12

Había quedado con Gallardo en el portal del edificio donde había vivido Esther Duarte y lo vio venir caminando por la acera, vestido de civil, con aquel ligero sobrepeso que ya parecía definitivamente incorporado a su aspecto, con el cabello demasiado oscuro para ser su color natural. Traía en las manos el llavero y abrió enseguida la puerta de la calle, como si quisiera evitar que los vieran. Antes de subir al apartamento, miraron en el buzón: nada.

La decoración del salón mostraba esa falta de gusto y personalidad de las viviendas de alquiler: unos cuantos muebles funcionales, neutros, fáciles de limpiar. Sobre aquella decoración, Esther Duarte no se había esforzado por imponer su sello personal ni por acomodar la vivienda a su gusto. Dos prendas en el perchero de la entrada, algunos libros y películas en una estantería, varias velas de olor no eran suficientes para marcar su territorio, como si, consciente de la provisionalidad de su estancia en Breda, no hubiera vaciado del todo sus maletas. Había pocas formas mejores de conocer a alguien que husmear en su casa, en toda la información que los años iban acumulando sobre gustos, viajes, aficiones, recuerdos. Pero aquella no era la casa de Esther, no era más que un alojamiento alquilado para unos meses.

Cupido cogió del mueble una foto en que se la veía sonriendo en primer plano y la observó con atención, porque con la muerte desaparecía el pudor que en vida impedía hurgar entre los objetos personales. La muerte autorizaba el allanamiento de morada, permitía introducir los dedos en todos los resquicios, bajo la lengua y entre la ropa, remover las cenizas y sacar a la intemperie los secretos, abrir las entrañas de la correspondencia privada. En la foto tenía la misma expresión un poco tosca que había visto en su perfil de facebook, los mismos ojos grandes y los labios llenos que sin embargo no la convertían en una mujer hermosa, tal vez por algo beligerante que se colaba en su mirada alerta, en las líneas agrias de las comisuras de la boca.

—Aquí vivía —dijo Gallardo. Ahogó un pequeño eructo poniéndose la mano delante de la boca—. ¿Qué estás buscando?

—No lo sé.

—Entonces difícilmente lo encontrarás —dijo con su mentalidad práctica, con su lenguaje de academia.

Cupido curioseó en las estanterías, los cedés con música y películas y el puñado de libros, pero no dedujo nada de ellos. Ya era muy difícil adivinar el carácter de alguien por los libros de su biblioteca o por sus discos. Los almacenamientos digitales lo volvían todo invisible. Los gustos personales, la correspondencia, las imágenes…, todo quedaba encerrado en los ordenadores y solo a una parte, la menos comprometida, se le permitía exponerse, salir a la luz. Cupido recordó el desparpajo de su perfil de facebook y le preguntó al capitán:

—¿Y su ordenador?

—Un portátil. Está en su dormitorio. Los técnicos le han echado un vistazo, pero no han encontrado nada revelador.

En la cocina estaba bajada la persiana del tendedero y provocaba una penumbra que no llegaba a anular la luz de mantequilla, amarillenta y fría, que escapó al abrir el frigorífico, donde se enfriaban varias raciones individuales de comidas precocinadas. Las pocas medicinas que vieron en uno de los módulos —analgésicos, protector estomacal, vitaminas, desinfectante, tiritas— no revelaban ninguna dolencia grave. En el cesto de la ropa sucia se arrugaban dos blusas, un suéter, un pantalón y ropa interior, de color negro y vino, pero nada extraño advirtieron en ella.

Pasaron al cuarto de baño y al dormitorio: una cómoda florida y rechoncha, un tocador de espejo basculante y, sobre la cama, tendida con una severidad militar, un cinturón, unas medias, un pantalón y una chaqueta, como si hubiera dudado qué ponerse para salir aquella noche. En el suelo, sin guardar, dos chinelas, una de ellas con la suela hacia arriba. Era evidente que no había regresado a casa después de asistir al monólogo de Mauri. Al abrir el armario, una dulce emanación a perfume y a piel femenina brotó de las ropas colgadas y dobladas con un orden meticuloso. Cupido sintió la tentación de acariciarlas, pero lo contuvo la presencia de Gallardo, que dijo a sus espaldas:

—Ya hemos buscado a fondo en todos los bolsillos.

En dos cajones estaba colocada la ropa interior, las bragas, medias y sujetadores que no necesitó tocar para apreciar las texturas suaves, las formas sugerentes, los colores afortunados.

No había mucho más donde buscar. Ya no tenía sentido desatornillar muebles, registrar huecos en puertas correderas, despanzurrar colchones o desencuadernar libros. La información se guardaba en soporte virtual y los mejores escondites eran los virtuales, tan ocultos y al mismo tiempo tan al alcance de la mano, accesibles desde cualquier lugar y a cualquier hora del día.

Cupido encendió el ordenador, que se puso en marcha haciendo sonar su carillón, y se fue directo al historial: el portal de Mistralia, varios periódicos, las páginas de la aemet, de Iberia y de dos agencias de viajes, por las que había navegado detenidamente.

—El mismo día de su muerte había consultado vuelos y hoteles para Venecia y Roma.

—Ya lo he leído en el informe —repuso Gallardo—. Y eso también descarta el suicidio. No parece que esté muy deprimido alguien que programa una escapada a Italia.

Pero la mayor parte del tiempo la había dedicado a navegar por facebook y a despachar su correo electrónico. El intenso tráfico electrónico indicaba la importancia que tenía para ella. Cupido volvió a la noche de su muerte: la última actividad, una consulta a su correo, la realizó a las 20:42. Todo encajaba con la declaración de Mauri: si Esther había ido al Ukelele una hora y cuarto más tarde, podría haber empleado ese tiempo en prepararse para salir.

Abrió una pantalla de navegación privada y entró en facebook desde su propia cuenta. Desde allí volvió al perfil de Esther Duarte y leyó de nuevo sus entradas y comentarios, los Me gusta y los enlaces compartidos.

—¿Buscas algo en concreto? —insistió Gallardo.

—Busco saber quién era.

—¿Y en facebook vas a conocerla? En pocos lugares se miente más que ahí.

Sin contraseñas no podían acceder a los mensajes privados y Cupido abrió la carpeta de fotos.

—También ahí hemos buscado. Nada que nos sirva —repitió Gallardo.

En un cajón de la mesa encontraron dos pendrives que tampoco aportaban nada: uno contenía varias películas y otro, sus declaraciones de la renta de los tres últimos años.

Cerró el ordenador con la decepción de no haber avanzado ni un paso entre aquella montaña de información, de archivos, de imágenes que no servían para nada.

—¿Hay algo nuevo de su teléfono móvil?

—No. Desde aquella noche no ha vuelto a estar activo. Quien la mató, lo habrá destruido o lo habrá tirado al fondo del Lebrón.

—¿Y del robo del cobre?

—Tampoco. Están todos callados. Quien lo hiciera sabe que esa misma noche se cometió un asesinato y debe de estar muy asustado, por miedo a que lo incriminen.

El Milenio era una urbanización de viviendas sociales destinadas desde el principio a convertirse en un reducto de marginación. Construidas diez años antes, durante el boom inmobiliario, en unos terrenos junto al polígono industrial hasta entonces ocupados por un puñado de almacenes y casetas agrícolas, el deterioro de los propios edificios, causado tanto por la mala calidad de los materiales como por el mal uso que hacían de ellos sus inquilinos, era apenas menor que el del mobiliario urbano. De lo que había sido parque infantil solo quedaban unos peligrosos tocones de hierro para señalar que allí hubo columpios, y de la iluminación sobrevivía el esqueleto de unas farolas huecas y desmochadas; y de los espacios verdes, unos terrenos secos donde en las noches se encendían algunas fogatas y a cuyo alrededor contaban historias poco edificantes voces en las que se mezclaban acentos autóctonos y extranjeros. Su pomposo nombre parecía más la burla de un edil irónico y visionario que un acierto para definir unos bloques de cinco plantas llenos de colorines en fachadas y ventanas, víctimas de aquella inexplicable moda de marcar de modo muy visible los rasgos de las viviendas sociales. Y si alguien creyó que con la entrega de los pisos, prácticamente donados a cambio de un alquiler simbólico, y con el equipamiento de un sucinto mobiliario urbano en parques y jardines El Milenio se convertiría en un barrio integrado en Breda, la realidad vino pronto a desengañarlo, puesto que no hizo sino acrecentar una marginalidad en el filo de lo legal.

Entre los bloques de El Milenio y los hangares del polígono industrial, en los últimos chisporroteos urbanos de Breda, se había ido asentando una ambigua zona de ocio donde se traficaba al menudeo y donde, con el avance de las horas, se iba reuniendo la gente de la noche en torno a unos cuantos garitos y a un prostíbulo cuyas luces se encendían casi al mismo tiempo que se cerraban las puertas de los talleres, carpinterías y almacenes y donde podía resultar peligroso caminar solo por las sombras, a merced de pequeñas explosiones de violencia. Según el Alkalino, por allí tenían sus cuarteles los ladrones de cobre.

En algún momento la pista deportiva habría tenido porterías o canastas de baloncesto, porque a la luz de dos farolas heroicas aún se distinguían las rayas pintadas, pero ya era solo una explanada de cemento con algunos desconchones que no impedían que tres o cuatro muchachos, de quince o dieciséis años, se ejercitaran haciendo piruetas y acrobacias con los patinetes sobre la rampa de skate, garabateando sobre el asfalto su rebeldía y descontento, el hecho de saberse perdedores. Sentados en las gradas, a pesar del frío, otros cuatro o cinco valoraban las habilidades con algunos gritos, con burlas, con tacos excesivos. Eran más de las nueve, demasiado tarde para seguir jugando, pero no parecía que algo mejor los retuviera en sus casas.

Según se iba acercando a ellos disminuía el volumen de sus voces, hasta que se detuvo en el borde de la pista y los patinadores también detuvieron sus saltos y piruetas y se quedaron en silencio, exhibiendo sus sudaderas de leyendas agresivas y sus pantalones dos tallas más grandes de lo apropiado, sus enloquecidas crestas en el pelo, sus rostros atestados de piercings.

—¿Sois del barrio? —les preguntó.

—¿Para qué quieres saberlo? —respondió uno de ellos desde las gradas.

—Estoy buscando a alguien que vive por aquí. Tal vez lo conozcáis.

—¿A quién?

—Lo llaman Chispas… o el Chispas.

—¿Tienes un cigarro? —preguntó el que hacía de jefe.

—No, no fumo. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?

—No lo conocemos.

—¿Nadie lo conoce? —Cupido miró a los patinadores.

Sacudieron la cabeza negándole la entrada a su mundo adolescente y marginal, herméticamente defendido. Tenían poco más que aquella pista de skate y no iban a permitir que nadie la invadiera. Sin esperanza de trabajo, sin vislumbre de futuro, sin conciencia social, robarían si pudieran robar con impunidad. Si todo se les complicaba, para algunos la aventura terminaría mal.

—A lo mejor alguien os lo presenta por ahí —añadió—. Le decís que estoy buscándolo, que me quedaré un par de horas por aquí cerca.

—¿Eres policía?

—¿Tú me ves pinta?

—De noche, todos los que venís por aquí lo parecéis. Policías o capullos —dijo, haciendo méritos ante sus compañeros.

—Decidle al Chispas que quiero hablar con él.

Cupido les dio la espalda y cuando torció la esquina aún no sonaban los ruidos de los patinetes. Montó en el coche y regresó a su casa, donde dejó pasar un par de horas antes de volver a El Milenio.

Por entonces la calle ya se ruborizaba bajo el neón agresivo y parpadeante de un luminoso que en aquel entorno resultaba particularmente irónico: QUINTA AVENIDA. Mientras se acercaba vio entrar en el club a tres o cuatro hombres gritones y cargados de alcohol y risotadas. Apoyados en las jambas de la puerta pasaban frío una chica en su diminuto traje de faena y un gorila de cabeza afeitada, pero con un bigote como el manillar de una bicicleta y con más pinturas en la piel que el Museo del Prado, uno de esos tipos que necesitan un permiso especial con muchos sellos para poder usar los puños, hinchados como los de un pelotari, y que, a pesar de la chaqueta y la pajarita, no lograba ocultar su origen selvático. La chica debió de notar alguna duda en Cupido, porque lo abordó:

—¡Hola, guapetón! ¿Te apetece una copa? Dentro hay buen ambiente y chicas muy cariñosas.

Había más gente de la que imaginaba y buscó un hueco en la barra. Un camarero vestido con una camisa en la que brillaban lentejuelas, con una raya de lápiz en los párpados, le sirvió una excesiva dosis de ginebra. Mientras añadía la tónica, Cupido le preguntó:

—Estoy buscando al Chispas. Me han dicho que viene por aquí.

—Yo no pregunto a nadie su nombre. Solo pregunto qué quieren beber —respondió alejándose con un aleteo de muñecas deshuesadas.

Cupido miró alrededor sin detener en nadie la mirada. Algunas chicas hablaban con clientes solos o en grupos, fingían creer sus mentiras, conscientes de lo fácil que resultaba atraerlos manejando los tres o cuatro gestos obscenos que podían componer los labios, y de vez en cuando aparecían y desaparecían por una puerta al fondo a consumar sus acuerdos. La música ratonera dio paso a un bolero y dos chicas salieron a bailar abrazadas, con pasos lentos y cansados, chapoteando en la media luz rojiza de la sala, exhibiendo bajo las faldas cortísimas unas piernazas que los tacones tubulares no lograban estilizar. Algunos hombres las miraban como si no hubiera más mujeres en ningún otro lugar del mundo.

—Hola.

Tenía una voz cálida y extranjera y era joven, de piel muy clara. Venía envuelta en poca ropa y en un perfume empalagoso y teatral. Sin esperar el saludo del detective, se presentó —«Me llamo Maravillas»— mientras le daba dos besos y le hacía notar la dureza de sus pechos. Al ver que Cupido miraba a dos hombres que acababan de entrar, le preguntó:

—¿No te gusto o estás esperando a alguien?

—Estoy esperando a alguien.

—Me estabas esperando a mí, pero aún no lo sabes —dijo riéndose—. ¿Me invitas a una copa?

—Pídela.

—Mi champán.

El camarero de las lentejuelas le sirvió en una atrompetada copa para cócteles una bebida con demasiada poca burbuja para ser champán.

—¿Cómo es que está tan solo un tipo tan guapo? —le preguntó con ironía, convencida de que en aquel ambiente ningún hombre perdía la oportunidad de mentir. Pero debía de sentir curiosidad por el detective, porque añadió—: No eres el tipo de cliente habitual.

—¿No?

—Tú buscas algo. No siempre adivino lo que los hombres quieren, pero al menos siempre sé lo que no quieren. Y no estoy segura de que tú hayas venido a buscar compañía.

Tras consultar con el camarero, los dos tipos se habían acercado a ellos y el más grande le puso la mano en el hombro a la muchacha. Los patinadores se habían dado prisa.

—Coge tu copa y lárgate —ordenó con un acento cárpato.

La chica lo miró y luego miró a Cupido, que asintió con la cabeza y le dijo:

—Tienes razón, era a ti a quien estaba esperando y aún no lo sabía. Pero ahora déjanos, tengo que hablar con estos amigos.

La muchacha se alejó con una sonrisa que no ocultaba el fastidio.

—Tú no eres del barrio —dijo el tipo más bajo cuando se quedaron solos.

Tenía el pelo corto y en punta, como cargado de electricidad, la nariz más abollada que chata y una mirada seca y quemada, sin color, con la que oteaba alrededor con gestos nerviosos y desconfiados, como si acabara de darle una patada a un niño y temiera que alguien lo hubiera visto. Un collar, una pulsera de oro y la oreja izquierda acribillada por la metralla de los piercings, tachonada como una puerta antigua, hacían temer que se acercara demasiado a un imán. Lo escoltaba el tipo enorme que apestaba a secreción de testosterona. De ambos emanaba un tenue, levísimo olor a cables quemados.

—Por eso no conocía al Chispas —respondió Cupido.

—¿Eres policía?

—¿Crees que si lo fuera habría venido hasta aquí a buscarlo en lugar de ir a su casa con una orden judicial?

—¿Quién eres? —preguntó. Un tic nervioso y rapidísimo le hizo encoger los hombros.

—Soy detective privado.

—¿Aquí, en Breda? —se extrañó.

—Sí.

El Chispas sonrió.

—Creía que los detectives privados eran tipos listillos armados con una lupa. ¿Para qué querías verme? —reconoció de pronto.

—Para hablar.

—En este negocio, el que antes habla, antes pierde.

—La semana pasada ahorcaron a una mujer en lo alto de uno de los aerogeneradores de Sierra Ufana —dijo Cupido sin hacer caso de su comentario—. Ocurrió por la noche, a la misma hora en que alguien estaba por allí robando cables de cobre.

—¿Y todo eso qué cojones tiene que ver conmigo? —preguntó con un nuevo tic, con el rostro tensado como si estuviera recibiendo una corriente eléctrica.

—Nada. Contigo, nada. A ti no te interesa la mujer muerta, como a mí no me interesa el cobre. Pero me pagan por averiguar qué ocurrió en el aerogenerador nueve.

—¿Quién te paga?

—Mistralia, la empresa dueña de todo aquello.

—Sigo sin comprender qué tiene que ver conmigo.

—Pongamos que aquella noche alguien estaba por allí cogiendo algo que no era suyo. Pongamos que vigilaba para que nadie lo sorprendiera. Pongamos que por eso vio a alguien que también rondaba cerca.

Cupido dio un nuevo trago al gin-tonic mientras notaba cómo el grandullón se removía incómodo a su izquierda, se quitaba la cazadora y exhibía unos brazos enrejados por venas gruesas como barrotes. El Chispas, pensativo, miró hacia las botellas de las estanterías, hacia los espejos y hacia las dos chicas que bailaban abrazadas en el centro de la pista. Luego volvió a alzar los hombros con aquel rapidísimo tic, como si de nuevo hubiera tocado un cable con corriente y se encogiera al recibir el calambrazo.

—Y si ese alguien hubiera visto algo, ¿por qué iba a decírtelo a ti?

—Porque a mí me interesan los hechos, no quién me los cuenta. Me han contratado para investigar una muerte, no para descubrir por qué se va la luz —insistió.

—Pero trabajas para los dueños del cobre. Y no sé si alguien que rondara por allí aquella noche podría olvidar eso.

—Los de Mistralia se irán —dijo Cupido después de unos instantes que dedicó a poner en orden sus ideas—. Cuando terminen de instalar los molinos, los dejarán funcionando para cobrar el dinero que ganan del aire —recordó la expresión de Vidal—, y nosotros, tú y yo, seguiremos aquí, en Breda, destinados a entendernos. Aquí tendremos que seguir conviviendo.

—Estás pidiendo mucho a cambio de nada. Y si yo estoy hablando ahora contigo es porque supe callarme cuando no debía hablar.

—Pero seguro que también conoces a gente que no está aquí ahora por haber callado cuando no tenía que callar —replicó.

Otro espasmo contrajo los hombros del Chispas, que se quedó en silencio, recordando algo que le ponía en los ojos quemados una pizca de dolor.

—Pongamos que alguien estuviera por allí y viera algo. ¿Qué ganaría con contarlo?

—Ganaría el silencio de quien lo sabe y podría complicarlo en la muerte de la mujer.

—¿Sabes una cosa, detective?

—¿Qué?

—Tengo en la lengua algunas cicatrices.

—Esta vez no habrá heridas —aseguró.

El Chispas bebió un largo trago de su vaso.

—De acuerdo, está bien. ¿Qué quieres saber?

—¿Qué visteis?

—Un coche y una moto.

—¿Juntos?

—No. Primero llegó a la subestación esa mujer a quien mataron. Alguien la estaba esperando, porque había luz dentro y un coche aparcado detrás, como escondido.

—¿Qué coche?

—No llegamos a ver la marca, pero era un coche grande.

—¿Cómo sabes que era la mujer que mataron?

—Porque conducía un pequeño todoterreno con ese dibujo del molinete que salió en todas las fotografías. En ese momento estábamos cerca, porque habíamos pensado trabajar en la subestación. Allí hay más material.

—¿Iba sola?

—Sí. Y te diré algo más: por la forma de caminar hacia la puerta, sabía que la estaban esperando dentro.

—¿Quién?

—¿Crees que me iba a acercar a comprobarlo? Al contrario, salimos disparados al ver tanto tráfico. Pero ya que habíamos empezado no queríamos volver con las manos vacías. Subimos hacia el último de los molinos, el más alejado.

—¿Y?

—Bueno, un botín escaso. Ya lo sabrás, si sabes tanto. Y desde allí arriba, mientras vigilábamos nuestras espaldas, vimos que subía una moto.

«Ahora no, no te calles ahora», pensó Cupido. Aquello era importante y preguntó, disimulando su interés:

—¿Una moto?

—Sí. Y también se detuvo en la subestación. Y con eso las cosas cambiaban. Una moto es muy rápida. Demasiados invitados en la fiesta. Decidimos salir pitando por el otro lado de la sierra, dando un rodeo.

—A ver si lo he entendido bien. Cuando vosotros llegasteis a la subestación, había alguien que había escondido el coche en la parte de atrás.

—Sí. Y entonces llegó la mujer.

—Que se bajó del coche de la empresa y entró decidida en la subestación como si supiera quién la estaba esperando. Vosotros os alejasteis hacia el último aerogenerador y desde allí arriba visteis que se acercaba una moto.

—Eso es. Lo que allí ocurriera luego no es asunto nuestro.

—Nadie te implicará. Gracias por la información.

Cupido llamó con un gesto al camarero y aplastó un billete contra el mostrador para pagar las cuatro consumiciones.

—Esto no saldrá de aquí —el Chispas señaló a los tres con un giro de la mano—. Confío en tu palabra. Si me complicas la vida, ten la seguridad de que alguien te cortará los huevos.

—No te preocupes. Esta conversación no ha existido. Yo ya no recuerdo de qué hemos hablado.

Se dirigía a la salida cuando la chica le cortó el paso. Un rato antes la había visto mover la cabeza, negando, cuando se le acercó uno de los clientes. Llevaba en la mano la copa con el champán de juguete y parecía haber estado esperándolo.

—¿Ya te vas?

—Sí.

—¿No te apetece subir un rato conmigo?

Cupido vio cómo el camarero los observaba con gesto vigilante.

—Creo que deberías elegir mejor a los clientes. Con tipos como yo no te durará mucho este empleo.

—Sobreviviré. Tengo una larga experiencia en despidos.

—Bueno, quizá no perderías nada. Este es un trabajo duro.

—Todos lo son. ¿Volverás?

—En otra ocasión —sonrió.

—Te esperaré. Pero quiero que sigas así de guapo cuando nos veamos de nuevo… ¿Que será cuándo? ¿Mañana?

—Un día de estos.