10
El dedo índice dudó sobre el ratón, con el cursor sobre la solicitud de amistad que el detective acababa de enviarle, tal vez al levantarse a las once de la mañana del sábado, despeinado, resacoso y con la garganta aún humeante de tabaco, pero no se decidió a aceptar y abrió su perfil: no tenían amigos comunes y tampoco mostraba ninguna fotografía, ningún dato, ninguna información. Indecisa ante la pantalla, Senda encendió un cigarrillo y en ese momento sonó el teléfono.
—¿Qué tal, hermanita? ¿Cómo se presenta el finde en ese sitio?
Le contó cómo se había instalado y las circunstancias del trabajo y no pudo resistirse a hablarle de la solicitud de amistad del detective que tenía delante de ella.
—¿Qué tienes tú que ver con un detective privado? —respondió Manu, receloso—. ¿Qué compartís?
—Parece un buen tipo.
—Piénsatelo, no te precipites —dijo. Debía de haber advertido algo en su tono, porque añadió—: Tú eres una ingeniera con un brillante expediente académico, te va bien en tu profesión y lo tienes todo ahora que por fin te has quitado de encima a tu ex. Y un detective pertenece a otro mundo, en el que es fácil contaminarse con todas esas inmundicias que hay por ahí.
—¡Ya salió el hermanito superprotector! Yo sé cuidarme, Manu.
—Eres muy lista para estudiar, pero no tanto para otras cosas. Solo te digo que no seas ingenua.
—Hemos hablado dos veces. Una en Madrid, y otra aquí. Y en las dos ocasiones me ha dado muy buena impresión. Un compañero de la empresa dice de él que es un buen profesional, que ha resuelto todos los casos que le han encomendado.
—El niño prodigio de la ciudad, ¿no?
—Tú no lo conoces. No te gusta porque es detective.
—¡Pues claro que no me gusta! Un tipo con ese trabajo ya no puede tener confianza en el género humano, a base de rebuscar en la mierda, de mancharse de cal las orejas de tanto arrimarlas a las paredes y de presuponer siempre lo peor… y, más aún, al comprobar que lo peor suele cumplirse…
—Vale, vale, vale.
—No me gustaría que volvieras a equivocarte, Senda. En cuanto termines tu trabajo ahí, en Breda, seguramente no volváis a veros, del mismo modo que no os habíais visto antes. Aunque sin duda te será útil tenerlo cerca mientras se aclara la muerte de tu predecesora. Por cierto, ¿se sabe algo nuevo?
—No, y parece que se confirma que no fue un suicidio.
—Una muerte horrible —murmuró.
—Debo de ser mala, Manu —le dijo, esquivando las discrepancias anteriores—. Porque, ¿sabes lo primero que sentí cuando me dijeron que había muerto?
—¿Qué?
—Alegría. Debo de ser mala, porque me sentí aliviada al saber que se había hecho justicia.
Pero no se alegraba de la violencia. Le parecía demasiado atroz, aunque algo le decía que Esther estaba destinada a morir de aquella forma, bajo el odio de alguien transferido a un trozo de cable, como la metáfora de un cortocircuito.
Cuando terminaron de hablar, Senda volvió a colocar el cursor en la pestaña de aceptación, confusa por los sentimientos contradictorios que el detective le provocaba y que los comentarios de su hermano habían acrecentado. Estaba tan mellada su autoestima que desconfiaba de los hombres atractivos, y el detective lo era. A cualquier mujer le gustaría presentarse ante sus amigas con un hombre así del brazo. Si además hacía honor a su atípico nombre, debía de haber amado a muchas mujeres… Aunque, dudó, por lo que había visto en él su actitud no encajaba con esa suposición. En las dos ocasiones en que se habían encontrado no la había mirado enseguida a los pechos ni le había puesto el brazo sobre el hombro en actitud de propietario. Más bien se adivinaba en él al hombre que ama de un modo tranquilo, que no va corriendo con la lengua fuera y hocico de lobo detrás de las faldas juveniles que pasan a su lado y al poco tiempo de su caza se detiene agotado y aburrido, que solo se pone en movimiento cuando merece la pena y luego mantiene la carrera hasta agotar los frutos. «Tal vez me engañe», se dijo, «pero no parece el bribón a quien amas y luego te hace llorar». Alto, retraído, se notaba que estaba presente sin necesidad de alzar la voz ni de dar espectáculo, sin ir soltando chascarrillos ingeniosos ni zascandileando de acá para allá, con unos y con otros. Escuchaba primero y luego hablaba con un acento peculiar, con las chatas vocales de la zona, abiertas en los plurales huérfanos de las eses. Se movía con calma, con esa seguridad que debían de sentir quienes ven que la mayoría de los demás hombres son más bajos que ellos. Cuando la ayudó a descorrer el cerrojo de la puerta del aero 9 le llamaron la atención sus manos: no tenía manos de detective, comoquiera que fueran las manos de los detectives, ni de boxeador ni de soldado, sino de relojero: las palmas anchas, los dedos largos, limpios, firmes y precisos… Pulsó la tecla y aceptó sin saber si acertaba.
Dejó el ordenador encendido y se acercó a la ventana del apartamento que había alquilado. Daba a una plaza ajardinada entre edificios irregulares y de confusa arquitectura, con un parque infantil en el centro. A veces los parques infantiles le provocaban deseos de llorar y la tarde anterior había contenido las lágrimas mirando a madres y padres que paseaban los cochecitos de sus bebés o vigilaban a la bandada de niños que se habían posado en el arenero o que jugaban en las atracciones. Ahora, aunque ya era mediodía, continuaba el frío y estaba desierto. Solo una anciana con un perrito pelirrojo se levantó fatigosamente de un banco y se persignó antes de comenzar a caminar, como si temiera una caída. Era sábado y de nuevo se presentaba ante ella el vacío del fin de semana. Había dudado si ir a Madrid, pero al final se había quedado porque tampoco allí encontraría remedio a la soledad. Algunos domingos anteriores no había cruzado con nadie más palabras que las necesarias para comprar una baguette en una panadería. Adrián la había ido separando de sus viejos amigos, que habían dejado de llamarla, y él, con su simpatía y su don de gentes, pero también con su capacidad de convicción, porque siempre había tenido perfectamente entrenadas las glándulas del llanto, había conservado su contacto. En Madrid también estaba Manu, pero tenía a su familia y ella nunca se convertiría en un lastre o en alguien digno de lástima. Ya vendrían ellos a Breda cuando quisieran, para eso había alquilado un apartamento con dos habitaciones. Y tampoco la atraía subirse al coche para visitar alguna ciudad histórica de la zona.
Así que preveía un fin de semana vacío y amenazador, que esgrimía la soledad como un puño de acero contra el que no podía oponer más que las frágiles, insuficientes armas del teléfono y de las redes sociales, alguna película en el televisor o un paseo por las calles o los alrededores de Breda. ¡Si al menos tuviera esa capacidad de muchos hombres para mitigar el sufrimiento emocional con un duro ejercicio físico que la dejara exhausta y le facilitara el sueño por la noche! Desde su separación sufría episodios de insomnio y a menudo, en la madrugada, encendía la lámpara y leía durante dos o tres horas hasta que el sueño regresaba, o se levantaba para ir al ordenador o a ver la tele, tropezando con los muebles. Por la mañana, entonces, despertaba sin fuerzas y los días laborables se convertían en montañas que debía ascender, coronadas por las torres vigías del insomnio. A pesar del cansancio acumulado, al día siguiente se acostaba tarde con la esperanza de dormir, pero de nuevo, a las pocas horas, los recuerdos la despertaban aullando, con los colmillos afilados, con ganas de morder. Unas veces recordaba jirones de pesadillas que no lograba atrapar, en las que se imaginaba a sí misma con las pupilas enloquecidas, dando vueltas dentro de sus párpados como la bola en la ruleta, buscando una casilla negra donde descansar. Otras veces se repetía el mismo sueño: iba cruzando el océano en una barca de maderas podridas, unas veces soportando tormentas, otras en calma chicha, pero en cualquier caso sin avanzar demasiado mientras progresaba la pudrición de los tablones, que provocaría su hundimiento antes de alcanzar tierra firme… Pero nunca había mostrado aptitudes ni afición hacia ningún deporte, nunca había jugado al tenis ni al pádel ni se veía capaz de salir a correr y a resoplar por los parques. Lo único que hacía era fumar y beber, lo que aumentaba la excitación y ahondaba su vacío.
Se apartó de la ventana y, aunque no estaba segura de cumplirlo, organizó un plan para ese día: primero, un baño prolongado, envuelta en música y espuma; luego, tras un almuerzo que no engordara, se vestiría con ropa cómoda, vaciaría sus bolsillos de nostalgia y saldría a dar un paseo, aunque Breda no parecía un lugar adecuado para pasear: sus calles ni ofrecían interés para el flâneur urbano ni poseían el encanto rural de algunos pueblos. Al regreso, tomaría un café en algún local que le agradara y, por la noche, aunque no surgiera ningún milagro, resistiría la tentación de servirse el primer whisky. Buscaría en la tele alguna película con final feliz y la vería en el salón, hundida en uno de aquellos dos sillones inexplicables, de respaldo muy alto, más viejos que antiguos, que producían ese desajuste de quien no ha logrado desprenderse de los fatigados muebles familiares de una herencia y los reutiliza contra su voluntad de no servir a otro dueño que al difunto.
En la bañera, el agua, caliente casi en exceso, la cubría hasta los pechos, de piel más clara, que parecían flotar como nenúfares blancos con un pistilo rosado. Desde el ordenador, la Suite Iberia la envolvía con la deslumbrante intensidad de Albéniz. Todo era agradable y sin embargo no acababa de disfrutar con el bienestar. Al contrario, tenía una sensación de despilfarro, como si fuera inútil desplegar aquellos pequeños placeres solo para su uso personal.
Salió antes de que el agua comenzara a enfriarse, se secó y se miró en el espejo con prevención, como si temiera encontrar alguna nueva cicatriz. A pesar del cabello húmedo y limpio, de la piel fresca y resplandeciente tras el baño, veía la estampa de una mujer temerosa que no se observaba de frente, sino un poco de perfil, preparada para huir. Se veía fea, su piel había perdido suavidad y se habían hinchado los folículos del vello en los muslos. Con Adrián había vivido tan confiada en que nadie le haría daño que el golpe la había sorprendido sin defensas y ahora ya, recelosa, encogía los hombros y alzaba los brazos ante cualquier amago. Tenía amigas que, ante la embestida del dolor, habían hecho de su tragedia un espectáculo público y habían buscado el consuelo ajeno exhibiendo al aire su lamento acuoso, creyendo erróneamente que con cada confidencia se ganaban un aliado y revelando su intimidad a personas que simulaban sentir interés cuando en realidad únicamente sentían curiosidad. Pero a ella su obsesivo pudor le había impedido aquellos desahogos y, con el orgullo y la dignidad de la corza herida, se había retirado en silencio a lamerse las heridas en la oscuridad del fondo de la cueva, sin apenas asearse, sin limpiar la casa, que iba acumulando polvo, sin recoger los restos de comida de los platos, que se quedaban en el fregadero llenándose de moho. Solo a Manu le había contado la causa de la separación. A nadie más, porque desde que salía con Adrián había ido alejándose de sus antiguas amistades, de modo que tras el divorcio se había quedado aislada y, sola, se había ido metiendo silencio adentro. A veces, en las peores semanas, transida de sufrimiento, con la tristeza convertida en desesperación, había tenido la sensación de que ella sola soportaba todo el dolor del mundo. Lloraba por cualquier motivo y a cualquier hora, hasta que sentía que las lágrimas habían horadado un surco en sus mejillas. No encontraba más motivos para vivir que para morir y el suicidio se convirtió en una tentación semanal…
Se había quedado fría, envuelta en la toalla húmeda, mirándose alelada en el espejo, y un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Abrió el armario y buscó ropa cómoda y abrigada para el paseo. Si duraba mucho tiempo su estancia en Breda, se compraría unas chirucas y un bastón de senderismo. Aún no la había elegido cuando sonó el móvil. Con una inesperada satisfacción leyó en la pantalla el nombre del detective.
—Soy Ricardo Cupido. He pensado que tal vez te gustaría ir esta noche a escuchar el monólogo de Mauri.
—Vale —respondió.
Quedaron citados en el propio Ukelele y cuando colgó se sorprendió de haber aceptado antes de pensarlo.
El local formaba una ancha escuadra. La barra ocupaba el primer rectángulo y al fondo, a la izquierda, se abría un amplio espacio con mesas y con bancos de obra adosados a las paredes, cubiertos con cojines, en cuyo fondo se levantaba un pequeño escenario. Un foco cenital lanzaba un cono de luz blanca sobre un taburete, una guitarra eléctrica y un micrófono, en espera de la actuación.
Senda no vio al detective entre todos los clientes que, con vasos en las manos, charlaban y reían. Con su altura, sin duda lo habría descubierto enseguida, a menos que estuviera sentado. Avanzó unos pasos con cautela: siempre se sentía incómoda y vulnerable, con una aguda sensación de orfandad, cuando por algún azar se encontraba sola en lugares de ocio dónde se divertía mucha gente —un bar, un concierto, una discoteca— y alrededor no aparecía ningún rostro conocido.
Definitivamente, no había llegado. Miró su reloj, dudando qué hacer, y solo entonces advirtió que su inquietud le había hecho anticiparse cinco minutos. En los últimos meses, y de manera involuntaria, su afán por la puntualidad la había llevado con adelanto a varias citas. Su hermano Manu le replicó en una ocasión en que ella le reprochó con demasiada viveza que se hubiera retrasado: «Te estás obsesionando con la puntualidad, Senda. Con todo lo que te ha ocurrido crees que la vida se te ha escapado por delante, sin tú enterarte, y ahora intentas en vano alcanzarla y vas corriendo a todos los sitios, con la lengua fuera. Tranquilízate. Ya te has divorciado, ya has anulado la distancia que te sacaban los acontecimientos y te has puesto a su altura. Ahora ya puedes dirigirlos en lugar de ser arrastrada por ellos. Pero para eso no necesitas llegar siempre media hora antes a tus citas».
—Hola. —El detective estaba de pronto junto a ella—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—No, acabo de llegar.
Pidieron las consumiciones, sorprendentemente cargadas, y se sentaron en dos taburetes altos, en un velador junto a la pared, lejos de la primera fila, pero con una buena visión del escenario.
Unos potentes solos de guitarra eléctrica atrajeron de pronto la atención del público que llenaba el local en un ambiente festivo y bullicioso, del mismo modo en que en el circo el solo del tambor anunciaba la entrada del payaso o del equilibrista. Mauri apareció corriendo entre las mesas, chocando algunas manos que se extendían a su paso, y subió de un salto a la tarima. Se acercó al micrófono, ajustado a su altura, y miró alrededor como si estuviera asustado de verse allí arriba, pero con una expresión de miedo tan cómica que desencadenó las primeras risas. Cupido se dio cuenta de que los había localizado y de la fugaz expresión de alerta que cruzó por sus ojos al verlo junto a la nueva ingeniera.
—No parece el mismo —dijo Senda.
En efecto, subido en el escenario, vestido con una camiseta blanca sin dibujo y un pantalón vaquero de tiro bajo, con bolsillos de visera y estratégicamente roto, y con su brillante y espeso pelo recogido en una coleta, nada tenía en común con el técnico de mantenimiento que había visto en la subestación.
—Todos sabéis que yo no quiero hacer esto, os lo juro, no quiero torturaros con ocurrencias patéticas y chistes malos. Pero mi hermana insiste e insiste: «Que tú eres muy gracioso, Mauri, y los clientes del Ukelele merecen algo nuevo y alegre cada sábado. Te subes ahí arriba y cuentas cualquier cosa. Es cuestión de aguantar cinco minutos». Y cada sábado me dejo convencer, aunque no termino de fiarme. ¡Cinco minutos! Eso es lo mismo que me pide siempre mi chica, pero luego siempre se queja porque no aguanto más tiempo… —dijo, pero su simpatía y su tono de voz limpiaban de obscenidad sus palabras.
Estallaron las carcajadas, algunos aplausos y silbidos, una risa demorada de quien hasta entonces no había comprendido la ocurrencia y que de pronto renovaba la hilaridad de los demás. Cupido y Senda también rieron, contagiados por el buen humor creado por la noche del sábado, por la bebida, por el pub lleno de gente, por el ingenio de Mauri, que con su simpatía eludía el control del razonamiento y se ganaba a los asistentes.
—No imaginaba que tuviera tanta gracia —dijo Senda.
—Ese mismo chiste en boca de otra persona seguro que no funciona igual —asintió Cupido.
Provocó nuevas risas contando algo del partido de fútbol jugado esa noche en el que su equipo, una vez más, había perdido:
—Me equivoco más que un árbitro daltónico. —Detuvo con un gesto los aplausos y continuó—: Pero yo no he venido aquí esta noche para hablaros de deporte. He venido para hablaros de ciclismo.
Cupido sonrió y se dispuso a escuchar con atención.
—¡Porque no me digáis que es deporte lo que hacen algunos encima de una bicicleta! Sales un sábado por la mañana, a eso de las nueve, y seguro que ves alguna cuadrilla de tipos de entre cuarenta y cincuenta años reunidos en alguna de las gasolineras que hay a la salida de las ciudades. Y yo me pregunto: ¿por qué se reúnen en las gasolineras, si las bicicletas no llevan motor? Lo descubrí un día al entrar a pagar: estaban todos en la tienda atiborrando sus bolsillos de chocolatinas, galletas, frutos secos, bebidas energéticas… ¡¿Pero no dicen que corren para adelgazar?!
Una chica no lograba controlar sus carcajadas y bastaba con que Mauri le pidiera silencio para que aumentaran sus risas, que a su vez hacían reír a los demás.
—Iban todos con unos equipamientos estupendos —continuó al fin—, brillantes, llenos de colorines. Ellos dicen que es para que los conductores de los coches los vean mejor, pero yo sospecho que es por coquetería…, aunque, por el aspecto final…, no sé. ¿Vosotros habéis visto en la tele a los ciclistas profesionales, con esos cascos futuristas, como de extraterrestres, y con esas gafas de diseño y esas piernas afeitadas y esos cuerpos de atletas? ¿Creéis que a estos aficionados les sientan igual? ¡Qué va! ¡Las gafas, o se les resbalan de la nariz o no les dejan ver bien! ¡Y los cascos los hacen aún más cabezones! Bueno, no solo los cascos, porque bajo ellos llevan todo tipo de cintas, pañuelos, bragas, con la excusa de protegerse del frío o de enjugar el sudor. ¿El sudor… o la calvicie? Total, que parecía que iban a un pícnic más que a hacer deporte… Y como tenían pinta de pasárselo tan bien, un fin de semana de la pasada primavera me animé y decidí salir con ellos. Me vestí con la ropa deportiva que encontré por casa y le pedí prestada la bicicleta a mi chica. «¿Que tú vas a montar en bici?», me miró como si mirara a una tortuga pedaleando. «¡Sí!», contesté con brío. «Pero si yo te quiero como eres, de verdad, no es necesario que lo hagas», insistió tratando de disuadirme… El caso es que salí. —Hizo una pausa—. ¡Si vierais las bromas que se gastan! Creo que es porque al pedalear toda la sangre se les va a las piernas y no les llega al cerebro.
Mauri se separó del taburete, cogió el micro y se adelantó dos pasos en el escenario para imitar los movimientos, actuando con todo el cuerpo, no solo con el rostro y con las manos, lo que le daba una especial convicción a su monólogo.
—Por ejemplo, íbamos pasando por una calle y un peatón gritó: «¡Eh, que llevas esa rueda por el suelo!». E inmediatamente ya estábamos todos frenando para mirar las ruedas con cara de preocupación. Más tarde hicimos un descanso en el campo para atiborrarnos de galletas, miel, higos pasos y bebidas energéticas. Y al montarnos de nuevo, un gracioso advirtió: «¡Alguien se olvida aquí el casco!». Y todos, os lo juro, a tocarnos la cabeza como si no notáramos que lo llevábamos.
Mauri dominaba el tiempo del espectáculo, se detenía para tomar aliento mientras el guitarrista tocaba unos acordes agudos y prolongados que daban una tregua a las risas y unos segundos para renovar las consumiciones en la barra.
—Pero de todo —continuó—, lo que más me llama la atención es cuando los ciclistas celebran el DCD. ¡Día del Ciclista Desnudo! —silabeó. Hizo otra pausa, se inclinó hacia delante para mirarse la entrepierna y negó con la mano—. De verdad os lo digo: ese día que no cuenten conmigo.
Esperó a que remitieran las risas, que estallaban en cuanto terminaba un gag, con los asistentes seducidos por su humor, con los rostros risueños y expectantes dirigidos hacia el pequeño escenario, sin distraerse más que para dar un nuevo trago a la bebida o para susurrar un comentario o una confidencia al oído de la pareja, amparados por la euforia del ambiente.
—Ese día ves en la tele a cientos de tíos y tías en pelotas que invaden las calles montados en sus bicicletas para exigir seguridad, para denunciar que todos los demás días del año van desnudos frente a los automovilistas. El espectáculo es ¡impresionante! Es cierto que se ven figuras estupendas —onduló las manos en el aire— cuya visión provoca más de un accidente, pero otras…, ¡en fin! Yo tengo un amigo muy… dotado que no podría ir desnudo en bici porque se haría mucho mucho MUCHO MUCHO daño. A otros, en cambio, dan ganas de preguntarle: «¿Qué es ese microchip que llevas ahí?».
Hizo una pausa, comprobó por el volumen de las carcajadas que el gag había sido bien aceptado e insistió:
—Tal vez el pedaleo y el roce del sillín en unas zonas tan delicadas les estimule algo escondido, porque recuerdo que aquel día de primavera que salí con ellos a admirar el paisaje, los pájaros, las mariposas; la naturaleza, uno de ellos comentó: «Aparece el sol y enseguida brotan las flores». Y otro saltó enseguida: «Y los capullos». Un poco más adelante uno del grupo sufrió una avería… ¡en el trinquete! Yo no sé para qué sirve ¡el trinquete!, pero no me digáis que no suena raro. Y mientras arreglaban ¡el trinquete!, alguien preguntó: «¿Qué tal vas con el entrenamiento? ¿Has empezado a subir montes?». «¡Qué va! Solo estoy para subir montes de Venus», respondió otro.
Y ese fue el brusco final. Bajó de un salto del escenario mientras el guitarrista cerraba la actuación con unos duros acordes y la gente aplaudía y silbaba y descubría que sus copas estaban vacías.
—Hola, jefa.
Senda se sorprendió al ver de pronto a Mauri junto a ellos. Fuera del horario de trabajo, el apelativo le sonó afectuoso, desprendido de cualquier connotación jerárquica.
—Hola, Mauri. Has estado genial.
—Gracias. ¿Te ha gustado? —le preguntó a Cupido—. Me han dicho que eres ciclista.
—Sí. Nos has descrito muy bien.
—Espero que nadie se moleste con los chistes.
—¿Qué quieres decir?
—Me caéis bien los ciclistas. Cualquiera que haga esos esfuerzos me merece un gran respeto.
—¿Tú también montas?
—¿En bici? No. Demasiado lenta.
—¿En moto?
—Sí. Me gusta la velocidad.
Alguien lo llamó y se despidió de ellos para detenerse en un corro, rodeado de mujeres, emitiendo una reverberación erótica y mirando alrededor como una abeja reina en el ruidoso centro de un enjambre.
—No parece que la eche mucho de menos —dijo Cupido.
—En el monólogo ha hecho un par de chistes mencionando a su chica, pero su chica ha muerto, y de una forma terrible, y aunque él no esté muy afligido, no parecían muy apropiados cuando solo ha transcurrido una semana.
—Tal vez no lo esté —apuntó Cupido.
—O tal vez no considerara a Esther su chica —dijo Senda.
Hizo un gesto con la mano para cambiar de tema. No quería seguir hablando de la muerte de Esther, aunque temía que él insistiera, porque la obligación de un detective era investigar. Hacía mucho tiempo que no salía a tomar copas de noche, sola con un hombre, y a pesar de la inquietud de los primeros instantes, se sentía contagiada de bienestar. Las bebidas, el humor del monólogo y el ambiente bullicioso la relajaban.
Y dos horas después, con el tercer gin-tonic y el Ukelele ya sin aglomeración, el detective no había mencionado el tema ni su oficio. Tampoco había caído en ningún alarde de fanfarronería etílica ni había recurrido al relato de anécdotas espeluznantes, asuntos escabrosos o hazañas con las que deslumbrar a la chica forastera que aún no conoce a nadie en la ciudad y busca una voz en la que confiar. Y solo al despedirse, parados bajo el frío junto a la puerta de su casa, hasta donde la había acompañado, Senda le preguntó:
—¿Hay algo nuevo sobre la muerte?
—No.
Confió en que la penumbra de la calle le impidiera advertir su expresión preocupada. El alcohol aflojaba sus defensas y ahora de nuevo llegaba el momento de quedarse sola, en aquel apartamento amueblado con dudoso gusto. Ante la perspectiva de una noche larga, de paso lento, la inquietud volvía a acosarla. Contra su voluntad, se vio a sí misma como uno más de los clientes del detective, llenos de ansiedad al sentir una amenaza o necesitar una respuesta, cuando no histéricos, esperando sus palabras.
—¿Durará mucho todo esto? —le preguntó.
—No creo que mucho —respondió Cupido encogiendo los hombros, pero luego corrigió—: O sí. Estos… —en el último momento eludió la palabra «asesinatos»— asuntos, o se resuelven pronto…, o ya no se resuelven nunca. Pero en este caso no vuelven a tener consecuencias.
—Eso espero. Creí que no me afectaría, pero sí lo hace. —Las palabras le temblaron en alguna parte de su garganta que se resistía a hablar, y de nuevo confió en que el detective lo atribuyera al frío.
—¿Tienes miedo?
—¿Miedo a quien lo hizo? ¡No! —y estuvo a punto de añadir: «Miedo al recuerdo de Esther».
—¿No vas a enseñarme tu casa? —preguntó Cupido después de un silencio, como si hubiera alguna relación entre sus últimas palabras y el portal oscuro a sus espaldas.
—No quería decir que… Vale, sube.
La tarde anterior había hecho una compra grande y tenía whisky y ginebra, de modo que podría ahuyentar con una última copa la salmodia de autocompasión que comenzaba a rondarla. No, esa noche no iba a soltar ninguna queja. Además, un detective privado no era el interlocutor más apropiado para las confidencias.
En la cocina, mientras ella ponía hielo en dos vasos, Cupido abrió la botella con un giro de muñeca y dijo:
—Esther Duarte estaba embarazada.
—¡¿Embarazada?! —fue lo único que acertó a responder.
—De nueve semanas.
Fueron al salón y Senda bebió un largo trago del gin-tonic y notó el cosquilleo de las burbujas, las astillas de la ginebra pinchándole la lengua.
—Si estaba embarazada es que quería tener el niño —dijo.
—¿Por qué?
—Si hubiera ocurrido hace treinta años podría dudarse de la voluntariedad, pero hoy existen tantas formas de evitarlo, tan fáciles y tan al alcance de la mano, antes, durante y después, que si una mujer está embarazada de nueve semanas es porque quiere tener el niño. Otra cosa es que lo quiera también la otra parte.
El detective la escuchaba con una reconcentrada atención, como si solo ella en el mundo hubiera podido responder a esa pregunta, y Senda pensó que hacía tiempo que un hombre no la miraba así. Si preguntaba y escuchaba de ese modo, resultaba difícil negarse a responder, porque daba la seguridad de que nunca emplearía contra ti aquello que le confiaras.
—¿Tú crees que el embarazo está relacionado con su muerte?
—No lo sé —respondió Cupido—. Pero un embarazo me parece algo muy importante.
—Lo es.
Bebió un nuevo sorbo del gin-tonic y advirtió que había consumido la mitad con demasiada prisa, como siempre que estaba nerviosa. El detective tenía la cabeza agachada, abstraído en sus palabras anteriores. De repente un oleaje de deseo le golpeó las sienes y apenas pudo contener el impulso de tocarlo, de acariciar su rostro enjuto, bien afeitado, y de acurrucarse entre sus brazos en silencio, escuchando únicamente el gorgoteo del radiador y el ruido creciente del viento en los cristales. Para evitarlo, se levantó y fue hasta la ventana, porque ignoraba si él sentía los mismos deseos. Nunca había sabido cómo actuar en esas situaciones, nunca había desarrollado la habilidad de sugerir sin llevar la iniciativa, de lanzar la mirada y recogerla como se recoge el sedal que trae enganchado el pez en el anzuelo, de elegir el instante adecuado para apoyar la mano en un hombro, de elevar la voz o hablar en un susurro con palabras de doble sentido. Se sentía desconcertada, perdida en aquel apartamento de muebles abuelos, vulgares y desangelados que no consideraba su casa, de lámparas feas, con conos de plástico que encapuchaban las frías, ahorrativas bombillas del anterior inquilino. Viviría allí muchos meses, pero aún no sabía en qué cajón se guardaba cada utensilio de la cocina, ni recordaba tras qué puerta se escondía la tabla de la plancha, ni de qué número de vasos disponía para servir las bebidas.
—Hace una semana —dijo— no podía imaginar que pocos días después estaría tomando una copa a las tres de la madrugada con un detective privado, en un lugar que solo conocía por un proyecto eólico, sustituyendo a una compañera muerta.
—¿Y ahora te encuentras mal?
—No, ahora mismo no me encuentro mal.
Seguía de pie, con el hombro apoyado en el marco de la ventana, cuyo metal le transmitía a través de la blusa el frío de fuera y calmaba su ardor interno. Sin que se diera cuenta, su aliento había formado una mancha de vaho en el cristal y sintió la tentación infantil de escribir dentro una inicial con el dedo. Miró por encima las luces del parque frío y solitario y de la calle por donde solo pasaba de cuando en cuando un coche. Ese día los noticiarios habían anunciado que una columna de aire gélido se descolgaría desde la bóveda del Ártico, se colaría por un pasillo atlántico y barrería el oeste peninsular. Sin mirarlo, lo oyó acercarse junto a ella y enseguida notó el peso de su mano en la cintura. Se volvió hacia él y comenzaron a besarse. Al cerrar los ojos se sintió indefensa y mareada, pero al mismo tiempo con una aguda sensibilidad sensorial, acunada en la música rota de los besos. Se dejó arrastrar hasta el sofá y se abrazó contra él mientras su boca humedecía su cuello. De algún modo se había aflojado la presión de su ropa y la blusa abierta entregaba sus pechos como para un banquete, expuesta a la rapiña. Sintió los suaves, dobles mordiscos, y acarició la cabeza que se movía en su pecho, firme y sin prisas, sin subrayar el deseo.
—Ven —dijo poco después.
En el dormitorio encendió una pequeña lámpara que emitía una luz con una cálida tonalidad de vela antigua.
A pesar de la excitación, no logró correrse, el placer se había quedado por los alrededores del corazón. En el último momento le pudo la tensión, pero empujó al detective hasta el final y le gustó mucho el modo como, al terminar, se demoró dentro de ella, descansando mientras sus corazones dejaban poco a poco de temblar.
Lo vio levantarse y caminar desnudo hacia el cuarto de baño, la figura alta y atlética bien conservada por el deporte, el delta de los omóplatos que ensanchaba la espalda, las marcas del bronceado en las zonas de la piel que no cubrían el maillot ni el culote, la revelación de que somos también lo que ocultamos. Al cerrar la puerta, las bisagras emitieron un quejido al que no se acostumbraba, y desde la cama oyó el ruido del agua al lavarse y el borborigmo de la cisterna. Luego reapareció y se tumbó junto a ella con un estremecimiento de todo el somier. Cedió al deseo de apoyar la cabeza en su hombro y, al abrazarlo, su muslo aplastó suavemente su pene y notó en la piel un resto de humedad del semen aún tierno.
—¿Sueles acostarte con tus clientes? —le preguntó.
—No —el detective sonrió—. Pero tú no eres mi cliente. Es Mistralia quien nos ha contratado a los dos.
—Entonces, ¿qué soy?
—Una mujer que me gusta mucho —dijo besándola—. Y que tiene algo de miedo.
—Bueno, aunque no sea tu cliente, estás aquí para protegerme, ¿no? —bromeó sin entrar en las causas de su temor.
—Si fuera necesario. Sin conocerte, un amigo me dijo que tenías que ser una mujer valiente para aceptar venir a un lugar desconocido a sustituir a alguien muerto en esas circunstancias.
—Nunca me habían considerado una mujer valiente.
Lo miró preguntándose cuántas cosas más le diría que nunca le habían dicho, cuánto aportaría a su vida si continuaba lo que había comenzado esa noche: cuántas delicias, cuántas penas, cuántas sombras y luces, cuánto amor. Por lo que conocía de los hombres, los había que se quedaban vacíos en la primera cita y ya no tenían mucho más que añadir; pero también había quienes guardaban dentro reservas que no parecían agotarse y que renovaban continuamente y a cada encuentro llegaban con rosas tempranas que ofrecer. ¿De qué tipo era el detective? ¿Un listillo averígualotodo con un repertorio limitado de anécdotas y recursos con los que despertar una curiosidad efímera, por lo inusual de su profesión, o uno de esos hombres que, como los grandes museos, esconden en sus sótanos muchos más fondos que los que cuelgan en sus paredes, más pinturas y grabados, más estatuas de diosas desnudas, pero también algunas vasijas funerarias? ¿Cómo era Ricardo Cupido? No se lo había parecido durante toda la noche, pero aunque a la postre resultara un seductor algo canalla, a quien se critica de día, pero con quien se sueña por las noches, ahora mismo se encontraba bien con él, con la cabeza apoyada entre su hombro y su corazón, del que le llegaba el latido profundo y regular. Y a ella, ¿cómo la verían los hombres? Tenía treinta y cuatro años y si no se excedía con la comida ni la bebida, si controlaba la ansiedad que la empujaba al chocolate y al whisky, si se cuidaba practicando algún deporte y si la enfermedad no la embestía, aún le quedaban veinticinco, veinte años placenteros que no quería vivir sola.
Alzó la mirada. Él la estaba observando con interés. A pesar de la hora, no había levantado una trinchera con la almohada ni parecía que estuviera deseando dormirse y que solo hacía una concesión al escucharla. Lo oyó responder a algo que ella había comentado sobre la cobardía y el valor:
—Al contrario, me gusta la gente que reconoce sus miedos.
Y como si los besos les hicieran ser valientes, volvieron a besarse, a enhebrar sus bocas con hilos de saliva. Lo notó crecer bajo su muslo y luego, al removerse, le llegó de entre las sábanas revueltas el aroma oscuro y primordial, el eco bacteriano del sexo. Se dejó hacer, estremecida, cuando los dedos sortearon los nudos de su pubis. Tumbada bajo él, le acarició las nalgas y lo atrajo hacia sí. Notó cómo entraba en ella e insistía. Luego fue como si de pronto abrieran una presa y el agua inundara a gran velocidad la tupida red de canales de su cuerpo mientras le llegaban los estremecimientos del detective uno tras otro, todos de golpe, hasta que todo quedó en paz entre ellos dos, todo en calma.