5
En el fondo no lo había sorprendido la decisión de Carol de no seguir viéndose. La había conocido dos veranos antes, durante el Tour de Francia, cuando defendía, como abogada, a un ciclista sospechoso de haber matado al portador del maillot amarillo, y todo había ido bien mientras su relación se reducía a encuentros esporádicos, más o menos fugaces. Cupido había subido a Toulouse en varias ocasiones, Carol le había devuelto las visitas en España y juntos habían viajado una semana por el norte de Italia. Hablar, bromear, hacer el amor, conocer sus pasados…, pero nada de proyectar hacia el futuro. Al recordarlo, comprobó que nunca hubo entre ellos ninguna promesa, ningún compromiso, solo el acuerdo de verse cuando ambos lo desearan. Y Cupido estaba seguro de que así habrían continuado mucho tiempo si hubieran vivido cerca, pero él, que tenía más libertad de movimientos y de horarios, no se había esforzado demasiado por romper la pereza que le causaba viajar tan lejos. Aún recordaba la seriedad de su tono cuando Carol le dijo por teléfono desde Toulouse que no debían verse más, que aquello era el fin, como si lo acusara en la sala de un juicio de haber cometido un delito del cual no era consciente.
Había subido inmediatamente al coche y había conducido hasta allí arriba para hablar, pero fue un viaje inútil y triste. No la encontró en su casa y fue hasta su bufete caminando por las calles de la ciudad, tan silenciosas y vacías de gente como en las películas francesas. A Carol, tan previsora, le molestó que se presentara en su despacho sin avisarla y se mostró distante desde el primer momento. Aquella relación no podía funcionar, estaban demasiado lejos uno del otro y la distancia era un obstáculo insalvable. Incluso el tiempo que pasaba entre llamada y llamada se había ido prolongando. Solo ese ciego optimismo con que se inician los amores les había impedido advertirlo desde el principio. Por tanto, lo mejor era romper cualquier compromiso implícito entre ambos. Ni él se iría a vivir a Francia, ni ella podía mudarse con una hija adolescente e interrumpir su trabajo en el mejor momento de su carrera profesional. Así de tajante se lo había presentado, con un seco y cartesiano lenguaje judicial que cerraba el paso a todas las complejidades emocionales que la ruptura desencadenaba, mientras Cupido la escuchaba admirado de que tuviera tan claras sus ideas y tan definidos sus deseos, cuando él solía aturdirse en los conflictos sentimentales.
—No me siento ni con fuerzas ni con ganas ni con tiempo para cambiar de vida. Y tú estás demasiado lejos —añadió luego con afabilidad, pronunciando el español con las trémulas consonantes francesas, cogiéndole la mano—. Y aunque te vinieras aquí, ¿cuánto tiempo tardarías en empezar a echar de menos tu tierra y a los tuyos?
—No lo sé —reconoció.
—En el fondo, sigues teniendo espíritu de contrabandista. Ni te gustan las fronteras ni te gusta que nadie te sujete. No, Ricardo, convéncete, no iría bien.
—Tal vez —contestó Cupido, convencido de que en otras circunstancias habría funcionado.
—Cuando pase un tiempo, recordaremos todo esto con nostalgia.
Por la noche hicieron el amor como en el primer verano, cuando recorrieron Francia tras los pasos de Tobias Gros, Santi Mieses y la Avispa Panal, y por la mañana Carol se levantó deprisa, porque se le hacía tarde para llegar al bufete. Por última vez, Cupido se quedó solo en el dormitorio. Desde la cama observó los desperdicios del amor que habían quedado dispersos por la habitación y se levantó a recogerlos: un kleenex húmedo y arrugado, el preservativo envuelto en papel higiénico, su funda vacía sobre la mesilla, mientras pensaba, absorto, en la primera semana que pasaron juntos tras haberse conocido en el Tour, en sus ojos tiernos y borrachos al regresar a casa por la noche, después de cenar y pasear un rato por las calles de agosto; en su pelo desparramado en la almohada y el brazo colgando feliz en el borde de la cama; en esa extraña dicha que segrega una mujer dormida… «En el terreno amoroso el desengaño nunca es una herida menor, siempre duele con una lacerante intensidad. La decepción siempre nos sorprende desprevenidos», se dijo. «Mil veces hemos pasado por lo mismo, sabemos de memoria lo que va a ocurrir y sin embargo mil veces volvemos a creer que esta vez será eterno el placer e imborrable el recuerdo». Él también era responsable de aquel fracaso, reconoció, porque nunca se había entregado por completo, sin necesidad de avales, porque siempre se reservaba un espacio donde no dejaba entrar a nadie. De los prados de la memoria también le vino un recuerdo del pasado del que no se sentía especialmente orgulloso: en una ocasión, Carol le pidió que la acompañara a un viaje que debía hacer a Túnez por motivos de trabajo. Luego podrían quedarse allí y disfrutar de unos días de vacaciones para ellos dos solos. Cupido, sin saber bien por qué, había rechazado su propuesta y aún lo abochornaba la estupidez con que había intentado justificar su negativa:
—Yo creo que nos conviene enfriar un poco esta relación.
La respuesta de Carol seguía removiendo en su interior un poso de vergüenza:
—¿Enfriar la relación, dices? Yo creía que en una relación había que intentar todo lo contrario: hacerla cada día un poco más cálida, rodearla de fuego en lugar de enfriarla. Lo último que yo espero de una relación es el frío —repitió con aquella seca elocuencia que utilizaba en su trabajo de abogada—. Pero, en fin, tú verás lo que decides.
¿La había amado? No, se respondió. Habían estado muy bien juntos, se habían divertido, habían sentido deseo, pasión incluso, pero no habían llegado a amarse. La prueba era que al pensar en ella la recordaba con una tenue melancolía, pero no con la desgarrada nostalgia que provoca la pérdida de la amada, no con la brutal desproporción que apreciaría entre ella y cualquier mujer que pudiera sustituirla.
Tenía abierto ante él el cuaderno de la nueva investigación y lo cerró sin haber escrito más que una palabra: «Mistralia». Enroscó el capuchón de la Montblanc y la dejó sobre la única hoja marcada.
Al apagar el ordenador, advirtió el velo de polvo que acumulaba. Por vivir solo, en ocasiones se abandonaba a la desidia y dejaba atrás la limpieza de la casa, la ropa sucia acumulándose en la lavadora, las sábanas sin cambiar todos los sábados…, hasta que de pronto notaba en la cocina las migas de pan crujiendo bajo sus suelas o echaba de menos una camisa. Entonces llamaba a la asistenta, que acudía armada con fregona y amoniaco, sacaba la aspiradora de su ocio, ponía a trepidar la lavadora y, más que una limpieza, llevaba a cabo una purga. La llamaría al volver, porque ya era la hora de la cita que había concertado con el Alkalino.
A pesar del viento fue caminando hasta el Europa y aunque llegó con unos minutos de adelanto, ya estaba allí esperándolo. Por un momento, el color leonado de la bebida, las piedras de hielo, la anchura etílica del vaso le hicieron pensar en whisky, pero la duda solo duró un instante. Se trataba de un refresco de té, porque el Alkalino no bebía, lo había dejado hacía más de una década. Después de sentirse extranjero durante un tiempo, por fin había logrado calmar el atroz vacío en el diafragma y el desaliento que le provocaba su adicción. Había pasado una dura convalecencia, con momentos de terror en los que se planteó refugiarse en un monasterio —él, que podía ser cualquier cosa excepto monje de clausura—, pero hacía tiempo que no lo probaba. Y en paralelo también había ido llegando el definitivo desengaño ideológico, el escepticismo hacia las utopías de las revoluciones.
—Nunca habrá suficientes platos y cubiertos ni suficientes alimentos para el banquete universal que nos prometía el marxismo. El poder se encarga de engullirlos antes de que lleguen a la mesa —decía a veces, reafirmándose en su difuso, sereno anarquismo.
Y ahora ya se encontraba bien entre la gente y llevaba una vida tranquila y ordenada, entre la calle y el huerto que cultivaba en el patio posterior de su casa, donde crecían unos surcos de hortalizas de nombres humildes, a las que mimaba sus virtudes: el vigor de las acelgas, el equilibrio de las zanahorias, la firme voluntad de las patatas.
—Estaba pensando —dijo tras saludarlo, y por el tono de su voz Cupido supo que no estaba en uno de sus días más optimistas— en todo el tiempo que hacía que en Breda no moría nadie de forma violenta.
—Varios años —calculó Cupido—. Nadie podrá decir que por aquí somos peores que en otros sitios.
—Y esta vez la víctima no es de los nuestros.
—No. Pero no sabemos si lo es su verdugo.
—Entonces, ¿no se trata de un suicidio?
—Parece que no.
—Y quieren que tú averigües quién lo hizo.
—No sé si me han contratado para descubrir quién la mató o para proteger a quien ha venido a sustituirla.
—¿No es lo mismo?
Cupido pensó unos instantes.
—Posiblemente sí.
—Quien la sustituye, ¿también es una mujer?
—Sí.
—Es valiente.
—Sin duda.
—Y por una vez te ha contratado una empresa, y no alguien particular e implicado personalmente.
—¿Crees que eso cambiará en algo mi trabajo?
—No lo sé. Los hombres amamos, odiamos, actuamos para proteger a alguien o para vengarlo, cometemos delitos si estamos seguros de salir impunes, aunque también cometemos errores que nos delatan… —dijo con un brillo duro en los ojos azabachados, encastrados en la madera tostada de los pómulos—. Pero detrás de esos comportamientos que te encargan averiguar, incluso de los más excéntricos o retorcidos, siempre hay cierta lógica y los sentimientos de quien te contrata. ¡Pero una empresa…!, ¿qué sentimientos tiene una empresa? ¿Con qué lógica actúa?
Cupido tuvo que volver a pensar. El Alkalino no era un colaborador ingenuo y admirador incondicional de sus actos, sino un confidente que arriesgaba hipótesis sin ningún miedo a equivocarse, que discrepaba con él sobre la interpretación de cualquier detalle y que en alguna ocasión le había reprochado algún gesto de su actuación. El Alkalino tenía su propio mundo y su propia visión de la realidad y precisamente por esa insobornable originalidad de sus criterios lo buscaba como interlocutor y a menudo lo contrataba como ayudante.
—Al menos con una —respondió al fin.
—¿Quieres decir con la de ganar dinero?
—Sí.
—¿Y cómo encajas tú en ese propósito?
—No encajo y supongo que ellos no esperan que encaje. No me contratan para aumentar la plusvalía de Mistralia.
El Alkalino hizo un gesto de duda.
—Bueno, espero que al menos el King te pague bien.
—Paga bien, pero menos de lo que estás pensando. Cuando me dijeron la cantidad, parecía que estaban preguntándose si en Breda habría ofertas y lugares donde gastármelo.
—Asegúrate de cobrar sea cual sea el resultado.
—¿No te fías de ellos?
—No. No me fío de esos tipos que se forraron hace quince años con el ladrillo, que se siguieron forrando cuando se dedicaron a comprar clubes de fútbol, que luego invirtieron en energías renovables subvencionadas para seguir forrándose y que al llegar la crisis han blindado sus millones en paraísos fiscales. Oí a uno de ellos alardear de que todas sus inversiones revertían en el bien social: viviendas, deportes, ecología. Pero no sé por qué —ironizó— no acabo de creerme la bondad de sus propósitos. ¿Recuerdas cuando nos llegó a Breda la noticia de que aquí iban a instalar un parque solar y uno eólico?
—No seguí mucho el tema.
—Pues desembarcaron como salvadores: iban a invertir cientos de millones, crearían cientos de puestos de trabajo, pagarían miles de euros en impuestos al ayuntamiento e incluso construirían pistas deportivas para los chavales… Y todo eso sin contaminar, aprovechando el sol y el viento, que son gratis y por aquí nos sobran.
—Y la gente, claro, lo creyó.
—Siempre creemos lo que estamos deseando que ocurra.
—Y no ha sido así.
—No, no ha sido así. Es cierto que pagaron muy bien por los terrenos y que contrataron a gente mientras duró la construcción de los molinos, pero aquello pasó pronto. La maquinaria y la tecnología venían de fuera y cuando se acabaron las obras también se acabó el trabajo. De la planta de energía solar no se volvió a hablar. Y ahora, a la espera de la ampliación, solo están contratados un par de técnicos de mantenimiento, una secretaria y algún experto que viene de fuera. Entre ellos, la mujer que murió.
—Pero la ampliación va a seguir adelante.
—¿Estás seguro?
—Lo están en Madrid. ¿Tú no?
—Por ahí dicen que necesitan los terrenos de esa pareja ecologista, la chica Peregrino y Vidal. Tienen la llave de la sierra y sin ellos ni pueden aprovechar los mejores vientos ni pueden acotar el recinto, porque están en el centro y nadie tiene derecho a impedirles el paso. Y parece que no están dispuestos a vender, a pesar de la oferta de Mistralia… y a pesar de las amenazas.
—¿Qué amenazas?
El Alkalino sacudió la cabeza sonriendo. Aunque no se le llegaron a ver los dientes, su rostro de madera arrugó los anillos revelando su edad.
—Siempre me ha llamado la atención que seas un detective tan perspicaz y que al mismo tiempo no te enteres de lo que ocurre delante de tus narices.
—Para eso están los amigos, para indicarnos el camino cuando nos perdemos —bromeó—. ¿Qué amenazas?
—Alguien les ha talado los almendros de la finca que tienen en Sierra Ufana y que se niegan a vender.
—¿Cuándo?
—Hace dos noches.
—¡Qué me dices! No sabía nada. Volví ayer de Madrid.
—Alguien cogió una motosierra y… ¡zas! —hizo un gesto seco y horizontal con la mano.
—¿Quién?
—No se sabe.
—¿Nadie oyó nada? ¿Nadie vio nada?
—Si alguien sabe algo, se lo calla.
—¿Quién podría haber sido? —insistió.
—Rumores hay, claro… La verdad es que esa pareja, Sonia Peregrino y Vidal, no tenían deudas y no se metían con nadie, excepto cuando alguien se metía con sus animales. En una ocasión denunciaron a los hermanos Méndez.
—Algo que ocurrió con un perro, ¿no? —recordó Cupido.
—Sí. Sonia los denunció por maltrato animal. Las tierras de ambos lindan en Sierra Ufana. Los mellizos tienen allí arriba una casa de campo donde crían vacas y picotean algunas gallinas. El caso es que un zorro se había aficionado a las gallinas: ya sabes cuánto les gusta la carne blanca. Harto de la rapiña, Bruno Méndez colocó unos huevos envenenados como cebo y un perro de Sonia se comió uno de ellos. El perro murió y los denunciaron. Y Bruno Méndez… —suspiró—. Sabes cómo lo llaman, ¿no?
—Sí. Bruto Méndez.
—¿Te acuerdas de lo que decían de él?
—No.
—Ya sabes que es un hombre algo raro, poco sociable y sin demasiadas luces. Si le preguntas a alguien de más de ochenta años te contará que todo se inició antes de nacer. Su madre salía a trabajar al campo cuando estaba embarazada de los mellizos y dicen que un día, mientras recogía pasto, se le coló una garrapata y le clavó la cabeza en el ombligo. Cuando se dio cuenta, estaba hinchada de sangre. La gente mayor dice que a causa de aquello Bruno no nació con toda la sangre limpia… Pues Bruno fue quien peor se tomó la denuncia de los Peregrino. Ya sabes, el típico conflicto entre vecinos que no siempre saben mantener las distancias.
—Y que a veces termina enconándose de la peor manera.
—Pues ahora, para colmo, ha surgido el problema de los molinos. Las tierras de los mellizos en el costillar de la sierra son pizarrosas, duras, de mala calidad, pero Mistralia les ofrece dos veces más de lo que valen. Ahora bien, la oferta está condicionada a la venta de todos los propietarios. Si Sonia y Vidal no aceptan, el King no compra a nadie, buscará otro emplazamiento para sus molinos. Y los Méndez no están dispuestos a perder la oportunidad.
—Pero eso no es una prueba de que hayan sido ellos los leñadores.
—No, no lo es. Por eso también se especula con que la propia empresa haya intervenido directamente y haya enviado a dos sicarios armados con motosierras para asustar un poco a la pareja y darles la oportunidad de vender sin que tengan que avergonzarse de cambiar de opinión o de renunciar por dinero a sus principios. Ahora podrían decir que no fue por motivos económicos, que fue por el miedo. Y nadie se lo reprocharía. Porque lo cierto es que en el último tocón pincharon una hoja con un mensaje: «LA PRÓXIMA VEZ OS CORTAREMOS LA CABEZA».
—De acuerdo, de acuerdo. Lo tendré en cuenta —dijo Cupido, satisfecho de comprobar una vez más lo bien que se complementaban: a él le gustaba escuchar aquellas historias y al Alkalino le apasionaba contarlas—. Hablé con el padrastro de la ingeniera muerta. Me dijo que ella estaba saliendo aquí con alguien.
—¿Aquí?
—Sí.
—Pues en eso no puedo ayudarte. No he oído nada —reconoció—, aunque esas noticias son las primeras que se difunden. ¿A quién no le interesan los asuntos de amor? ¿Quieres que pregunte por ahí?
—Sí.
El Alkalino apuró la bebida, que se había quedado aguada, hizo un gesto de asco que recordó su época de abstinencia y dijo:
—Un día subí a Sierra Ufana a ver esos famosos molinos de los que todo el mundo hablaba. Me gustaron mucho mucho, y no podía imaginar que alguien ahorcara allí arriba a una mujer. Pero está visto que no cambiamos. Acabamos de inventar un prodigio de ingeniería y técnica… y ya lo hemos manchado de sangre, ya lo hemos convertido en escenario de un asesinato, como si no pudiéramos contener la violencia, como si la violencia fuera nuestra más genuina y persistente marca de fábrica. Estamos condenados a repetir nuestra maldad hasta el aburrimiento… Se te presenta un trabajo complicado —añadió.
—Comenzaré descartando a los inocentes.
—¿Inocentes? No estoy muy seguro de que en esta época queden muchos inocentes —murmuró. Pensativo, se quedó mirando hacia el jardín del Europa por la gran cristalera contra la que presionaba el fuerte viento. Los grandes árboles ya barruntaban los hielos, se encogían en su desnudez para combatir el olor agorero, pegajoso del otoño y se quejaban angustiados, temiendo que de un momento a otro se les quebrara alguna rama. La última generación de hojas se despedía de la vida en el aire y caía al suelo a empaparse de tierra. El Alkalino decía que había gente que temía encontrarse en lugares cerrados y que había quienes se angustiaban al exponerse en lugares abiertos y solitarios. Él pertenecía a los segundos y parecía temer algo de allí fuera cuando añadió—: En fin, te llamaré en cuanto sepa algo.
—Lo sabrás. Siempre terminas consiguiendo la mejor información.
Hacía algún tiempo que el detective no veía al capitán Gallardo y advirtió que había engordado, como si su matrimonio y la paternidad hubieran apaciguado su metabolismo. Al verlo caminar de espaldas hacia la mesa de su despacho, tuvo la impresión de que su cabello tenía un color demasiado negro y demasiado uniforme para no ser teñido. De algún modo había logrado detener el avance de su calvicie y ahora aquel detalle parecía una pequeña debilidad de un hombre que nunca había caído en el error de considerar que su uniforme era la medida de su valía ni de creer que por ejercer autoridad dentro del cuerpo también podía ejercerla en otros ámbitos de la vida civil o familiar. En muchas ocasiones, cuando Cupido mencionaba a la guardia civil, saltaban los tópicos, generalmente desde los extremos: o se elogiaban sus méritos y sus sacrificios de forma ciega y entusiasta, o se esgrimía una sonrisa de desdén hacia la caricatura de tipos bigotudos, de barrigas ovoides y armados con un vergajo, dispuestos a soltar patadones. Gallardo se alejaba por igual de ambas imágenes.
—Esta no es una visita de cortesía —adivinó antes de sentarse. Sobre la mesa solo se permitía una carpeta cerrada y un pisapapeles con el haz de lictores, la espada y la corona real. Pero ahora había añadido una novedad: una foto enmarcada con Andrea y su hija.
—No.
—Se te nota en los ojos, ya los has puesto a vigilar. A ti te han contratado e imagino al cliente. En Breda no ocurre ningún delito sin que nos enteremos. A menos que te hayan encargado buscar algún gato perdido… o aclarar algún asunto de cama. En esos temas ya no nos metemos, hace muchos años que la moralidad desapareció del código penal.
—Me ha contratado Mistralia —reconoció.
—Y vienes a pedirme información.
—A compartirla —lo corrigió Cupido con ironía.
—De acuerdo —sonrió—. Dime qué sabes.
—Sé que no fue un suicidio. Sé quién va a sustituirla. La conocí en Madrid, en la sede de Mistralia, y tengo el encargo de permanecer cerca de ella por si surge algún problema —calló la información que le había proporcionado el padrastro de Esther Duarte, porque aún no tenía un nombre.
—Es muy poco lo que puedes ofrecer. —Gallardo abrió los brazos.
—Es mucho lo que puedo averiguar. Estoy mejor situado que vosotros. En primera fila. Tengo toda Mistralia a mi disposición. Quintana…
—El King —lo interrumpió.
—El King en persona lo ha ordenado.
—¡El King! —masculló—. Pues diles que se tranquilicen y que dejen de incordiar a todas horas. No paran de llamarnos de Madrid para preguntar qué hemos averiguado, como si hubiéramos tenido tiempo. Esa chica murió la noche del sábado al domingo y hoy es miércoles. Estamos analizando su documentación, pero todavía no hemos encontrado su móvil —dijo, y Cupido sospechó que aquella confidencia no era inocente.
—¿Tan importante es?
—¡Claro que sí! Casi todo lo que hacemos queda grabado o registrado. Tendrías que esconderte en el fondo del mar si no quieres que tus movimientos dejen una huella electrónica.
—Bueno, nadie nos controlaría sin esa obsesión por estar todo el día conectados a algún aparato.
Cruzaron información sobre las circunstancias de la muerte, sobre el papel de Esther Duarte en el organigrama de Mistralia, sobre los partidarios y opositores al parque eólico, sobre la tala de los almendros, hasta que Gallardo añadió:
—Hay algo más que no te han contado: la misma noche en que murió la ingeniera hubo un robo de cobre allí arriba. Entraron en uno de los aerogeneradores y se llevaron el cable de toma de tierra. No se atrevieron a tocar los otros, pero les hicieron un buen desaguisado.
—¿Quiénes?
—Aún no lo sabemos, pero los ladrones sí sabían lo que hacían. No tocaron los cables peligrosos.
Si había algo más, Cupido sabía que no iba a contárselo.