15

«De nuevo un hombre duerme bajo el techo de mi casa. Hacía mucho tiempo que eso no ocurría», se dijo mirando en la penumbra la cabeza hundida en la almohada y la espalda desnuda del detective, que respiraba con una tenue aspereza que no llegaba a ser ronquido.

Pero no era ese ruido lo que impedía su sueño. El amor la había desvelado. Se habían acostado al volver de la comida y habían hablado mucho tiempo, sin salir de la cama, mientras afuera caía la noche y aumentaba el frío y unos sorprendentes copos de aguanieve besaban los cristales. Ella le había contado los primeros tiempos de su vida con Adrián y su estancia en Alemania, procurando no caer en la salmodia de autodefensa con que algunas amigas intentaban explicar sus fracasos sentimentales, titubeando a veces, porque había perdido la costumbre de las confidencias, pero abandonándose luego, al comprobar la solícita atención con que la escuchaba. Había detenido su relato en el regreso a España, como si en ese momento hubiera tocado una herida en carne viva, lacerante, que aún le causaba dolor y que se resistía a revelar. Luego se habían levantado y habían improvisado algo de cena en la cocina mientras iba y venía el gorgoteo del radiador y leían en el periódico la repetida crónica de la muerte de Esther, ilustrada con la fotografía del aero 9. Más tarde habían vuelto a la cama y al hacer de nuevo el amor se habían mirado a los ojos, no habían roto el contacto visual, y ella lo había llamado por primera vez por su nombre, porque para ese instante no le hubiera servido su apellido ni ninguna otra palabra, ningún sustituto, ningún diminutivo. Aunque le hubiera gustado que siguieran hablando, Cupido se había dormido de repente mientras ella se preguntaba: «Acabamos de amarnos y parecía feliz escuchándome. Entonces, ¿por qué se duerme tan pronto?». Pero también ella había cedido al sueño, aunque se había despertado cuando el reloj marcaba las tres y media.

A pesar de la oscuridad distinguió en la alfombra la forma oscura de sus zapatos y la mancha blanca de una ropa interior, su slip o sus propias bragas. Sonrió: por muy ordenados que fueran sus actores, en las habitaciones del amor siempre rodaba alguna prenda por el suelo. De su ropa o de su piel venía, además, aquel olor masculino que flotaba en la habitación, con pizcas de diferentes efluvios: a su loción para el afeitado, a las escamas de semen, a su propio olor, a su saliva, con la que la había impregnado desde el vientre a los labios.

Inspiró profundamente, procurando no despertarlo, mientras, inmóvil, con los ojos abiertos, envidiaba su respiración profunda y lenta, la calma poscoital de su sueño, tan masculina y despreocupada. Apenas pudo contener el deseo de acariciar su espalda, a medias cubierta con el edredón, la sólida espiga de sus vértebras, pero ya sin deseo, sustituido por una inesperada ternura, por un profundo anhelo de paz. «Conque esto era el amor», se dijo, «acariciar en paz y en silencio la espalda del hombre con quien vas a desayunar por la mañana. Ya no lo recordaba. ¡Hacía tanto tiempo desde la última vez!». Maca le había hecho tanto daño que ya no tenía ningún miedo a vivir sola, se decía a menudo. Pero no era cierto, claro que temía la soledad, claro que la temía, aunque inventaba ese pretexto por temor a no saber moverse con soltura por el mundo. El mundo, como aquel apartamento al que aún no se había acostumbrado, se había vuelto oscuro tras su divorcio y ella, sola y sin guía, iba chocando con todas sus esquinas.

El paso sin transición y en pocos meses por tantos estados emocionales distintos —del pasmo inicial al dolor, del dolor a la incomprensión, de la incomprensión a la rabia y de la rabia otra vez al dolor— la había dejado exhausta y sin lucidez para atinar a comportarse. Al tratar con la gente notaba una gran dificultad para mirar a los ojos de sus interlocutores, sonreía cuando no tenía que sonreír, o se quedaba seria cuando alguien decía una gracia. No se veía capaz de convivir con nadie de manera intensa, confiada, divertida, sin caer ni en la monotonía plañidera ni en una vehemente búsqueda de distracciones con que aliviar su congoja interior, convencida de que cualquier relación que emprendiera era una batalla condenada al fracaso. Invertía lo mejor de sus fuerzas en controlar su desdicha y no siempre lograba concentrarse en su trabajo. Cualquier informe o estudio le costaba un mundo y tenía que revisar cuatro o cinco veces lo que antes le salía a la primera. Por fortuna, el proyecto de Sierra Ufana que le habían encargado la alejaba de Madrid y le resultaba muy beneficioso.

Volvió a mirar al detective: seguía en la misma postura, relajado, sin acurrucarse, los pies a punto de salirse del edredón. «Un hombre duerme en mi cama, con los ojos cerrados, satisfecho. Ahora alguien me desea otra vez y mañana por la mañana tal vez ocurra algo que me haga feliz de nuevo y nada será distinto a como ha sido la noche», se dijo.

Se levantó despacio, incapaz de permanecer más tiempo en la cama, se puso las gafas, que recuperaba al quitarse las lentillas, y fue a la cocina. Tenía la boca seca por el exceso de calefacción e iba a beber agua, pero vio la botella de whisky en la bandeja, entre los vasos usados unas horas antes y ahora llenos de silencio, y cedió al impulso de servirse un trago. Al abrir ligeramente la ventana para ventilar, la estremeció una barra de frío. Ya no caía agua ni nieve del cielo, pero todo había quedado mojado, la calzada, el parque infantil y la indisciplinada arquitectura de los edificios al otro lado de la plaza. Una brisa helada despellejaba las calles y mantenía cerradas y mudas las ventanas. Oyó sus pasos y lo vio aparecer en la puerta, vestido con el albornoz que antes le había dejado y que le quedaba corto.

—Me he despertado y no te he visto en la cama.

—Tenía sed —señaló el vaso de whisky—. ¿Te he dejado dormir o he hecho ruido?

—No, ningún ruido. Eres muy silenciosa durmiendo.

Se sentó frente a ella y también él se sirvió un chorro de whisky. Sobre la mesa había un ejemplar del periódico para el que trabajaba Maca abierto por la página con la fotografía del ahorcamiento, pero ya era el periódico del día anterior. Senda tamborileaba sobre él y Cupido le cogió la mano.

—¿Qué ocurre?

Senda lo miró dudando. Sentía una creciente necesidad de hablar.

—Me acuerdo de algunas cosas.

—Cuéntamelas.

—Te advierto que es una historia triste.

—¿Hay alguna que no lo sea?

Sin apenas ser consciente de estar hablando, vio cómo su lengua comenzaba a moverse, sin miedo a lo que el detective pudiera hacer con toda aquella información:

—Adrián y yo vivimos durante unos años en Berlín, porque lo habían enviado allí como corresponsal de su periódico. Pero regresamos a España cuando le propusieron hacerse cargo de la sección de Internacional. Era un ascenso, claro, y él jamás rechazaría un ascenso, esas palabras no figuraban en su vocabulario. Tampoco me preguntó qué opinaba yo, no se le pasaba por la cabeza que me opusiera, aunque ya estaba acostumbrándome a vivir en Alemania, me sentía cómoda allí. Así que volvimos a nuestra casa, a nuestras antiguas costumbres, a los amigos de siempre… Bueno —corrigió—, de siempre, no. El nuevo puesto obligaba a Adrián a mantener otras relaciones, a tratar con otra gente. Él se entusiasmó enseguida con el cargo, porque ya te dije que era muy profesional. La crisis de su periódico, de todos los periódicos, era brutal, y se veía capacitado para ayudar a solventarla aplicando estrategias que había aprendido en Alemania. Los jefes lo escuchaban y confiaban en él, con lo que crecía también su prestigio ante sus antiguos compañeros… Y eso fue el principio del fin para nosotros.

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

Senda miró su vaso, donde languidecían los pedazos de hielo, y cogió la botella.

—¿Quieres?

—Todavía tengo —dijo Cupido.

Se sirvió un chorro y bebió un trago. Luego cogió un paquete nuevo de tabaco, quitó el cintillo de celofán, levantó la solapa y aparecieron los cigarrillos, levemente apretados con la forma hexagonal de las colmenas. Encendió uno con un solo golpe de mechero, aspiró el humo con un movimiento de tensión en los tendones del cuello y dejó transcurrir un segundo antes de espirarlo hacia un lado. Del cigarrillo ascendía una fina hebra gris que se disolvía en el aire espeso de la cocina. Con la cabeza inclinada hacia el vaso, que hacía girar con el índice y el pulgar, como si aspirara el fuerte olor del whisky, Senda tardó unos segundos en continuar. Al levantarla, bajo las gafas tenía los ojos entelados, apagada su suave policromía. El frunce de la boca endurecía las dos líneas que descendían desde su nariz hasta las comisuras de los labios.

—Cuando lo nombraron jefe, Maca descubrió de pronto…

—¿Maca? —la interrumpió, sorprendido.

—Maca. Adrián. Todo el mundo lo conoce por Maca. Yo también lo llamaba de las dos formas.

—¿Maca? —repitió Cupido—. ¿Quieres decir que Esther…?

—¿Acaso no lo sabías? Daba por hecho que era lo primero que te habrían contado.

—No lo sabía.

Senda miró el cigarrillo con gesto pensativo y luego miró alrededor buscando un cenicero. Con un toque del índice desprendió la ceniza antes de dar otra calada.

—¿Y saberlo cambia algo esta situación? —preguntó, y parecía que señalaba el albornoz de Cupido y el hecho de que ambos estuvieran medio desnudos.

—Creo que no. Sigue contándomelo.

—Cuando lo nombraron jefe —repitió—, Maca descubrió de pronto que le gustaba mandar. Le encantaba tener despacho propio, secretaria, subordinados, teléfono directo con las alturas.

Cupido lo recordó en su oficina, con la camisa remangada y, tras los cristales, a un grupo de periodistas enfrascados con gesto laborioso ante las pantallas de sus ordenadores.

—Antes decías que era un excelente profesional.

—Y doy por hecho que lo sigue siendo. Aunque en aquel cargo parecía que necesitara demostrarlo cada día.

—¿Por qué?

—Porque por primera vez no le iba bien en el trabajo. La crisis era tan profunda que no encontraba ningún medio para atajarla. No funcionaba ninguna de sus ideas, alemanas o no, todas quedaban gastadas al poco tiempo. El periódico no levantaba el vuelo, seguía en caída libre. Las pantallas derrotaban definitivamente al papel, pero nadie sabía cómo hacer rentables las pantallas. ¿Cuánto tiempo hace que no ves por la calle a alguien menor de treinta años con un periódico bajo el brazo?

—Bastante.

—Ese era su fracaso. Decía que un periódico es una obra de arte que, sin embargo, no convence a sus destinatarios.

—Todavía quedamos algunos fieles —dijo Cupido.

—Adrián se lo tomó como un asunto personal. —Por fin levantó el vaso, como si pesara mucho, bebió un trago y añadió, con la voz endurecida por el whisky—: Su carácter se fue agriando en privado. Se levantaba amargado y cada vez era más difícil verlo sonreír, como si el mundo le debiera algo y no se lo pagara. Llegó a temer que lo despidieran en uno de aquellos eres que aplicaron a la plantilla. Fuera no lo manifestaba, pero en casa se purgaba de lo que le iba mal en el periódico y daba rienda suelta a su acidez emocional. Conmigo no tenía necesidad de fingir. Empezaron las discusiones, los dos elevamos el tono de voz y la gravedad de los reproches. Varias veces estuve a punto de dejarlo, pero nunca me atreví. Fui cobarde, siempre encontraba una excusa para no enfrentarme a la ruptura. Tenía que haber cortado entonces, en lugar de darle cuerda día a día, como a un reloj antiguo con un mecanismo defectuoso al que continuamente hay que corregirle el atraso. Pero aun así habríamos podido dejar atrás todo aquello si no fuera… —la voz se le ahogó, como si se le hubiera hundido en el estómago. Volvió a beber, se humedeció los labios resecos con el contacto del hielo casi derretido. El cigarrillo subió de nuevo a la boca, se avivó con una calada y el humo se mezcló con las palabras, que sonaron más ásperas—: En esa época apareció Esther.

—Sí —dijo Cupido.

—Es curioso, porque fui yo quien se la presentó, en una de esas reuniones de Mistralia a la que me acompañó casualmente Adrián, que nunca solía hacerlo… Con ella no puedo ser imparcial, ni siquiera ahora que está muerta, así que no te extrañe lo que te diga.

La interrumpió un súbito ruido en la ventana: el esquilón de la lluvia golpeaba con virulencia contra los cristales.

—Era una mujer muy lista, con muchos recursos, con mucho desparpajo. Cuando le interesaba podía ser muy simpática, sonreía con facilidad… Aunque no siempre era así, ya has visto lo que otros opinaban de ella… ¡Ya te he dicho que con ella no puedo ser imparcial! —esbozó una sonrisa amarga al ver el gesto de Cupido.

—Vamos a dejar la imparcialidad para los jueces.

—Además, tenía dinero, falta de escrúpulos y libertad para moverse, porque por entonces no salía con nadie ni mantenía demasiado contacto con su familia. Su padre había muerto y su madre vivía con su segundo marido, con el que Esther no se llevaba bien.

—Tuviste, entonces, un mal rival —dijo Cupido.

—Sí. Pudo conmigo, me ganó… No sé cómo no lo intuí —lamentó. Ahora hablaba con lentitud, la lengua parecía pesarle como plomo dentro de la boca, pero se mostraba más tranquila, como si los exabruptos anteriores la hubieran calmado. Solo en los labios le quedaba un pequeño temblor cuando continuó—: Sentimos remordimientos cuando no hemos confiado en la bondad ajena y atribuimos intenciones ocultas a un gesto bondadoso. ¡Pero qué ridículos nos sentimos cuando infravaloramos la maldad, cuando comprobamos qué ingenuos fuimos, qué idiotas, qué torpes! No voy a contarte detalles sórdidos, y supongo que a ti tampoco te gustaría oírlos.

Cupido asintió. Sabía de antemano que aquellos conflictos siempre eran iguales, siempre dolorosos y desesperantes, con la misma secuencia y los mismos pormenores: la mentira, el dolor al descubrirla, un poco de suciedad, un poco de odio.

—Mi historia no es diferente de otras mil similares ocurridas hace mil años, o ayer, o que están ocurriendo ahora mismo. La historia de una pobre chica tonta. ¡No, no voy a contarte detalles, por más que sean los detalles los que luego impiden dormir, los pequeños gestos que me recuerdan que Maca era un desconocido para mí! ¡Qué paradoja!, ¿verdad?, que el hombre con quien más tiempo había convivido fuera el mayor enigma. Siempre había creído que lo sabíamos todo uno del otro, que si guardábamos algún secreto, se trataba de pequeños asuntos que no merecía la pena mencionar. Porque cuando ocultas algo el propio secreto te obliga a estar alerta, a mantener una distancia de seguridad que resulta letal para el amor, porque temes que una noche, en sueños, puedas revelarlo. ¡Y de repente descubrí que había vivido diez años con un hombre del que no sabía nada! Y además esa sensación de fraude, de inutilidad, de desperdicio, de decepción. Comprendí que el dolor de la traición no depende tanto de la gravedad de la ofensa cuanto de tu fe en quien te traiciona. El engaño más pequeño te atraviesa el corazón si lo comete la persona en quien más confiabas.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó Cupido en voz baja.

Senda lo miró alzando mucho la cabeza, como si el detective fuera más alto de lo que era. Dio una última calada y apagó la colilla.

—Me lo contó él.

—¿Maca?

—Supongo que ya no le quedaban más mentiras que contar. Ya solo le quedaba por decir la verdad —sonrió con amargura y miró los cristales de la ventana, contra los que seguían batiendo los goterones de la lluvia—. Yo creo que, a su manera, me quería. Tal vez lo hizo al darse cuenta de que todo estaba a punto de irse a pique.

—¿Por qué?

—Porque incluso sin sospechar lo que estaba ocurriendo, una situación así genera tanta tensión que lo deteriora todo. Ya no soportábamos estar callados y en una pareja todo va bien cuando los silencios no se soportan, sino que se disfrutan.

—Y tú, ¿qué hiciste?

—Intenté arreglarlo, porque diez años de tu vida no desaparecen de golpe, quería engañarme diciéndome que todavía era posible salvarnos, que todos sufrimos crisis… En fin, esas excusas con las nos resistimos a enterrar un cadáver. Lo intenté de todas las maneras, lo intenté hasta la exasperación. Cuando estábamos juntos cerraba los ojos a las imágenes que hasta unos minutos antes me habían atormentado y me acercaba a él para abrazarlo… Pero no podía… Cuando me faltaba medio metro, unos centímetros, y ya extendía las manos, era como si me detuviera un puñetazo en el corazón… Antes de abrazar a Adrián tenía que apartar primero a Esther, que se había metido entre nosotros dos.

—Entiendo.

—Si durante un tiempo aquella historia había sido hermosa, ya era necesario liquidarla antes de que se volviera fétida. Hasta entonces yo había creído en la capacidad del amor para unir los contrarios, en su poder curativo para cicatrizar las heridas, pero me di cuenta de que el amor no es omnipotente, de que tiene enormes limitaciones frente a la irreparable estupidez de los humanos. Sí, había llegado el momento de cortar definitivamente, aunque supusiera una renuncia dolorosa a todos los proyectos comunes, a todos los anhelos, incluso al más ilusionante, el de tener hijos. Muchas veces había soñado con ser madre, con inclinarme sobre la cuna donde dormirían mis hijos a oír cómo respiraban y a ver cómo sonreían en sueños, a verlos crecer. Muchas veces había soñado levantar para ellos una casa en las cercanías del paraíso y ordenarles un mundo honesto y pulcro, tranquilo y sencillo, rodeada de pequeños placeres que no le hicieran daño a nadie. Y todos aquellos sueños se vinieron abajo y me veía menstruando en vano luna a luna, año a año, hasta perder la fertilidad.

—¿Y Maca?

—Quería que siguiéramos juntos y lo intentó de todas las formas posibles. En aquellas semanas de dudas hizo por mí mucho más de lo que había hecho en diez años. Adrián había elegido otras fiestas y otras compañeras de baile y al fin se había dado cuenta de que, después de todo, no le gustaban ni la música que allí se oía ni la danza que allí se bailaba. Entonces quiso volver, pero ya era demasiado tarde. La vieja melodía había acabado y era imposible repetirla… Así que me quedé sola. ¡Y cómo me molestaba que el mundo siguiera funcionando mientras yo me deshacía en pedazos! Eso contribuyó a que me encerrara aún más. Te aíslas convencida de que todo lo nuevo, cualquier noticia te va a herir y de que tu única protección es la soledad. Apenas salía de casa. No sé si alguna vez has sentido lo mismo: un dolor insoportable y su inmediata consecuencia, un acobardamiento que te paraliza y te impide enfrentarte a nada. Te vistes con colores mezquinos, te camuflas, no quieres hablar con nadie, no quieres que nadie te vea, esquivas a tus amigos y a tu familia para no tener que mentir ni dar explicaciones.

—Nunca he pasado por una situación así —dijo Cupido.

—¡Ojalá nunca pases! Yo descubrí entonces lo difícil que es hablar, aunque parezca un acto tan sencillo… Algunos días bebía mucho y no comía, porque todas las comidas tenían el mismo sabor, todas se me convertían en cenizas en la boca. Otros días, en cambio, devoraba enormes cantidades sin apenas masticar, como si hubiera vuelto a ser un animal rudimentario y apático que solo come, bebe y respira.

Su vaso estaba vacío y Senda miró la botella de whisky, pero desistió de servirse otro trago, como si hubiera llegado a su límite. Aún quedaban muchas cosas que contar, pero ya no tenía fuerzas. Se sentía al mismo tiempo avergonzada por lo que le había revelado y aliviada por la confianza que Cupido le inspiraba, por la seguridad de que no traicionaría sus secretos.

—El otro día, cuando subimos a Sierra Ufana, te mentí al decirte que apenas la conocía. Pero al mismo tiempo te decía la verdad. No la conocía y ahora no quiero conocerla. Entiendo que tú estés obligado a saber quién la mató, pero a mí su muerte me ha liberado de seguir odiándola —concluyó con voz pastosa.

—¿Por qué no me lo habías contado hasta ahora?

—¿Para qué iba a contarlo? Todo el mundo pensaría que soy horrible por hablar mal de una muerta. Tú también…

—No —la interrumpió.

—Tú también lo habrías pensado si no fuera porque…

—No.

—Por eso me callé. Y no por temor a que me incriminaran en su muerte, porque esa noche yo estaba a tres mil kilómetros de aquí. —Hizo una pausa, como si esperara una pregunta que el detective no hizo. Senda continuó con una gran fatiga en la voz—: Tú eres la única persona a quien se lo he contado.

El vaso de Cupido estaba como al principio y por primera vez bebió un buen trago.

—¿Hay algún modo de que pueda ayudarte?

—Respecto al pasado, no —suspiró. Con sus dos manos envolvió la mano de Cupido y, como si toda su conversación anterior solo hubiera tenido como fin aquel momento, la apretó antes de añadir—: Pero hay algo que quiero pedirte.

—Sí —dijo, aunque no se sentía capaz de prometer nada.

—Quiero pedirte que, si al cabo de un tiempo esto sale mal, no me digas dos cosas. La primera es que no me digas que los dos somos personas adultas y libres, porque lo primero que busco en una relación es no tener que usar esa libertad para marcharme o para huir —y ante el gesto de extrañeza de Cupido, añadió—: Sería tremendamente vulgar y cobarde de tu parte. Y hasta ahora no me has parecido ni una cosa ni otra —sonrió después de haber hablado con enorme seriedad.

—¿Y la segunda?

Senda lo miró mientras una mota de luz le cabrilleaba en los ojos humedecidos.

—Que nunca me mientas. Me mintieron durante tanto tiempo que no podría perdonarte. Me gustas mucho, pero si no estás seguro, es mejor que nos despidamos ahora, antes de que amanezca. Aún estamos a tiempo. Seguro que por ahí fuera hay alguna mujer deseando ocupar este sitio. Los hombres sois así —murmuró—, podéis estar con dos mujeres, pero creo que tampoco vosotros podéis mantener dos pasiones al mismo tiempo. La pasión o es exclusiva, o no es pasión, y yo no quiero compartirla con nadie.

Cupido pensó en todo lo demás que no le reclamaba y asintió lentamente. La había escuchado con cautela y desconcierto, conmovido por la terca, desesperada sinceridad de su pliego de condiciones. No era demasiado lo que pedía y no dudó en responder:

—Creo que los dos necesitamos olvidar algunas cosas. Pero podemos intentarlo.

Sin decir nada, Senda se levantó y salió de la cocina. Cupido oyó algunos ruidos en el dormitorio y cuando apareció, traía en las manos unos billetes de avión y los puso ante él en la mesa: dos billetes de Iberia a Berlín a su nombre, del 30 de octubre al domingo 3 de noviembre.

—Con esto, ¿ya no soy una sospechosa?

—No.

—Entonces, bésame, por favor.