos rescatados del mar. Siempre quedaba la opción de darles esquinazo en el momento propicio si se tornaban muy escrupulosos.

Con alivio considerable, la escolta llegó al barrio ocupado por la delegación. Los infantes saludaron a sus compañeros y se cruzaron comentarios acerca de lo jodidas que se habían puesto las circunstancias. Una vez a salvo, Azami ordenó romper filas y los hombres se dispersaron. Tenían mucho que preguntar y que contar.

Durante todo el rato, Valera había permanecido tranquilo en apariencia, caminando junto a los demás. Pero conforme sorteaban a aquellos aspirantes a refugiados, su rostro se fue crispando. Había en sus ojos una determinación feroz. Una vez en zona republicana, Azami no se separó de él. Isa Litzu, haciéndose la despistada, tampoco. Aguardaban que el doctor estallase de algún modo, pero él se mantenía sereno. O tal vez se estuviera reservando para cantarle las cuarenta al cónsul. Lo tenía difícil; el diplomático se negaba a recibir a nadie en esos momentos, agobiado por el trabajo, ni siquiera a quienes regresaban de una importantísima expedición científica. El diplomático había anunciado que dirigiría unas palabras a todo el personal dentro de unas horas.

—Esperaremos —dijo Valera.

—No estarás tramando algo, ¿verdad? —preguntó Azami—. Sólo faltaría que agredieras al cónsul y tuviéramos que encadenarte en la sentina del Demologos. Bastante mal me siento ya como para, encima, tener que actuar contra un amigo.

—Descuida, no pienso ponerle las manos encima. Sabes que no sirvo para eso.

Azami no quedó muy convencido. En cuanto a Isa Litzu, se lo tomaba con calma y resignación. Lo sentía por aquellos pobres diablos, pero lo importante del caso era que el Orca, con toda su tripulación, podría salir indemne de Lárnaca. Una vez en alta mar, que les echaran un galgo. Por supuesto, cumpliría los compromisos adquiridos con Valera, ya que fueron acordados de la manera más solemne: desnudos bajo las sábanas, en el camarote de la capitana. El peculiar código comercial huwanés era sagrado, por no mencionar su honor como oficial. De ahí en adelante, ancho era el mundo, y el Imperio no presumía de omnipresente. Al menos, no aún.

★★★

La ceremonia de despedida, pues de eso se trataba, transcurriría en la explanada central del barrio. Algún asesor, a despecho de lo trágico de la situación, se había empeñado en dotarla de cierta solemnidad. Probablemente el cónsul, con mala conciencia, trataba de aparentar normalidad frente a lo que era una retirada en toda regla.

El mantenimiento de buenas relaciones con el Imperio requería ceder el control de Nereo. La República consideraba que era un archipiélago cuyo escaso interés estratégico no compensaba el riesgo de una escalada bélica de consecuencias imprevisibles. Por otro lado, los imperiales habían dejado bien claro que no tolerarían el éxodo de la población civil. No interferirían con la marcha de los buques republicanos, pero el personal nativo debería quedarse. El cónsul suponía para qué. Los castigos ejemplares contribuirían a persuadir a los indecisos de las ventajas de abrazar el nuevo sistema de gobierno. Menos mal que aquel incordio del doctor Valera había regresado justo a tiempo; sólo le hubiera faltado otro problema añadido. Por enésima vez, se preguntó cómo alguien había afirmado una vez que la Diplomacia era una carrera gratificante.

El acto comenzó. En la explanada, la tropa estaba formada, mientras que los médicos y demás colaboradores aguardaban de pie a que aquella mascarada concluyera. Sólo se veían caras largas. Desde un improvisado estrado, el cónsul y alguno de sus aláteres dirigirían unas palabras al público, y luego se retirarían todos al puerto en una maniobra bien planificada, embarcarían y adiós, muy buenas. Ahora, al menos, reinaba una cierta paz. Los nativos que se amontonaban fuera del cordón de seguridad quizá creían que, a última hora, sus amigos republicanos se compadecerían de ellos y los salvarían. Que siguieran manteniendo la esperanza. El cónsul había preparado un discurso tranquilizador, pleno de fe en el futuro. Confiaba en que eso los mantuviera calmados hasta que se hubieran ido con viento fresco.

El primer discurso corrió a cargo de Efrén Balthus, Primer Agregado Cultural del consulado. Su encendida alocución versó sobre el entendimiento entre los pueblos y la concordia universal. Constituyó una hermosísima declaración de intenciones, admirable y ante todo hueca. Los nativos no eran estúpidos, y comenzaron a barruntar de qué iba realmente aquello. Se escucharon murmullos y nadie aplaudió al orador cuando finalizó. Salvo alguno de los que figuraban en el estrado, el resto era consciente del papelón que estaban representando.

Luego llegó el turno de la poetisa Aldara: más de lo mismo. Fue bonito mientras duró, os queremos mucho, sed felices y que os vaya bien. Os recordaremos con cariño, y lo que aquí hemos construido entre todos perdurará en nuestros corazones. Y se quedó tan ancha. Hubo más murmullos, muchos más, y no sólo entre los nativos.

Estaba prevista alguna otra intervención más, pero el cónsul decidió que sería más piadoso abreviar, así que tomó la palabra. Con aplomo fruto de la experiencia, glosó brevemente cuanto de positivo hubo en la colaboración entre la República y Nereo. Como sin darle importancia, lamentó que los avatares de las relaciones internacionales los obligaran a retornar a casa, y procuró tranquilizar a los que se quedaban en Lárnaca. El Imperio había prometido que respetaría a la población civil, intercediendo ante las nuevas autoridades. Finalmente hizo votos por el futuro y afirmó que en la República se crearía la Plataforma Solidaria con el Pueblo de Nereo, para recaudar fondos de ayuda humanitaria. La poetisa Aldara y sus colegas asintieron con entusiasmo. Desde luego, una vez en casa, labores humanitarias no iban a faltar. Nada más llegar, organizarían una multitudinaria sentada en la Plaza Mayor de la capital que sería recordada durante años. Había que hacer todo lo posible por aquellos pobres amigos.

A los nativos se les cayó el mundo encima. Sabían lo que podían esperar de las promesas imperiales; más o menos, como contratar a un profanador de tumbas para que custodiara un cementerio. Y sabían que los republicanos lo sabían a su vez, y a pesar de eso los dejaban tirados. La estupefacción y el dolor eran tales que de momento ni siquiera gritaban su ira. Ya tendrían tiempo de desgañitarse después, pero en el potro de tortura, las jaulas o la picota.

Azami no era el único en sentirse asqueado, abochornado de representar a su país en esos momentos. Sólo anhelaba que aquella bufonada cruel terminase cuanto antes para salir de allí corriendo y poder olvidar. No sería la primera vez. Tampoco era hombre dado a emborracharse, pero en esta ocasión lo necesitaba de veras.

Y entonces, Práxedes Valera subió al estrado. Aquello no estaba previsto aunque nadie, salvo los organizadores del acto, se dio cuenta. Y Azami, por supuesto, pero no iba a ser él quien lo detuviera.

Muchos nativos lo reconocieron. Respetaban al doctor, y el verlo ahí, entre los altos cargos, los decepcionó. ¿También él los abandonaba? Pero eso fue hasta que Valera habló, interrumpiendo el discurso consular. Aunque no elevó el tono, sus palabras se escucharon bien claras. Todos las oyeron: militares, civiles, nativos e incluso unos cuantos huwaneses que se habían acercado por allí para velar por su capitana.

—Déjese de pamplinas, señor cónsul —señaló a los nativos—. Van a matarlos a sangre fría si no los llevamos con nosotros. Usted no lo ignora, ni ellos tampoco. Estoy seguro de que, aunque apretados, queda sitio para todos en la flota. Por una vez en la vida, compórtese como un ser humano en vez de como un político.

El doctor calló. No se percibía ni el zumbido de un insecto. Todos estaban pendientes del estrado y sus ocupantes. El cónsul empezó a sudar. Aquel maldito aguafiestas lo estaba estropeando todo. Por un instante pensó en ordenar que lo arrestaran, pero resultaría contraproducente. Cualquier chispazo podría desatar el pánico. Si al menos Valera se comportara como un histérico, podría mandarlo encerrar al tiempo que se compadecía de él por haber perdido la chaveta. Pero ahí seguía, sereno, con mirada severa y acusadora, espetándole unas cuantas verdades como puños. Y el desgraciado tenía crédito tanto entre los nativos como entre muchos de sus paisanos, a decir verdad. «Perra suerte la mía», pensó el cónsul. «Otros deciden, pero soy yo quien debe dar la cara en público». Trató de salvar la situación.

—Exagera usted, doctor. Es más, sus comentarios son irresponsables. Alarma innecesariamente a la población, provocando un sufrimiento inútil que…

—¿Qué sabrá usted lo que significa el término sufrimiento? —Valera lo cortó, y en su voz había tal autoridad, tal furia contenida, que el cónsul no se atrevió a rechistar—. Yo se lo puedo contar, ¿quiere? Y a ti, Efrén, que eres de los que componen odas sobre el amor filial y tienes a tu madre pudriéndose en un asilo, sin molestarte en visitarla. Y a ti también, Aldara, que por organizar una sentada en pro de los desamparados te crees que con ello has solucionado sus problemas. ¿Sufrimiento? Sufrimiento es que unos bestias te agarren, te violen delante de tus hijas y luego hagan lo mismo con ellas, una y otra vez, y que las maten, y que luego acaben contigo sin prisas, recreándose.

Valera se detuvo para tomar aire. El silencio era glacial. El doctor prosiguió con su filípica, y nadie osó interrumpirlo.

—¿Me lo estoy inventado? No, amigos míos. Nosotros tuvimos que retirar los cadáveres y quemarlos. Fueron los magnánimos imperiales, señor cónsul. Esos pobres de ahí afuera están condenados si los dejamos en tierra. Lo sabe muy bien. ¿Respetar a la población civil? ¡Y un cuerno! Asesinaron a niños pequeños, señor cónsul, delante de su madre, sin importarles que estuviera embarazada. ¿Qué cómo lo sé? Pues porque la habían abierto en canal; sólo espero que la mataran primero. Tiene gracia que sea un ateo descreído quien se lo pida, señor cónsul, pero en nombre de lo más sagrado, salve a esa gente. Está en su mano. Mírelos —los señaló—. Se ven en esta situación porque confiaron en nosotros. Les impulsamos a expresar públicamente sus ideas y ellos nos siguieron la corriente, en vez de permanecer calladitos y a salvo. No tenemos derecho a dejarlos colgados. Si ejercer la caridad supone una mancha en su brillante carrera, señor cónsul, estoy dispuesto a confesar ante testigos que lo amenacé para que me obedeciera. Por favor, no los deje aquí. Hay mujeres, niños, y les aguardan cosas peores que la muerte. Usted decide.

Seguía reinando un silencio sepulcral. El cónsul sudaba ahora a chorros. Detrás de él, sus asesores culturales miraban al doctor como si éste se hubiera vuelto loco. Pero el cónsul sabía que Valera estaba bien cuerdo y que sus reproches eran justos. Y también sabía que debían irse esa misma tarde de Lárnaca sin los nativos. Las órdenes venían de muy arriba. Intentó razonar con el científico por última vez.

—El desafortunado incidente que relata no tiene por qué repetirse aquí. Nos han dado garantías firmes de que… —y no pudo seguir; la mirada de Valera lo desarmó.

—Calificar aquella monstruosidad de desafortunado incidente es como llamar caricia a una patada en los huevos. Según su criterio, lo del pobre viejo al que molieron a palos, crucificaron y sacaron los ojos podría denominarse legítimo intercambio de pareceres, ¿verdad? Señor cónsul, en nombre de la decencia, ¿los ayudará o no?

El diplomático se dio por vencido, al tiempo que maldecía en su fuero interno al cretino que parió la feliz idea de pronunciar un discurso público de despedida, en vez de largarse discretamente.

—Insisto en las garantías dadas por el Imperio.

—Los abandona, entonces.

—Su terminología es injusta, y un poco fuerte. Hablando con propiedad, más bien…

—Me quedo.

—¿Cómo? —aquella inesperada salida desconcertó al cónsul.

—¿No entiende nuestro idioma, acaso? Yo me quedo aquí. No podría volver a mirarme a la cara si dejara en la estacada a la gente que confía en nuestra protección, que nos admira por representar una sociedad más libre. Yo contribuí a generar ese sentimiento. Justo es que comparta su suerte.

—Pero ¿se ha vuelto usted loco? Lo… —se detuvo justo a tiempo, mas el daño ya estaba hecho.

—No se corte y termine la frase, por favor: «lo matarán». Lo sé, y me aterra la idea —al doctor le temblaba un poco la voz—, pero cuando se da una palabra hay que cumplirla. Contrajimos un compromiso con ellos. Si somos incapaces de mantenerlo, debemos pagar el precio. Reflexione: de no haber venido a Nereo, esos pobres de ahí afuera seguirían tranquilos, y nadie los molestaría. Pero se atrevieron a expresar en público sus ideas por culpa nuestra. Es muy bonito jugar a ser solidarios cuando no comporta riesgo alguno. Nosotros regresaremos al hogar, dulce hogar, sanos y salvos. Luego vendrán las sentadas y todo eso, que a ellos no les servirá de nada pero tranquilizará nuestras conciencias. Es inmoral. Se lo dice alguien que ha llegado a poner a sus amigos en peligro de muerte, sólo para demostrar que tenía razón. Y ahora, por añadidura, se me pide que abandone a hombres y mujeres a los que he impartido clase, con los que he hablado, a los que he alentado. Pues me niego.

—Pero nadie le protegerá cuando…

—Lo sé, señor cónsul. Y si ésos de ahí deciden ajusticiarme por haber contribuido a su ruina y a la de sus hijos, lo acepto. Si fuera creyente, afirmaría que se trata de justicia divina.

El diplomático se desesperaba por momentos. Aquel tipo iba en serio. Entonces consideró que el doctor Valera era alguien importante en la sociedad republicana, y si perecía por su culpa, la cabeza de cierto cónsul sería pedida en bandeja de plata.

—Atienda, doctor, sea razonable. Estamos lejos de la República. El Imperio es fuerte y…

Valera lo cortó de nuevo.

—Es fuerte porque nosotros hemos tolerado que lo sea. Los imperiales siempre interpretarán nuestra vacilación como debilidad, y nos irán comiendo terreno. Un poco de allá, de acullá… Qué más da, dirán nuestros dirigentes, eso ocurre lejos. Hasta que un buen día acudan a la puerta de nuestra casa con un millar de acorazados, y nos borren del mapa. Señor cónsul, en algún momento tendremos que plantarnos, que decirles: ¡basta! Me temo que ya sea tarde. Si nuestros políticos albergaran un mínimo de responsabilidad, hace mucho que habrían parado los pies al Imperio. En fin, soy un iluso. Tenemos lo que nos merecemos. Que lo pase usted bien, señor cónsul.

Valera hizo ademán de dar media vuelta y el cónsul, asustado, trató de impedírselo.

—Detenga ya esta locura. Puedo ordenar que lo encarcelen.

—Si intenta evitar que me quede, le juro que se arrepentirá. Aunque me aherrojen y me encierren en un calabozo, tarde o temprano me suicidaré, en el mar o de vuelta a la República. Y antes de eso, me las arreglaré para inculparlo. La porquería le salpicará hasta el tupé, señor cónsul. Arruinaría su carrera. Piénselo. Permanezco aquí por propia voluntad, plenamente consciente de las consecuencias de mis actos. Lo hago porque creía que la República encarnaba unos ideales nobles, que son traicionados por el beneficio inmediato. Reniego de ella. ¿Puedo bajar ya del estrado?

El cónsul adoptó un tono suplicante.

—Por favor, doctor. Usted es alguien importante. Su pérdida significaría un desastre para la Universidad. Recapacite, se lo ruego.

—Mire, la Ciencia seguirá aunque los hombres perezcan. La capitana Litzu se encargará de entregar mi legado a la Universidad, así como de negociar con ella. Pongo la mano en el fuego por su honradez. Y ahora déjeme ya tranquilo, por favor, antes de que caiga en la cuenta de lo que realmente estoy haciendo y me arrepienta.

Valera se encaminó a paso lento hacia la salida del barrio. La tensión acumulada empezaba a cobrarse su tributo tras el estallido, y temblaba como un azogado. Sabía lo que le aguardaba, pero no retrocedió.

El cónsul estaba ya harto de malos tragos. Se enjugó el sudor y confió en que la tropa contuviera a una multitud que sin duda se volvería histérica. Menos mal que las pertenencias de la delegación habían sido embarcadas previamente.

—Capitán, ordene a sus hombres que inicien la marcha, a ambos lados de los civiles. Vámonos.

★★★

Hakim Azami no le escuchaba. Tan sólo veía a su amigo alejarse hacia su fin y entonces, en una especie de destello mental, desfiló ante sus ojos otra situación similar que vivió unos veinte años atrás.

¿Cómo se llamaba la isla? Sebrénica. Sí, eso era. En esa época aún no pasaba de sargento, y aquélla fue una de sus primeras misiones humanitarias. Al igual que ahora, recibieron la orden de replegarse y no intervenir. Algunas noches, antes de conciliar el sueño, aún podía escuchar los gritos de júbilo de los milicianos, que sólo aguardaban su retirada para ensañarse con los pobres diablos de los campos de refugiados. Los alaridos de los hombres, los chillidos de las mujeres mientras las forzaban, el sonido del acero cortando cabezas, amputando miembros, el humo… Y ellos allí, firmes, sin que se les permitiera evitar la carnicería. No era raro que uno se tornara cínico con el tiempo.

Y de nuevo la historia volvía a repetirse. Todos se retirarían a casa, a lamerse las heridas, hasta la próxima. Todos menos Práxedes, el único de los presentes con una pizca de dignidad.

—¿Capitán? ¿A qué espera?

Azami salió de su ensimismamiento. Valera estaba a punto de llegar al límite del barrio, a mezclarse con unos nativos que lo lincharían. En el estrado, los asesores lo miraban con impaciencia. Y entonces supo cuál era su deber: que su amigo no muriera solo.

—De acuerdo con el apartado 14°, subapartado 1°, de las ordenanzas militares, todo oficial puede negarse a acatar una orden que considere injusta, señor cónsul. En este caso, pienso que la actitud de usted peca de lesa humanidad. Renuncio a mi cargo y grado, y me quedo. Pero antes… Sargento Nadira, te entrego el mando. Aunque hay otros más veteranos, tú eres la única a la que le resta un poco de buen juicio en esta casa de locos. Buena suerte.

Sin pensárselo más, el capitán echó a caminar hacia Valera, que se había quedado inmóvil, tan atónito como los demás. El veterano militar iba murmurando algo dirigido al cónsul, tal vez «anda y que te den». Se detuvo junto al científico, cabreado, pero sintiendo que se había quitado un enorme peso de encima.

—Ésta no te la perdono, Práxedes —y los dos hombres se fundieron en un abrazo.

El silencio seguía siendo sepulcral. El cónsul, al borde de una apoplejía y sin saber cómo diantre acabaría aquello, gritó:

—¡Usted, sargento! ¡Póngase en marcha!

—Con el debido respeto, de acuerdo con el apartado 14°, subapartado 2°, de las ordenanzas militares, también los suboficiales pueden negarse a acatar una orden que consideren injusta, etcétera —miró a Azami y sonrió—. En serio, mi capitán, ¿pensabas que te iba a dejar solo?

Azami estaba emocionado.

—Escucha, chiquilla, no seas insensata. No sabes dónde te has metido. ¿Tienes idea de lo que van a hacerte si sales por esa puerta?

—De chiquilla, nada. Y tú, mi capitán, ¿crees que merece la pena vivir abandonándoos a vosotros, como a los perros inútiles para cazar? —se reunió con ellos mientras, ahora sí, entre las tropas se notaba cierta agitación—. De acuerdo, ya somos tres. Si esto acaba mal, que sea rápido, y con honor.

—Estamos a punto de palmarla como auténticos gilipollas, pero el honor que no falte —Azami suspiró—. En fin, no demoremos lo inevitable —se dirigieron hacia la puerta con la cabeza muy alta.

A estas alturas el cónsul ya había perdido los papeles, por no hablar de sus acompañantes.

—¡Quién quiera que esté al mando, vámonos de aquí!

Ninguno de los infantes dio un paso al frente. Días atrás habían podido contemplar el poderío de un acorazado imperial, y varios de ellos fueron testigos de la masacre de Fan’dhom. Los más jóvenes tenían en la patria a padres, novias y hermanas; toda una vida por delante, en suma. Quedarse era equivalente al suicidio, pero no iban a dejar solo a su capitán, ni al chalado del doctor, ni a la sargento, ni a los refugiados que mendigaban compasión. Existía algo llamado vergüenza.

Algunos civiles se unieron al plante de las tropas, mientras que otros, más sensatos o miedosos, no sabían dónde meterse. En un rincón, los huwaneses asistían impasibles a aquel drama que no iba con ellos, salvo por el hecho de que complicaba la partida del Orca.

Antes de que cundiera más aún el desconcierto, Valera reaccionó.

—Tú mandas, Azami.

—Menudo embolado —el militar suspiró—. Bueno, muchachos, escoltaremos al cónsul y a quienes deseen marcharse antes de que sea más tarde. Tened las armas a punto. Técnicamente, estamos en situación de guerra. Ah, sí —señaló hacia la puerta—. Dejadlos pasar.

Los nativos entraron en tropel, todavía sin acabar de creérselo. Alguien iba a defenderlos. Muchos rodearon a Práxedes, Azami y Nadira y se arrodillaron ante ellos, dándoles efusivamente las gracias y llorando a lágrima viva.

Los tres republicanos se miraron, emocionados. Aunque no salieran de aquélla, habían hecho lo correcto.