20

Se había empleado a fondo en la bicicleta, con pedaladas profundas y sedantes, alejándose de Sierra Ufana, y, sin advertir la brevedad creciente de los días, se le había echado encima uno de esos espectaculares atardeceres de otoño que despliegan por el oeste sus manojos de cobres. Las sombras del crepúsculo se iban derrumbando por el cielo, que se arqueaba encogido, dolorido por el frío. La estrella polar, prematura y tierna, pinchada ya en lo alto del palo mayor del firmamento, señalaba el norte como si allí se ocultara una amenaza. Y una luna en cuclillas se asomaba temerosa del viento racheado que hinchaba sus pulmones y galopaba entre los árboles y les arrancaba sus últimos jirones verdes. El otoño entraba en su último mes, pero, a pesar de las hojas marchitas, a pesar del frío y de la luz decreciente, aquella estación era el anticipo de la renovación. Los propios árboles, liberados de ansiedad y hojarasca, llevaban en la misma desnudez de sus ramas la promesa de una futura repoblación.

Cuando entró en las calles de Breda ya se habían encendido las farolas y al llegar a la puerta del garaje vio que lo esperaba Aurora Méndez y que tardaba un segundo en reconocerlo bajo el casco y el atuendo deportivo.

—Llamé a tu piso, pero nadie contestaba. Quiero hablar contigo.

—Pasa.

Subieron a la casa y no hablaron hasta que Cupido se hubo duchado y se sentó frente a ella en el pequeño despacho.

—Quiero que oigas esto —dijo Aurora—. Es el teléfono de la ingeniera.

Manipuló el móvil que tenía entre las manos y, al comenzar a reproducir la grabación, lo dejó encima de la mesa, entre ambos, con gesto de cansancio, como si el simple esfuerzo de apretar aquellas teclas le provocara una inmensa fatiga.

Cupido escuchó en silencio, sin mirarla, concentrado en el teléfono plano y brillante, y solo levantó los ojos cuando se oyeron los gritos y el repetido insulto, aquella palabra que siempre le resultaba sucia en la boca de un hombre, el primer golpe sordo, tal vez en el estómago, y un sonido de ahogo, las llamadas pidiendo ayuda y de nuevo otros golpes antes del silencio. Luego, los susurros de roces y de pasos y del motor de un coche que se ponía en marcha.

Cupido miró a Aurora, que mantenía erguida la cabeza, con los ojos fijos en el móvil, sin agacharla a pesar de los terribles sonidos de la agresión. Eran un hombre y una mujer vivos escuchando las voces de un hombre y una mujer muertos.

Parecía que todo había terminado, porque durante unos minutos solo se oía el motor del coche, y Cupido fue a hablar cuando Aurora lo detuvo:

—Espera.

Sobre el monótono murmullo del motor, sobre las variaciones de los cambios de marcha y aceleración, en algunos momentos se distinguía el asomo de un gemido o un llanto, de una maldición o un carraspeo y la voz de Bruno repitiendo No, no, no, no, no. Luego, el susurro del pequeño motor que abría la ventanilla para que entrara el aire que debía de faltarle y de pronto, tras reducir, las campanadas cercanas, vibrantes y anacrónicas del bronce en la era de los sonidos digitales, los catorce tañidos del viejo reloj de la iglesia, quemado y enloquecido en el 31, que daba a las horas exactas un número caprichoso de campanadas. Si se oían con aquella nitidez era porque el coche estaba muy cerca de la iglesia, posiblemente en la céntrica calle donde vivían los Méndez. El resto de la grabación incluía un minuto más de trayecto, el apagado del motor, unos pasos, una puerta al cerrarse y el silencio definitivo. No era necesario escucharla de nuevo.

—Bruno no la mató —dijo Aurora—. La atacó y la golpeó con fuerza, porque a veces era muy bruto y no se controlaba. Sé cómo era mi hermano cuando lo poseía ese fuego… Se volvía loco. Yo misma, algunas veces, había tenido que… —dudó.

—No tienes por qué contármelo —dijo Cupido, porque había cosas que prefería ignorar.

—Yo misma, algunas veces… —repitió—. Pero ¿qué importaba eso? Ya habíamos estados nueve meses juntos y desnudos… ¿Sabes lo que nos contaba nuestra madre?

—Qué.

—Que no nacimos con una diferencia de minutos, como sucede en los partos dobles. Nacimos casi juntos, uno cogido de la mano del otro. Yo salí la primera y fue algo complicado, porque venía de espaldas, mirando hacia atrás: me había dado la vuelta para no dejar solo a mi hermano y cada uno tenía una mano aferrada a la mano del otro… Como si ya entonces Bruno tuviera miedo de quedarse solo en la oscuridad… Bruno no la mató. Se asustó y huyó dejándola allí tumbada.

Cupido se quedó en silencio, mirando el teléfono de la ingeniera que guardaba las voces de unos fantasmas que volvían del pasado para recriminarle su error, que desvelaban una verdad dolorosa y esquiva, escondida bajo la superficie plana de las apariencias. Sus ojos rezumaban vergüenza y culpa cuando los levantó para mirarla.

—De modo que volvió a Breda —murmuró—. Y aunque más tarde hubiera reflexionado y lo hubiera pensado, ya no podría arriesgarse a regresar allí, cogerla en el caso de que siguiera inconsciente, y subir con ella a colgarla en el aero nueve. Alguien aprovechó la oportunidad —añadió recordando el coche oculto en la parte posterior de la subestación—. ¿Cómo encontraste el teléfono?

—Ni siquiera se deshizo de él, porque Bruno no tenía móvil e ignoraba que se pudiera utilizar como grabadora. Debió de verla manipulándolo y se lo llevaría por miedo a que cuando se recuperara pudiera llamar a alguien… No lo sé, pero era mi hermano gemelo y sé que se aturdía y que se quedaba bloqueado en momentos de tensión y de miedo. A la mañana siguiente debió de esconderlo entre el pasto seco de nuestra casa del campo, donde nadie lo encontraría fácilmente. Ayer las vacas estaban muy nerviosas, mugían y se corneaban como si también ellas lo echaran de menos… Al ir a darles la comida, el teléfono cayó de entre el pasto. Enseguida supuse de quién era, solo Bruno podía haberlo escondido allí. Estaba sin batería, lo cargué y temí que, al encenderlo, no pudiera desbloquearlo, pero no tenía clave, ella debía de sentirse muy segura.

—¿Por qué lo guardaría Bruno?

—Por miedo. Él ni siquiera… —se le quebró la voz—, ni siquiera sabría cómo mirar sus fotos.

—¿Por qué me lo enseñas a mí?

—Tú también te equivocaste con él, tú también lo condenaste sin haberlo escuchado. Descubriste que había subido allí aquella noche y solo por eso lo señalaste con el dedo.

Su acusación no era del todo cierta: él se había limitado a revelar que Bruno había ido en coche a la subestación, pero luego se había apartado, se había mantenido al margen de todo lo demás. Sin embargo, eso no impedía que se sintiera culpable por omisión, de modo que dijo:

—Me equivoqué. Si puedo de algún modo…

—Ya no hay ninguna forma de arreglarlo —lo interrumpió Aurora.

—Hay que llevarle la grabación a Gallardo —propuso.

—No.

—¿Por qué?

—Entre todos provocasteis su muerte —dijo—. No lo creísteis y ahora ya está muerto. Hablé con un abogado y me dijo que ningún juez admitiría como prueba una grabación robada a otra persona, sin testigos que confirmen que se hizo en la subestación aquella noche.

—Pero en el móvil está grabada la fecha.

—El abogado dice que incluso eso puede manipularse. No, el capitán Gallardo no lo creyó entonces y no voy a continuar con esto. Quiero que mi hermano descanse de una vez por todas, noto que me lo pide desde dondequiera que esté. Tú y yo sabemos que él no la mató. Y haré que lo sepa toda la gente a quien él le importaba, dejaré que lo oigan quienes sí lo creyeron antes de oír la grabación… Los demás…, bueno, no merecen la pena. Ya nadie hará un nuevo espectáculo a nuestra costa. No quiero más fotos suyas en la prensa, ni más comentarios anónimos, ni más juicios paralelos. No quiero que ensucien más su nombre. Nuestro nombre.

Cupido comprendió que no iba a convencerla, así que le pidió:

—Al menos, déjame que yo intente repararlo. Déjame que haga una copia.

—¿Para qué?

—Hay una persona que debe escucharlo.

—No —dijo acortando la única sílaba—. No quiero saber nada más de todo esto.

—No puedes permitir que se salga con la suya y viva tranquilo después de haberlo hecho. Estaba allí escondido y pudo evitarlo solo con aparecer por la puerta, pero se ocultó. Se lo debes a Bruno.

Aurora sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió dos lágrimas que ya no ocultaba. Pensó un tiempo y luego aceptó:

—Está bien. Puedes sacar una copia.

Faltaba otra pregunta y Cupido no podía dejar de hacerla:

—Fue Bruno quien taló los almendros de Vidal, ¿verdad?

—Sí. Creyó que con una amenaza así los empujaría a vender. Pero yo conozco a Sonia, es igual de testaruda que su padre, y esos métodos provocan el efecto contrario. Cuando me dijo lo que pretendía hacer, traté de disuadirlo, pero salió una noche y… Sin embargo, que talara los almendros no implica que le hiciera daño a la ingeniera.

Quedaba un detalle importante que aclarar, pero la grabación había arrojado un chorro de luz sobre lo ocurrido y ya sabía quién había dispuesto del momento, de la posición y de la energía adecuadas para matar a Esther Duarte. La verdad se le había aparecido al fin sin que interviniera la intuición, con la misma calma y claridad con que el sol amanece, pero también de la misma forma inexorable. Variaba la anécdota, pero se repetía la historia de siempre: alguien hacía daño y, para escapar impune, montaba una coartada que creía irrebatible. Sin embargo, había quedado un hilo suelto, una estela de residuos que a la postre desbarataba su montaje. Cupido, insomne y atormentado por la culpa, se levantó dos veces esa noche a beber agua, a contemplar por la ventana la luna aterida que escapaba del norte deslizándose bajo los acueductos que levantaban las estrellas, impaciente por que llegara el día y pudiera retirarse a descansar. Antes del amanecer montó en el coche y salió hacia Madrid, viendo cómo poco a poco se elevaba ante él, en el horizonte, un sol arenoso, frío, carente de alegría.

A medio camino paró a desayunar. Quizá todavía era temprano para llamar a alguien ocioso, pero aun así marcó el número con el móvil.

—No sé si me recuerda —dijo su nombre y su profesión—. Hablé con usted sobre la muerte de la hija de su esposa.

—¡Claro que lo recuerdo! El detective. Me dio dos entradas para el partido de fútbol. Pero creo que ya está todo resuelto, ¿no? Me llamaron de Mistralia para decirme que atraparon al culpable. Ahora solo espero que pague por lo que hizo —dijo con la misma voz seca, como si surgiera de un trozo de madera.

Le contó que Bruno Méndez se había suicidado arrojándose al vacío desde el mismo aerogenerador donde murió Esther.

—Entonces, todo ha terminado.

—Queda un pequeño detalle que debo confirmar en el informe para Mistralia.

—¿Sobre qué?

—Usted me dijo que Esther guardaba ahí, en su piso, la documentación sobre su trabajo.

—Sí, pero ya pasó por aquí ese compañero suyo de la empresa, Álvaro no sé que…, y se lo llevó todo. ¿Para qué necesita revisarlo de nuevo?

—En Mistralia quieren cerrarlo definitivamente antes de ajustar las liquidaciones que correspondan —dijo. Aquellas frases ambiguas eran tierra de nadie en las que arraigaban con facilidad los deseos de quien las oía—. Debo confirmar que no queda nada antes de cerrar el informe.

—De acuerdo. ¿Cuándo?

—Lo antes posible. Esta mañana.

—Venga dentro de un par de horas.

No había transcurrido el plazo cuando Cupido llamó a la puerta.

—Adelante, ya conoce la casa. —El hombre señaló hacia el interior con una mano en la que humeaba un cigarrillo y lo siguió hasta el salón, donde el olor a tabaco se hacía más intenso y, con las ventanas cerradas, el humo parecía adensarse en torno a las lámparas encendidas. Aparentemente, nada había cambiado desde tres semanas antes: los muebles caros, el cenicero lleno con una camada de colillas y gordos gusanos de ceniza, la cajita de taracea donde había visto la coca y la creciente sensación de suciedad y abandono. Sin embargo, ya no vio ninguna fotografía de Esther.

—Supongo que quiere buscar en su estudio —le propuso.

—Sí.

—Venga. Ahí están todas sus cosas —dijo tras abrirle la puerta y encender las luces—. Si me necesita, llámeme.

Se le pasó el tiempo sin darse cuenta, absorto en la búsqueda meticulosa de los archivos del ordenador y de los cedés bien colocados, porque seguía sin poder acceder al correo privado y a la cuenta de facebook. Esther también tenía un disco duro externo, pero en él solo guardaba películas y fotografías, ninguna referencia a imágenes de unos chicos en bicicleta atropellando a un peatón. Desde el salón le llegaban en oleadas el olor a tabaco, los ruidos del televisor y, un par de veces, el rumor de la conversación tras sonar el timbre de un teléfono.

Decepcionado y harto de buscar en vano, con picor en los ojos y molestias en las cervicales, lo apagó todo y volvió al salón, pero el hombre no estaba. Oyó el ruido de la ducha y esperó a que volviera, observando alrededor sin interés.

En una bandeja del mueble del televisor, encendido, descubrió varias cartas y se acercó a ojearlas. Iban dirigidas a Esther: consumos, publicidad, una revista de informática. Nada que lo ayudara. Al devolverlas a su sitio vio el pendrive con el logo de Mistralia, inserto semioculto en el lateral de la pantalla. Debía de hacer muchos días que nadie lo tocaba, porque apreció en el borde una ligera capa de polvo acumulado. Cogió el mando y desplegó su contenido: solo había un archivo de vídeo y no tenía título, pero desde el primer segundo supo que no era necesario: la cámara demasiado movida de un móvil seguía a un chico en bicicleta que atropellaba intencionadamente a un peatón, que caía al suelo y se hacía daño en el rostro. Todo era bastante rápido y el último plano, fugaz, mostraba la sangre en la nariz, lo que no impedía identificar a García-Lage. Cupido congeló la imagen en la pantalla: su expresión no tanto de sorpresa y dolor como de ira. En el rincón inferior derecho se veía la hora y la fecha: 18-10-2014, 15:47:03. Al reanudar la grabación, la secuencia se cortaba bruscamente para dar paso a otra similar en la que la víctima era la anciana del perro pelirrojo, Mariluz Sánchez Ayala. Pero a Cupido eso ya no le interesaba.

El archivo confirmaba lo que ya sabía. Esther lo había traído a su casa de Madrid, donde seguía guardando copia de todo lo importante, y lo había visto en la gran pantalla del televisor para apreciar los detalles mientras debía de preguntarse a qué había ido Álvaro a Breda aquel fin de semana en que se había producido una grave avería del sistema que estuvo a punto de hacer saltar literalmente por los aires los aerogeneradores de Sierra Ufana, si no se detenían automáticamente al aumentar la velocidad del viento más allá de lo que podían soportar.

Oyó una puerta que se abría y pasos y, sin pensarlo, sin advertir el error que cometía, se guardó precipitadamente el pendrive en el bolsillo. El hombre apareció en la puerta, vestido para salir y con un abrigo doblado en el antebrazo.

—¿Ya ha terminado? —le preguntó.

—Sí.

—Pues justo a tiempo, porque en cinco minutos tengo que salir si no quiero llegar tarde a una cita.

—Terminé —repitió Cupido.

—¿Ha encontrado algo que le interesara? Si queda algo, me gustaría que se lo llevaran de una vez —dijo mirando sus manos vacías. Parecía decepcionado, como si hubiera esperado que vaciara la habitación de Esther y se lo llevara todo, y no quedara nada. Al fin era suyo el piso del que su hijastra había querido echarlo.

—No queda nada —dijo Cupido.

Eran las cuatro cuando pasó bajo el molinete de la fachada de la sede de Mistralia. Las puertas automáticas se cerraron a su espalda con un guillotinazo y Cupido se dirigió hacia el mostrador, donde las azafatas vestidas con los impecables uniformes verde menta, con más pestañas de lo normal y dos capas de gloss sobre los labios, exhibían sus anchas sonrisas publicitarias. Preguntó por Álvaro García-Lage.

—¿Tiene cita con él?

—No. No me espera, pero sabe que iba a venir.

El guardia de seguridad comenzó a parpadear entre gestos de incomprensión. Una de las azafatas levantó el teléfono.

—Dígale mi nombre. Ricardo Cupido.

—¿Es de alguna empresa? —le preguntó mientras tecleaba unos números.

—Yo soy mi propia empresa.

Un minuto después el arco de seguridad detectó el pendrive y la grabadora y tuvo que mostrarlos. La azafata le indicó el ascensor con un gesto que expandió una oleada de perfume. Arriba lo esperaba otra secretaria, que le abrió la puerta del despacho con la brillante mesa con las sillas de cuchara que ya conocía.

—Enseguida vendrá el señor García-Lage.

Lo vio avanzar hacia él con el brazo extendido como en un tic, pero ahora, por debajo de la sonrisa, no lograba ocultar un tenso recelo.

—He leído tu informe y está todo correcto. ¡Enhorabuena! Has hecho un buen trabajo, tal como esperábamos.

—No —negó Cupido—. No es un buen trabajo.

—¿No? —En su acento, una gota de algo corrosivo envenenaba su felicitación.

—No está completo. Falta el último capítulo.

—¿No has recibido el dinero? —le preguntó, con aquella obsesión empresarial de relacionarlo todo con la economía.

—Sí, me pagaron lo acordado. Por eso debo terminarlo.

—¿Terminar? —Álvaro abrió los brazos en un gesto de incomprensión—. Ya terminó todo con el suicidio de ese Bruto… o Bruno. El King lo ha dicho: que no se hable más de Sierra Ufana. Cualquier noticia sobre ese tema supone mala publicidad para Mistralia.

—Bruno Méndez no mató a la ingeniera —dijo Cupido con cansancio. Tampoco él tenía ganas de seguir hablando ni de permanecer allí más tiempo, contemplando el rostro atildado y sonriente de Álvaro, pero tenía que acabar de una vez.

—No te entiendo.

Cupido sacó del bolsillo la pequeña grabadora, la puso en el centro de la mesa y pulsó un botón. Álvaro la miró con recelo, como si fuera un animal peligroso que podría saltar sobre él si se movía. Posiblemente habría llamado a los guardias de seguridad para que lo echaran de la sede si no necesitara saber lo que Cupido sabía. En el silencio del brillante despacho que se abría sobre La Castellana, las palabras de acoso y violencia, el forcejeo, los gritos de ayuda, los golpes y, por fin, el silencio ponían una nota brutal y discordante.

—¿Qué demuestra eso?

—Espera.

Todavía medio minuto más para oír el arranque del coche, antes de imponerse el ruido de fondo del motor sobre los gemidos de Bruno: No, no, no, no, no. Solo entonces dijo Cupido:

—Lo recuerdas, ¿verdad?

—No sé de qué me hablas.

—¡Claro que lo sabes! Tú estabas allí, dentro de la subestación, escuchando, sin mover ni un dedo mientras Esther te pedía ayuda a gritos, viendo lo que ocurría y pensando frenéticamente cómo aprovecharlo.

—Ja. ¿Y por qué iba a estar allí?

—Eso es lo que me he preguntado durante muchos días. Sabía que aquella noche había alguien en la subestación hablando con Esther. Alguien que había ocultado su coche en la parte posterior. Me preguntaba quién podía ser, de entre los relacionados con Mistralia, para conocer aquel rincón, para tener acceso a la subestación y motivos para esconderse. La respuesta no era difícil, pero me faltaba una prueba hasta que hace unas horas vi unas imágenes aquí mismo, en Madrid, en las que se ve cómo unos chicos atropellan a un peatón con una bicicleta. ¿Te hicieron mucho daño?

—Sigue —dijo con voz cruda.

—Cuando nos reuniste en Breda comentaste que no habías ido por allí en mucho tiempo, pero no era cierto. Estuviste allí el sábado 18 de octubre, cuando un fallo en el sistema informático estuvo a punto de destrozar todo el parque. Estaba previsto que aquel día soplaran vientos muy fuertes y en esas condiciones, con una velocidad superior a veinticinco kilómetros por hora, los aerogeneradores deben detenerse para no correr el riesgo de arrancar los cimientos y salir volando.

—Veo que Senda te ha enseñado bien la lección —dijo con sarcasmo.

—Aquella noche la velocidad media subió a treinta y seis kilómetros por hora y se alcanzaron rachas de ochenta. Un fallo electrónico en la subestación impidió que saltara la alerta que detiene los aeros, pero Esther y Mauri lo advirtieron a tiempo y lograron controlarlo. Ella debió de notar algo extraño e intuyó que alguien había manipulado el sistema. Solo podía haberlo hecho un técnico con conocimientos del programa, alguien que hubiera participado en su instalación. No supo quién era hasta que se enteró casualmente de que tú habías estado allí, de incógnito, aquella mañana.

—Si fuera así, tendrías que demostrarlo.

Cupido sacó del bolsillo el pendrive con el logo de Mistralia.

—¿Tienes un monitor para ver las imágenes?

—Ha sido el padrastro, ¿no?

—Él ni siquiera conocía su existencia. Pero volvamos a Esther, ¿te amenazó con contarlo o te pidió algo a cambio?

—Sigue —repitió.

—Sería más rápido que tú contaras los detalles, pero continuaré. Las horas previas a su muerte, Esther estaba especialmente nerviosa. No dejaba de mirar su teléfono, tal vez porque había quedado contigo, hasta que recibió tu llamada desde una cabina junto al centro comercial, en Breda. La citaste en la subestación. Era un buen lugar, discreto y apartado, sin testigos, y allí podrías mostrarle cómo manipulaste el sistema. Pero no hubo mucho tiempo, porque pocos minutos después de llegar ella oísteis el motor de un coche que se acercaba. Era Bruno Méndez. Ya lo conocías: un lugareño sin demasiadas luces que no sabe de matices y que interpreta mal las palabras femeninas. Había visto que Esther subía a Sierra Ufana y fue allí para cobrarse lo que él consideraba una deuda por haber aceptado vender a Mistralia sus terrenos… Y ya has oído en la grabación lo que ocurrió. Sin embargo, lo más grave sucedió luego.

—Estás alucinando.

—Pensaste con mucha rapidez, tengo que reconocerlo —continuó Cupido con calma—. Enseguida te diste cuenta de la oportunidad. Bruno te había hecho el trabajo sucio, habría dejado sus huellas y todos lo culparían. Esther había quedado inconsciente tras los golpes. Solo tuviste que llevarla en su coche un kilómetro más allá, al aero nueve, un poco apartado, para que nadie te molestara, aunque era improbable que alguien rondara por allí a aquellas horas de la noche. Claro que lo más fácil hubiera sido terminar con todo en la propia subestación, pero no pudiste resistirlo. La tentación de la imagen de un cuerpo colgando en la trampilla de un aerogenerador era demasiado espectacular, y tú sabes que hoy todo es imagen, que las pantallas han triunfado sobre la letra. ¡Esa estampa sí que sería publicidad negativa! Porque tú trabajas en Mistralia, pero contra Mistralia. Puedo imaginar media docena de motivos… Aunque eso forma parte de otra historia.

—Si hubiera ocurrido así, podría haberlo hecho cualquiera que tuviera algo contra Esther.

—¡Aquella noche no! Aquella noche solo tú tenías la ocasión, el tiempo y la energía. ¡Ah, y las llaves para entrar en el aero nueve! Cogiste el juego que Esther guardaba en su bolso, pero no advertiste que Bruno Méndez se había llevado su teléfono. Todo eso eliminaba a Vidal, que no tenía llaves de la subestación, ni la clave para que no saltara la alarma y haber esperado dentro.

—Pero no a Mauri. Y creo que había conflictos entre ellos dos.

—¡No! A aquella hora no subió nadie más a Sierra Ufana, solo pudo hacerlo alguien que estaba escondido en la subestación desde dos horas antes. Y en ese tiempo Mauri actuaba ante docenas de testigos, entre ellos Miriam —concluyó, para añadir enseguida con voz sorda, furiosa—: Mataste a una mujer que ya había sido herida.

—No podrás demostrarlo. Como mucho, con toda esa fábula podrías demostrar quién no pudo hacerlo, pero no quién lo hizo.

—Tienes razón. Si pudiera demostrarlo no estaría aquí ahora, hablando contigo. Si tuviera pruebas, habría venido a buscarte alguien con una orden judicial y unas esposas.

En la brillante oficina todo se había quedado en silencio, como si el edificio entero y el tráfico de La Castellana se hubieran inmovilizado.

—Solo manejas opiniones, detective —recuperó la sonrisa. Se sentía seguro, además, de que Cupido no habría podido pasar ningún otro aparato electrónico oculto por el arco de seguridad—. Y los jueces no quieren opiniones, quieren hechos. Cualquier abogado de oficio anularía como prueba una grabación si su autor no puede demostrar que se hizo aquella noche. Y mucho más unas imágenes que supongo que has robado de la casa de Esther —dijo revelando que también había pensado en esa posibilidad, después de haberlas buscado sin éxito—. Le habíamos dicho a su padrastro que nadie podía coger nada. Ahora es el único heredero de ese piso tan estupendo y está satisfecho de cómo han resultado las cosas. No aceptaría molestarse por una hijastra que quería echarlo a la calle… ¿Y dónde sería el juicio? ¿En Breda? Incluso si ganarais en provincias ya nos encargaríamos nosotros de que perdierais en Madrid. ¡Qué ingenuo eres! La vara de la justicia no es un metro de sastre que mide siempre la misma cantidad de tela. Es un metro elástico que mide de distinta forma la pana que la seda… No, no podrás demostrar nada. ¿Sabes lo que parecerías?

—Dímelo tú.

—Un patético detective de provincias deseoso de escándalo y de publicidad gratuita a costa de una multinacional como Mistralia. ¿Cuánto tiempo atraerías la atención, si es que lo logras? Es duro encontrarse solo en un banquillo cuando el de tu adversario está lleno de abogados famosos. ¡No puedes ni imaginar lo fácil que es acabar con una buena reputación cuando se tienen los medios adecuados! No podrías defenderte, por eso fuimos a buscarte: alguien con ambiciones pequeñas, en una ciudad pequeña, un sueldo pequeño, una pequeña cuenta en un banco. Sin duda, pequeños menús en restaurantes pequeños y, en vacaciones, una habitación pequeña en un pequeño hotel.

—¿Sabes qué es lo que más me molesta?

—¿Qué? —García-Lage lo miró con un gesto burlón, como quien desde un castillo contempla la escasez y fragilidad de las armas del enemigo.

—Que estabas allí y no solo no moviste un dedo para ayudarla… Bruno la habría dejado en paz si…

—¿Para qué iba a hacerlo? —lo interrumpió—. Tú lo has dicho: me la estaba entregando en bandeja, lo comprendí enseguida. Aquel palurdo la había dejado aturdida. Esa gente de campo no es consciente de la fuerza que tiene, cree que el cuerpo de una mujer resiste lo mismo que el cuerpo de una vaca.

—Una última pregunta.

—Sí.

—¿Ella supo lo que iba a ocurrir?

—Cuando la levanté del suelo estaba inconsciente, pero se recuperó al llegar arriba y… sí, supo lo que iba a ocurrir.

Cupido se levantó de la silla y, desbordado por el asco, contuvo el deseo de golpearlo. En algunas de sus investigaciones había encontrado sentimientos nobles que explicaban acciones viles y había llegado a comprender los motivos para matar de quien mataba, cuando el hombre era menos malo que desdichado, pero con García-Lage todo resultaba mezquino, cruel, lleno de maldad. Tampoco se permitió un insulto, un reproche. Solo le preguntó:

—¿Por qué?

—Me había amenazado con venir a Madrid a contárselo al King y a Maca, el exmarido de Senda, para que lo aireara en la prensa. Y no podía permitirlo… todavía.

—¿Crees que yo no se lo contaré?

—Ahora ya no importa, en estas tres semanas he terminado mi trabajo. La ampliación de Sierra Ufana con los nuevos prototipos no seguirá adelante.

Álvaro había avisado a un guardia de seguridad, que condujo a Cupido hasta la puerta. Hacía mucho frío en el exterior, donde no se sabía si un chispeo diminuto caía del cielo o si formaba parte de la bruma que temblaba sobre las calles. Caminó Castellana abajo. Cuando llegó al hotel, empapado, ya sabía lo que haría al día siguiente.

La invitación personal que el King le había dado en Mistralia veinte días antes le abrió las puertas del campo de golf. El cielo se había despejado de la niebla de la víspera y algunos jugadores calzados con zapatos de clavos y vestidos con prendas con cuello ya atacaban con ímpetu los hoyos. Los vio a lo lejos golpear las bolas y un segundo, dos segundos más tarde se escuchaba el chasquido del golpe.

El King no llegó en toda la mañana, como suponía, y Cupido comió en el restaurante del club. Cuando, más tarde, un empleado se acercó a preguntarle si necesitaba algo, la simple visión de la tarjeta personal del King bastó para que no volvieran a curiosear.

Eran las tres y media cuando apareció Quintana, seguido por un caddie, caminando deprisa, con ese aire amenazador de los jugadores de golf, siempre inclinados hacia delante, como si se dirigieran a sostener una pelea.

Ya había abierto las piernas frente a la pelota y empuñaba el driver cuando Cupido se le acercó por el lateral de la calle. El King lo miró sin saludarlo, volvió a mirar el lejano green y con un swing magnífico golpeó la bola y observó dónde caía. Le entregó el hierro al caddie y, sin dejar de caminar, saludó al detective.

—Ya veo que has aceptado la invitación —dijo, salivando demasiado, con un siseo pastoso, como si los implantes no terminaran de encajarle.

—En la sede no me dejaron subir al último piso.

—Este es un buen lugar para hablar —señaló alrededor la amplitud verde de los hoyos, la delicada manicura de los parterres y, al otro lado de la valla, las lujosas viviendas unifamiliares—. Y para hacer Negocios —pronunció la palabra como si llevara una mayúscula—. Te parecerá mentira, pero cuando la gente gana en un deporte se muestra proclive a negociar.

—¿Deja ganar a muchos?

—Solo en el golf —sonrió—. Hace más de una década, cuando en España no había nada parecido, construí varias urbanizaciones como esta, de viviendas junto a campos de golf. Era lo que la gente pedía y yo se lo di. Vendimos mucho, el negocio iba bien, tanto que enseguida comencé a tener demasiados imitadores… y no había compradores para tanto ladrillo. Así que, antes de que la burbuja reventara, di un salto e invertí en energías renovables, lo que contribuye a que durante al menos veinte años siga adelante todo esto de lo que tanta gente disfruta —con la mano enguantada señaló los tejados de la urbanización.

—¿Y mañana?

Quintana levantó los hombros en un gesto de duda.

—No lo sé: tal vez el agua, o el genoma, o la carrera espacial… Pero tú no has venido hasta aquí para jugar unos hoyos —dijo al llegar junto a la pelota.

—No.

El caddie se acercó a entregarle un palo y Cupido esperó a que golpeara. Cuando reanudaron la marcha comenzó a relatarle con detalle todo lo sucedido en Sierra Ufana. El King lo miraba de vez en cuando, como si no le sorprendiera lo que oía, en apariencia más interesado en el juego que en su relato. Quince minutos después había terminado de embocar en el segundo hoyo, fastidiado por un doble boggie, se agachó a sacar la bola y dijo:

—Cuando comencé el proyecto de Sierra Ufana no podía imaginar que me acarrearía tantos inconvenientes: las dificultades técnicas, la resistencia de esos campesinos a cedernos sus tierras… y, para colmo, la muerte de Esther. En principio era un simple asunto de provincias, en un escenario de provincias…

—Y con un detective de provincias —lo interrumpió Cupido.

El King lo miró evaluando cuánto había en él de detective y cuánto de provinciano.

—No. Tengo que reconocer que tú no eres un detective de pueblo con manchas en la ropa, mal afeitado y con olor a pies. También reconozco que has hecho un buen trabajo…, aunque no haya servido para nada.

—¿Para nada? Ahora la decisión está en sus manos. Usted es…

—Sí, el Rey —dijo el King—. Y mando en mis dominios. Mistralia es una empresa limpia y los trapos sucios los lavamos en casa. ¿Para qué vamos a airearlos?

—Para que… —Cupido no encontró ninguna palabra que pudiera servirle: «justicia» era demasiado trascendente, «castigo» no era exacta. Así que dijo—: Para separar él bien del mal.

—¿El bien y el mal? —Una sonrisa invernal torció su boca—. Esas palabras están vacías. Querrás decir el éxito o el fracaso.

—Quiero decir desenmascarar a quien ha hecho daño y reparar la falsa acusación a un inocente.

—Tengo entendido que ya está muerto, ¿no? ¿Qué le importa ya, si no puede saberlo?

—Me importa a mí —dijo Cupido—. Yo lo sé.

El King levantó la vista del tee desde donde atacaba un difícil tercer hoyo. Con gesto concentrado, como si estuviera jugando al ajedrez, miró el green al fondo, la calle ondulada, los obstáculos laterales, el bunker blanquecino y el lago con patos, como si en el juego de golpear repetidamente una pequeña bola blanca con un palo de hierro hasta enterrarla en un hoyo pudiera ver el significado de algo trascendente que Cupido no captaba.

—Lo importante no es lo que tú y yo creamos. Lo importante es lo que crea la opinión pública. Este asunto ya ha aparecido demasiado en la prensa, ya nos ha perjudicado demasiado. Hay que olvidarlo de una puñetera vez. Y tú también lo olvidarás, porque no eres de esos que incumplen sus contratos. ¿Recuerdas aquella cláusula?

—¿Cuál?

—La de confidencialidad.

Antes de que Cupido respondiera golpeó con fuerza la pelota y ambos se quedaron mirando cómo se desviaba de la trayectoria prevista y se hundía en el lago, a punto de golpear a los patos. El King maldijo en voz alta.

—Entonces, García-Lage…

—Álvaro se te ha anticipado. Ya no trabaja con nosotros, esta mañana ha presentado su cese en Mistralia. Y dos horas después había firmado por una importante empresa de gas.

—¿Quiere decir que no hará nada contra él?

—No haré nada contra él. Una ley no escrita dice que en este negocio todos terminamos por vernos las caras al menos una vez cada tres años. Ya te he dicho que a ninguno nos interesa que continúe esta publicidad tan negativa. Nada perjudica más a una empresa que el escándalo. Álvaro ha sido muy hábil… y ha tenido mucha suerte. Sospechábamos que teníamos dentro a un topo que nos saboteaba, por usar esa palabra tan antigua. Pero no esperábamos que fuera él. Nos engañó, pero nos hemos librado de él gracias a tu trabajo. Ahí acaba todo. Álvaro tiene datos que no nos interesa que se aireen.

Cupido se detuvo y vio cómo el King se alejaba, seguido por el caddie.