XIV

PRÁXEDES Valera pasó buena parte de la noche diseñando estrategias para abordar al viejo nubero, y las fue desechando una tras otra. Al día siguiente, después de desayunar en el campamento y charlar un poco con los amigos, optó por la más efectiva: ir hacia el templo, dar con Telémaco e improvisar sobre la marcha. A la excursión se apuntó Isa Litzu, ya que no tenía cosa mejor que hacer.

—¿Me permites que te honre con mi compañía? Estaba más aburrida que una ostra y… —se dio cuenta de la expresión burlona del doctor—. No, no hace falta que me lo digas; no tengo ni idea de qué es una ostra. Y ahora ya puedes soltar tu rollo de la herencia léxica de los dioses. Anda, no te cortes.

—Donde hay confianza, da asco —empezaron a caminar—. De todos modos, creas o no en mis teorías, convendrás en que nuestro idioma incluye un montón de frases hechas cuyo origen se nos escapa. Por otro lado, todas nuestras lenguas tienen un origen común, y están estrechamente emparentadas. En cambio, los nombres de personas y lugares son extremadamente diversos. ¿Cómo lo explicas?

—Si quieres que te sea franca, no me quita el sueño. Las cosas son como son, y la vida cotidiana no se verá afectada en caso de que los dioses vinieran de otro mundo.

—¿Nunca has experimentado curiosidad por saber de dónde procedemos?

Isa Litzu se encogió de hombros.

—Me preocupa más hacia dónde vamos. En mi caso, agradecería una vejez tranquila y acomodada, a ser posible.

Valera miró al cielo, dándose por vencido, pero pronto se le pasó el enfado.

—No sé cómo reaccionará el tal Telémaco ante una mujer, Isa —dijo.

—Puede huir, tirarme los tejos o toda la gama intermedia de opciones. Si crees que voy a arruinar tus pesquisas, regreso al campamento. Sin compromiso, Práxedes.

—Prefiero que lo intentemos juntos, a pesar de tu notoria falta de fe en la Ciencia. Normalmente, la gente huye de mí cuando digo de visitar un sitio raro. Ir contigo es una experiencia agradable, para variar.

—No me seas zalamero —replicó Isa, de buen humor.

Apenas se cruzaron con dos o tres personas camino del templo. La gente estaba en el campo, ocupándose de las faenas agrícolas. Los niños ayudaban, bien escardando las malas hierbas, bien cuidando a los bebés mientras sus madres inclinaban el lomo sobre la tierra, sembrando con la ayuda de un palo aguzado. No había escuelas, claro.

Llegaron al templo y se llevaron una pequeña decepción. Desde el aire parecía una edificación grandiosa, pero a ras de suelo resultaba bastante más prosaica. Había un círculo de piedras que rodeaban un edificio de piedra de aspecto ruinoso. Aparentaba ser muy antiguo, pero Valera no pudo discernir su utilidad primigenia. Tal vez se tratara simplemente de un almacén de forraje o una atarazana, los restos olvidados de una época en la que los isleños no daban la espalda al mar.

El presunto templo estaba abierto a los cuatro vientos. Las puertas de madera hacía tiempo que se habían podrido, y podía verse una gran sala hipóstila, con manchas de luz que se colaba por los agujeros del cielorraso. Dieron una vuelta en torno al edificio antes de decidirse a entrar. Junto a lo que parecía la fachada principal, descubrieron un grupo de extrañas estatuas esculpidas en piedra caliza gris. Algunas estaban destrozadas, hasta el punto de quedar irreconocibles, mientras que otras, resguardadas por un contrafuerte del muro, aguantaban en mejor estado. Valera se acercó a ellas y se detuvo delante de una, perplejo.

La estatua representaba en apariencia a un dirigible, pero las aletas pectorales eran grandes, triangulares, rígidas y situadas muy atrás. En vez de aleta caudal llevaba un extraño plano vertical situado al final del cuerpo. Había una hilera de ojos sobre el morro, y en el costado se podían leer una letras grabadas con trazo torpe. A duras penas el doctor las descifró.

—¿Enterprise? —estaba genuinamente asombrado—. ¿Te suena alguna raza de dirigibles con ese nombre?

—Ni idea. Se supone que tú eres el científico, Práxedes.

—Pero tú has navegado bastante más que yo…

—Hay algo perturbador en ese bicho, y mira que soy poco aprensiva. No sabría cómo definirlo. Es demasiado estilizado para tratarse de un dirigible, y esas aletas, la cola… ¿La moverá de lado, en vez de arriba y abajo? Además, fíjate en el culo. ¿Cuántos agujeros tiene? —contempló otra vez a la estatua y se rascó la cabeza, pensativa—. Quizás se trate de la representación de una deidad o un monstruo mitológico.

—Como tu Orca…

—Al menos, nuestras rarezas ultraterrenas son más coherentes. Una orca se parece a un dirigible decente, pero eso… ¿Me estás escuchando, Práxedes?

El doctor se había quedado absorto ante otra escultura. Se trataba de una esfera en la que había unos misteriosos bajorrelieves.

—El globo del mundo…

Isa Litzu se acercó a fisgonear.

—¿Seguro? En tal caso debería estar salpicado de islas y mira, sólo hay unos contornos extraños, enormes en proporción. Fíjate en ése: prácticamente cruza de polo a polo, si tu idea fuera acertada.

—A lo mejor representa al mundo de los dioses —propuso Valera.

—¡Anda ya! No digas sandeces. Es más probable que esa bola sea un objeto de culto, y represente al cojón de algún dios. Un mundo sin islas…

—Yo sí puedo imaginármelo. Tal vez sus dirigibles sean enterprises como aquél…

—Sí. ¿Y cómo cruzan esas grandes masas de tierra? ¿De dónde sacarían el forraje? Las algas no crecen en tierra firme, sabio.

—No sé… A lo mejor los enterprises comen hierba.

Isa Litzu no pudo reprimir una carcajada.

—O se alimentan de piedras. Puestos ya…

Valera se estaba empezando a mosquear con el pitorreo.

—Cabe la posibilidad de que los supuestos dioses sólo vivan en las costas. O cerca de los ríos, caso de existir.

La capitana le dio una palmadita en la cabeza.

—Ay, Práxedes, tantos libros que has leído te han sorbido el seso. Seguro que esas cosas nacieron en la mente de algún sacerdote borracho, inventor de un culto que desapareció hace mucho. Observa —señaló a su alrededor—, todo está en ruinas —señaló a otra escultura—. Repara en ésa: no se parece a nada. Son fantasías, nada más.

Valera tuvo que admitir que la estatua recordaba a un dirigible deformado por alguna mente desquiciada. El cuerpo era delgado como un lápiz, y a los lados salían unas aletas muy largas y finas. Pero lo chocante era que cada una tenía algo así como dos molinillos; además, la cola resultaba disparatada: horizontal, pero con un plano vertical encima que lucía una letra R inscrita dentro de un círculo. En el costado había una estrella, seguida del número 82. En el morro figuraba una pequeña inscripción que Valera, con dificultad, descifró como Enola Gay.

—¿Ves? —dijo Isa Litzu—. Debe de ser el nombre de este demonio con pinta de cruce entre dirigible y pez abisal.

—¿Y el 82?

—Será el número de tontos que se han parado delante de la estatua tratando de descifrar su sentido. Apuesto lo que quieras a que ese Enola Gay es el santo patrón de los bromistas.

Valera fue a soltarle un exabrupto, enfadado por su manía de no tomarse en serio lo que parecía ser un descubrimiento trascendental. Isa lo vio venir y lo tomó del brazo.

—Tranquilo, Práxedes, no te sulfures. En el fondo, creo que te beneficia tener a alguien a tu lado que le saque punta a las cosas y no acepte alegremente lo primero que le digan —sonrió con malicia—. ¿No aseguráis los científicos que el espíritu crítico es lo que nos hace libres?

Valera puso cara de derrotado.

—Tú ganas; me has dado a probar de mi propia medicina. Perdona mi mal carácter. A veces, Hakim también me saca de mis casillas. Ay, puede que tengas razón, pero en mi vida había visto nada semejante.

—Yo tampoco, si quieres que te sea sincera.

Hechas las paces, continuaron con su exploración del templo. Desde luego, no pasaron por alto el resto de estatuas. Muchas parecían variantes del Enola Gay, con sólo un molinillo en cada ala o bien, cosa singular, con uno en la trompa. Había incluso otro que recordaba al enterprise, pero con dos agujeros en el culo, uno a cada lado, y un par de planos verticales sobre la cola. En la peana aún podía leerse una críptica inscripción: MiG-29. El doctor no hacía más que preguntarse por el sentido de aquellos dirigibles deformados y las misteriosas palabras y números que los acompañaban.

—Confío en sacar algo en claro cuando hablemos con el nubero —murmuró—. Echémosle una ojeada al templo.

El interior del edificio daba sensación de abandono. Entre columnas de sección hexagonal, el suelo estaba cubierto por una capa de polvo tachonada de guijarros y escombros diversos. Muchos de ellos habían caído de la techumbre, que amenazaba ruina. El hecho de que todo aquello se mantuviera en pie a pesar del tiempo y la incuria, daba fe del buen hacer de arquitectos y canteros.

El edificio constaba de una nave grande con habitáculos a los lados, a modo de pequeñas capillas. Casi todos parecían destartalados, aunque al fondo había unos que aún conservaban sus puertas, pintadas de azul. A su alrededor el suelo había sido barrido y los pedruscos apartados, salvo algunos que estaban dispuestos según esquemas geométricos.

A cada paso despertaban ecos en las paredes, y levantaban nubecillas de fino polvo. El lugar tenía algo de ominoso. Isa Litzu, como quien no quiere la cosa, se llevó la mano al cinto. De reojo, Valera se percató de que llevaba un cuchillo escondido. La capitana se separó unos metros del doctor, para gozar de libertad de movimientos en caso de que al viejo le diera por atacarles. Por su parte, Valera trató de sonar amistoso:

—¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Somos amigos!

—Eso último es lo que se suele decir cuando se desea abordar un buque en alta mar —el doctor la miró con gesto severo—. O eso, al menos, me han contado. No vayas a pensar mal de mí, ¿eh?

—Calla, no vayas a estropearlo todo…

—Aquí no hay nadie, o bien nuestro amigo no se fía un pelo de nosotros, Práxedes.

Al doctor también le inquietaba el silencio reinante en el edificio. Se fueron acercando con cautela a la zona presuntamente habitada, dejando un rastro de huellas a su paso.

—¿Hay alguien? —insistió Valera—. Somos de la Universidad Central Republicana.

—Eso dilo por ti, majo.

Llegaron a la altura de las puertas azules. Vistas de cerca, pudieron constatar que alguien había garabateado en ellas, con finos trazos negros, unas extravagantes inscripciones. Había letras distribuidas sin orden ni concierto, junto a símbolos de significado desconocido: cinco aros unidos, un ojo, círculos que parecían representar caras sin nariz en distintos estados de ánimo, números invertidos, un gusano cabezón, y los más indescifrables.

—O mucho me equivoco, o quien escribió esto no tenía ni pajolera idea de lo que hacía —habló Valera en voz baja—. Probablemente copió sin ton ni son esas letras de algún manuscrito, figurándosele que se trataba de palabras de poder, sin conocer su significado real.

—Ante un pueblo de analfabetos, eso debe de imponer lo suyo.

—Justamente, querida.

—Y déjame adivinar: tu misión es rescatar el manuscrito del que proceden —señaló a la puerta.

Valera le rogó que se callara y se encaminó hacia otra puerta azul. Había cuatro en total, decoradas de forma similar. Dudó antes de propinar un par de toques con los nudillos en la madera. Isa Litzu se apartó unos pasos, por si al tal Telémaco se le antojara por abrir de golpe y salir hecho una furia.

—¿Hay alguien ahí? ¿Hola?

Nadie respondió a Valera. Éste probó con las demás puertas, sin éxito. Intentó abrirlas, pero estaban atrancadas desde el interior.

—Qué curioso —dijo—. O hay gente encerrada en las cuatro habitaciones, o tienen un sistema de apertura que se me escapa, o…

—No huele mal, así que no se habrá muerto nadie ahí dentro recientemente.

—Tú siempre tan jovial, querida. Oye, a lo mejor al nubero le ha dado un patatús, o algo…

—¿Piensas echar la puerta abajo para comprobarlo?

—No. Al menos, no aún. Supón que el buen hombre haya salido a dar una vuelta, regresa y descubre que le hemos destrozado el garito. Quiero ganarme su confianza, no que me eche con cajas destempladas.

—Pues tú dirás qué hacemos, genio…

Una vocecita se escuchó a sus espaldas:

—Telémaco no les abrirá. Le molesta que lo atosiguen.

Valera dio un respingo. Por su parte, Isa Litzu se movió con insospechada rapidez. En un santiamén se había dado la vuelta, protegido tras un saliente del muro y llevado la mano al cinto. Sin embargo, no llegó a sacar el cuchillo.

—¿Qué haces tu aquí? —preguntó—. Esto… No recuerdo tu nombre.

—Gádor, señora —respondió la niña, llevándose un dedo a los labios, rogándoles silencio. Les hizo gestos para que la acompañaran, y obedecieron intrigados.

Gádor los llevó afuera, a la zona de las estatuas de dirigibles deformes, y se escondieron detrás de lo que Valera pensaba que era un globo terráqueo.

—De acuerdo, chica, aquí estamos —dijo Isa Litzu—. Ahora, explícate. Por cierto, ¿no deberías estar ayudando a tu madre en el campo?

—Ya cumplí mi parte del trabajo, escardando el sembrado —respondió, con desparpajo—. Telémaco se asusta si alguien viene a molestarlo.

—Lo creía más valiente —repuso la capitana—. Cuando llegamos al pueblo, fue el único que aguantó a pie firme, mientras los demás os escondíais.

—Depende de con qué pie se haya levantado —explicó Gádor—. Algunos días amanece la mar de contento, y se pone a cantar mientras limpia las estatuas. En cambio, otros… No quiere saber nada de nadie y se queda solo en su cuarto, y ni siquiera protesta aunque alborotemos. Sólo si arrojamos piedras a las estatuas sale hecho un basilisco a insultarnos. Yo no soy de las que apedrean, que conste. Nunca he roto una —se apresuró a añadir, al ver la mirada severa el doctor.

—Déjame adivinarlo —dijo Isa Litzu—: hoy es uno de esos días en los que Telémaco desea reposar apartado del mundo.

La niña los miró con picardía.

—Creo que sé la manera de lograr que salga —dijo, haciéndose la interesante—. Pero a cambio, deben prometerme que me llevarán de paseo en el barco. Es un buen trato, ¿no les parece?

—Así lo creo —respondió Valera—. ¿Cómo lograrás que Telémaco abandone su cubil?

—Eh, un momento, parejita —Isa Litzu levantó las manos, exasperada—. Se supone que el Orca es mío y… —se contuvo al ver las caras de lástima que le ponían Gádor y el doctor—. Al diablo. De acuerdo, un paseo.

Gádor dio unos saltitos y batió palmas de pura alegría.

—¡Qué bien! Yo no he salido nunca del pueblo. Telémaco me contó que la gente viaja de una isla a otra en grandes dirigibles, pero nunca había visto uno como el vuestro. De mayor tendré que emigrar a otra isla, o eso dice mamá, para cumplir los mandatos de la Diosa. Todavía me faltan unos cuantos años, pero ya desesperaba, porque por aquí no pasa nadie. ¿Vendrán ustedes entonces para llevarme? Ahora no tengo dinero, pero para entonces espero que sí. Luego deberían regresar a por mis hermanas pequeñas, por supuesto. Mientras más salgamos, más posibilidades habrá de llegar a Lhum un siglo de éstos.

—Basta, niña, para el carro —la cortó Isa Litzu; Valera, en cambio, estaba encantado con la frescura de aquella criatura, y por lo bien que se expresaba, a pesar de su corta edad—. Tú cumple tu parte del trato, y luego ya veremos.

—Huy, perdón —se puso colorada—. Para que Telémaco asome la nariz, hay que elegir entre enfadarlo o tentarlo. Si tiran piedras y destrozan las estatuas seguro que saldrá, pero ya no querrá hablar con ustedes.

—Preferiríamos charlar con él —dijo el doctor—. O sea, que nada de irritarlo o espantarlo.

—Entonces, tengan un poco de paciencia. Ustedes quédense afuera y déjenme a mí.

Dicho y hecho, Gádor se fue trotando hacia las puertas azules, mientras que los adultos permanecían en un discreto segundo plano. La niña se detuvo junto a una de ellas y empezó a salmodiar una extraña cantinela, al tiempo que se agachaba y cambiaba las piedrecitas de sitio, procurando hacer ruido. Valera trataba de descifrar las palabras, pero en apariencia no tenían sentido, aunque había en ellas algo de inquietante: impedancia, Júpiter, Marconi… ¿De dónde diablos las habría sacado? Isa Litzu pareció leerle el pensamiento.

—Supongo que imitará los conjuros del viejo —susurró.

No tuvieron que esperar demasiado. Al cabo de unos minutos se abrió una de las puertas y Telémaco asomó la cabeza, con semblante de pocos amigos.

—Basta ya, pesadilla con patas. Me duele la boca de decirte que si recitas mal la letanía, los dioses acudirán en sus carros de fuego y te llevarán consigo al infierno de Venus, donde tus huesos se consumirán lentamente, por los siglos de los siglos, amén. Y deja las piedras en su sitio, coñe.

La niña lo miró con una expresión de candidez absoluta.

—Perdona, Telémaco. No lo volveré a hacer. Me portaré bien de ahora en adelante, ya verás. Palabra —cruzó los dedos y los besó, en un gesto que Valera no había visto nunca antes.

—Sí, eso decís todos y luego venís al día siguiente, a armar bulla y romper las estatuas de los antepasados. ¡Qué poca vergüenza!

—No llevan mala intención, Telémaco. Si no fueras tan cascarrabias…

—¡Y un cuerno sin mala intención! Son de la piel de Satanás. Y tú eres como ellos, por más que pretendas hacerte la santa.

—Lo que tú digas, Telémaco —la niña estaba acostumbrada a sus exabruptos, y no les hacía el menor caso—. ¿Viste el barco que llegó ayer?

—¡Claro! Fui yo quien dio la bienvenida a los diablos extranjeros, mientras los demás os quedabais en casa, jiñados de miedo. Yo les convencí de que no os hicieran daño, amenazándolos con Palabras de Poder, que no deben ser escuchadas por los simples mortales. Me debéis la vida, recuerda.

Valera y Litzu contuvieron la risa. Menudo cuentista, el viejo. Por supuesto, se mantuvieron al margen; Gádor parecía saber muy bien lo que se hacía. Aquella niña tenía madera de psicóloga y, desde luego, manejaba al nubero a su antojo.

—Sin duda les metiste miedo, Telémaco. Fíjate, hasta han venido dos de ellos a presentarte sus respetos. Les he advertido que no estaba bien que te molestaran, porque podrías fulminarlos con una bola de fuego. Me suplicaron que te pidiera que los honraras con una audiencia, pero no quise darles muchas esperanzas. Les he ordenado que se queden fuera y allí están, admirando tus estatuas. A lo mejor incluso rezan ante ellas; parecían muy respetuosos cuando los dejé.

El viejo mordió el anzuelo, con sedal y todo. Los halagos a su autoridad consiguieron que la curiosidad venciera a la desconfianza.

—Están ahí, dices —aún dudaba, junto al quicio de la puerta.

—Seguro. Si sales, los verás de rodillas o humillados frente a las estatuas.

—Aguarda un momento.

El viejo se metió en su cuarto. Gádor se dirigió hacia los extranjeros dando brincos y levantando los brazos en señal de triunfo.

—Recuerden lo que me han prometido, ¿eh? —les dijo, más contenta que unas pascuas.

—Jo, con la cándida y tierna infancia —murmuró Valera.

—Nunca subestimes a una mujer que sabe lo que quiere —repuso Isa Litzu—. Tú llegarás lejos, pequeña.

—De momento, me conformo con que me deis una vuelta en el dirigible —concluyó, muy seria—. Y ahora, pongámonos detrás de la bola de piedra. Que parezca que estén orando con mucho fervor, ¿de acuerdo? No tardará en acudir.

Unos minutos después, cuando Telémaco salió con precaución del templo, se encontró con un devoto grupo que adoraba al Orbe de los Dioses. Se había puesto para la ocasión su atuendo de ceremonial, que difería poco del que llevaba a diario, salvo por la bolsa suplementaria con amuletos para cortar el mal de ojo y el collar con dientes de pez látigo. Se fue tranquilizando conforme se acercaba a los extranjeros. El hombre parecía un gordito inofensivo, y ya se sabía que las mujeres carecían de iniciativa. A lo mejor la pequeñaja tenía razón, y aquella pareja sólo deseaba rendirle pleitesía. Eso lo halagó y trató de adoptar una pose erguida y noble. Se paró delante del grupo. A ellos les correspondía hablar primero, identificarse y exponer sus peticiones.

Al doctor no le importaba humillarse un poco y seguirle el juego. Tampoco era la primera vez que tenía que dorarle la píldora a un sacerdote para sonsacarle información. Hizo una reverencia, trató de sonar humilde y, después de las presentaciones, llegó la hora de la verdad.

—Señor Telémaco, permitidme que os salude en nombre de la tripulación del Orca y de la Universidad Central Republicana, a la cual tengo el honor de representar. Nuestra expedición, además de sus intereses comerciales, navega en pos de la sabiduría. Vamos de isla en isla, recopilando los distintos cultos, y nos llegaron nuevas de que en Fan’dhom había un hombre sabio que vivía recluido en un templo y mantenía incólume la fe de los antiguos. Sin pensarlo dos veces, haciendo caso omiso a la distancia y desafiando tempestades, aquí llegamos. Os imploramos que condescendáis a hablar con nosotros y hacernos partícipes de vuestros conocimientos.

El doctor soltó su discurso con tal devoción y entusiasmo, que el viejo lo creyó a pies juntillas, orgulloso de que alguien hubiera venido desde tan lejos a conversar con él. Por su parte, Valera se guardó de preguntarle qué representaban todas aquellas estatuas, por más que la curiosidad lo estuviera reconcomiendo. Cada cosa a su tiempo, y primero tenía que trabajarse al nubero.

Telémaco se aclaró la garganta y habló:

—Vivo recluido y apartado del mundo, pero vuestra devoción me complace. Hablaré con vosotros —se lo pensó un momento—. Podéis recibirme en vuestro campamento, a la hora del yantar; para entonces quedaré libre. De momento, debo cumplir los preceptos.

A Valera le cayó simpático aquel tipo. Menudo gorrón estaba hecho: se había apuntado a comer gratis. No era extraño que tratara de aprovecharse; se le veía bastante flaco.

—Será un placer que nos honréis con vuestra presencia —Valera dudó, pero prefirió no formularle más preguntas de momento.

Telémaco, se retiró a sus aposentos, sin molestarse en decirles adiós o cualquier otra cortesía. Gádor trató de disculparlo.

—El pobre es así, qué se le va a hacer. Pero en cuanto coge confianza es un pedazo de pan. Siempre que tenga el día bueno, claro.

—Mucho sabes tú sobre él, nena —dijo Litzu—. ¿No te previno tu mamá sobre lo de acercarse a desconocidos y todo eso?

—Claro que sí; no soy un bebé —respondió, con aire de orgullo ofendido—. Ya sé que no debo seguir a ningún mayor que me ofrezca juguetes o caramelos. Telémaco es un gruñón, pero nunca me haría daño.

Valera y Litzu se miraron. La cría parecía bastante espabilada. En vista de que por allí poco les quedaba que hacer, retornaron al campamento. La niña los acompañó.

—¿Tienes idea del significado de esas esculturas? —le preguntó Valera, por si acaso.

—No lo sé, señor. Telémaco nunca me lo ha querido contar —una vez que se le daba pie, la niña tendía a no parar—. Tampoco lo trato desde hace mucho. Cuando era más pequeña iba con los otros niños a tirar piedras a las estatuas o al interior del templo. Telémaco se cabreaba, salía más furioso que un endriago y nosotros escapábamos a todo correr. Nos lo pasábamos bomba haciéndole rabiar, viendo la cara que ponía y los disparates que soltaba. Hasta que un día tropecé, me caí y Telémaco me pilló. Del porrazo que me di quedé medio turulata (mis amigos dicen que aún sigo así), y cuando me recuperé vi que Telémaco estaba delante de mí, con cara de asustado y sin saber muy bien qué hacer. «¿Te has lastimado?», me preguntó. Yo no me atrevía a abrir la boca, muerta de miedo. «¿Puedes andar?» Asentí con la cabeza. «Mejor será que te acompañe a tu casa». Me dejó junto a la puerta y se marchó. Así no tuve que dar explicaciones a mamá, y simplemente le conté que me había magullado jugando. Al día siguiente me pasé por el templo y, aunque me daba mucho corte, le agradecí a Telémaco el favor y le prometí no volver a apedrear sus cosas. Desde entonces, cuando está de buenas me cuenta historias que luego yo relato a mis hermanas. Cuando mamá no atiende, claro. Según ella, todo lo de Telémaco es un despropósito que atenta contra las doctrinas de la Diosa.

Gádor había dicho todo aquello de un tirón, sin que se le trabara la lengua. Se expresaba con una soltura impropia de su edad; desde luego, su madre debía de ser una excelente educadora.

—Escucha, Gádor —dijo el doctor—, ¿podrías repetirnos alguno de esos relatos? Tenemos tiempo hasta llegar al campamento. ¿Querrías visitarlo?

A la niña le brillaron los ojos de alegría.

—¡Pues claro que sí! Les contaré todas las historias de Telémaco que me pidan —titubeó un momento—. Bueno, sólo me sé cuatro o cinco que estén bien. El resto no tiene pies ni cabeza. Mi favorita es la del carro de fuego. ¿La conocen? —Valera tragó saliva y negó vigorosamente con la cabeza; aquello era demasiado hermoso para ser verdad—. Érase una vez, cuando hasta los dioses eran jóvenes, un niño muy pobre llamado Colón. Vivía en una isla llamada Génova, que estaba en el mundo de los dioses —el doctor empezó a sudar—. ¿Se lo había dicho? ¿No? Bueno. El caso es que Colón no tenía para dar de comer a su madre y a sus hermanas, Isabela y Fernanda. Pero como era muy valiente, logró domar a un dirigible salvaje llamado Castilla, y después de despedirse de su familia se marchó a la isla donde moraban los dioses más sabios, que se llamaba Kennedy. Lo estoy resumiendo mucho, que conste, porque el cuento es larguísimo. Durante su travesía, Colón pasó por muchas fatigas; si quieren se las cuento otro día…

—No, no, hija, sigue. Nos interesan muchísimo —se apresuró a decir Valera.

Así, Gádor les narró los mil y un peligros que debió arrostrar el esforzado Colón para llegar la isla de Kennedy. Se vio obligado a eludir al horrendo monstruo Hitler, que devoraba a quienes no fueran perfectos. Acabó con el nefando pez Ana’rhos’a’kint’anna, que robaba los recuerdos ajenos para construir su palacio submarino. Dio muerte al espantoso dirigible McCarthy, que se alimentaba de roja sangre. Se enfrentó a los tres enigmas que le formuló la esfinge Mata-Hari. Escapó por los pelos del horrible monstruo Homersimpson, el Devorador de Todo lo Existente. Trabó amistad con Quijote, un audaz marino que lo libró de las redes de Spiderman… Y así, peripecia tras peripecia, la niña siguió con su relato hasta que Colón arribó por fin a Kennedy, donde logró, a base de paciencia y astucia, que lo admitieran en el castillo de la Nasa, donde moraban los Dioses Supremos. Allí, el gran dios Asimov se apiadó de sus cuitas, y le regaló un carro de fuego para que saltara más allá de las nubes y llegara a otro mundo donde la comida sería abundante. Colón debía trasladar en el carro de fuego a su madre, sus hermanas, parientes y amigos, llenarlo hasta reventar de las riquezas que hallarían en el nuevo mundo, y luego regresarían al hogar, inmensamente ricos. El dios Asimov tan sólo le puso una condición: nadie podía tomar ningún albaricoque del árbol del Bien y del Mal. De todo lo demás podían transportar cuanto quisieran. Pasaron muchos años en el carro de fuego, porque el viaje era muy largo, y no les estaba permitido mirar al exterior. Nunca pasaron hambre, porque el carro era mágico, y la comida brotaba del suelo. Colón y los suyos tuvieron hijos y nietos, y eran muy mayores cuando llegaron por fin a la tierra prometida.

—Que es ésta donde vivimos, por si no os habíais dado cuenta —recalcó la niña.

—Ya me lo figuraba —dijo Litzu.

—Se veía venir, sí —prosiguió Gádor, incansable—. Cuando Colón pudo apearse ¡por fin! del carro de fuego era ya muy viejecito. Sus nietos estaban en la flor de la vida, pero eso a él no lo consolaba. Sentía próxima la muerte, y le tenía miedo. Pasó el tiempo, mientras iban cargando la despensa con viandas y piedras preciosas, y un buen día el Demonio se le apareció en forma de pez abisal a Colón. Le prometió que si comía un albaricoque del árbol del Bien y del Mal, alcanzaría la eterna juventud. El pobre Colón, abatido por los achaques, vio el cielo abierto. Pidió a sus hijas que le trajeran la codiciada fruta. Ellas trataron de disuadirlo, porque temían las consecuencias de desobedecer un mandato divino, pero Colón era cabezota y sus hijas, por lástima y porque lo querían mucho, fueron a cumplir su encargo, con el corazón oprimido. Arrancaron el albaricoque de su rama, y un negro espanto se abatió sobre ellas cuando vieron que del pedúnculo brotó una gota de savia roja, funesta señal.

Gádor se detuvo un momento, tomó aire y prosiguió:

—Ya termino, palabra. Colón se zampó el albaricoque, y no sólo no rejuveneció, sino que se le apareció el dios Asimov en toda su gloria, rodeado de rayos y truenos, y clamó con severísima voz: «Oh, hijo mío, ¿por qué pagas mis desvelos hacia ti con la traición? Sólo una cosa, una nadería te pedí en prueba de amor hacia mí, y me desobedeciste. ¡Ay, ingrato!». Y echó llamas por los ojos que abrasaron al pobre Colón, y los ecos de sus palabras funestas retumbaron en los más altos montes, quebrando los peñascos, y el mar lo invadió casi todo: «Tan grave es el pecado, que pagarán por él tus hijos, y los hijos de tus hijos, hasta el fin de los tiempos. Os quedaréis en este mundo cruel por siempre, alejados de los Dioses Benditos, y os ganaréis el pan con el sudor de vuestra frente. Jamás regresaréis, y el camino a mis mansiones os estará vedado. Y todo esto, porque alguien no respetó las instrucciones que se le dieron. Joíos mortales; no tenéis arreglo». Dicho esto, el dios Asimov ordenó al carro de fuego que se precipitara en el más profundo abismo oceánico, y así lo hizo, llevándose consigo los tesoros que habían acaparado. Asimismo, con un gesto de sus manos creó la Morada de los Muertos, para bloquear la vía de regreso al hogar de los dioses. Pero el gran Asimov, al ver cómo gemían y se mesaban los cabellos los descendientes de Colón, se apiadó de ellos y anunció: «Algún día nacerá un valiente que bajará a las profundidades del mar y dará con el carro de fuego. Si entonces me llamare, yo acudiré junto a él, los pecados de la Humanidad serán perdonados y vuestros descendientes podrán volver a casa». Así, el dios Asimov desapareció, y por eso nuestro mundo es como es. Todavía no ha nacido el héroe profetizado que dé con el carro de fuego. Ya está. ¿Les ha gustado?

Valera no tenía palabras. Había dado con un filón de oro puro. Isa Litzu aplaudió.

—Lo has hecho muy bien, niña. No tienes nada que envidiarle a un rapsoda.

—No se chivarán a mamá, ¿verdad? —imploró Gádor—. Como se entere de que he aprendido enseñanzas contrarias a los dictados de la Diosa, me la puedo cargar.

—Tranquila, cariño. Y tú, Práxedes, vuelve en ti, que se te ha quedado la misma cara que a un pejesapo gañán cuando lo sacan del mar.

—Carros de fuego… ¿Captas el valor de…?

—Lo que faltaba para darte alas —dijo Isa, mirando de reojo a la niña.

Gádor asistía a aquel diálogo sin entenderlo muy bien. Cosas de mayores; qué se le iba a hacer. A ella lo que le importaba era que no olvidaran su promesa de pasearla en barco.

★★★

Cuando llegaron al campamento, Gádor se quedó embobada contemplando a las evoluciones de los soldados. Azami había decidido aprovechar aquellos días de paro forzoso para mejorar las habilidades de combate cuerpo a cuerpo. La sargento Nadira impartía lecciones de lucha a la tropa, enseñando diversas llaves y golpes para inmovilizar al adversario sin complicarse la vida. Los soldados no eran precisamente novatos, pero la experiencia de Nadira desmentía su juventud. Al final de los ejercicios, Nadira seguía de pie en el centro del campo de prácticas, rodeada por un corro de infantes de Marina que se masajeaban las partes doloridas de sus anatomías. Nadira parecía exultante y satisfecha de sí misma. Lanzó una mirada de desafío a Azami, que se había quedado al margen evaluando a sus hombres.

—¿Se atreve, mi capitán? —Nadira nunca lo tuteaba delante de los soldados.

Azami sonrió y se acercó a ella.

—No presumas, niña, que yo era veterano en Infantería antes de que tú dejaras de ensuciar pañales.

Los dos quedaron frente a frente, estudiándose, y los soldados se retiraron a un segundo plano, cruzándose apuestas sobre cuál de los dos sería capaz de tumbar al otro. Azami estaba preparado para contrarrestar cualquier movimiento de ataque de la sargento, pero no se esperaba lo que ésta hizo. Se llevó la mano al pelo con languidez y le lanzó una mirada lasciva capaz de derretir a un témpano. Para reforzar el efecto, Nadira iba en camisa, con un par de botones desabrochados, y las gotitas de sudor se iban deslizando entre los pechos. Azami tragó saliva, y en ese momento Nadira se agachó y barrió con su pierna los tobillos del capitán, quien dio con sus huesos en el suelo. Entre la rechifla de los soldados, Nadira ayudó a su superior a incorporarse. Azami trató de encajarlo con deportividad.

—Eso ha sido juego sucio, sargento.

—Sigo sus recomendaciones, mi capitán: lo que importa es neutralizar al adversario, no las implicaciones morales del asunto. Y utilizar los dones que los dioses nos otorgaron —concluyó, con picardía.

Azami se sacudió el polvo de los pantalones.

—Desde luego, cada día se aprende algo nuevo, aunque me temo que mi caída de ojos sería incapaz de producir el mismo efecto incapacitante. Pero no me la jugarás otra vez, sargento, aunque te arranques con la danza de los siete velos.

—Sería cosa de intentarlo —repuso Nadira, sin inmutarse.

—Lamento cortar tan interesante tema de conversación, pero basta ya de holganza. A practicar con la espada —ordenó Azami.

Sus hombres obedecieron y ensayaron sin descanso por parejas, turnándose. Gádor, Valera y Litzu observaban con suma atención las evoluciones de los soldados. La esgrima republicana sorprendía a los no habituados a ella, con sus floretes largos y finos, los certeros ataques que buscaban más pinchar que cortar, sus rápidas fintas y paradas. Saltaba a la vista que Azami era un esgrimista excepcional, ágil a pesar de las canas. Ni siquiera Nadira lograba rayar a su altura. A todos les tocó recibir algún doloroso botonazo por parte de Azami, el cual pasó luego a comentar los fallos y los detalles a mejorar. Los soldados no perdían una palabra; se notaba que respetaban a su capitán. Isa Litzu, que a lo largo de su vida había sido testigo de combates de lo más diverso, compartía ese sentimiento.

Tuvieron que sacar a Gádor de allí a regañadientes. La pequeña, muy excitada, daba saltos de alegría.

—¿Se han fijado? ¡Una chica soldado! Menuda paliza que les ha propinado a los hombres, ¿eh? El alcalde, bueno, y todos los demás del pueblo dicen que las mujeres sólo servimos para las labores del campo, llevar la casa y traer niños al mundo. ¡Ja! Pues si ella puede —señaló a Nadira con el dedo—, yo también, hala. Cuando sea mayor me haré soldado, y se van a enterar los tíos de lo que vale un peine, por abusones.

—Di que sí, hija —repuso Isa Litzu.

La niña se la quedó mirando.

—Oiga, señora, antes mencionó que el barco era suyo. Debe de tener mucho dinero para poder comprarlo, ¿no?

—Además de propietaria, ahí donde la ves es la capitana —apuntó Valera.

Gádor abrió mucho los ojos.

—¿Usted manda en el barco? —la aludida asintió—. ¡Caramba!

Entusiasmada, la acribilló a preguntas sobre su trabajo al mando del Orca. El que una mujer gozara de tanto poder e independencia era nuevo para ella.

—El alcalde dice que apenas valemos la mitad que un hombre, y que las niñas nacen cuando el semen es flojo. Según él, en un juicio se necesitan dos mujeres para que su testimonio alcance tanto valor como el de un hombre. También piensa que estamos incompletas y desvalidas sin un hombre que cuide de nosotras, pero mamá no le hace demasiado caso. Seguramente, por eso no nos quiere. A mí, a veces me mira de una forma que me da miedo —su voz se animó—. ¡Pero cuando crezca seré como vosotras, y nadie me dirá lo que debo hacer! —pareció dudar un poco—. Bueno, tendría que rezarle a la Diosa para que me otorgara su beneplácito. A lo mejor se conforma con que mis hermanas emigren a otras islas y tengan hijas, y me deja a mí para que viaje en un barco a lo largo y ancho del mar. Por cierto, ¿cuándo me llevarán de paseo en el suyo?

Isa Litzu se lo pensó un momento. Seguía sin hacerle gracia el convertir al Orca en un yate de recreo, pero lo había prometido en un rapto de debilidad, y le gustaba cumplir su palabra. Además, algo en la niña, su candidez, entusiasmo, frescura y admiración hacia ella le había despertado un sentimiento vagamente similar a la ternura. Sobre todo, después de lo que había contado sobre las ideas del alcalde.

—Puedes pasarte mañana temprano, siempre que pidas permiso a tu madre. Puestos ya, si quiere apuntarse ella también…

—No sé… Cuando echas raíces en un sitio, la Diosa no permite que salgas de él. Al menos, no en vida.

—Caray con la Diosa —se le escapó a Isa Litzu.

Dieron una vuelta por el campamento en honor a su joven visitante. Gádor, al enterarse de que los huwaneses eran comerciantes, se informó de las mercaderías que tenían para trocar: vestidos, herramientas, utensilios de cocina y algunas más valiosas, como sal y especias. Gádor se enamoró de una diadema para el pelo de madera lacada que llevaba pintado un pequeño dirigible, pero no consintió que se la regalaran.

—Ya me las apañaré para poder comprarla —les insistió, muy digna.

Finalmente, Gádor abandonó el campamento. Saludó a todo el mundo y, más contenta que unas castañuelas, se alejó trotando hacia su casa. Por su parte, Valera inició los preparativos para recibir al bueno de Telémaco. Sin duda, se avecinaba una tarde interesante.