7
Cupido no solía hacer sus compras domésticas en ninguno de los grandes centros comerciales que habían brotado en el extrarradio de Breda. Como vivía solo, se surtía para su consumo en las pequeñas tiendas del centro.
Por eso, tres años antes había estado a punto de colgar el teléfono cuando una voz de hombre preguntó por él y se presentó como gerente de uno de los hipermercados, creyendo que se trataba de otra llamada más del agresivo acoso publicitario que llevaban a cabo los departamentos comerciales de algunas empresas. Sin embargo, escuchó su petición y aceptó acudir al centro comercial una hora más tarde.
Las puertas automáticas se abrieron a su paso, bajo un enorme cartel publicitario donde una mujer feliz y victoriosa, con la sonrisa bien ajustada sobre los labios, lo invitaba a conseguir su misma felicidad y su victoria llenando el carro de la compra. Tal como le habían indicado por teléfono, preguntó en Atención al Cliente por el gerente, señor Aparicio. El respeto con que la chica uniformada pronunció el cargo de su superior le hicieron pensar en alguien de edad, pero quien lo esperaba tras la mesa impoluta del despacho apenas sobrepasaba los treinta años. El traje a juego con el uniforme de los empleados intentaba ocultar el sobrante de grasa, las largas horas hundido en el profundo sillón de cuero, quizá en algún momento los pies sobre la mesa, vigilando la gran pantalla en la pared que reflejaba el movimiento de compradores en las cajas. Pulcro, bien peinado, echó hacia atrás los hombros para erguir su figura, pero algo se quebraba en su aspecto: parecía más sostenido por el fogonazo de la brillante corbata roja que por su columna vertebral.
Extendió el brazo por encima de la mesa y saludó al detective con un enfático apretón de manos y con una sonrisa que mostraba una dentadura tan perfecta que luciría bien en la sala de espera de un dentista. Con un gesto le indicó una silla.
—Tenemos un problema que queremos atajar con rapidez y discreción, sin que salga a la luz pública. Y sin policía. Una denuncia nos acarrearía más inconvenientes que beneficios —explicó con cautela y astucia.
—De acuerdo. Confidencialidad —aceptó el detective.
—Sospechamos que detrás de todo se esconde uno de nuestros empleados.
—¿En qué se basa?
—Doy por hecho que todos los empleados, incluso los más privilegiados, odian a sus patronos. ¡Siempre se están quejando de lo mucho que trabajan y de lo poco que cobran…!
—¿Robos? —lo interrumpió.
—¡No! Todo lo contrario. Alguien introduce en el centro algo que no queremos y que nos puede hacer mucho daño.
—No lo entiendo.
—Alguien introduce bichos.
—¿Bichos?
—Animales. La primera vez fue un murciélago. Por fortuna, lo descubrimos al llegar, antes de abrir al público, revoloteando por el techo, quizá buscando un escondite donde colgarse. Aunque toda la cubierta está bien sellada, pensamos que se trataba de un accidente casual, porque alguna vez se nos había colado algún pájaro. ¡Pero no un murciélago!
—Son nocturnos, vuelan por la noche —dijo, como si eso lo explicara.
—¡Y roedores! —añadió Aparicio con un gesto de odio—. Nos habría dado muy mala imagen. Aquí la limpieza es sagrada. ¡Qué digo limpieza! —enfatizó—. Más aún, la higiene. ¡En nuestro centro comercial la higiene es sagrada!
—Por supuesto —dijo Cupido para obligarlo a continuar.
—Dos semanas más tarde descubrimos… las huellas de otros animalitos. —El tono de asco convirtió el diminutivo en un insulto—. Se nos habían colado de nuevo y correteaban por debajo de las estanterías hartos de comida.
—¿Otros roedores?
—Un par de hámsteres. Macho y hembra. ¡Pero los pillamos a tiempo! —suspiró—. ¡No sabe cómo se reproducen esas alimañas!
—¡Hámsteres! —El asombro del detective iba en aumento.
—Alguien los había comprado una semana antes en la propia tienda de animales del centro comercial. Aquello ya no podía ser casualidad y pusimos a investigar a nuestro servicio de seguridad, pero no sacamos nada en claro. Habían pagado la compra en efectivo para no dejar rastro y el dependiente no recordaba nada. —Al ajustarse la corbata, pareció erguirse en el sillón, donde se había ido hundiendo poco a poco—. Pero al menos ya estábamos seguros de que alguien intentaba sabotearnos.
—¿La competencia? —sugirió Cupido, a quien le costaba tomarse en serio lo que estaba escuchando.
—Creo que no. Ellos saben que nuestro prestigio, nuestras ofertas y nuestras ventas están por encima de sus prestaciones y serían capaces de cualquier otra jugarreta para derrotarnos… Pero, la verdad, no los imagino atacándonos con esos métodos.
—¿Qué medidas tomaron?
—Intensificamos el control, pero cambiando nuestra mentalidad. Nos habíamos blindado contra los robos, pero no contra los… intrusos —dijo al fin, aunque no pareció muy convencido de lo adecuado del término—. Tenemos guardias, cámaras de seguridad, detectores electrónicos para que nadie se lleve nada sin pagar. Pero a partir de entonces redoblamos la vigilancia para que tampoco entrara nada.
—¿Algún cliente vengativo?
—Contemplamos esa posibilidad, pero tampoco nos pareció probable. ¿Cómo conseguiría alguien de fuera introducir animales con tanta facilidad? Cuando vienen con una bolsa, miramos su contenido y la sellamos con calor. ¡No, no creemos que se trate de un cliente! Además, es alguien con acceso al almacén. De allí salió anteayer el conejo.
Cupido no pudo evitar un gesto de perplejidad. La invasión zoológica del hipermercado comenzaba a resultar cómica y Aparicio comenzaba a parecerle un vigilante de un zoo.
—¡Un conejo doméstico, muy gordo, de color blanco, devorando tan campante las zanahorias de nuestra sección Frutas y Verduras! —pronunció con mayúsculas—. ¿Quiere verlo? Lo tenemos en una jaula —explicó, como si contemplara la posibilidad de cocinarlo.
—No, no es necesario.
—Y esa vez ya no pudimos ocultarlo a los clientes. Lo habían camuflado en un cajón mientras estaba en el almacén, y de allí salió al expositor. No nos percatamos de su presencia hasta que dio un salto ante las narices de una cliente que elegía un manojo de zanahorias. La cliente se asustó, cayó hacia atrás y estuvo a punto de meternos en un buen lío. Imagínese la escena: el grito, la caída, el conejo corriendo entre las piernas de la gente, las amenazas de ir a contarlo en los periódicos y de denunciarnos por daños y perjuicios… Al final la convencimos para que desistiera a cambio de servirle a domicilio un pedido semanal durante un año.
—¿Y tampoco encontraron pistas?
—Tampoco. Hemos registrado a los empleados según llegaban al trabajo, hemos analizado de forma exhaustiva sus pertenencias, hemos hecho controles por sorpresa… ¡Y nada!
—Tal como ha ido creciendo el tamaño de los animales, corren el riesgo de que la próxima vez logren colarle una oveja.
—¡Eso no sería lo peor! Lo que nos aterra son los bichos más pequeños y dañinos, y más difíciles de controlar —suspiró, y Cupido visualizó una invasión de animales sin esqueleto, llenos de carroña y veneno, alacraneando entre los expositores—. ¿Comprende ahora por qué lo hemos llamado?
—Necesitan descubrir al dueño del zoológico.
—Sí. Quienquiera que sea, está en alerta, nos conoce, conoce nuestros métodos de vigilancia y sabe cómo burlarlos. Necesitamos a alguien de fuera que sepa ver lo que nosotros no vemos —reconoció su impotencia y miró el despacho, la mesa brillante tras la que se parapetaba, el teléfono y la gran pantalla en la que se veían las cajas. Todo aquello creaba adicción y no podía disimular su miedo a perderlo.
Cupido calculó las dificultades, lo extraño del encargo, tan distinto de los asuntos de siempre: los cada vez más frecuentes fraudes económicos, los engaños, los robos, las desapariciones… Aunque en aquella ocasión no faltaba nada; al contrario, sobraban animales, que aparecían en un lugar donde nadie quería verlos. Aquellos trabajos de poca monta, sin dolor ni sangre, a veces se complicaban en exceso. Pero un enigma tan peculiar había despertado su curiosidad.
—Necesitaré libre acceso a los lugares y personas del centro. También a los datos de los empleados y a sus horarios.
Aparicio torció la boca.
—¿Es necesario?
—Sí. No puedo conocer aquello que no puedo preguntar.
—Se los facilitaremos. Pero tendrá que ser muy discreto. ¿Sus honorarios?
Pidió una cantidad más alta de la habitual, que fue asumida sin reparos por Aparicio, y aceptó el trabajo.
Al día siguiente Cupido volvió al centro comercial como un cliente cualquiera, empujando un innecesario carro que devolvería casi vacío, pues solo pensaba comprar en la sección de deportes un adaptador para válvulas de ruedas de bicicleta. Pero el carro lo volvía invisible, lo uniformaba entre las decenas de clientes que buscaban productos en las estanterías o comparaban los precios con gesto concentrado, sin mirar con quiénes se cruzaban. Muchos los llevaban atiborrados como contenedores con cajas de leche y bebidas, con redes de naranjas y patatas, con grandes paquetes de papel higiénico o de productos de limpieza, con sacos de comida para mascotas.
En los primeros pasillos, entre libros y material de papelería, sus ojos chocaron con los sobrios cuadernos de alambre que utilizaba para anotar los datos de sus investigaciones y cogió uno de color sólido y sin dibujo en la cubierta. Junto a él, unos niños curioseaban entre lápices y rotuladores sin nadie que los vigilara. Aunque supuso que alguna cámara los estaría controlando, no localizó ninguna en el techo ni vio a ningún empleado que rondara cerca. El cliente era dueño y señor para desordenar, toquetear, elegir sin prisas. ¿Quién le impediría abrir un paquete de Pilot y llevarse un bolígrafo en el bolsillo?
Avanzó despacio, observando a los empleados y a la gente que adquiría productos eficaces y funcionales, fabricados en serie: zapatos con más plástico que cuero, portarretratos con más metacrilato que cristal, muebles con más PVC que madera que conservara recuerdos de los bosques. En algunas secciones —electrónica, perfumería— los dependientes, identificados con una tarjeta prendida en la solapa, atendían a los clientes, en otras, servían sus pedidos, pero en los pasillos de los productos manufacturados solo vio a los reponedores que apilaban montañas de pan de molde, de sandías, de garrafas de aceite de oliva en los expositores centrales o en las góndolas, donde al instante comenzaban a cogerlos los clientes como si se aprovisionaran para una guerra. ¡Le parecía mentira que aquellos montones de comida fueran adquiridos en unas pocas horas!
Aceptó de una azafata una tapa de queso de torta y la saboreó mientras a su lado se deslizaba veloz, con un paquete entre las manos, una empleada con patines que desapareció enseguida por la puerta del almacén y cuyo rostro le resultó vagamente familiar. Compró el queso y, obedeciendo la llamada del paladar, también unas bandejas de ibéricos. Y como resultaba cómodo el carro, en los siguientes pasillos añadió unas botellas de vino, cervezas, latas de conserva que no solía encontrar en las pequeñas tiendas del centro y algunas comidas preparadas en raciones individuales.
Se le habían pasado dos horas observando aquí y allá, pensando y elaborando hipótesis, pero no había advertido nada sospechoso ni en los clientes ni en los empleados. Como le había dicho Aparicio al despedirse, el centro comercial era una ciudad en pequeño, regida por una eficaz maquinaria.
Al fin se dirigió hacia la sección de Deportes a comprar el adaptador, lo único que en realidad necesitaba, mientras admiraba la perfección de la trampa: había ido a comprar un tornillo y, sin darse cuenta, había llenado medio carro.
Cogió el adaptador y, tras reflexionar unos instantes, añadió un casco de ciclista, aunque no lo necesitaba.
Cupido volvió con el casco al centro comercial a primera hora de la mañana siguiente. De nuevo las puertas automáticas se le abrieron bajo el gran cartel de la mujer feliz que parecía no haber llorado nunca, de nuevo la promesa de encontrar allí dentro todo lo que el mundo había inventado y puesto en venta. En Atención al Cliente arrancó un número de la tira y esperó su turno ante el mostrador.
—Quiero devolver este casco —dijo a la empleada.
—¿Me enseña el ticket de compra, por favor?
Tras comprobarlo, la empleada abrió la tapadera de la caja, pero no le prestó más atención. Podría haber ocultado dentro cualquier cosa sin que lo advirtiera.
—¿No le vale?
—No. Es para un regalo, pero no acerté con la talla.
—¿Desea cambiarlo ahora o le devolvemos el dinero?
—Quiero cambiarlo por la talla inferior.
—Muy bien. Un minuto, por favor —su voz resonó por la megafonía del centro—: Señorita Sonia Peregrino, acuda a Devoluciones. Señorita Sonia Peregrino, acuda a Devoluciones.
Medio minuto después vio venir a la patinadora desde el fondo del pasillo, esquivando con agilidad a los clientes. Al llegar junto a él volvió a sentir la misma sensación de familiaridad del día anterior, de haberla visto antes, aunque no lograba recordar dónde: el recuerdo se le escapaba, se le escurría como una gota de lluvia en el cristal en medio de otras gotas de lluvia.
—¿Sí? —preguntó a su compañera.
—Llévate este casco y trae la talla más pequeña.
—Enseguida.
Inmóvil, no era tan joven como la minifalda y la agilidad le hacían aparentar, pero al ponerse en movimiento de nuevo arrastró tras ella las miradas brillantes de los hombres.
Y fue entonces, al dejar de ver su rostro, cuando encontró lo que estaba buscando en la memoria y asoció su apellido a los recuerdos: una niña primero, luego una adolescente con los ojos enormes ocupándole la cara, jugando con animales en la tienda de su padre, El Peregrino. Pero no recordaba más detalles y, al salir del hipermercado, telefoneó al Alkalino, que lo citó media hora más tarde en el Europa, en cuyo bar domaba con zumos e infusiones la sed insaciable que le habían dejado en el hígado los años de consumo.
—¡Claro que lo recuerdo! —exclamó, como si fuera una ofensa dudar de su prodigiosa memoria para todo lo que sucedía en Breda—. El Peregrino era un local oscuro y algo maloliente, cerca del centro, y el nombre le venía del apellido del dueño: un paralítico que se movía en silla de ruedas por la tienda con una agilidad asombrosa. Durante cuarenta años vendió todo lo necesario para criar y alimentar animales: tortugas, conejos, pollos de colores, algún cachorro de gato o perro y, sobre todo, canarios que hacía cantar con algún truco o, como sospechábamos algunos, alimentándolos con semillas que solo él conocía. Se dio el caso de algún comprador de un pájaro de canto jubiloso que al salir de la tienda entraba en una mudez irremediable. Además, Peregrino podía conseguirte cualquier animal que le pidieras. ¿Te acuerdas de cuando vinieron a rodar aquella película de la milana?
—Sí —respondió Cupido.
—Necesitaban un pájaro amaestrado. ¿A quién crees que acudieron?
—¿A Peregrino?
—Lo avisaron con poca antelación, pero lo cierto es que localizó un nido con huevos y esperó a que empollaran. Se las arregló de modo que cuando las crías salieron del cascarón el primer rostro que vieron fue el suyo, que se les acercaba con un gusano en los labios. Los primeros sonidos que oyeron los pollos fueron los chirridos de su silla de ruedas.
—Vale, vale. Sigue con Peregrino.
—No solo comerciaba con animales. Con eso no habría sobrevivido en Breda, donde todos somos medio cazadores. También vendía alpiste, y piensos, y colmenas para abejas, liga y redes y cebos de pesca, y trampas para ratones y veneno contra las hormigas…
—¿Cuándo cerró?
—Hará unos quince años, cuando abrieron las tiendas de mascotas en los dos centros comerciales. No pudo competir con ellas. Resistió un tiempo, pero al fin tuvo que aceptar que había muerto aquella manera de relacionarse con los animales, que formaban parte de la casa, sí, pero no de la familia, no sé si logro explicarme.
—Te explicas muy bien.
—Él no entendía la necesidad de importar bichos exóticos: loros, cacatúas, iguanas… Hasta un mono, como si en Breda no tuviéramos suficiente zoología. En fin, aquellas novedades superaban sus conocimientos. Una vez le oí decir que sabía cómo mirar a un gato a los ojos para que lo obedeciera, pero que no sabría cómo mirar a una serpiente. La gente comenzó a abandonarlo. Nadie quiere ir a comprar a una tienda donde el dueño está siempre quejándose.
—Recuerdo a una niña jugando en medio de tantos animales.
—Su hija.
—Y Peregrino, ¿qué hace ahora?
—¿Hacer? Sobrevive, como hacemos todos. Oí decir que vive retirado en el campo, en una casa a orillas del Lebrón. Que está enfermo, pero que se niega a que le empujen la silla de ruedas. Que sigue rodeado de animales y que los pájaros siguen cantando cuando les silba.
—No sé cómo podría conseguir tanta información sin tu ayuda —le agradeció Cupido.
—No es difícil. Sal a la calle y habla con la gente.
—Creo que la gente no me contaría esas historias como te las cuenta a ti.
—Bueno, no puedes aspirar a tenerlo todo, ¿no?
Cupido volvió a su casa y estuvo reflexionando un tiempo, emborronando hojas en el cuaderno, con una profunda concentración, hasta que logró encajar una posible historia: la pequeña venganza urdida de un modo tan ingenuo, la engañosa seguridad de golpear y quedar impune.
Pero le faltaban las pruebas. Cerró el cuaderno, se frotó los ojos fatigados y se tumbó en el sofá en completo silencio, empujando hacia la luz cada detalle, cada frase, cada episodio de la investigación para alumbrar un defecto, una cicatriz en la secuencia de los hechos. Luego se levantó de repente y llamó por teléfono a Aparicio para concertar con él una cita a primera hora de la tarde.
Aparicio lo esperaba en la oficina, en la misma postura tras la mesa, como si no se hubiera movido, con el mismo traje y el mismo fogonazo de la corbata roja, viendo en la pantalla las mismas imágenes de los clientes amontonados ante las cajas. Solo era distinta, más intensa, la ansiedad de la voz al preguntar:
—¿Hay novedades?
—No, aún no. Quizá pronto. De momento, necesito dos cosas.
—Sí.
—Quiero ver las fichas de algunos empleados y los horarios de trabajo del último mes.
—Haré que se las traigan.
Aparicio lo dejó solo en la oficina y Cupido comparó los turnos de trabajo de Sonia Peregrino con la aparición de los animales intrusos. Luego estudió sus datos: la dirección, la edad, su situación personal: soltera y madre de una niña de cuatro años. Y abajo, la firma, el nombre escrito con una letra pequeña y nerviosa y rodeada dos veces por el trazo circular de la rúbrica, como una doble muralla tras la que protegerse contra el mundo.
Aparicio regresó unos minutos después.
—¿Y la segunda petición?
—¿Todavía tienen el conejo? —solicitó Cupido.
Volvió a casa, se vistió deprisa la ropa deportiva, se colgó a la espalda la pequeña mochila de ciclista y sacó la bicicleta del garaje. Pedaleó despacio durante dos horas contra un viento suave que refrescaba las embestidas del sol. De vez en cuando notaba en la mochila los movimientos del animal asustado. Al regreso, preguntó entre las casas desparramadas por la orilla del Lebrón hasta localizar la vivienda de Peregrino.
La cancela estaba cerrada. El detective se detuvo en el camino, bajó de la bicicleta y se agachó con disimulo a desinflar la rueda trasera.
—¿Hay alguien? —gritó.
Dos perros apacibles se acercaron caminando hasta la valla, moviendo la cola, pero Cupido no dio un paso para invadir su territorio hasta que unos segundos después se abrió la puerta de la casa y asomaron unos zapatos impecables apoyados en soportes metálicos y, tras ellos, una vieja silla de ruedas muy parecidas a las de la bicicleta, las rodillas huecas y huesudas afilando los pantalones y el rostro afable sobre los hombros anchos y escarpados. Los perros volvieron la cabeza hacia Peregrino esperando sus órdenes para lamer o asustar al detective. En un rincón del patio habían alambrado un espacio desde donde curioseaban nerviosos unos conejos. De la casa llegaba un trino de canarios.
—¿Sí?
—Buenas tardes. Perdone que lo moleste. He pinchado —señaló la rueda trasera—. Al cambiar la cámara me he dado cuenta de que no llevaba encima la bomba, la olvidé en casa. Tal vez usted tenga una por ahí.
—¡Por supuesto que sí! Pase, no se quede ahí fuera. Los perros no hacen nada.
Giró la silla sin aparente esfuerzo para entrar en la casa, pero en el umbral apareció la niña y, entre sus piernas flacuchas, asomó un pequeño gato gris que se frotó contra uno de sus tobillos, como si hubiera algo fraternal entre todos ellos, entre el viejo en la silla de ruedas, la niña, el gato, los perros y el canto de los pájaros. Cupido descorrió el cerrojo y entró en la parcela. Los perros se le acercaron y olisquearon con interés la mochila hasta que Peregrino los alejó con una orden.
—¿Qué tipo de válvula lleva?
—Estrecha, pero tengo adaptador.
—No hará falta. Yo también uso la estrecha en estas ruedas —palmeó con humor los apoyabrazos de la silla, como si no hubiera diferencia entre ella y la bicicleta de Cupido, antes de desaparecer por la puerta.
El sol se había puesto, el atardecer había apagado sus fogatas y en el horizonte ya solo quedaba humo, pero aún flotaba esa luz calabaza de los veranos que se agarra al cielo con firmeza y prolonga la claridad del día. Si se demoraba más, el regreso a Breda en bicicleta sería peligroso, pero necesitaba hablar con la chica de los patines.
—Aquí tiene. —Peregrino reapareció con la bomba sobre las rodillas inertes.
—Gracias.
Se agachó y comenzó a inflar con movimientos firmes y regulares. Comprobó la presión de la cámara y siguió inflando cuando ya no era necesario, oyendo a su espalda la voz del paralítico:
—… cuestión de suerte. Puedes pasarte un año sin sufrir ni un percance y luego pinchar tres veces en un día.
Le devolvió la bomba y se disponía a marcharse cuando oyó el coche que reducía la marcha al entrar por la cancela. La chica bajó entre el alborozo de los perros y de la niña, que corrió hasta sus brazos. Allí, en el campo, sin patines, sin minifalda y sin maquillaje, resultaba menos llamativa, pero era casi hermosa. Tal vez no le favorecía el flequillo egipcio, cortado muy recto a mitad de la frente, como una visera que la ayudara a enfocar mejor la mirada. Vestía un vaquero y una camiseta sin mangas, de un color deshilachado, que dejaba al aire los hombros delgados, enternecedores y morenos, vulnerables sin el uniforme. Miró fugazmente al detective y su bicicleta, sin decir nada, pero Cupido supo que lo había reconocido. Avanzó con la niña en brazos hasta su padre y se agachó a besarlo, asintiendo a su explicación de la visita del ciclista, de la mala suerte de los pinchazos, de accidentes, porque empezaba a oscurecer y sería peligroso circular.
—¿Te siguen doliendo los tobillos? —le preguntó Peregrino.
—No, ya no —respondió, aunque unas vendas tobilleras sobresaliendo de las deportivas sugerían que mentía.
—Entonces tal vez puedas acercarlo a Breda. La bici cabe en el coche —dijo, y añadió dirigiéndose al detective—: Mi hija Sonia trabaja allí, en un centro comercial.
—¿Sí? —preguntó Cupido.
—En la sección de Devoluciones —respondió ella, por primera vez mirándolo a los ojos. Tenía una voz ronca y dulce.
—Trabaja mucho, no la dejan parar —siguió explicando Peregrino, sin énfasis, locuaz y bondadoso. No debían de tener muchas visitas—. En esos sitios la gente devuelve todo lo que lamentan haber comprado, lo que estropean y rompen y dicen que estaba roto, y los regalos de Navidad para recuperar un dinero que no es suyo. ¡Hasta un juego de copas después de haberlas usado en una cena! Sonia podría contarle cosas peores. No la dejan descansar.
—Él ya lo sabe, papá. También fue a devolver algo. Un casco de ciclista.
Peregrino debió de captar en la voz de su hija un acento extraño, una gota de furia o algo así como si acabara de llorar, porque quedó en silencio y giró la silla para volver a la casa con la niña, mientras se despedía:
—Suerte en el camino de regreso, no pinche otra vez. Y no se demore mucho, se está yendo la luz. Si algún día necesita ayuda, ya sabe dónde estamos.
—¿A qué has venido? —le preguntó Sonia cuando se quedaron solos. Encendió un cigarrillo y aspiró una larga calada.
Cupido se despojó de la pequeña mochila que llevaba a la espalda.
—He venido a devolverte algo.
—Ahora no estoy trabajando. Ya doy allí suficientes horas.
—No es una compra del centro comercial. Es algo tuyo.
—¿Mío? —preguntó con ironía, pero sus ojos se inundaron de alerta.
El detective abrió unos centímetros la cremallera de la mochila y vieron la mancha blanca, el hocico húmedo y rosado, el brillo redondo y duro de los ojos absorbiendo la luz del crepúsculo, los párpados rojos como si en su encierro hubiera llorado desconsoladamente.
—No sé a qué te refieres —negó Sonia, mirando con prevención hacia la casa. Los perros, tumbados en el umbral, notaron su inquietud e irguieron inquietos la cabeza.
Cupido se agachó y puso la mochila en el suelo. Abrió la cremallera y el conejo saltó corriendo hacia la querencia de la jaula familiar donde sus hermanos lo esperaban. Se agazapó junto a la puerta cerrada y, con un gesto copiado de los perros, esperó a que le abrieran su refugio.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Ellos arruinaron a mi padre —empequeñecida, buscó la forma de decirlo con pocas palabras—. Provocaron el cierre de la tienda que teníamos.
Cupido asintió con lentos movimientos de cabeza. Se sentía como un mago fullero que sorprende con un truco de chistera a un espectador inocente y lo obliga a salir al escenario a confesar su pasmo. Pero no había encontrado otro modo de resolver el conflicto entre las dos lealtades: hacia el viejo sentimiento de piedad que los años habían mitigado, pero no abolido, y hacia la obligación de cumplir el pacto con Aparicio.
—¿Vas a denunciarme? —preguntó Sonia.
—No. Quiero hacer un trato contigo.
—¿Qué?
—Nadie sabrá nada y a cambio allí no volverán a aparecer intrusos.
Sonia había bajado los ojos hacia los tobillos torturados, pero los levantó, desconcertada, al oír la propuesta. La esperanza o la tibia luz del crepúsculo la rejuvenecían, aunque seguía siendo difícil adivinar su edad.
—¿Solo eso?
—Necesitas ese trabajo.
—De acuerdo —aceptó.
Cupido pasó la pierna por encima de la barra. El chasquido del pedal al encajar en la cala sonó amplificado por el silencio de la tarde. En la casa ya no trinaban los pájaros y las últimas luces huían trepando por las copas de los altos pinos que había al fondo de la parcela. En la copa de uno de ellos una cigüeña se rascaba la axila con el pico.
—Gracias.
Antes de dar la primera pedalada, el detective señaló hacia la casa donde esperaban el padre y la niña, hacia los educados perros, que se habían puesto en pie, hacia la mancha blanca del conejo agazapado junto a la alambrada, y dijo:
—Cuídalos. Te necesitan.
Aquella historia había sucedido tres años atrás. Hasta aquella casa, en la orilla izquierda del Lebrón, había llegado entonces para resolver el encargo del hipermercado. Y ahora la valla, el atardecer, los dos perros sin pedigrí racial, educados menos para defender a sus dueños que para festejar a los invitados, que acudieron hasta la cancela y emitieron un ladrido de bienvenida más que de hostilidad, le trajeron a la memoria lo ocurrido entonces con una nítida precisión. Paró el coche ante la verja y evocó la simpatía que le había despertado Sonia, que ahora asomó a la puerta de la casa, alertada por los ladridos.
—¿Sí? —le preguntó desde allí.
—Me gustaría hablar contigo unos minutos.
No se movió enseguida, pero al fin avanzó hacia la cancela.
—¿Hoy no has venido en bicicleta… con una rueda pinchada? —le preguntó con ironía al abrir la cancela.
«Así que recuerda aquel detalle», pensó el detective, «y sin duda recuerda también el silencio, la complicidad, incluso la pequeña piedad, si no estuviera tan gastada esa palabra».
—Hoy no. Y tú, ¿aún sigues con aquellos patines?
—Ya no trabajo allí —dijo mientras avanzaban hacia la casa entre la curiosidad, los olisqueos amistosos de los perros en los zapatos del detective.
En la puerta apareció un hombre vestido con un arcaico pantalón de peto, con el abundante pelo gris recogido en una coleta, con un aspecto a medio camino entre campesino y hippy.
—Vidal. Ricardo Cupido, un detective —los presentó Sonia.
Los dos se estrecharon las manos, pero el breve contacto y la expresión de sus ojos fueron suficientes para que Cupido notara la desconfianza, la actitud defensiva.
—Cuando terminó el contrato, no me lo renovaron —continuó Sonia.
—¿Por qué?
—¿Crees que Aparicio me iba a dar explicaciones? —encogió los hombros con un gesto de resignación—. Supongo que porque yo no le gustaba. Yo no encajaba allí, no me ofrecía voluntaria para hacer horas extras ni le manifestaba públicamente mi agradecimiento por que me explotara.
—¡Las multinacionales! —dijo Vidal—. Ya sabes cómo son.
—Tampoco creas que me importa mucho. Ahora estoy bien. Ahora estamos bien aquí —se corrigió—. Pasa.
Un gato —o una gata, no sabía distinguirlos— de hermoso pelaje gris, lo evaluó antes de correr a ocultarse bajo la mesa. En una jaula trinaba una pareja de canarios.
Al sentarse a la mesa, a una indicación de Vidal, detectó el acre y dulzón olor de la marihuana, y en un cenicero vio dos colillas. En un vaso que llevaba grabada en el cristal la marca de una mayonesa quedaba un resto de cerveza.
—¿Y tu padre?
—Murió.
—Lo siento.
Recordó que había también una niña de tres o cuatro años agarrada a la silla de ruedas.
—También había una niña —dijo.
—Mi hija Helena. Ahora está en el colegio. ¿A qué has venido? —preguntó, aunque por el tono ya debía de conocer la respuesta.
—Me ha contratado Mistralia.
—¡Vaya! Parece que te buscan las multinacionales. Debes de ser un profesional de prestigio —intervino Vidal.
—Lo intento —dijo Cupido.
Sonia puso la mano en el antebrazo de Vidal y repitió la pregunta:
—¿A qué has venido?
—Estoy investigando la muerte de la ingeniera.
—Y alguien te ha dicho que nos preguntes a nosotros.
—Sí. Trabajaba para Mistralia y vosotros sois enemigos declarados de Mistralia.
—¿Tenemos aspecto de ser gente violenta? —preguntó Vidal.
—¿La conocíais?
—Hablamos varias veces —dijo Sonia—. Trataba de convencernos para que les vendiéramos nuestra finca. Era ella quien nos transmitía las propuestas de Mistralia.
—¿Transmitía? —preguntó Cupido. Al principio de una investigación nunca sabía qué detalles tenían importancia y cuáles carecían de significado.
—Venían de alguien llamado García-Lage… o algo parecido. Siempre consultaba con él.
—¿Vino por aquí?
—A hablar con nosotros, no —dijo Vidal—. Pero puedo imaginarlo. Esos tipos… Los conozco de cuando vivía en Madrid, durante años les serví muchas copas. Creen que con sacar la cartera y extender una mano llena de billetes ya lo pueden comprar todo en el mundo… Los conozco bien: si hay que engañar, se engaña, si hay que prometer, se promete y luego no se cumple… Vine a Breda para huir de todos ellos. No me gusta encontrármelos por aquí.
—No teníamos nada personal contra Esther —continuó Sonia—. Pero ella defendía los intereses de Mistralia.
Cupido sintió un leve contacto en el tobillo. El pequeño gato, o gata, se frotaba contra él trazando un ocho entre sus tobillos y, superada la desconfianza inicial, lo miraba desde abajo con sus hermosos ojos verdes, milenarios, esperando una caricia. Se agachó y rascó suavemente su nuca, su cuello, mientras el animal iniciaba un atisbo de ronroneo.
—Es gata. Se llama Birri —dijo Sonia.
—Me han dicho que os han talado un campo de almendros.
—Sí. —Vidal no ocultó su irritación.
—¿Por qué?
—Vidal cree que es para asustarnos, para obligarnos a vender. Pero yo creo que es por venganza —dijo Sonia.
—¿Quién?
—Los Méndez.
Cupido hizo un gesto de interrogación.
—Los denunciamos hace algún tiempo por utilizar huevos envenenados para matar a un zorro. Tuvieron que pagar una fuerte multa.
—Lo peor no es la multa. Lo peor es su orgullo —dijo Sonia.
—¿Y os merece la pena? —preguntó Cupido.
—¿Qué?
—Resistir. Tengo entendido que os han hecho una oferta excelente por esas tierras. Podríais comprar otras en otro sitio.
—No se trata solo de las tierras —dijo Sonia—. Se trata de ti mismo, de lo que has puesto en ellas, de lo que has trabajado para hacerlas fructificar. Cuando Vidal las compró, aquello no era más que un campo de rastrojos entre dos lomas donde nadie cultivaba nada desde hacía décadas. Ahora empezaba a parecer un vergel.
Cupido había conocido a viejos campesinos, anteriores a los invernaderos, que confiaban al sol y al agua sus cultivos y que terminaban pareciéndose a aquellos honrados senadores romanos a quienes les venían a ofrecer el gobierno de la ciudad mientras estaban arando, aferrados a un pedazo de tierra que consideraban su cuna, su casa y su tumba, en la que habían pasado tantos días cercando, sembrando, recogiendo los frutos o el alimento para los animales que ya no podían desprenderse de ella sin sentirse mutilados, por lo que renunciaban al poder que le ofrecían de gobernar a los hombres, sabedores de que no recibirían de ellos la misma lealtad, nobleza y agradecimiento que recibían de una semilla o de un árbol. Pero no esperaba encontrar ese apego al terruño en una mujer joven que conocía de primera mano todos los lujos que ofrecía el mercado ni en un urbanita medio hippy reconvertido en agricultor.
—Nosotros no tenemos nada contra los molinos eólicos, no creas. Al contrario, pensamos que las energías renovables son la mejor alternativa a toda esa mierda de las térmicas y las nucleares. Bueno…, eso y la reducción del consumo. ¡Hay tantas cosas inútiles!
—Ya sabes la frase de Sócrates —la apoyó Vidal—. ¡Cuántas cosas hay en el mercado que yo no necesito! Y eso que vivió hace dos mil quinientos años. ¡Qué no diría ahora!
—Lo que no queremos es que los instalen en Sierra Ufana —continuó Sonia—. Esta es una zona preferente para las aves, no solo por los miles de grullas que pasan por aquí en sus migraciones, por las avutardas que anidan, por las cigüeñas, por las rapaces. Mira hacia el cielo en cualquier momento: siempre hay aves volando. ¡Que se larguen a instalarlos en otro sitio donde las hélices no rompan el cuello a los pájaros!
Aquella preocupación por las aves parecía incoherente con los dos canarios que trinaban en la jaula. Sonia percibió la mirada del detective y adivinó lo que pensaba.
—Son los últimos que nos quedan de los que criaba mi padre. No me gustan los animales enjaulados y muchas veces he pensado en soltarlos… Pero han pasado así toda su vida y ahí fuera no sobrevivirían mucho tiempo.
—No vamos a vender —insistió Vidal.
Sonia lo miró y luego miró al detective.
—Vidal y yo hemos empezado de cero varias veces —dijo con voz tranquila, asordinada, sin ningún dramatismo—. Y ahora estamos contentos como estamos, no queremos nuevas aventuras. Que nos dejen en paz, que se vayan con sus aerogeneradores a otro sitio. En este país hay miles de lugares donde sopla tanto o más viento que en Sierra Ufana y donde no vuelan aves a las que masacrar.
Cupido la escuchó con atención y esperó a que terminara. Le faltaba una pregunta por hacer y la abordó directamente, aunque no estaba seguro de su eficacia para determinar la culpa. Con demasiada frecuencia los inocentes no disponían de coartada, precisamente porque en su inocencia no habían sentido ninguna necesidad de justificarse.
—¿Dónde estabais la noche del sábado?
No se miraron entre ellos al responder, de forma demasiado rápida y demasiado coincidente para ser espontánea:
—Aquí.
—Estuvimos viendo la tele. Babel. El guapo Brad Pitt —añadió Sonia.
Cupido se levantó y salió de la casa, acompañado por Vidal. Los perros se amparaban del frío bajo una enorme barbacoa de obra reconvertida en perrera. En tiempos allí se podría haber asado una vaca, pero ahora, con tantos animales alrededor, sus dueños debían de ser vegetarianos: comer hierbas, fumar hierbas, calentarse al sol como las hierbas. Bajo el grupo de pinos vio una cigüeña en pie, inmóvil junto al tronco, y le llamó la atención que un ave tan esquiva hubiera descendido del nido al suelo.
—Se había atragantado con un preservativo —explicó Vidal al ver su mirada—. Pero la curamos. Se recuperará y no tardará en echarse a volar.
Oyó ruido tras él y comprobó que Sonia también había salido. Llevaba en la mano un cigarrillo y Cupido olió el untuoso aroma de la marihuana. Los perros se acercaron hasta ella, esperando sus caricias.
—No vamos a vender —repitió—. Díselo a ellos, a los ingenieros, al King que te paga. No vamos a vender.