VII
LA llegada del Behemoth constituyó todo un acontecimiento en Lárnaca. Pocas cosas había en el mundo más espectaculares que un acorazado imperial engalanado de proa a popa, atracando en un puerto. Sin duda se buscaba el golpe de efecto de aparecer de improviso, aunque esta vez habían pillado prevenida a la población. En cualquier caso, el Behemoth imponía. Era uno de los cinco mayores buques de guerra del mundo, y todos ellos pertenecían al Imperio. Aquello dejaba enanos a los más modernos cruceros republicanos de la serie lomo negro.
Azami había charlado al respecto con el doctor, y estaban de acuerdo en que aquellos monstruos marcaban un antes y un después en el arte de la guerra naval. Desde un punto de vista tecnológico, no se parecían a ninguno de sus predecesores. Nadie sospechó que los ingenieros del Imperio, considerado como un excéntrico país de fanáticos racistas, pudieran alcanzar tan altas cotas. O, al menos, los pocos visionarios que advirtieron del peligro latente no fueron escuchados. Valera figuraba entre ellos.
El sostén principal del Behemoth era un ejemplar de Phycophthorus voracissimus al que se había hecho crecer de forma desmesurada. Los dirigibles de esa especie no solían exceder de cien metros, pero éste casi los triplicaba en longitud y, además, era monstruosamente gordo. Aletas y cola habían quedado reducidas a poco más que muñones, por lo que su única misión consistía en mantener el casco en el aire. De propulsarlo se encargaban tres dirigibles de tamaño más normal, los dóciles y predecibles caracortadas. Como todos los buenos diseños era simple pero nadie, en ningún otro país, había logrado cebar a un dirigible hasta alcanzar semejante tamaño, ni lograr que otros tres tiraran acompasadamente de un barco sin estorbarse entre sí ni hacerlo zozobrar. Por supuesto, el Imperio guardaba el secreto de su éxito bajo siete llaves.
Indudablemente, mover semejante titán no resultaba tarea sencilla. El Behemoth era lento, pesado, sin gracia. Pero la revolución náutica que suponía no radicaba en la velocidad, sino en la capacidad de carga. Bajo el Phycophthorus pendía un casco con cinco cubiertas, muy ancho, el cual transportaba varios cientos de soldados. Además, permitía embarcar ballestas y catapultas enormes, por lo que ni Dios se atrevería a arrimársele a medio kilómetro en son de guerra. En suma, aquella nave presumía de invulnerable, y era capaz de desembarcar una fuerza de ocupación, con paracaidistas e infantería, en cualquier isla. Si se tenía en cuenta lo dispersas y heterogéneas que eran las fuerzas armadas de sus oponentes, los imperiales arrasaban.
La República, en principio, rehusó interferir con el expansionismo imperial. La no injerencia en asuntos foráneos era la norma, por más que los ideales imperiales repugnaran a los republicanos bienpensantes. En el pasado, el doctor, junto a algunos colegas de ideología parecida, habían sugerido la necesidad de parar los pies al Imperio, antes de que deviniera demasiado poderoso. Se rieron de ellos. Al cabo de los años, el Imperio asimiló a sus vecinos y ahora Azami, al contemplar las rotundas líneas del Behemoth, se preguntaba si habían hecho bien en no intervenir. El mundo era muy grande, decían los políticos. Vasto, sí, pero no infinito.
Azami estaba ya bastante fogueado por la vida militar, pero en el Imperio había algo nuevo que le inquietaba: una combinación letal de fanatismo y tecnología bélica avanzada, a lo que se añadía su empeño en amedrentar a los demás. Todo en el Behemoth sugería poderío, en una meditada puesta en escena. Las pesadas bardas y gualdrapas que protegían al gran dirigible, brillantes y cubiertas de runas y símbolos; los pendones rojos y verdes, que exhibían imágenes de monstruos con garras y dientes sobredimensionados; las flámulas y banderolas; tropas uniformadas con un cierto exceso barroco, formando y realizando paradas en cubierta, bien a la vista; las letras de los himnos, inquietantes… Tendría que comentarlo con Valera. Pobre doctor; si hubiera nacido en el Imperio, a estas alturas sería pasto de los peces.
Eso sí, debía reconocer que los imperiales se lo montaban de maravilla. Permitían la visita de los niños en el barco; los enanos quedaban encandilados con tanto abigarramiento y alarde marcial. También habían organizado todo un programa de charlas y seminarios, sin duda para contrarrestar la influencia de la República. Los sectores prorrepublicanos estaban inquietos y aprensivos. No los culpaba. Habían apostado muy fuerte, ya que los proimperiales eran también bastante influyentes. Ahora, los primeros contaban con el apoyo popular, pero éste era mutable. De torcerse las cosas, el provenir de los amigos de la República era todo menos halagüeño.
Al mando del Behemoth figuraba todo un almirante, nada menos. Se había entrevistado un par de veces con el cónsul y, a juzgar por la cara de preocupación de éste, no trataron de minucias. El contenido de las conversaciones estaba vedado a los simples mortales como él, un humilde capitán de infantería, pero los rumores empezaban a circular. Decían que la Confederación, ahora mero títere del Imperio, reclamaba el control sobre Nereo. De hecho, había partido un correo rápido con valija diplomática hacia la capital republicana. El cónsul requería instrucciones a sus superiores. Azami barruntaba que algo iba a pasar, y no bueno. En fin, esperaba que, fuera lo que fuese, tardara unos meses y ya no le pillara a él.
★★★
Pasó el tiempo. Había transcurrido menos de una semana de la llegada del Behemoth, y el ambiente en Lárnaca se notaba algo tenso. La sangre no llegaba al mar, por fortuna, pero se apreciaba una hostilidad soterrada hacia los sectores más progresistas de la sociedad. Los oficiantes del Inefable Advenimiento disfrutaban de un periodo de gloria, mostrándose en público aún más abiertamente, y nadie se atrevía ya a burlarse de ellos. Como uno de estos días les diera por señalar a alguien, quién sabe lo que se podría desencadenar. Otros cultos mistéricos también experimentaban un notable auge, como los Disipadores del Caos o los Cosechadores del Abismo. De momento no competían entre ellos, ya que había mercado para todos.
De ésos y otros temas conversaban Azami y Valera al calor de un bar. El doctor disponía de más tiempo libre para investigar, ya que con motivo de la Gran Conjunción que se avecinaba, los alumnos se tomaban un periodo vacacional para expiar sus pecados y prepararse para un posible apocalipsis. La Morada de los Muertos podría desplomarse sobre sus cabezas, y el mundo pasaría a convertirse en el reino de las sombras. Así, aparte de disecar ejemplares y traducir pergaminos, le sobraba tiempo para pensar.
—Usted dirá lo que quiera, capitán, pero los imperiales han venido aquí para echarnos, y tratarán de hacernos la vida imposible. Así, la opción más tentadora para nosotros será irnos con viento fresco y dejarles el campo libre.
—¿Qué opinan los intelectuales del Consejo Asesor?
El doctor emitió un gruñido despectivo.
—Para ellos, la paz es el bien más preciado, así que si las cosas se ponen feas, serán partidarios de que regresemos al hogar. Estoy de acuerdo con ellos en que la paz es el objetivo último de toda persona decente, pero no a cualquier precio, caray.
—Me encanta su faceta belicosa y políticamente incorrecta, doctor.
—Al diablo. Mire, Azami: si no decimos ¡basta! de una vez al Imperio, nos acabará devorando. Es una plaga, y las plagas crecen en progresión geométrica. Al principio su número no es muy elevado, y pueden ser manejadas, controladas. Pero si no se atajan a tiempo, llega un momento en que se disparan, y ya es tarde. Sólo queda llorar en la cárcel, en el patíbulo o camino del exilio.
—Lo de plaga suena un poco fuerte, doctor.
—Opinan que son el pueblo elegido, los descendientes del Primogénito de los Primeros Padres, los puros que nunca hollarán la Morada de los Muertos. Afirman que su sangre es prístina, no contaminada por el pecado de Ka-Hin, el bastardo, creado por el diablo a partir del semen del Primer Padre Danán. Antes de que me lo pregunte, el robo de esperma ocurrió en un sueño, bajo forma de íncubo o súcubo; no recuerdo muy bien de qué pie cojeaba el tal Danán. El diablo amasó el semen con jirones de nubes marinas y fabricó a hombres imperfectos para que le sirvieran, pero luego acabaron mezclándose con algunos descendientes díscolos del Primogénito. Así, el resto de la Humanidad se compone de seres más o menos degenerados según el porcentaje de sangre pura que retengamos, y el orden de las cosas es que los impuros sirvan a los puros. Y por más que el mismo líquido rojo circule por nuestras venas, explíqueselo usted a un fanático. Cuando son pocos quedan hasta graciosos, pero si derrocan gobiernos y construyen acorazados, es para alarmarse.
—Vive y deja vivir; mientras no nos ataquen… Jo, parece que el pacifista soy yo —Azami estaba de acuerdo con Valera, pero disfrutaba haciéndolo hablar y sacándolo de sus casillas.
—¿Y a qué loco le gusta la violencia? Pero aquí hablamos de visión de futuro y legítima defensa. ¿Sabe lo que hará esa gentuza con la democracia si seguimos cediendo terreno?
—Por muchos y muy potentes acorazados que construyan, nuestra flota es numéricamente superior, y la República, por su emplazamiento geográfico, está muy bien defendida. Nereo se halla en la esfera de influencia imperial así que, a los ojos del mundo, se nos puede acusar de entrometidos.
El doctor se puso serio. Azami nunca había visto tal semblante de determinación en su amigo.
—Mire, dimos nuestra palabra a la gente progresista de Nereo de que la apoyaríamos. Creyó en nosotros. Depende de nosotros. Si nos vamos, su vida peligra. Ha sido testigo del tormento de las jaulas, ¿a que sí? —aquello dio en el blanco, y Azami se estremeció—. Tenemos el deber moral de quedarnos y protegerla. Y no sólo a ella. Hay sectas inofensivas, como la de mis alumnos, cuyo porvenir se presenta más negro que la cloaca de un dirigible.
—Qué chocante… Un ateo descreído como usted debería pasar mucho de moralinas…
—Precisamente porque creo en bien pocas cosas, estimo que nada hay más importante que la palabra dada. Aunque a causa de ello haya a veces que elegir entre lo cómodo y lo correcto.
—Relájese, que se le va a reventar una vena. Brindo por eso, y ojalá que en la República los políticos pensaran como usted.
El doctor sonrió y aceptó el brindis.
—En eso confío, querido amigo. Defendemos unos ideales que son los menos malos de la historia de la Humanidad. Votamos a nuestros representantes para que defiendan nuestros principios. Exijámosles responsabilidades.
—Lo noto a usted un tanto cándido…
—En serio, ¿usted cree que en Asuntos Exteriores van a permitir que nuestros aliados en Nereo sean abandonados a su suerte, con lo que eso implica de desprestigio?
Azami no tuvo tiempo de responder. Un cabo entró a todo correr en el bar y se dirigió a Azami.
—¡Mi capitán, hay jaleo en El Ganso Alegre con los imperiales!
—Mierda, lo que nos faltaba —explotó Azami—. Quédese aquí, doctor, por si hay que repartir leña o se escapa alguna cuchillada.
—No tiene jurisdicción sobre mí, capitán. Me he visto en reyertas tabernarias, alguna que otra a su lado. Sé cuidarme.
—Ya —repuso Azami mientras se ponía la parka y salía del bar—, pero capitanes de infantería hay muchos, mientras que los científicos de su talla se cuentan con los dedos. Y que conste que me cuesta lo indecible halagar su ego de esta manera.
El doctor le dio una palmada en la espalda y sonrió de oreja a oreja.
—Yo también lo aprecio, capitán. Y todos somos iguales ante la ley.
—Basta ya de tantas flores. Cabo, avise a la policía militar. Esperemos que la cosa tenga arreglo.