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«Algo se está muriendo en este instante», pensó con una intensa claridad, pero no se lo dijo a Santi, porque se habría reído y, todo lo más, lo habría interpretado como un reflujo de la melancolía que a ella le provocaba el otoño: las hojas secas derramándose sobre hojas secas, el tibio y dulzón olor a podredumbre o el aroma a regaliz de algunas setas venenosas, las charcas llenas de residuos donde solo bebían los mosquitos, los gritos lastimeros de los ciervos en celo, la sensación de aplastar semilleros de huevos y de larvas al caminar por el interior del bosque. Hasta las tinieblas supuraban una humedad que despertaba el deseo de encender hogueras, porque fuera del coche no se veía nada. Giró la cabeza hacia la ventanilla y miró hacia el cielo: no había luna y únicamente el chisporroteo de las estrellas ponía un temblor de movimiento en la fría y plateada noche, la primera de noviembre.
—¿Quieres un cigarrillo? —le ofreció Santi.
—Enciéndemelo, anda —le pidió mientras se colocaba los tirantes del sujetador.
—Vale.
A la luz de la llama distinguió su perfil. Era un chico guapo, fuerte, con mucho dinero bien empleado en el dentista, cinco años más joven que ella, pero con una buena educación sexual: sabía lo que les gustaba a las mujeres. Cierto que no se podía hablar de demasiados temas con él, porque era algo simplón, con un sentido del humor elemental y precario en cuanto se elevaba un poco el nivel de ironía, pero había comprobado que muchachos así resultaban los mejores amantes: flexibles como delfines, ingenuos y cariñosos como mascotas y sin capacidad de decepcionar, porque no se hacía demasiadas ilusiones con ellos y sabía todo lo que podían ofrecer.
—Toma.
Dio una calada profunda y placentera. Después de hacer el amor sentía todo el cuerpo tan sensible que en el paladar creía distinguir el sabor del humo del de la nicotina. Se desperezó un poco, y se rebulló para acomodar su postura en el asiento tumbado. Así veía más cielo, el enjambre de astros que giraban alrededor del gozne de la estrella polar. Por el este, una incipiente claridad iba apareciendo sobre el perfil de Sierra Ufana. Santi abrió un resquicio el cristal de su ventanilla para ventilar el humo y arrojar la ceniza y, de paso, deshacerse del preservativo. De afuera les llegó entonces el potente, oscuro murmullo de las aspas: zuuuumm, zuuuumm, zuuuumm.
—¿Te ha gustado? —le preguntó cogiéndole la mano.
—Mucho —respondió ella.
—A mí también.
Apuraron los cigarrillos, cerraron los ojos y se quedaron adormecidos aprovechando los últimos coletazos del bienestar generado por el baile, por el alcohol, por la marihuana, por el sexo.
Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que había soñado con una mujer pelirroja que se acercaba a ella en medio de una intensa luz blanca. Solo llevaba en las manos un reloj, y no la amenazaba, pero se despertó temblando y se alegró de ver cómo la claridad del amanecer se iba imponiendo sobre la tierra provocando una carnicería entre las estrellas.
—¡Eh! ¡Nos hemos quedado dormidos! —lo despertó.
—Mmmmmm, sí.
—Venga, no seas perezoso, a ver si alguien nos va a pillar aquí.
Sin levantarse, Santi se frotó los ojos y comenzó a bajar el cristal de la ventanilla para espantar el sopor con el aire frío.
—¿Por qué no abres mejor el techo? —le propuso.
—Vale.
Pulsó un botón entre los asientos y la capota se fue plegando lentamente, desvelando el cielo ya azulado por una luz seca que surgía por el lado opuesto de la sierra por donde ella imaginaba. Las últimas estrellas desenroscaban sus tuercas en el cielo, se soltaban y corrían a esconderse de la claridad. El alcohol y la marihuana todavía emborronaban su percepción mientras veía aparecer las aspas detenidas del molino eólico bajo el que habían aparcado y, por fin, muy arriba, la góndola y el eje.
—¿Qué es aquello? —aguzó la mirada con un gesto de pasmo.
—Qué.
—Allí arriba.
—Parece… —Santi también dudó.
—Sí.
—Parece… ¡un hombre ahorcado! —El pasmo se convirtió en temor.
—¡Una mujer!
Los dos se habían incorporado y Santi, espoleado por el miedo, enderezó rápidamente el respaldo de los asientos.
—¡Vámonos de aquí!
—¡Espera!
—¡Vámonos antes de que…! —escrutó alrededor para comprobar si alguien los había visto. Luego alzó de nuevo la cabeza, quería mirar y no mirar, se fijaba un instante y se volvía enseguida tapándose los ojos con las manos.
—Un momento —dijo, más lúcida que él. Tampoco se podía esperar de una mascota que no saliera corriendo al olfatear el peligro.
El cuerpo se balanceaba recortado contra la creciente luminosidad del cielo. Santi miró hacia él y luego, con bruscos giros del cuello, miró atrás y a los lados.
—¡No hay nadie! Podemos irnos y no decir nada. Nadie nos ha visto. Ya lo descubrirán. ¡No quiero meterme en ningún lío! —exclamó con una obstinada vehemencia.
—Espera —repitió ella—. Nos encontrarían. No podemos irnos sin recoger las colillas y eso otro que has tirado antes.
Santi la miró sin comprender hasta que pasaron unos segundos.
—Lo recojo y nos vamos. ¡Nadie nos ha visto!
—¿Tú crees?
—¡No quiero líos! Yo no he estado aquí nunca. Tengo novia y… —reveló con la respiración acelerada, sin mirarla a los ojos.
El sol, como un foco regulable, aumentaba su intensidad por la cresta de la sierra y ponía de nuevo sus manos sobre los absurdos, ajetreados, trágicos hombres para iluminar los destrozos de sus pasos nocturnos, para descubrir los horrores que la noche había mantenido ocultos, agazapados en la oscuridad.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—No me lo habías dicho —murmuró forzando una sonrisa en la que se mezclaban la ironía y la tristeza. ¡Así que no era una ingenua mascota! La revelación le causó un dolor agudo que no esperaba y, para su sorpresa, sintió que las mejillas se le llenaban de sangre. Nunca aprendería, por más que ya había pasado por otros momentos similares en los que confirmó que humanos y animales eran irremediablemente distintos. Los animales no tenían la capacidad de decepcionarla.
Santi encontró en la guantera una bolsa de plástico, salió del coche y recogió las colillas de marihuana y el preservativo.
—Ya está. ¡Venga, vámonos! —Miró con miedo hacia el cadáver que se balanceaba en lo alto, levemente agitado por el viento.
—No. Yo me quedo.
—¿Cómo? ¿Pero no te das cuenta de que… a ti también…?
—¿Crees que no nos encontrarían?
—No si nos vamos ahora mismo. No nos ha visto nadie.
—Vete tú. Corre. Te estará esperando tu novia. A lo mejor llegas a tiempo de llevarle el desayuno a la cama antes de que se despierte. Yo me quedo. Y no te preocupes, no diré nada de ti. Te doy cinco minutos antes de que avise a la guardia civil.
—Allí están los molinos.
Gallardo señaló los aerogeneradores que, instalados en una cresta de Sierra Ufana, habían alterado radicalmente su perfil de media montaña, no demasiado atractivo. En Breda, el paisaje más hermoso, más agreste y más puro, mejor conservado, se extendía más arriba, más allá de la reserva de El Paternóster, donde el terreno se elevaba sin pausa hasta alcanzar las alturas del Volcán y del Yunque. Acaso las dos cumbres ofrecían más horas de viento para mover las palas, pero todo aquel territorio era un espacio natural protegido y nada podía instalarse en él que alterara su equilibrio o perturbara la singular biota que cobijaba. Solo uno de los molinos tenía las aspas detenidas; las demás giraban a un ritmo rápido, uniforme.
Andrea conducía el Nissan y la prisa por llegar no le impedía mirar buscando en uno de ellos la silueta de un cadáver colgado. Lo singular del escenario le hacía dudar de la veracidad de la llamada y preguntó:
—¿No será una broma? ¿O un error?
—¿Qué?
—Lo de un cadáver colgado en lo alto de un molino eólico. ¿Es que se puede subir hasta allí arriba?
—Supongo que sí. ¿Quieres decir que lo han imaginado?
—A estas horas de la mañana y después de una noche de excesos… son capaces de ver cualquier cosa. Según lo que hayan tomado. No es la primera vez que nos alarman para nada.
—El aviso dice que llamó una chica con un móvil y que su voz era firme y su expresión coherente. No parecía que delirara. Y en cuanto al ahorcamiento… Bueno, no sería la primera vez. No se puede decir que por aquí no estén familiarizados con la soga.
Gallardo la miró conducir con aquella atención que prestaba a todo lo que hacía en su profesión… y en su reciente papel de madre. Andrea había estado de servicio esa noche y él se había quedado en casa cuidando al bebé de cinco meses que tenían. Se había despertado poco después de las siete y, mientras desayunaba, Andrea lo había llamado para preguntarle cómo había pasado la niña la noche, porque el atardecer anterior había estado empachosa y con unas décimas de fiebre. No había sido nada, posiblemente una molestia dental. En medio de la conversación, cuando faltaba media hora para terminar su turno, había llegado el aviso urgente: una mujer ahorcada en uno de los molinos eólicos de Sierra Ufana. Fue entonces cuando él le dijo que, aunque era domingo, despertaría a la chica para que se hiciera cargo de la niña. Que Andrea pasara a recogerlo de camino y que los dos irían a comprobar qué había de cierto en la incidencia.
—No, no deliraba. —Gallardo señaló de pronto hacia el único de los aerogeneradores con las aspas detenidas, en cuya plataforma se distinguía la inconfundible silueta de un cuerpo colgado. Conectó la radio, contó fugazmente lo que había, precisó la localización y ordenó—: Llama a una ambulancia. Y al forense. Que vengan ahora mismo. ¡Y a la juez, claro! Quiero también aquí dos coches y a cinco de vosotros con lo habitual para un levantamiento de cadáver.
—¿Suicidio? —preguntó Andrea.
Gallardo pensó durante unos segundos sin dejar de mirar hacia lo alto.
—Es probable. Bastante laborioso resulta ahorcar a alguien para añadir la dificultad de un escenario así.
Dejaron la pista principal y atravesaron una cancela abierta hasta llegar junto al coche, un Seat León negro aparcado bajo el molino. Al verlos, dos jóvenes salieron de él, como si se hubieran encerrado para protegerse. La muchacha se acercó deprisa hasta ellos, seguida por el chico, que arrastraba los pies.
—Soy yo quien les ha llamado. Me llamo Beatriz.
—¿Me enseñáis vuestra documentación?
El muchacho sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón, pero ella tuvo que volver al coche a recoger el bolso. Andrea anotó los datos de los carnés mientras Gallardo observaba con atención el cuerpo colgado, como si todavía existiera la posibilidad de una broma, hasta que la violenta torsión del cuello le provocó un asomo de vértigo. Entonces dirigió su atención hacia el Suzuki Jimny aparcado a unos veinte metros, medio oculto tras una pequeña encina. En la carrocería estaban pintados la palabra MISTRALIA y el logo de la empresa de energías renovables: un molinete de trazo infantil con cada una de las aspas pintada en uno de los tres colores primarios: rojo, verde, azul.
No había nada más a la vista y el silencio de la sierra resultaba alarmante. La aparición de un cadáver siempre contaminaba de amenaza el paisaje, generaba una inquietud que no terminaría con su retirada, que dejaría huellas difíciles de borrar.
—No os mováis de aquí —ordenó a los dos chicos.
Con rapidez, pero sin dar la apariencia de tener prisas, subieron las cinco escaleras metálicas hasta la estrecha puerta de la torre cilíndrica, protegida por una barra de acero que llevaba incorporada una cerradura. Andrea ya se había puesto los guantes y tiró del cerrojo con dos dedos.
—Está abierta —dijo mientras se desabrochaba la trabilla de la cartuchera.
—Espera —dijo Gallardo.
—No —negó. Únicamente lo hacía cuando estaban solos, no lo habría contradicho delante de otros guardias—. Subimos los dos. Estos no se van a escapar.
—De acuerdo. Vamos.
En el interior había un panel informativo con pantalla y teclado, un pequeño ascensor, y una escalera vertical que ascendía y atravesaba una plataforma instalada a media altura, con una línea de vida de acero que golpeaba suavemente contra los peldaños. Ninguno de los dos había estado allí antes, pero entraron en el ascensor y apretaron el botón donde se leía GÓNDOLA.
La puerta se abrió al llegar arriba y los dejó ante un espacio estrecho y de techo bajo, lleno de macarrones y manojos de cables y de carcasas metálicas de color azul. En un lateral titilaban las pantallas de otro panel informativo. Avanzaron unos pasos controlando la sensación de inestabilidad que provenía del suelo.
—Ahí —Andrea señaló la trampilla abierta, rodeada por una barandilla de barrotes que servía de protección.
Un grueso cable eléctrico, tensado por el peso, estaba atado a una barra de la estructura y se perdía por la trampilla. Se asomaron al hueco, más grande de lo que parecía desde abajo. Sobre el vacío se balanceaba el cuerpo ahorcado de la mujer.
—¡Ayúdame!
Gallardo apoyó los pies contra la base de la barandilla, dio una vuelta al cable alrededor de su mano y comenzó a izarlo hasta que vieron aparecer la cabeza. Entonces Andrea sujetó el cable y él agarró cuidadosamente el cuerpo por las axilas y lo levantó por encima de los barrotes. No pesaba demasiado, y la colocó con delicadeza sobre el suelo metálico. Iba vestida con falda y chaqueta y le faltaba el zapato del pie derecho. Era evidente que ya no se podía hacer nada por ella, que desde hacía algunas horas no se podía hacer nada por ella. Al cogerla por las axilas ya había notado esa rigidez del tronco y de los hombros que conocía bien, que surgía cuando pasaban tres o cuatro horas desde el fallecimiento. Además, emanaba ese olor frío y crudo de los ahorcados que había percibido en otras ocasiones, a medias entre la fetidez de la orina que escapaba con los espasmos del ahorcamiento y un olor a especias secas y concentradas que no era desagradable y que parecía provenir de muy lejos, como si en la carne yerta, pero aún no en descomposición, se hubieran concentrado todas las etapas anteriores del cuerpo, todo lo que había sido y ya no era. En el pómulo derecho destacaba un hematoma, posiblemente consecuencia de un golpe, y un corte que había sangrado y le había manchado la chaqueta, de un color claro. La sangre ya se había coagulado, pero en ese momento, tal vez por el cambio de postura, volvió a brotar un hilo que se deslizó por la mejilla y unos pétalos rojos gotearon sobre el estriado suelo de acero. ¡Qué joven era siempre la sangre! Una vez más le sorprendió que, mientras todo en el cuerpo envejecía —la piel y los huesos, el pelo y la dentadura, las vísceras y el corazón—, la sangre nunca perdiera su lustre y su textura, y que la de un anciano conservara la misma energía y movilidad, la misma intensidad del color escarlata, la misma belleza caliente que la sangre de un niño. La punta de la lengua sobresalía de su boca, con la obscenidad que la muerte concedía a muchos gestos, y sintió el impulso de cerrarle los labios y devolverle el pudor, la dignidad de su expresión. Aún no sentía piedad: la piedad llegaba a veces al final, cuando terminaba por conocer a la víctima o cuando la muerte se había producido con crueldad o con saña contra alguien débil e inocente. Ahora solo se trataba de restaurar el orden.
—¿La conoces? —le preguntó Andrea.
—No. No recuerdo haberla visto en Breda.
Respiraba agitado y se dio cuenta de que el breve e intenso esfuerzo para izarla le había exigido todas sus energías y le había hecho sentirse como veinticinco años antes, como cuando era un número recién llegado al cuerpo que realizaba aquellas tareas: conducir, rescatar un cadáver, identificar a alguien, impedir el paso a los curiosos. Desde que lo ascendieron a teniente daba órdenes para que las cumplieran otros, y desde que era capitán su responsabilidad consistía en la organización del trabajo y el desarrollo de las investigaciones más que en investigar él mismo, pero no se había acomodado en el despacho, no se había blindado tras la estrella. Sus antepasados eran gente sencilla que nunca habían llevado espada ni pistola, y tal vez de ahí provenía su falta de rigidez militar, su dificultad para impartir órdenes. Se frotó las manos doloridas por tirar del cable y entonces oyó el mellado sonido de una sirena.
—Ahí están.
Por la trampilla vio que el chico y la chica seguían allí y que hasta ellos llegaban dos coches y una ambulancia.
—Bajo yo —dijo Andrea.
—Que solo suban el forense y un ayudante, si lo necesita. Y uno de los nuestros. Esto es demasiado pequeño para no estorbarnos. Y otra cosa.
—Sí.
—Que nadie más que tú toque el coche de la empresa. Posiblemente llegó en él hasta aquí. Busca la documentación.
—De acuerdo.
Minutos después llegaron en el ascensor el sargento y el forense, Barroso. Gallardo había trabajado otras veces con él y admiraba sus métodos. Era un hombre con aspecto de sabio, con gafas de miope que se cambiaba invariablemente al empezar el trabajo, al mismo tiempo que se colocaba dos pellizcos de gel mentolado en las narinas si la descomposición del cadáver estaba avanzada, con unas manos limpias y sin nada de vello que daban la seguridad de que nada en la autopsia quedaría incompleto, de que nada en su informe contribuiría a la confusión que ya de por sí acarreaba cualquier muerte violenta. Por sus exhaustivos métodos de búsqueda de pruebas y disección de los cadáveres, las malas lenguas decían de él que sería mejor carnicero que médico, pero Gallardo sabía que no se le escaparía ningún dato y que sus conclusiones serían claras y precisas. Respiró con dificultad al salir a la plataforma y antes de mirar al capitán ya había mirado hacia el cuerpo.
—¡No entiendo estas modas! La gente elige para morir escenarios cada vez más altos… o más profundos —refunfuñó señalando el cadáver—. Y a horas cada vez más intempestivas. No tenemos horario, el horario nos lo marcan los muertos. ¿Cómo estás?
—Ya ves.
—Andrea me ha dicho abajo que estaba colgada. Que la subiste tú.
—Sí, aunque ya no se podía hacer nada por ella. Pero tampoco a un capitán le está permitido saltarse el protocolo de actuación. Lo primero era descolgarla.
—Hiciste bien. Supongo que no había nada extraño…, quiero decir más extraño que colgarse con un cable eléctrico en lo alto de uno de estos… —dudó— artilugios.
—Nada extraño. La levanté, pero no he tocado nada.
—¿Ese corte en el pómulo?
—Lo tenía ya.
El ascensor llegaba de nuevo con un enfermero que traía la maleta del forense, que extrajo de ella unos guantes, una fina linterna, una cámara fotográfica, un termómetro y una pequeña espátula. Con todo ello se arrodilló junto al cuerpo. En el reducido espacio, Gallardo, el sargento y el ayudante permanecieron inmóviles y en silencio para no interrumpir su trabajo. En aquel tipo de muertes un cadáver siempre era mucho más que un cadáver.
Cuando terminó de observar el cuerpo, de disparar algunas fotos y de tomar algunas notas y cifras en su cuaderno, Barroso tocó el cuello y desató los nudos del grueso cable incrustado en la piel revelando una orla rojiza, más oscurecida en la base posterior de la mandíbula. Aplastó ligeramente el ápice de la lengua con la espátula y comprobó que no había nada en la boca.
Encajó en ella el termómetro y con la linterna observó las pupilas mióticas. Luego midió la rigidez de su brazo derecho doblándolo suavemente por el codo. Solo entonces estudió durante unos largos instantes el corte en el pómulo y las gotas de sangre que manchaban la chaqueta. Sin hablar, fue hasta la trampilla y observó con suma atención la barandilla y las huellas que habían dejado en los barrotes los zapatos de Gallardo.
—Tuve que apoyarme ahí para poder subirla —dijo el capitán.
—Sí, ya lo he visto. Pero no es eso lo que busco.
—¿Entonces?
—La herida de la cara. No es probable que se golpeara al arrojarse… O cuando la arrojaron. Es un golpe seco, propinado de frente, no un roce.
—¿Qué quieres decir?
—Un suicida nunca, nunca jamás se hiere el rostro antes de matarse. Quiere que se reconozca su identidad desde el primer momento y sin ningún tipo de dudas.
—¿No ha sido un suicidio? —preguntó con fastidio y alarma. Los últimos tiempos habían sido tranquilos en Breda y agradecía en silencio que sus habitantes le hicieran sentirse innecesario, que resolvieran sus asuntos entre ellos con una buena pelea a puñetazos o con un consejo de familia antes que acudir a la comandancia.
—Tal vez no. Que tus hombres analicen bien todas las marcas, sobre todo aquí, en la trampilla. Si saltó, tuvo que agarrarse a ella y por tanto deben aparecer sus huellas. Y si se golpeó el pómulo y sangró, en algún sitio debía haber piel o sangre. Y yo no la veo.
Volvió a tomar más fotos desde distintos ángulos y con distinto zoom. Al terminar, le entregó la cámara al ayudante y se quitó los guantes.
—No puedo confirmarlo aquí, pero creo que antes del ahorcamiento había recibido al menos ese golpe en el pómulo. Es demasiado fuerte para que se lo hiciera ella sola. Y fíjate en esto —indicó el talón del pie descalzo.
—¿Esa herida?
—Sí. Se ha rozado el talón contra las estrías del suelo de acero hasta romper la media y levantarse la piel, tal vez al patalear y resistirse ante alguien que la arrastrara. Ahí tienes el zapato. —Estaba semioculto bajo una de las carcasas metálicas—. Pero tendré que confirmarlo en el laboratorio. Y otra cosa: si fue un homicidio, pudo haberlo hecho cualquiera.
—¿Por qué?
—Los nudos del cable —señaló—. No es un nudo corredizo, sino tres nudos simples, lo que indica que no lo hizo un experto.
—Eso abre las posibilidades.
—En efecto. En cuanto nos llevemos el cuerpo, yo avisaría a los peritos.
—¿Qué tienen que buscar?
—Todo.
—De acuerdo. ¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Entre cuatro y seis horas —respondió—. ¿Quién era?
—Aún no lo sabemos.
Por cuarta vez subió el ascensor. Esta vez era Andrea y traía en las manos un cuaderno, en el que había anotado algunos datos, y el DNI, metido en una bolsa de plástico de recogida de pruebas.
—Hemos comprobado la matrícula del coche. Está a nombre de Mistralia, la empresa de energías renovables. No se ve nada extraño y tenía la llave puesta en el contacto. También están el bolso y la cartera con algo de dinero. He cogido el DNI. Es ella —dijo entregándoselo a Gallardo.
—Esther Duarte González —leyó en voz alta. En la foto parecía mucho más joven: la apariencia de los cadáveres aumentaba cinco, diez años la edad de las víctimas, la muerte las envejecía de un modo fulminante.
Luego le dio la vuelta al carné y leyó para sí la edad, los nombres de los padres y el domicilio en Madrid. Daba por hecho que era una empleada de Mistralia, pero echó de menos el dato de la profesión que figuraba en los carnés antiguos.
Andrea y él bajaron de la góndola para dejar sitio a la juez, que acababa de llegar para levantar el cadáver, y a quien informó con detalle de todo lo que sabían.
Los chicos que la habían encontrado estaban de pie, junto a su coche, fumando con ansia, como si estuvieran hambrientos y el tabaco fuera su comida.
—Contádmelo todo desde el principio. Con detalle —dijo Gallardo.
Los dos se miraron y el muchacho hizo un gesto para que hablara ella.
—Habíamos estado bailando… y bebiendo un poco por la noche. Vinimos aquí para estar un rato a solas.
—¿Por qué elegisteis este lugar?
—Es un sitio apartado y discreto, si tienes coche para venir. No somos los únicos.
—¿Quién conducía?
—Yo —respondió el chico.
—¿El coche es tuyo?
—De mis padres.
—¿A qué hora llegasteis?
La muchacha sacó el móvil del bolsillo y tecleó varias veces con enorme soltura.
—A las cuatro y veinte.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque al llegar envié un mensaje a mis amigas para que no me esperaran y se fueran sin mí —respondió mostrándole el móvil.
Andrea lo corroboró y anotó los datos del mensaje en el cuaderno.
—A las cuatro y veinte, entonces. ¿Visteis a alguien al llegar? ¿Os cruzasteis con alguien en el camino?
Cada uno de ellos miraba en una dirección contraria, como si, al margen del acuerdo en sus declaraciones, hubieran discutido por algo, pero al oír la pregunta ambos se consultaron.
—Sí. Nos cruzamos con un coche.
—¿Dónde?
—Al principio de la pista, poco después de abandonar la carretera —respondió el muchacho.
—¿Qué tipo de coche?
—No lo sabemos —dijo ella.
—¿No visteis la marca, o el modelo? ¿La matrícula? ¿O el tipo de faros? ¿Algo que os llamara la atención?
Los dos comenzaron a hablar a la vez:
—Sí, hizo algo raro. Solo llevaba las luces de posición, pero cuando nos íbamos acercando puso de pronto las largas y nos deslumbró.
—Tuve que frenar y mirar para otro lado.
—¿Y luego?
—Luego, aquí arriba… No oímos nada, no vimos nada. Hacía frío para salir del coche. Ni siquiera vimos ese que está ahí —la chica señaló el automóvil de Mistralia. En efecto, era invisible desde la posición donde aparcaron—. Al amanecer, abrimos el techo descapotable… ¡y entonces lo descubrimos allí arriba! Nos encerramos en el coche, llamamos por teléfono para avisar y nos quedamos aquí esperando.
—¿Nada más?
—Nada más —dijo el muchacho.
—Es un suicidio, ¿verdad? —preguntó la chica.
—Aún no lo sabemos.
—¿Podemos irnos? —se impacientó el muchacho.
—Sí. No contéis a nadie nada de esto. Tal vez la juez quiera mantener el secreto de sumario. Y también por vuestra propia tranquilidad.
—¿Es que hay algún peligro? —preguntó la muchacha con un estremecimiento.
—No si no vais por ahí hablando más de la cuenta.
—Tenéis que estar localizables en todo momento. Necesitaremos hablar con vosotros de nuevo —dijo Andrea—. Y quiero que nos llaméis si recordáis algún otro detalle.
Se quedaron solos y Gallardo le resumió a Andrea las primeras conclusiones del forense.
—El corte en el rostro se debe a un golpe fuerte, que pudo dejarla inconsciente o aturdida.
—¿Quieres decir que no es un suicidio?
—Barroso cree que no. Asegura que ningún suicida desfigura su rostro.
Andrea pensó unos segundos.
—Eso implicaría que el coche con el que se cruzaron los chicos puso intencionadamente la luz larga para deslumbrarlos y que no vieran nada.
—Es probable.
—¿Y ellos? ¿No correrán peligro?
—No lo creo. Tampoco quien se cruzó con ellos podría haberlos identificado. Y no puede saber adónde iban. En cualquier caso, nos aseguraremos de que no se filtre ninguna información —concluyó.
Habían terminado los primeros trámites y Gallardo contuvo el deseo de abrazarla delante de todos, bajo la trampilla todavía abierta en la que, hasta unos minutos antes, colgaba el cadáver de una mujer sobre el fondo de las aspas de los otros aerogeneradores, que giraban enloquecidas a lo lejos. Ahora que ya había pasado el tiempo en que la deseaba en silencio y sin esperanza, ahora que había organizado su vida con ella y se había desprendido de la ansiedad, ahora que la paternidad lo había calmado, la presencia de Andrea a su lado lo protegía de las prisas y de las decisiones precipitadas que tantos errores provocaban. Solo permanecía un quebradizo temor al pensar en todos los años que le llevaba, ese miedo latente de los hombres casados con una mujer más joven a no estar a la altura de sus expectativas.
La juez salió del aerogenerador, seguida por los camilleros, que llevaban el cadáver envuelto en una tela de aluminio.
Aquella muerte lo cogía desprevenido. Suicidio o asesinato, no era una manera adecuada de morir, y menos aún para una mujer tan joven. No se había producido por la ley natural de la edad o la enfermedad y, a pesar de la opinión del forense, esperaba que finalmente no hubiera un tercero apretando un cable en torno a su cuello.
—Vámonos antes de que llegue la prensa. Se desbocan en cuanto huelen la sangre.
Seguía sin soportarlos, con un encono difícil de justificar después de tanto tiempo. Los periodistas eran cada vez más jóvenes, había cada vez menos asalariados fijos y más becarios, que estaban peor pagados y trabajaban con mayor desgana. Imaginaba que lo maldecirían por no haberlos avisado antes de descolgar el cadáver para que hubieran podido sacar sus teleobjetivos y poner a crepitar sus cámaras. Con el debate abierto sobre las subvenciones a las energías renovables, el cadáver de una mujer colgando en lo alto de un aerogenerador habría sido una excelente foto de portada…, siempre que fuera un asesinato, claro. Los asesinatos despertaban morbo social, provocaban un gran despliegue informativo y elevaban el número de lectores. Los suicidios ni se mencionaban.