XIII

SOBREVOLAR la isla de Fan’dhom no les llevó demasiado tiempo. Bajo la quilla del Orca, el terreno exhibía infinitos matices de verde y ocre, como si fuera la piel de un animal abigarrado en la que se dibujaban las líneas de plata viva de los riachuelos. Cerca de la capital, el suelo estaba ajedrezado en pequeñas parcelas, donde los agricultores bregaban con la Madre Tierra para robarle sus magras cosechas. A pesar de las dificultades, y dado lo escaso de la población, entre todos lograban que la isla fuera autosuficiente. Por desgracia, no quedaba demasiado para exportar a otros archipiélagos. El fomento del comercio interinsular no era una prioridad para los fan’dhomitas.

Conforme se acercaban a la montaña central, los sembrados comenzaban a ralear y pequeñas avanzadillas boscosas se intercalaban entre los cultivos, como si trataran de recuperar lo que era suyo, pero era una batalla perdida de antemano. Alguna columna de humo ascendía al cielo en los lugares donde el bosque era quemado para dejar paso al trigo, las lentejas o las patatas.

Isa Litzu decidió bordear la cumbre; según ella, para no forzar al dirigible. A Valera le daba la impresión de que el techo ascensional del Orca era mucho mayor, pero la capitana deseaba ocultar sus potencialidades. La prudencia constituía una virtud.

La vertiente occidental de la montaña presentaba menor pendiente, aunque el terreno resultaba más accidentado y agreste. Múltiples afloramientos rocosos configuraban un paisaje donde la supervivencia resultaba aún más dura que en la capital. Aquella zona podía alimentar apenas a una pequeña población. En cierto modo, eso la había convertido en un santuario donde se refugiaban los perseguidos. Para los talibanes, no compensaba desalojar de allí a los herejes, a pesar de la satisfacción que ello les reportaría.

A los desheredados no les quedaba ningún otro sitio adonde huir, y se aferraban a la existencia con fuerza inaudita. Habían aterrazado algunas laderas, y desbrozado piedra a piedra auténticos eriales. Tenían madera de supervivientes. Eso sí, el poblamiento era disperso, aunque se divisaba un pueblecito cerca de la costa. A diferencia de Nereo, aquellas gentes no dominaban el arte de moldear la roca. Las casas consistían en viviendas unifamiliares irregularmente adosadas, con estrechas callejuelas entre ellas. No se veían amontonamientos de basura, ni bichos muertos, aunque el diseño urbanístico brillaba por su ausencia. Había algunos otros edificios en los aledaños del pueblo, y Valera se fue excitando por momentos. Uno de ellos recordaba a un templo, aunque un tanto desangelado.

La presencia del Orca causó alarma considerable entre los nativos. En cuanto lo divisaron, las mujeres fueron corriendo a por los niños para meterlos en casa. Luego cerraron puertas y ventanas a cal y canto, hasta el punto de que no quedó ni un alma en la calle. Los tripulantes del barco se miraron, ceñudos. Aquellos tipos vivían con miedo, mala señal.

Bueno, no todos huyeron. Junto al presunto templo había un sujeto ciertamente estrafalario, un vejete con sus vergüenzas apenas cubiertas por unos zaragüelles que habían conocido mejores días. Debía de estar cagado de miedo, pero ahí aguantaba a pie firme, mirando al barco con ojos muy abiertos mientras manoseaba un escapulario verdoso que usaba a modo de faja y salmodiaba una letanía monocorde y repetitiva.

Para calmar los ánimos, Isa Litzu mandó plegar velas y enarbolar el pabellón blanco de los comerciantes. El Orca quedó aleteando mansamente, como un gato orondo y satisfecho. Los marineros largaron una escalerilla por la borda, y Omar Qahir descendió con agilidad hasta el suelo. Isa Litzu explicó a los republicanos que siempre prefería que su segundo rompiera el hielo. Muchas culturas tenían prejuicios contra las mujeres, mientras que Omar transmitía confianza o imponía respeto, según las circunstancias. Hakim Azami puso a sus soldados a disposición de la capitana, por si se organizara jaleo.

Omar Qahir se dirigió hacia el viejo, que lo miraba con aprensión. Su perpleja mente trataba de discernir si aquel sujeto alto y calvo era un enviado de los dioses, o bien un simple mortal. Seguía farfullando palabras sin sentido mientras aferraba el escapulario; con la otra mano apretaba los amuletos que atesoraba en una bolsa de piel de perro que pendía del cuello, sujeta por un bramante grasiento. Omar alzó la mano derecha y sonrió. Parecía, en verdad, la reencarnación del Dios de la Tranquilidad. Pese a las apariencias, se mantenía alerta, sin perder un detalle. Estaba muy atento a la plegaria, o lo que fuera, que recitaba aquel individuo, aunque no tenía pies ni cabeza. Daba la impresión de ser una retahíla de palabras mal hilvanadas en un idioma desconocido, probablemente incluso para el propio viejo.

—Que la paz sea contigo, noble anciano —Omar empleó una fórmula clásica de buena voluntad, aceptada por cualquier sociedad civilizada—. De albergarse el mal en nuestros corazones, que los dioses nos fulminen y nuestras almas errantes no conozcan el reposo en la Morada de los Muertos. Somos viajeros que demandan hospitalidad.

Bien fuera por el contenido de las palabras, bien por el tono en que habían sido pronunciadas, el caso fue que el viejo se calmó y se vio un atisbo de lucidez en sus pupilas. Su nerviosismo se esfumó y adoptó una pose digna, que contrastaba acusadamente con su astrosa apariencia.

—Has hablado bien, extranjero. Os ofreceré cobijo, al igual que el mundo acogió a los dioses cuando arribaron a él —«huy, cómo se va a poner Práxedes cuando se entere de esto», pensó Omar—. Por desgracia mi condición es humilde, como la de todo aquél que ha renunciado a pompas y vanaglorias por servir a los dioses —compuso un gesto de disculpa y, acto seguido, sonrió con picardía—. Me temo que deberéis tratar con el alcalde, el cual supongo que se habrá escondido debajo de cama. Tendremos que ir a por él, extranjero. Acompáñame, por favor.

Emprendieron la marcha, pero no habían recorrido ni diez pasos cuando el viejo preguntó:

—¿Qué se os ha perdido por aquí, buenas gentes?

—Somos honestos comerciantes que…

—Francamente, extranjeros —el viejo no lo dejó continuar—, habéis venido al lugar menos propicio para hacer negocios. Y luego me llaman loco a mí —sentenció, y a continuación prosiguió con su extraña cantinela. Aparentemente, la cordura iba y venía por su mente a ráfagas.

Mientras callejeaban por el poblacho, a Omar Qahir le dio la impresión de que muchos ojos les espiaban por las rendijas de las ventanas. Poco a poco, la curiosidad fue venciendo al recelo, y alguna puerta se entreabrió con disimulo. Llegaron al portal de una casa no muy diferente al resto, salvo por ser un poquito mayor y exhibir un letrero con las palabras «EXCELENTÍSIMO AYUNTAMIENTO» encima del dintel. A su lado había un círculo negro sobre fondo gris. Sin ceremonia alguna, el viejo aporreó la puerta, llamando a su ocupante a voz en grito:

—¡Abre, Adrián! Unos viajeros nos honran con su presencia. ¡Preséntales tus respetos, a menos que no puedas levantarte del retrete, de los mismos nervios! ¡Es el viejo Telémaco quien te habla!

Ante tal escandalera, algunas cabezas se fueron asomando de sus escondrijos. En apariencia, no existía peligro de saqueo. Telémaco era un tanto chiflado, y a casi nadie le caía simpático, pero en el fondo se le respetaba. Nunca traicionaría al pueblo. Mientras, y como medida de precaución, los infantes republicanos habían bajado a tierra y aguardaban. Llevaban las espadas envainadas, y habían dejado a bordo lanzas y picas, para no alarmar a los lugareños. Sin embargo, estaban prestos a pasar a la acción si se daba la circunstancia de que Omar cayera en una encerrona. Isa Litzu aguardaba al timón, por si tenían que salir por piernas (o, mejor dicho, por aletas). El sitio parecía tranquilo, pero la Morada de los Muertos rebosaba de gente cándida y confiada.

Tras varios minutos de espera y unos cuantos improperios proferidos por Telémaco, que finalmente se marchó, aburrido, el alcalde se decidió a hacer acto de presencia. La puerta se abrió, y asomó la cabeza un tipo bajo y fondón, de pelo castaño. No era muy viejo, pero las entradas en su frente y la expresión de cansancio lo hacían parecer mayor. Lucía el atuendo típico de los talibanes, gorro verde inclusive. Mala cosa, pensó Omar. Creyó distinguir, en la penumbra de la casa, un par de figuras corpulentas. Dedujo que se trataba de los alguaciles; desde luego no tenían pinta de personal administrativo. El alcalde lo miró con suspicacia, estudiándolo detenidamente.

—¿Qué puedo hacer por vos? —preguntó, con voz aflautada.

Omar Qahir trató de sonar lo más cordial posible e improvisó sobre la marcha:

—Nuestro puerto de origen es Lárnaca, capital de Nereo. El barco ha sido fletado por el Gobierno de la República para labores pacíficas. Exploramos las islas remotas con objeto de documentar las tradiciones culturales. Por supuesto, podemos mostrarle los pertinentes permisos; nuestra misión es oficial —añadió, al comprobar la cara de mosqueo que se le estaba poniendo al alcalde.

El tal Adrián pareció pensárselo. Lárnaca quedaba muy lejos y soplaban aires de cambio, pero tampoco le interesaba enemistarse con el Gobierno Central. Al menos, no aún. Por otra parte, sus subordinados podían mantener el orden en la comunidad, pero tal vez no amedrentaran a los extranjeros. Decidió contemporizar; ya llegarían mejores tiempos.

—Quedamos a vuestra disposición. Os brindaríamos alojamiento, pero somos un pueblo humilde, cuya mayor gloria es ver amanecer un nuevo día. Carecemos de posesiones valiosas —suspiró y, como por ensalmo, el recelo dio paso a la resignación—. Ni siquiera se cumplen los Ritos. Me han enviado como misionero a tierra de unos herejes que rehúsan ser convertidos. Confío en que ese carcamal de Telémaco no os haya importunado con sus majaderías.

—Todo lo contrario; se mostró muy colaborador —lo tranquilizó Omar.

—Ay… En cualquier otro lugar, un loco así no sería tolerado, pero las más necias supersticiones anidan en los corazones de esta gentuza. Figuraos, señor: pretende atraer la lluvia con sus ensalmos, más bien desvaríos de orate, que sin duda sacó de algún pergamino encontrado mientras hozaba entre la basura. Pero no es el único que ofende a la Uniformidad. Sin ir más lejos, en aquella casucha del fondo…

El alcalde siguió despotricando un buen rato contra sus vecinos quienes, según él, se empecinaban en practicar las más variadas herejías. Omar Qahir asentía con educación, cual perfecto oyente, mientras se hacía cargo del carácter de aquel hombre. Ante todo, le chocaba su descortesía: no era de recibo tener a un visitante de pie en el portal, sin siquiera ofrecerle un vaso de agua o invitarlo a pasar. Probablemente, en ello influían sus pocas luces: ni al que asó la manteca se le ocurriría poner verdes las creencias religiosas ajenas delante de un desconocido, que tal vez pudiera sentirse aludido. En fin, como dijo en cierta ocasión uno de los marineros, refiriéndose al oficio de capador de dirigibles, «hay gente pa’ to’».

Al final, quedó clara una cosa: el pueblo no disponía de pensiones, albergues, fondas o establecimientos similares. Así, los recién llegados tendrían que buscarse la vida. El alcalde no puso objeciones a que levantaran un campamento en las afueras ni a que se entrevistaran con los vecinos. Esto último no le hacía excesiva gracia, pero no deseaba buscarse problemas.

Omar Qahir regresó al Orca, sintiendo cómo se clavaban en su espalda las miradas de los lugareños, que habían salido a la calle por fin y comadreaban entre ellos. Pasó junto a los soldados y trepó a bordo, seguido por Azami. Se reunieron con Valera y la capitana, y Omar les relató lo acontecido.

—Al alcalde le disgusta que lo destinaran aquí, a un lugar apartado y lleno de lo que para él son inmundos herejes —concluyó—. Creo que es un fanático puritano, un talibán de pura cepa, leal aunque mediocre. Tonto de capirote, mejor dicho. En suma, la persona idónea para que sus superiores la enviaran a La Caspa.

Al doctor sólo le importaba una cosa: el viejo Telémaco.

—Había oído hablar de ellos, aunque jamás me había topado con uno. ¿Os suenan los nuberos?

—Ni idea, amigo mío —contestó Azami.

—Según se cuenta, se trata de personas que poseen la habilidad de conjurar la lluvia, rechazar el pedrisco, atraer vientos favorables… Siempre son individuos solitarios, ya que ninguna comunidad los acoge en su seno. Son temidos a la vez que respetados. Dan algo de miedo, debido a sus supuestos poderes, pero también se les necesita; sobre todo, en las regiones que dependen de la Agricultura…

—… Y que no han sido iluminadas por la Ciencia, por supuesto —bromeó Azami.

—Sin duda, en mis años mozos me reí de estas supersticiones; la arrogancia de la juventud, ya se sabe. Cuando tu vida y la de tus hijos dependen del éxito de la cosecha, te agarras a un clavo ardiendo. Los nuberos proporcionan seguridad en un mundo caótico.

—¿Insinúas que tienen poderes? —preguntó Isa, enarcando una ceja.

—Por supuesto que no —Valera sonrió—. Pero apostaría a que se trata de tipos con una capacidad innata para detectar los cambios de tiempo. A nivel subconsciente, captan variaciones en la presión atmosférica y la humedad ambiental que a los demás nos pasan desapercibidas, y su cerebro ata los cabos. Así, aconsejan a los agricultores cuándo sembrar, e intuyen la proximidad de las tormentas. Claro está, ellos mismos creen que su perspicacia meteorológica se debe a la iluminación de los dioses, y refuerzan esa idea rodeándose de un complejo ritual, el cual, de paso, resulta muy convincente para quienes solicitan sus servicios.

—El alcalde mencionó que Telémaco tomó sus conjuros de pergaminos viejos arrojados a la basura —dijo Omar.

—Mirad cómo le relucen los ojillos al bueno del doctor cuando has mencionado los pergaminos —señaló Azami—. Seguro que si lo metemos en un saco de dormir con una linda virgen empeñada en dejar de serlo, no se pone tan contento…

—Pretenderé no haber oído semejante grosería —repuso Valera, muy digno—. Ríete, ¡oh, fénix de la milicia!, pero algunos de los mayores descubrimientos arqueológicos han nacido de la atenta lectura de documentos arrumbados por la negligencia humana. Tal vez Telémaco haya dado, por casualidad, con algo de veras trascendental. Omar, según nos has contado, cuando te saludó empleó una fórmula peculiar, ¿verdad?

—Así es. Dijo textualmente, si la memoria no me falla: «Os ofreceré cobijo, al igual que el mundo acogió a los dioses cuando arribaron a él».

—¡Premio! —exclamó el doctor—. O mucho me equivoco, o ese tipo atesora una información de valor inestimable.

—Me temo que te va a resultar un tanto difícil sacarle algo en claro —replicó Qahir—. No me pareció un sujeto excesivamente cuerdo, pero no te quedará más remedio que hablar con él. Desconozco si la gente del pueblo sabrá algo sobre tus antiguos dioses; desde luego, olvídate de preguntar al ceporro del alcalde.

—Por mucho que nos pese, tendremos que presentarle nuestros respetos. Y tampoco subestimes mi capacidad de sonsacarle algo, por muy partidario de la Uniformidad que sea.

—Te aconsejo moderación a la hora de airear tus ideas religiosas. Mejor dicho, tu carencia de ellas.

—Tranquilo, Omar. Reprimiré todo ramalazo agnóstico.

—Nosotros tampoco sacaremos las pancartas de «¡Valera es un ateo redomado!», en nombre del bien común —dijo Azami.

Entre bromas y veras, los soldados montaron las tiendas en un tiempo récord, fruto de la práctica, y organizaron los turnos de guardia. En el Orca quedaron algunos marineros a cargo de Omar Qahir, en busca de un fondeadero seguro. Isa Litzu prefirió bajar a tierra, una vez determinado a quién le tocaba alimentar y limpiar el dirigible.

—Siquiera sea por no perder los reflejos —dijo la capitana—, trataré de venderles algunas chucherías de las que llevamos en la bodega, o intercambiarlas por artesanía local, si tal cosa existe. Ganaremos poco más que calderilla, pero bueno, eso apaciguará mi conciencia mercantil.

—Tal vez podríamos adquirir forraje para el Orca —sugirió Valera.

—Es gente de secano, que vive de espaldas al mar. No se ven dirigibles, y sí muchos sembrados. Probablemente, ni siquiera disponen de redes. A menudo sitio nos has traído, Práxedes —Isa Litzu dio un suspiro de los que parten el alma—. Me pregunto si toda esta movida es necesaria. Según me dijiste, las coordenadas del lugar donde según tú aterrizaron los dioses caen cerca de aquí, en el mar. ¿Por qué no vamos allí directamente, sondamos el fondo para que te desengañes y regresamos a casa?

—No os he obligado a venir a La Caspa por capricho. Cabe la posibilidad de que haya cometido un error al calcular el meridiano cero de los antiguos. La imprecisión no debe de ser muy grande, ya que los datos que contienen los Hechos de Djinn el Inexorable son concluyentes, pero podría haber hasta quinientos kilómetros de margen, posiblemente menos. Debemos recabar cuantos datos sea posible para asegurarnos del lugar donde buscar.

—Y ahora me sales con ésas… —la capitana parecía la viva imagen del desconsuelo.

—Eso implica que el sitio en cuestión podría hallarse en una de las islas del Archipiélago de Nereo —prosiguió el doctor como si nada—, o incluso en la parte meridional de Carabás. Pero no creo que esté tan lejos, tranquila —añadió, al ver la cara de Isa Litzu—. En cualquier caso, incluso si el lugar está en el fondo del mar, es aquí o en otra isla cercana donde por narices tiene que quedar algún vestigio de un acontecimiento tan singular como la llegada de unos dioses.

—Si tú lo dices…

★★★

Era ya media tarde cuando por fin marcharon a presentar sus respetos ante las fuerzas vivas del pueblo. En esta ocasión, el recibimiento fue más formal, y se dispusieron ante la puerta del ayuntamiento unas mesas largas con fiambre, queso y frutos secos para los visitantes. La gente había perdido el miedo a los extranjeros, al correrse la voz de que era una expedición republicana. El alcalde se puso su ropa limpia de los festivos, aunque sin abandonar la austeridad indumentaria propia de un talibán. Los dos alguaciles trataban de adoptar una pose marcial, aunque su pinta de brutos arruinaba el efecto. Resultaba curioso ver cómo trataban de mantenerse aparte del resto del pueblo, como si se consideraran miembros de una casta privilegiada o temieran ser contaminados.

Poco a poco, la gente fue cogiendo confianza y se arrimó a los forasteros, aunque sin dirigirles la palabra. El alcalde abominaba de cualquier intento de confraternización, y su mirada ceñuda disuadía a los más atrevidos. Por su parte, Telémaco había optado por largarse, así que la velada se anunciaba aburrida. Para romper el hielo y dejar vía libre a Valera, Azami ordenó disimuladamente a uno de sus soldados más formales, un tal Salomón, que fingiera mostrarse muy interesado por los dogmas de la Uniformidad. Así, el edil quedó convenientemente feliz y neutralizado.

Valera, armado de un vaso de vino tinto y unas avellanas tostadas, trataba de identificar a algunos de los peculiares lugareños. Salvo alcalde y alguaciles, el culto a la Uniformidad no era muy popular por allí. Abundaban sobremanera los Siervos del Eliminador, empeñados en que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina. Como consecuencia, se preparaban para sobrevivir al Apocalipsis, cuando la Morada de los Muertos se precipitara sobre sus cabezas. Como medida de precaución llevaban unas chichoneras descomunales, que les otorgaban aspecto de champiñones bípedos. El doctor desistió de acercarse a ellos, por el peligro de recibir un involuntario sombrerazo en el ojo.

Valera se fue animando por momentos, y no sólo por efecto del vino, conforme le explicaba a Isa Litzu la naturaleza de los diversos habitantes del pueblo. Le habló de los Émulos de la Llama Inmortal, de porte espigado y con el cabello teñido de un rojo tan intenso como sus ropas. Le señaló a unos Muñidores Munificentes, empeñados en que traer hijos al mundo era un pecado que los alejaba de la perfección y, por tanto, enemigos de los talibanes, tan prolíficos ellos. Asimismo, localizó a una pareja de Iluminados, que creían que el Paraíso se hallaba en el fondo del mar, custodiado por los peces. Allí irían los auténticos creyentes después de muertos; para ello, los sepultaban en el océano, dentro de unas tinajas que también contenían utensilios imprescindibles para la otra vida, como dinero, joyas y cartas de recomendación. Le contó a Isa que en la República había marinos emprendedores que dragaban los cementerios de Iluminados, para recuperar los objetos de valor.

La capitana no dejaba de maravillarse ante los conocimientos enciclopédicos del doctor.

—Sería interesante averiguar cómo dieron con sus huesos en Fan’dhom —dijo.

—Rebotados, supongo. El archipiélago de Nereo es una especie de cajón de sastre; mejor dicho, un cuarto trastero donde va a parar todo lo que no arraigó en otros lugares más civilizados.

—Como nosotros.

—Más o menos, Isa —Valera sonrió—. En cambio… ¡Huy! ¿Qué tenemos aquí?

Había estado a punto de tropezar con una pequeña y extraña criatura. Tras unos segundos de desconcierto, logró catalogarla como un niño de corta edad, vestido con una prenda que parecía un mosaico de pieles cosidas y remendadas de cualquier manera. Iba rapado, y los miraba con ojos muy abiertos. Antes de que ninguno pudiera reaccionar, se escuchó una vocecilla aguda:

—¡Macael! ¡Mira que eres malo! ¡Ya te has vuelto a escapar! Como te pille mamá…

Quien así hablaba era una niña algo mayor, que venía corriendo hacia ellos con la lengua fuera. Su vestimenta resultaba tan amorfa como la de su hermano, al menos de cintura para arriba; la falda era más convencional. El pelo cobrizo estaba recogido en lo alto de la coronilla por unas cintas de colores, dándole el aspecto de una escoba hirsuta. Su cara tenía una expresión traviesa. Se acercó a ellos y agarró al niño de la mano. Compuso un gesto de disculpa.

—Perdonen ustedes, señores, pero Macael está hecho un insurrecto. En cuanto te descuidas, ¡zas! y se escapa —miró al crío, que parecía no hacerle mucho caso, con fingida severidad—. Esta noche te quedarás sin postre, y mamá no te contará el cuento de los tres areopagitas y el diablo retrechero, hala.

Valera y los demás estaban encantados con el desparpajo de la niña. Al poco se acercó una señora de edad mediana vestida de forma similar, aunque con una buena colección de monedas cosidas en el refajo. Valera las estudió disimuladamente. Había algunos doblones republicanos, reales de Nereo, piezas de a ocho imperiales y diversa calderilla de uso común, junto a algunos ejemplares muy extraños e inidentificables. Por lo demás, la mujer llevaba el pelo, ya con alguna cana, recogido en una cola de caballo. Aún era hermosa, a pesar de las arrugas obra del sol, el viento o las penalidades. Se dirigió hacia ellos un tanto apurada. Azami se percató de que el alcalde la miraba con malos ojos. Sin embargo, el soldado Salomón lo distrajo y, en apariencia, se olvidó de ellos.

—Discúlpenme, señores. Estos niños, ya se sabe… —a pesar de los nervios, vocalizaba con claridad, y su voz era agradable—. Una no puede estar en todo, y con un bullicio tan desacostumbrado, van y se desquician.

—No alborotaban, señora —contestó Isa Litzu—. Por cierto —añadió, con una sonrisa malévola—, si no es indiscreción, díganos qué culto practica. En caso contrario, aquí al amigo doctor le va a dar algo. Se toma como una ofensa personal cuando es incapaz de identificar, catalogar y clasificar a uno de sus semejantes.

La mujer alzó las cejas, sorprendida, pero de inmediato sonrió y se presentó como Almanzora, y a su hija como Gádor. Mientras, se acercaron dos niñas gemelas, Olula y Uleila. Gádor era la mayor, Macael el benjamín y se llevaban poco tiempo unos de otros.

—Peculiares nombres los suyos, si me permite la observación —le soltó Valera—. ¿Significan algo?

—La Diosa lo sabrá. En el Paraíso hay muchas estancias, y la Diosa las bautizó a todas con palabras de Poder. Es una muestra de acatamiento por nuestra parte otorgarles a nuestros hijos e hijas esos nombres de pila. Así franquearán con mayor facilidad las Puertas del Paraíso. Siempre que hayan cumplido los preceptos, claro. Ya me entienden.

Almanzora se acercó a la mesa y se apropió de un bocadillo de jamón, del que dio cumplida cuenta con rapidez. Acto seguido, sin cortarse un pelo, tomó una bandeja repleta de queso y chorizo y vertió su contenido en una bolsa que sacó del refajo.

—Tengo cuatro bocas famélicas que alimentar, y ocasiones como ésta no se presentan todos los días —se disculpó.

—Tranquila, nosotros la cubrimos —dijo Azami, solidarizándose—. Ese bol con cacahuetes le hará ilusión a los críos.

—Los frutos secos tienen muchas calorías; son ideales para el crecimiento —sentenció el doctor.

Una vez concluido el latrocinio, Almanzora le cedió la bolsa discretamente a Gádor, que se retiró con sus hermanos a un lugar apartado, bien lejos del alcalde y sus sicarios. Semejante banquete era algo desacostumbrado para ellos, pero prevaleció el instinto de conservación. Aunque estaban muertos de hambre, no se les escapó ningún chillido o grito de júbilo mientras engullían la comida.

—Cultivar el campo da para ir tirando, y gracias. De vez en cuando, las criaturas necesitan algo más substancioso —dijo la mujer.

Los demás convinieron en que tenía toda la razón el mundo, y no les pesó que hubiera dejado la mesa desierta de viandas. Ya podrían desquitarse después en el campamento.

Al cabo de un rato, en un ambiente distendido, volvió a surgir el tema de las creencias religiosas.

—No es nada frecuente que alguien adore a deidades femeninas —indicó Valera.

—Ni tampoco popular —Azami señaló con disimulo al alcalde, el cual seguía dale que te pego con el soldado Salomón, tratando de convencerlo de las bondades de la Uniformidad.

—No somos precisamente santo de su devoción. Pero claro, una no tiene la potestad de decidir el lugar donde sentar cabeza y tener hijas.

Los demás pusieron caras de extrañeza. Almanzora prosiguió:

—Para probar que sus seguidoras somos dignas de ella, la Diosa trasladó a nuestra Primera Madre a la isla de Indusia, con el siguiente mandamiento: «Te he situado donde la Morada de los Muertos no es visible, salvo con el Ojo de la Mente. Como prueba de tu fe, aquí, en el lugar más alejado de la Gracia Divina, darás a luz a tus hijas y morirás. Tu alma vagará durante eones en el limbo, y serán tus descendientes quienes te redimirán. Para ello, cada nueva generación deberá emigrar al archipiélago vecino, donde parirán hijas y morirán. Las hijas emigrarán, y así sucesivamente, hasta que algún día una de ellas arribe a la tierra de Lhum, justo debajo de la Morada de los Muertos. Entonces la Verdad será revelada, y las almas errantes hallarán reposo. He hablado. Cúmplase mi Palabra». En fin, a mí me tocó viajar a las Islas de Barlovento, y aquí estamos. Otras han tenido mejor suerte con sus destinos, pero no me quejo. Es la Voluntad de la Diosa. Ella proveerá.

—Espero que tenga éxito en protegerlas de los talibanes —dijo Valera.

Almanzora suspiró.

—De momento, en este retiro nos dejan en paz. Pero bueno, lo que haya de ser, será. Siempre que alguna seguidora logre llegar bajo la Morada de los Muertos, las demás, vivas o muertas, alcanzaremos la dicha eterna.

Se hizo un silencio un tanto embarazoso, casi siniestro. Al final fue Valera quien lo rompió.

—No se preocupe; las cosas se arreglarán. Propondré a la Universidad Central de la República el establecimiento de un centro de estudios que convierta este crisol de creencias en patrimonio cultural a proteger. Si hay suertecilla…

—La intención es lo que cuenta; la Diosa le oiga. Eso sí, nunca se me había ocurrido considerar este villorrio como un crisol cultural.

Valera rió, complacido. Almanzora, a pesar de su apariencia, se expresaba con soltura; desde luego, no era una palurda ignorante.

—Sólo tiene que mirar a su alrededor, amiga mía. Aquí se han dado cita miembros de todos los cultos imaginables. Hasta hay un nubero, fíjese. Un tal Telémaco, creo recordar.

—Ya está Práxedes arrimando el ascua a su sardina —murmuró Azami.

—¿Qué es una sardina? —preguntó Almanzora, perpleja.

—Pues… No sé, se trata de una frase hecha. Supongo que será algún tipo de aparato raro —miró de reojo al doctor—. Práxedes, que te veo venir. No me sueltes ahora un rollo sobre ciertas incongruencias que son un legado de los dioses…

—Si te fijas en los idiomas, verás…

—Vas a aburrir a Almanzora como sigas así —lo cortó Azami.

—Descuiden, me apasionan las discusiones teológicas —la mujer parecía encantada.

Valera le relató sucintamente sus teorías y pesquisas. La mujer lo escuchaba atentamente, sin inmutarse cuando el doctor tocaba algún tema espinoso. Al concluir, Valera quedó en suspenso, esperando a ver por dónde salía Almanzora. Ésta se limitó a encogerse de hombros.

—Peculiar cosmogonía, aunque comparada con otras que circulan por estos andurriales, resulta incluso anodina.

—Se lo ha tomado usted con mucha tranquilidad. De tener razón el amigo Práxedes, la peregrinación ordenada por su Diosa sería un camelo. Todas sus antepasadas habrían luchado y muerto por una quimera —indicó Isa Litzu, con una sonrisa maliciosa.

—El resto del mundo piensa eso de nosotras, así que otro escarnio más importa bien poco. En el caso de que tuvieran éxito en su búsqueda, ya lo discutiríamos —respondió, con jovialidad—. No obstante, tal vez algunos vecinos interpreten sus teorías como una ofensa personal. ¿He dicho algunos? Todos, me temo; si mentan ustedes algo que pueda hacer tambalear su fe, obtendrán una reacción hostil —pareció dudar—. Salvo el viejo Telémaco, claro está. Tiene la cabeza llena de peces, así que no se mosqueará si le formulan preguntas impertinentes.

—No le cae muy simpático, ¿verdad?

—Ni a mí, ni a nadie. Es sucio, huraño y maleducado. Parece empeñado en que todos se enteren de que odia al género humano. Además, sus rituales resultan… inquietantes, no sé cómo expresarlo. Esas palabras absurdas, esos ídolos tan perturbadores… —los ojos del doctor cobraban brillo por momentos—. Por alguna razón que se me escapa, los niños se sienten irresistiblemente atraídos hacia él. O, mejor dicho, hacia lo que llama su templo. Les encanta corretear por ahí, enredar entre las estatuas y hacer rabiar a Telémaco. Éste se exaspera lo indecible y les grita como un energúmeno. No sé, quizá finge hacerlo. Creo que en el fondo le gusta que acudan los críos. Se siente acompañado. Los pequeñajos le roban golosinas y tonterías, pero puede que él las deje abandonadas ex profeso. Tiene pinta de ser inofensivo, pero no me siento tranquila. Constituye una pésima influencia.

Al final, la conversación derivó hacia el Orca y sus marineros. Isa Litzu comentó, sin creérselo demasiado, su esperanza de hacer algún trueque mientras esperaban a que el doctor se topara con alguna pista o se diera por vencido.

—Bonito sitio han escogido para el negocio —dijo Almanzora—. Nada nos sobra para que lo podamos canjear por sus mercancías. Bueno, tal vez malas pulgas al alcalde, pero no creo que coticen mucho. En suma: somos pobres de solemnidad.

—Ya me había hecho a la idea —se resignó la capitana—. Qué remedio; nos convertimos en esclavos de las circunstancias. En el improbable caso de que alguien desee cambiar o comprar algo, puede darse un garbeo por el campamento.

Mientras, el tiempo pasaba. Como cada día, los soles se guarecieron bajo el horizonte y las estrellas pudieron brillar al fin, mientras el cielo iba virando a un añil intenso. Almanzora miró a la Morada de los Muertos y suspiró.

—Ay, me pregunto si alguna de mis descendientes logrará llegar bajo la Morada, y me rescatará del limbo. A veces resulta tan duro… Escudriño la Morada, por si la Diosa se digna manifestarme alguna señal clara acerca de la futura suerte de los míos, pero se me niegan las respuestas. Tal vez no sea digna de ella.

Un hálito de tragedia pareció impregnar el ambiente. Las palabras de la mujer estaban teñidas de desesperanza. Valera dijo lo primero que se le ocurrió para romper un silencio que empezaba a tornarse embarazoso:

—¡Albricias! Sabe usted leer en el disco de la Morada… No es un arte que se prodigue demasiado; algunos se comportan como si no existiera, mientras que otros consideran un sacrilegio el intentar desvelar la voluntad divina. En Lárnaca, la capital, hay unos cuantos adivinos que leen el futuro en las entrañas de los peces.

El doctor estuvo un rato disertando sobre las distintas mancias que pululaban por el mundo conocido, y logró animar a Almanzora, que llegó incluso a reírse a carcajadas cuando le contó las costumbres de los soplapolitanos, empeñados en leer la buenaventura según las arrugas del escroto.

—Yo conocía lo de «cuarentones, canas en los cojones», pero esto lo supera. ¿Y cómo adivinan el porvenir a las mujeres? —quiso saber, cuando logró controlar la risa.

—No me atreví a averiguarlo —repuso Valera, risueño.

—Valiente disparate —Almanzora sonreía, y parecía contenta—. Comparado con eso, la interpretación de las manchas de luz en la Morada de los Muertos resulta banal. Todo consiste en discernir si se generan círculos, líneas quebradas, culebrillas… A veces saltan chispitas, lo que se considera un magnífico augurio. No es muy frecuente, claro. Vivimos tiempos duros.

Justo entonces, cerca del borde de la morada apareció una mancha amarilla, de forma oval, que tardó en extinguirse. Almanzora frunció el ceño.

—Vaya, es una señal de malas cosechas. Tendré que rezarle a la Diosa para que se apiade de nosotras. En fin —trató de animarse—, podría haber sido peor. Imagínense que se hubiera formado un tridente blanco. Una vez vi uno, y sufrimos una sequía espantosa.

—Debe de ser el peor augurio imaginable para una comunidad como la suya, supongo —dijo Valera.

—Hombre, hay uno aún más nefasto, pero por fortuna no se ha dado nunca, que se sepa. Salvo que ocurriera una noche nublada en la que nadie mirara al cielo, claro. Figúrense si apareciera una cara en la Morada… Apaga y vámonos.

Valera, Litzu y Azami se miraron de reojo. El capitán tragó saliva. Por su parte, el doctor, a pesar de su escepticismo, había empalidecido.

—Eh… Sí, qué curioso.