XXX
EL convoy de refugiados, ahora con otro barco y unos cuantos botes salvavidas más, prosiguió con su lenta huida hacia la República. Isa Litzu había manifestado que aquello le parecía más una romería que otra cosa pero, a pesar de sus quejas, se empeñó en organizar toda aquella colección de fósiles náuticos.
En el Orca y el Escitia había ahora bastantes plazas libres, por desgracia. Después de celebrar las honras fúnebres por los caídos en la batalla, los infantes de Marina supervivientes pasaron al navío huwanés, que se convirtió de hecho en la nave insignia de la flota, y la única con capacidad real de combate. El Escitia pudo así acoger un buen lote de refugiados y descongestionar algo los abarrotados transportes. Isa Litzu también impartió un cursillo acelerado sobre el arte de aparejar dirigibles, lo que permitió aumentar la velocidad media del grupo; de caracol anémico a tortuga coja, según la capitana.
Valera se sentía como si hubiera regresado a casa. A pesar de que sólo hacía unas semanas de eso, resultaba difícil admitir que hubo un tiempo en que el corsario huwanés no era su hogar. Ya no disponía de su biblioteca ni del instrumental científico, pero no los extrañaba demasiado. A decir verdad, no había tenido tiempo de ponerse nostálgico.
Hasta cierto punto, podía considerarse feliz. Se sentía en paz consigo mismo, libre de toda atadura. Trataba de disfrutar de cada momento, de maravillarse de seguir vivo contra todo pronóstico. Le relajaba bastante contemplar al resto de los barcos, movidos por los cadenciosos coletazos de los dirigibles. Sonaba de lo más cursi, pero iban cargados de esperanza. El viento traía el sonido de las risas infantiles, y los adultos mantenían la moral alta. La clave de esto último radicaba en mantener a la gente ocupada en algo. Engalanar los buques, por ejemplo. La idea se le ocurrió a Nadira y su eminente sentido práctico.
—¿Y si los ponemos a coser banderas, por ejemplo? La inactividad conlleva el desánimo y los negros pensamientos.
—¿Banderas? ¿Cuáles? —replicó Azami, enfurruñado—. La republicana sería un sarcasmo, después de que dejáramos tirados a esos pobres.
—Y yo voy por libre, así que olvídate de la huwanesa —añadió Isa Litzu—. En cuanto a la del Orca, es personal e intransferible.
—¿Qué tal la que vimos en aquel enterprise? —la expresión de Nadira era traviesa.
—Ojo, no se vayan a mosquear los dioses contigo —dijo Azami.
—Primero se ocuparían de Práxedes, supongo.
El doctor sonrió.
—A estas alturas, como no me dejen preñado, no sé qué más pueden hacerme…
Al final, a base de telas blancas y azules salidas de no se sabía muy bien dónde, cada barquito tuvo su correspondiente bandera, que ondeaba orgullosa a popa. Por su parte, Valera se cuidó de ocupar el ocio de los demás. Convenció, aunque no necesitó insistir mucho, a los abuelos para que organizaran talleres de narrativa, lo que, traducido al idioma vulgar, significaba que se dedicarían a contar cuentos y leyendas tradicionales a los pequeñajos. Poco a poco, aquello se fue pareciendo más a una comunidad nómada razonablemente ordenada. Por fortuna, los víveres no suponían ningún problema; habían cargado de sobra en Nereo.
—Tienes buena mano con la gente, Práxedes —le dijo Isa Litzu aprovechando un rato de tranquilidad.
—Es lo menos que puedo hacer por ellos. Ya han sufrido bastante.
—No te las des de modesto.
Quedaron sumidos en sus pensamientos. Atardecía, y se anunciaba otra de esas noches claras y serenas, con el océano en calma. Los animales marinos comenzaban a ejecutar sus incomprensibles rutinas, señal de ausencia de leviatanes en las cercanías. Por si acaso, navegaban a gran altura, lo que implicaba pasar más frío, pero qué se le iba a hacer. Con dos ataques de aquel pegajoso monstruo habían tenido suficiente.
En cualquier caso, Valera e Isa Litzu habían recuperado el ritual de ver caer la tarde, al tiempo que admiraban los inmensos horizontes marinos. Claro que, a diferencia del primer viaje, en esta ocasión el Orca no navegaba solo.
—Sé que me odiarás por lo que voy a decirte, Práxedes, pero jamás llegaremos a la República. Vete haciendo a la idea. Los botes salvavidas que se nos escaparon antes de que se hundiera el Behemoth eran rápidos, y ya habrán tenido tiempo de regresar a Nereo y dar la alarma. Los imperiales querrán la revancha, dada su costumbre de no dejar afrenta sin castigo. En esta ocasión no nos subestimarán. Y con el ritmo de marcha que llevamos…
—Nada os obliga a acompañarnos, Isa. Habéis cumplido de sobra.
—No sigas, hijo mío.
Valera no insistió. Los huwaneses no buscaban la gratitud ajena con su heroico acto. Era algo que debía hacerse, y punto. De todos modos, aunque no lo pretendieran se habían ganado la veneración de todos los refugiados y la camaradería de los soldados. Habían combatido y despedido a sus muertos juntos, y eso unía mucho, quiérase o no. A estas alturas se consideraban hermanos de armas.
Los soles acabaron de ponerse, y la Morada de los Muertos se hizo más visible, con algún relámpago ocasional en su faz. Isa Litzu se volvió hacia Valera y le sonrió.
—He guardado algunas cosas en recuerdo de nuestra incursión arqueológica. ¿Te apetece echarles un vistazo?
El doctor asintió de buena gana. Aunque todavía sufría pesadillas en las que aparecían las ruinas del hogar de Almanzora, había ido superando su melancolía. El considerarse responsable de los refugiados, y creerse obligado a darles un ejemplo de entereza, obraron el milagro. Isa Litzu se alegraba de que volviera a ser el de antes.
Los dos se encerraron en el camarote de la capitana. Allí, a modo de original centro de mesa, estaba el artilugio de las lucecitas pulsantes.
—Hombre, cuánto tiempo sin verte —dijo Valera, y luego miró a la mujer fingiendo enfado—. Isa, éste era uno de los objetos que debían ir derechitos a un laboratorio de la Universidad…
Ella se encogió de hombros.
—Le he tomado cariño, qué quieres que te diga. Me recordaba… Bueno, a ti.
—¿Por la forma de seta embarazada que tiene? Tú sí que sabes halagar a un hombre.
Los dos rieron quedamente.
—Calla, Práxedes, que nos van a oír y pensarán que nos estamos corriendo una buena orgía.
—Oye, pues ahora que lo mencionas…
—Tienes razón. Nunca se sabe cuándo puede ser la última.
★★★
Al cabo de un rato yacían en el catre entre sábanas revueltas, sudorosos pero relajados.
—Que nos quiten lo bailado —murmuró Valera.
—Amén.
Permanecieron callados y abrazados, mirando al techo y dejando pasar el tiempo. Valera estaba ya medio amodorrado cuando Isa Litzu le susurró al oído:
—Los caminos de los dioses son inescrutables. ¿Pensaste alguna vez en que todo iba a acabar así?
Valera reprimió un bostezo.
—Siempre creí que terminaría mis días en la cama, de viejecito y rodeado por mis discípulos. Ellos llorarían desconsoladamente tan irreparable pérdida para la Ciencia, por supuesto. Soy un dechado de modestia, ya ves. ¿Y tú?
—De mil maneras, excepto ésta. Dichosos antepasados —miró de reojo al cuadro en la pared.
Guardaron silencio una vez más, dejándose vencer por el sueño. Las respiraciones se tornaron más pausadas. En el camarote reinaba la penumbra, excepto por las luces titilantes del extraño objeto.
—Oye, Isa, ¿no te parece que ese cacharro late ahora más lentamente que cuando lo activamos?
—Estaba intentando dormir, Práxedes. Ah, sí, la cosa. Alguna que otra vez ha alterado el ritmo, pero enseguida retorna a la normalidad.
—Cambios de ritmo… ¿Y si estuviera emitiendo algún tipo de señales?
—Ni idea. A lo mejor sirve para enseñar a los niños, como aquellos rompecabezas.
Valera suspiró.
—Ay, ésa era una de las cosas que más ilusión me hacía: descifrar el idioma de los antiguos dioses. Bah, ya no tiene remedio.
—Así me gusta: que se te pegue el estoicismo huwanés.
—Cada vez que me entra la depre, sólo tengo que pensar en quienes lo perdieron todo. No tengo derecho a quejarme.
—Anda, Práxedes, deja de calentarle la cabeza y duérmete.
★★★
Hubo otras noches, y más momentos para la charla. Lo que más divirtió a Valera fue el empeño de Isa Litzu en explicarle la etiqueta a seguir después de muertos, cuando tuvieran que comparecer ante el tribunal de los dioses. En el caso de los huwaneses, las divinidades resultaban la mar de quisquillosas. Aparentemente, lo que más importaba a tan egregios seres era mantener las formas y huir de estridencias e histerias. Los pecados cometidos en vida tenían un mero papel secundario. Isa Litzu no dejaba de sorprender a su amigo por la manía que le había entrado de que no fuese al infierno. Resultaba enternecedora a la par que siniestra aquella muestra de sincero cariño. En su fuero interno, Valera aún quería aferrarse a la posibilidad sumamente vaga de escapar del acoso imperial, por más que la parte racional de su mente le demostrara que la probabilidad de éxito tendía a cero. Pero cada día que pasaba estaban más cerca de lograrlo. Sería cruel que, después de todo lo que habían sufrido, fracasaran a las puertas de la salvación. Pero Valera sabía que el mundo era despiadado y que a los dioses, de existir, los padecimientos de los mortales los dejaban indiferentes.
★★★
Como no podía ser menos, el Imperio dio con ellos a menos de cuatro jornadas de las aguas territoriales republicanas.
De hecho los podían haber interceptado antes, pero en esta ocasión los perseguidores fueron prudentes y concienzudos. Unos pequeños dirigibles espías informaron del rumbo del convoy, mientras los navíos de línea iban estrechando el cerco durante las horas nocturnas, hasta llegar a completar una perfecta maniobra envolvente. Comprobaron la ausencia de navíos de guerra republicanos, y entonces se dejaron ver.
Para los fugitivos, aquello fue como un mazazo, no menos doloroso por lo esperado para los más pesimistas. Para los que se habían hecho ilusiones, resultó mucho peor.
—Se trata de una flota completa —informó Isa Litzu, catalejo en mano—. Hay tres acorazados tan lustrosos como el Behemoth y varias docenas de naves de línea algo menos potentes, aunque perfectamente capaces de hundirnos. Y son de las rápidas, con dirigibles colialbos. Nos la han jugado de maravilla. Bien, queridos amigos, fue hermoso mientras duró.
—Mierda, estábamos tan cerca… —se lamentó Valera.
—Nunca tuvimos una oportunidad. Es más, estoy segura de que nos han dado vidilla para mortificarnos más.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Azami.
—Poneos en paz con vuestros dioses —fue la sencilla respuesta de Isa Litzu—. Esta vez no dejarán que nos arrimemos. Nos echarán a pique antes.
—Más lo siento por ellos —Valera señaló al resto de la flotilla—. Habían sido felices estos últimos días.
—Tal vez sea mejor así, rápido —Isa Litzu miró a su alrededor—. Estamos completamente cercados. Podemos elegir a cuál de ellos ofrecernos como blanco de tiro.
Se hizo el silencio, hasta que Nadira levantó la cabeza, orgullosa.
—A por la nao capitana, ¡fuera miserias!
—A lo grande, sí —Isa Litzu sonrió—. Hakim, prepara a los hombres para el abordaje, aunque sea un gesto testimonial. Omar, toma los espejos de señales y dile a los demás que nos sigan. De ir cada uno por su lado los cazarían fijo. Y así también, pero nos despacharán antes, sufriremos menos y puede que alguno, escudado por el resto, logre romper el bloqueo.
—Tienen naves interceptoras rápidas —dijo Nadira.
—Bueno, así tendrán que molestarse en atraparnos, en vez de quedarse sentados. Al menos, en cada barco hay alguien que sabe lo que ha de hacer.
Isa Litzu había ideado un sistema para liberar rápidamente cada casco de su dirigible, y evitar así que los imperiales tomaran prisioneros. Sus amigos se estremecieron. Aquello era el final.
Se impartieron las últimas órdenes, y la flotilla se preparó para lo inevitable. En los otros barcos, los padres trataban de engañar a sus hijos, diciéndoles que aquello iba a ser una especie de juego, tragándose el miedo y poniendo buena cara. El Orca avanzó hacia el acorazado Titanic, nave insignia de la VI Flota Imperial, seguido por el resto de buques. Los imperiales se percataron al momento de la maniobra y los otros acorazados, el Siempre Fiel y el Matador, viraron para controlar los flancos. Varias naves de línea y buques de escolta se situaron a retaguardia, para que nadie escapase de la bolsa.
Desde el puesto de mando del Orca se estudiaban las evoluciones del enemigo.
—Son buenos —comentó Azami.
—No van a permitir que se repita lo del Behemoth —contestó Isa Litzu—. Les herimos en su orgullo, donde más les duele.
—Me hubiera gustado acabar espada en mano…
—Me hago cargo, Hakim. Y a mí, pero podemos morir tranquilos. Hemos llevado a cabo una hazaña digna de ser cantada.
—Suponiendo que quede alguien para cantarla —gruño Azami.
Valera exhaló un suspiro entrecortado.
—Esto se acaba, amigos míos…
—Ya cae el telón, sí —repuso Isa Litzu—. Recuerda: cuando el primer heraldo de los dioses, el inefable Xulin, llegue ante ti con una balanza para pesar tu alma…
—Me arrodillaré y le recitaré el mantra número cuatro. Ya me lo has repetido un millón de veces y me lo sé de memoria, palabra de ateo.
—Conviene estar preparados para todo. Hakim y Nadira están exentos de juicio, ya que los dioses aman el valor mostrado en la batalla, pero tú, Práxedes, pues… No me mires así, hombre. Ya me callo. Bien, vamos allá.
Los amigos se cogieron de las manos y ya no hablaron más. Contemplaron la mole inmensa del Titanic, cada vez mayor hacia proa. Se les figuraba oír las órdenes de los maestros artilleros preparando ballestas y catapultas, ansiando verter sangre enemiga o, al menos, convertirlos en chicharrones. Y frente a aquel alarde de poderío navegaban unos barcos prácticamente inermes, pero que encaraban la muerte sin esconderse ni dar la espalda. Si el valor complacía a los dioses, pensó Isa Litzu, seguro que el espectáculo hallaría gracia ante sus ojos. Se acordó de nuevo del cuadro en su camarote. Los antepasados no podían reprocharle nada. Habían estado a su altura por más que, a efectos prácticos, aquello fuera un gesto estéril.
—De acuerdo, dioses —musitó—, disfrutad del espectáculo.