8

Aunque Cupido la había conocido en Madrid, solo cuando la vio a un lado de la pista que ascendía hacia Sierra Ufana se dio cuenta de lo apropiado de su nombre: su aspecto aquella mañana sugería cierta ondulación atlética, una armonía con el camino donde lo esperaba. La falda, la chaqueta y los zapatos de tacón que llevaba en la sede de Mistralia habían dado paso a unos vaqueros, una cazadora y unos camper mitad urbanos mitad deportivos, adecuados para el trabajo de campo.

El día anterior la había llamado por teléfono para pedirle información sobre el trabajo de su antecesora y Senda se había ofrecido a enseñarle el parque eólico. Ahora lo esperaba apoyada en el coche, un pequeño 4×4 con el logo del molinete y el nombre de la empresa pintado en color verde en la carrocería.

—¿Vamos en mi coche? —propuso Cupido.

—No. Este es más alto y ya está lo suficientemente sucio de polvo. El camino hasta arriba no es bueno.

Mientras ella conducía con soltura, evitando los baches, Cupido observó la velocidad con que giraban las aspas de los aerogeneradores en lo alto de la sierra.

—Excepto a los surfistas y a quienes invierten en energía eólica, a nadie le gusta el viento —dijo Senda, como si temiera abordar enseguida la muerte de Esther Duarte—. A los agricultores, porque les seca la tierra, tira al suelo los frutos y dificulta las labores; a los conductores, porque los incomoda en los viajes; a los hosteleros, porque retiene a los turistas en sus casas…

—Tampoco a los ciclistas —dijo Cupido—. Los empuja a las cunetas.

Sorprendida por su comentario, Senda lo observó como si evaluara sus dotes deportivas.

—¿Y a ti te gusta? —añadió Cupido.

—A mí me gusta la forma como estamos aprendiendo a aprovecharlo.

—¿En los molinos?

—Sí. Me parece el modo más limpio y sencillo de obtener energía: el viento mueve unas aspas que, a su vez, hacen funcionar unas turbinas que en lugar de moler trigo o extraer aceite, como en los tiempos de Don Quijote, generan una energía que no puede ser convertida en armamento ni aprovechada para fines militares… Hemos llenado el mundo de tantas máquinas que ya no podemos funcionar únicamente con combustibles fósiles, porque las reservas terminarán agotándose más pronto que tarde… ¿Te aburro?

—Al contrario.

—Incluso me gusta —continuó— que el viento no sea siempre previsible, que sea difícil de sujetar, unas veces tan dócil y otras tan insensato… Me gusta su rebeldía y su independencia, que no tenga horarios de día ni de noche, ni jornadas de trabajo o de descanso.

—Entonces, ¿siempre hay gente ahí arriba? —preguntó Cupido, y se dio cuenta de que ya estaba pensando en la investigación.

—No. Aunque con cierta flexibilidad, tenemos los mismos horarios que la mayoría de la gente: de ocho de la mañana a cuatro y media de la tarde, con media hora de descanso para la comida. A las cinco aquí no queda nadie, a menos que se produzca una avería o una incidencia.

—¿Quiénes trabajan a diario?

—Una vez que un parque entra en funcionamiento, basta con un encargado y uno o dos técnicos de mantenimiento, al margen, claro, de tareas coyunturales. Ahora, la responsable soy yo, porque al mismo tiempo estamos intentando poner en marcha la segunda fase, como te explicó Álvaro. También tenemos una administrativa en la oficina de Breda, hasta que se construya la ampliación. Si es necesario, cuento con ayuda externa de técnicos para completar estudios y mediciones.

—¿Es lo mismo que hacía Esther Duarte?

—Sí.

—Con libre acceso a los molinos eólicos.

—Nosotros los llamamos aerogeneradores —precisó—. Sí, claro, Esther tenía acceso a cualquier lugar.

—Necesitaré hablar con los empleados.

Senda lo miró con seriedad, porque su comentario le recordaba el motivo por el que estaba allí. Habían dejado atrás la subestación, donde la energía producida se incorporaba a la red general y siguió conduciendo hacia los aerogeneradores.

—¿Te afecta el vértigo?

—No.

—Voy a llevarte al aero nueve.

Cupido tardó un segundo en comprender la abreviatura.

—De acuerdo.

—Hasta ayer estaba precintado, pero ya nos permiten el paso. Aún no lo hemos puesto en marcha. Si estuviera funcionando no te dejaría subir.

—¿Por qué?

—Incluso en posición de bandera, arriba hay siempre una oscilación muy molesta. Así que imagínate con las aspas en movimiento. La primera vez que subí con la maquinaria funcionando tuve que usar el casco a modo de… —hizo un gesto de vomitar.

Unos minutos después Senda detuvo el coche en un ensanchamiento y señaló sin ocultar el recelo:

—El aero nueve.

Caminaron hasta allí y Cupido miró hacia lo alto. Algunas aves se columpiaban en las corrientes de aire provocadas por las aspas detenidas, de un color blanco mate, crudo. En la base de la góndola se distinguía una trampilla y, antes de que preguntara, Senda se anticipó:

—Esa es la trampilla donde… Nadie de la empresa ha vuelto allí arriba desde entonces —dijo subiendo las escaleras metálicas exteriores. Entre un manojo de llaves eligió una e intentó abrir la barra de acero que protegía la puerta. Estaba encajada y Cupido la ayudó a desbloquearla—. Así que no quiero subir sola. Aunque está prohibido el acceso a toda persona ajena, me sentiré mejor si me acompañas.

Dentro imperaba un olor a aceite de maquinaria y a ozono, que Cupido asoció al recuerdo de tormentas con mucho aparato eléctrico. En el círculo de unos cinco metros de diámetro de la torre de acero cabían un panel de control, que mostraba números y gráficos, un estrecho ascensor para dos personas y una escalera vertical que se colaba hacia lo alto por el hueco de una primera plataforma que, a unos veinte metros, interrumpía la visión. Una línea de vida colgaba junto a la escalera y, al oscilar, golpeaba suavemente contra los peldaños como si avisara de un peligro o una amenaza. Senda tecleó algo en el panel y en un cuaderno anotó unas cifras, con esa concentración autista que Cupido siempre había admirado en personas apasionadas por su trabajo, en cuyo desempeño se aislaban del resto del mundo.

Mientras subían en el ascensor, Senda respondió a sus preguntas con datos claros y concisos: los G80 alcanzaban sesenta y siete metros de altura y ochenta metros en el diámetro de las palas. En el parque habían instalado veinte, y cada uno de ellos generaba dos megavatios. Gracias al sostenido régimen de vientos que peinaban Sierra Ufana, su alto rendimiento había sorprendido a los propios técnicos de Mistralia. Por eso el King había decidido apostar fuerte y ampliar el parque con treinta prototipos de tres megas, de nueva generación y última tecnología, hasta alcanzar los ciento treinta megavatios. Las plantas eólicas no solían sobrepasar los cincuenta para no desequilibrar una red general muy inestable, y aquella innovación suponía un test sobre el que convergían muchas miradas y muchos intereses.

—Y cuando el King se empeña en algo, es muy difícil que no lo consiga —concluyó Senda.

Cupido pensó en los rutilantes futbolistas que había fichado para su equipo, aunque los rendimientos deportivos no siempre habían ido en consonancia.

Al salir del ascensor y pisar el suelo de la góndola le llegó la vibración de la estructura a través de las suelas de los zapatos. Y enseguida notó el balanceo: las rachas de viento empujaban la torre, que luego recuperaba su posición con un incómodo vaivén. Cuando se sintió estabilizado pudo escuchar el murmullo del viento en las aspas y, como si estuviera en el vientre de una ballena, un tenue y poderoso borborigmo en las entrañas de la maquinaria, entre tuberías, manojos de cables, cuadros eléctricos y controladores electrónicos, todo impregnado de un aire espeso, acerado, rasposo, que atribuyó a la concentración de energía.

Cupido señaló unas planchas y unos barrotes en el suelo:

—¿Esa es la trampilla?

—Sí.

Senda se agachó a manipular algo y, al levantar las planchas, también se levantó una barandilla articulada que servía de pretil. Un puño de aire les golpeó el rostro. El suelo quedaba muy lejano y por el hueco se apreciaba toda la altura a la que estaban. Cupido se sintió pequeño ante la grandeza de la fábrica.

En silencio, imaginó el cuerpo de Esther Duarte oscilando en el vacío, colgando de un cable. También imaginó su terror los momentos anteriores, si es que estaba consciente y comprendía lo que iba a ocurrir, sola con su asesino en medio de la noche, sin nadie que la ayudara, tal vez gritando mientras le anudaban el cable en torno al cuello. Descartado el suicidio, cabía la posibilidad de que hubiera muerto por algo relacionado con lo que Senda le estaba mostrando en esos momentos, por algún motivo profesional, por rivalidades o celos dentro de la empresa, por intereses económicos en el negocio de las energías renovables, donde el dinero había corrido a paletadas en los últimos años y donde habían ido recalando quienes se habían hecho millonarios con el ladrillo unos años antes de que estallara la burbuja inmobiliaria para darse un nuevo festín. ¿O había muerto por la pasión, por el amor y sus furias, por la lealtad o la traición y los sentimientos que originaban? ¿O para impedir que se descubriera la mezquindad moral, la maldad ponzoñosa, la locura? ¿O había, tal vez, alguna otra circunstancia de la que nada imaginaba, como el robo de cables de cobre que esa misma noche se había producido en el aerogenerador 20, algún otro azar terminado en tragedia?

Los rostros que aún no podía evocar con los ojos cerrados —los del King, García-Lage, Maca, Vidal y Sonia, los mellizos Méndez, Senda, el aún desconocido técnico de mantenimiento y la desconocida administrativa, el padrastro de Esther Duarte y el propio rostro de la víctima— se le habrían grabado de forma indeleble en su memoria diez, quince días más tarde. Aquello era su oficio: reconstruir con unos hilos dispares y rotos, de diferentes resistencia y longitud, de distintos calibre y color, la estampa del tapiz que la muerte había deshilachado.

—¿Por qué no funcionaba este aerogenerador aquella noche? —le preguntó.

—La multiplicadora —Senda señaló una caja metálica de color azul— se había calentado mucho y eso obliga a detener toda la maquinaria. Pero hasta que no se enfriara el aceite no se podría estudiar la causa.

—¿Y Esther Duarte podría haber subido a averiguarlo a esas horas? —se extrañó.

—¿A las tantas de la madrugada? No, no creo. Esa tarde había rellenado un parte para que fuera revisada cuanto antes. Ganamos un plus cuanto más vatios producimos —explicó—. Los encargados a veces tenemos que presionar a los de mantenimiento para que espabilen con el arreglo de una avería. Los técnicos no siempre son tan diligentes como nos gustaría y se quedan esperando a ver si los problemas se resuelven solos. Por eso un parque necesita un gestor que lo controle. Cada día que un aero está sin producir se pierde dinero… Nos preocupa la rapidez, pero no tanto como para trabajar de madrugada.

—¿Y se te ocurre alguna otra razón para que subiera?

—Una razón técnica…, no. Casi todas las funciones se pueden controlar desde abajo, desde la subestación.

—Tal vez la obligaron —murmuró.

—Tal vez —repitió Senda de un modo esquivo, como si no quisiera hablar de aquello.

Bajaron en el ascensor y, ya fuera, Cupido le pidió que vieran el aero 20, el más apartado, donde se había producido el robo de cables.

—¿Cómo fue? —le preguntó Cupido cuando llegaron hasta allí.

—Forzaron la puerta de la torre. Quienes lo hicieron sabían de electricidad y no se arriesgaron a una descarga. Arrancaron el cable de tierra.

—¿Para las tormentas?

—Sí. Las aspas atraen los rayos, sobre todo si están en movimiento. Fue lo único que se llevaron.

—¿Se arriesgaron para tan poco?

—Antes de entrar no sabían lo que podían encontrar.

Montaron en el coche, pero Senda no se dirigió hacia Breda. Tomó un desvío de la pista y avanzaron hasta llegar a la cumbre, desde donde se veían la vaguada central y la cadena de cerros desgreñados que formaban Sierra Ufana.

—Supongo que te interesa ver esto. Desde aquí arriba uno se puede hacer una clara composición de lo que hay en juego con esas tierras que tantos disgustos parece que le dieron a Esther. Mira.

Extendió sobre el capó del coche un mapa topográfico en escala 1:50000 en el que estaban señalados con una x los emplazamientos previstos para los nuevos aerogeneradores y, a partir del mapa, le fue señalando las tierras.

—¿Ves aquella parte alta? Pertenece casi toda a los Méndez, aunque también hay otros propietarios. Mistralia está dispuesta a pagar espléndidamente por ella. Pero esa vaguada que se hunde en el centro encauza los mejores vientos y resulta imprescindible para la ampliación del parque. Pertenece a Sonia Peregrino y a su pareja. Y ellos se niegan a vender, lo cual afecta muchos intereses.

Dentro de la finca se distinguían una caseta, una alberca, un pequeño huerto cultivado, algunos árboles frutales y unas manchas que debían de ser los almendros talados. De aquella dirección provenía la brisa que en aquel momento doblegaba los tallos de las hierbas, silueteaba las perneras de los pantalones contra sus piernas y agitaba la media melena de color castaño de Senda, que se retiraba los mechones con dos dedos y los encajaba detrás de las orejas.

Montaron en el coche de regreso y Cupido pensó en el oficio de Senda y en su propio oficio y dijo:

—Parece que te gusta mucho lo que haces.

—Sí. Me gusta mi trabajo. Todavía me acuerdo del día en que descubrí lo que quería ser, tenía diecisiete años. Se acercaba el examen de selectividad y por casualidad vi un reportaje en internet sobre la energía solar. Fue como una revelación y cuatro meses después empecé a estudiar Ingeniería. ¡Y aquí estoy, en un trabajo acorde con los tiempos: la producción de energía de una fuente primaria y muy limpia!

—Aquí también hay intermediarios —objetó Cupido.

—¡Son inevitables! —reconoció—. Están incrustados entre cada aerogenerador y la bombilla que se enciende en una casa a mil kilómetros y se llevan la mayor plusvalía con el mínimo esfuerzo.

—Pero tú estás en el primer peldaño de la cadena.

—Sí. Son otros los que se encargan de las ventas, de las subvenciones, de esas cosas.

Al regresar se detuvieron en la subestación, en cuya fachada se veían las placas de una compañía de seguridad mediante un sistema de alarmas. Cupido había esperado paneles y pantallas con barras y diagramas y muchas luces parpadeantes, pero en la oficina todo era de una simplicidad extrema: el ordenador ante el que se sentó la ingeniera desplegaba una base de datos con toda la información puntual sobre la velocidad y dirección del viento, el funcionamiento y la producción de cada aerogenerador.

—Buenos días.

Precedido por el castañeteo del manojo de llaves que traía en las manos, en la puerta había aparecido un hombre joven, vestido con un mono con el color verde lima de Mistralia y el anagrama y el nombre de la empresa grabados en un bolsillo.

—El técnico de mantenimiento, Mauri Ruiz —lo presentó Senda—. Ricardo Cupido.

Mauri lo saludó con esa sonrisa resplandeciente de dientes de quien está convencido de gustar. Estrechó con firmeza su mano y se quedó junto a él, no era de la clase de gente que retrocedía un paso después del saludo. Era de mediana estatura, fuerte, de huesos robustos, con un pelo abundante y de grueso calibre que parecía que no se caería nunca, que llevaba un poco más largo de lo conveniente para no estorbar bajo el casco de seguridad que dejó sobre la mesa. Los ojos, de color azul oscuro, redondos y vivaces como los ojos de los animales nocturnos, la constitución fuerte y musculosa y el porte elegante —incluso con el mono de trabajo de Mistralia parecía ir vestido para una fiesta— hacían que fuera fácil imaginarlo rodeado de mujeres. ¿Por aquel hombre joven lleno de aplomo y de simpatía había perdido la cabeza la ingeniera Esther Duarte? ¿Qué pensaría ahora si pudiera verlo tan sonriente, aparentemente ajeno al duelo por su muerte, a pesar de la cercanía del escenario y de los pocos días transcurridos?

Hasta ese momento Cupido no se había fijado en un panel de corcho de la pared. Junto a notas, avisos, números de teléfono había un cartel en el que se veía el rostro de Mauri como protagonista de un monólogo en el pub Ukelele.

Mauri advirtió la mirada del detective.

—Actúo los sábados por la noche.

—¿Un espectáculo de humor?

—Algo parecido —dijo. Su sonrisa perdió brillo cuando propuso—: Imagino que querrás hablar conmigo.

—Sí.

—¿Podemos salir?

El detective lo siguió al exterior. Los nerviosos vientos otoñales movían sobre sus cabezas las aspas de los molinos y la subestación recogía la energía producida con un perceptible siseo de satisfacción.

—Senda nos ha dicho que Mistralia te ha contratado para investigar la muerte de Esther.

—En efecto.

—¿Y has subido hasta aquí para ver el escenario?

—Siempre ayuda.

—El detective siempre vuelve al lugar del crimen, ¿eh? —bromeó.

«Es rápido, listo, ingenioso», pensó Cupido.

—Sí.

—Espero que no me preguntes dónde estuve aquella noche.

—Dímelo tú sin necesidad de preguntar.

—Estuve en el pub. Es de mi hermana y trabajo allí todos los sábados, ya has visto el cartel. Hago una sesión de monólogos.

—¿A qué hora?

—De doce a doce y media, más o menos. No tengo un horario exacto, porque depende del público, de cómo reaccionen, de cómo esté yo, más o menos inspirado. Pero no dura más de media hora. Hay que ser muy bueno para que la gente aguante más tiempo.

—¿Y tú lo eres?

Mauri sonrió.

—No, no tanto. Tengo algunas virtudes, pero no tanto.

—Por ahí dicen que eres un buen humorista.

—¿Eso dicen? —miró, atento y concentrado, hacia los molinos que giraban con su vigoroso, imparable batir. Luego confesó en voz baja, confidencial—: Hay veces en que no me hago gracia ni a mí mismo.

—¿Y el sábado pasado?

—El sábado el monólogo se alargó un poco más, pero antes de la una ya había terminado.

—¿Ella fue a verte?

—Sí. Iba todos los sábados… Bueno, cuando se quedaba en Breda, porque algunos fines de semana se marchaba a Madrid.

—Pero esa noche no se quedó contigo demasiado tiempo.

Por primera vez en aquella investigación estaba acercándose a la víctima. Hasta entonces sus pasos habían sido un revoloteo alrededor, una recogida administrativa de información sobre la ingeniera y su trabajo, una trayectoria de saltamontes sobre los rastrojos que deja la muerte. Pero en ese momento sintió cercana a Esther Duarte, percibió su sombra, su huella, la oquedad que había dejado al desaparecer. Cierto que aún era solo un fantasma, pero un fantasma ya era algo más que un expediente y un currículum en los folios timbrados con el logo de Mistralia que Álvaro le había dado en Madrid. Cupido notó que le tocaba el hombro e imaginó que llegaba de su boca un aliento de cenizas y rosas carbonizadas. El hombre joven que tenía ante él había sido su amante, la había besado, acariciado, quizá la había amado, y ella le había correspondido. Otra vez estaba tocando el misterio de ser hombre, algo más profundo que un diagrama de horas y lugares en cuyas casillas colocar a los sospechosos hasta descubrir quién mentía. La vieja y prestigiosa pareja observación-deducción, aunque necesaria, siempre le resultaba insuficiente para sacar conclusiones. Por otra parte, en alguna ocasión le habría gustado disponer de una mayor capacidad para la acción y para presionar sin escrúpulos con tal de conseguir información, pero a su pesar siempre terminaba reconociéndose en un verso de no recordaba qué poeta mexicano: «Qué suerte tuve: no aprendí a morder». El deseo de conocer la verdad le resultaba al mismo tiempo apasionante y deprimente. Apasionante porque lo obligaba a dar lo mejor de sí y, al absorber todas sus energías, le hacía olvidar sus propios desasosiegos. Pero también deprimente, porque de nuevo lo empujaba a indagar en el dolor y en el odio ajenos. Al hundirse en ellos, con frecuencia se sentía cansado de ser Ricardo Cupido, detective. Y entonces imaginaba una vida pacífica y anodina, un acontecer rutinario, retirado de la mirada pública y de la indagación privada.

—No, no se quedó demasiado tiempo. Tomamos una copa… y discutimos.

—¿Por algo relativo a Mistralia?

—Sí. Esther me había prometido que me buscaría otra tarea dentro de la empresa.

—¿Un ascenso?

Con un índice demasiado fino y blanco para ser el de un mecánico, Mauri se señaló la palabra MANTENIMIENTO grabada en el bolsillo del mono.

—Sé hacer cosas más útiles que apretar tuercas. No estudié tres años de ITI para pasarme toda la vida trabajando como peón. Además, yo no se lo pedí, pedir no va con mi carácter. Fue Esther quien me lo ofreció.

—¿Y no cumplió lo prometido?

—No quería hablar del tema. Decía que no era un buen momento, que convenía esperar a que saliera adelante la ampliación… ¡Pero precisamente ahora es el momento adecuado! Yo podía ayudarla en las gestiones y en las compras de esas tierras, sé cómo hay que negociar con la gente de aquí. Esa noche le reproché que hubiera dejado que me hiciera ilusiones para luego echarlas por tierra.

—¿Qué respondió ella?

—Se largó. Dejó la bebida en la barra a medio consumir y se largó. Esther tenía un carácter fuerte.

—¿Qué hora era?

—La una y cuarto…, no sé…, la una y media.

—¿Te dijo adónde iba? ¿Llamó o la llamó alguien?

Mauri pensó unos instantes. Sin embargo, a Cupido le daba la impresión de que respondía espontáneamente, de que no iba midiendo cada una de sus palabras.

—Sí, recibió una llamada. Me extrañó que alguien la llamara tan tarde, pero se apartó para hablar. Al volver me dijo que era un recado familiar.

—Cuando se marchó, ¿tú qué hiciste?

—¡Nada! Terminé la copa y me fui a dormir. Vivo encima del pub, en la planta alta de la casa que heredamos mi hermana y yo. Estuve un rato perdiendo el tiempo en internet y luego me acosté. Nadie me vio ni vi a nadie, si es eso lo que quieres saber. Sí, ya sé que tienes que preguntármelo: —dijo, aunque el detective no había hecho ningún gesto. Hablaba ya de un modo acelerado, entrenado en su oficio de monologuista, presto a las respuestas agudas y categóricas—. A mí su muerte me ha perjudicado. Ahora ya sé que durante mucho tiempo llevaré este mono y manejaré estas llaves —castañeteó de nuevo el manojo—… si es que no me despiden cualquier día.

Cupido aún debía preguntarle cómo era Esther Duarte, qué pensaba, con quién era probable que congeniara y de quién era fácil que se hiciera enemiga, pero no era el momento apropiado. Senda acababa de asomarse a la puerta de la subestación y había vuelto dentro al comprobar que seguían hablando, y ya Mauri había pisado el cigarrillo y parecía impaciente por marcharse. Sin embargo, no tuvo dificultad para imaginarla junto a aquel hombre más joven que ella, aunque ignoraba si atraída por él o atrayéndolo ella, si se había limitado a esperar o si había aplicado el arte militar de la conquista para pedir con decisión y sin escrúpulos, sin miedo a ser rechazada, lo que Mauri no iba a ofrecerle por iniciativa propia. Pocas veces había sabido atribuir esos papeles y, cuando lo había intentado, en más de una ocasión se había equivocado. El amor le seguía resultando la más compleja de todas las pasiones.

Volvieron al interior y Mauri señaló el cartel y preguntó:

—¿Irás a verme mañana?

—Tal vez. Sí.

—Hasta entonces.

Senda y Cupido montaron en el coche de regreso hacia Breda. Con los aerogeneradores a sus espaldas, el paisaje resultaba tan distinto que parecía que no habían pasado por allí unas horas antes. Al frente se veía Breda y, al norte, las verdaderas sierras, el Yunque y el Volcán con su callado orgullo frente a la vanidad de Sierra Ufana.

—¿Tú la conocías? —le preguntó Cupido.

—Poco —respondió, y enseguida añadió—: ¿Te ha servido de algo la visita?

—Sí. Según Mauri, el detective siempre vuelve al lugar del crimen —recordó.

Senda sonrió, pero algo debió de filtrarse entre el humor, porque preguntó de repente:

—¿Tú crees que hay peligro? —y antes de que Cupido respondiera, añadió—: A veces pienso que si ella murió por algo relacionado con la empresa yo también corro un riesgo.

—No creo que pueda repetirse —la tranquilizó—. En cualquier caso, llámame si me necesitas.

—Te llamaré, gracias.

Antes de desembocar en la carretera, la pista hacía una peligrosa curva de herradura a la derecha, en bajada. Al reducir la velocidad del coche, Senda se inclinó hacia el mismo lado para contrarrestar la tensión centrífuga.

En aquellos segundos, inclinada muy cerca de él, despidiendo un suave perfume, la observó en silencio. Su rostro, más expresivo que hermoso, tenía una extraña belleza, de la que habían saltado algunas esquirlas: en las comisuras de sus labios quedaban huellas de heridas, como cicatrices de anzuelos, y en su mirada había un gesto huidizo, como si temiera mostrarse demasiado tiempo. Tal vez ya no volvería a tener en sus ojos el brillo entusiasta de los primeros trampolines infantiles, pero seguían siendo muy bellos, con el iris verdoso espolvoreado por diminutas gotas de oro, entre pequeñas arrugas que testificaban que también hubo un tiempo en el que había reído a fondo.

Sin darse cuenta, abstraído con esos pensamientos, Cupido advirtió que ya habían llegado a Breda.

—Tengo que pasar por la oficina. Si quieres, me acompañas y así conoces a Miriam, la administrativa —le propuso.

—De acuerdo.

El logo de Mistralia también lucía sobre la puerta de la pequeña oficina que la empresa había abierto en Breda de forma temporal para gestionar desde allí cualquier trámite. Dentro todo era limpio, brillante, funcional, moderno: un lugar adecuado para hacer negocios. Sin embargo, en los paneles y en los muebles había algo provisional que sugería que podrían desaparecer de la noche a la mañana con la misma rapidez con que se habían montado, sin hacer ruido y sin dejar huellas ni registro donde reclamar en cuanto el negocio ya no fuera lucrativo. Miriam tecleaba ante un ordenador y, al verlos, pareció que cerraba precipitadamente alguna pantalla.

—Miriam —los presentó Senda—. Ricardo Cupido es detective. Quiere hablar contigo.

Iba vestida con el mismo uniforme color verde lima, pero en ella daba la impresión de haber perdido intensidad por un exceso de lavados, de que se había apagado un tono hasta convertirse en un verde serpiente. Al darse la mano, el detective advirtió que no era tan joven como intentaba parecer, aunque trataba de ocultarlo con un exceso de maquillaje, con unas pestañas tan cargadas de rímel que parecían alfileres.

—Os dejo que habléis mientras relleno el informe —dijo Senda entrando en su despacho.

—Senda me ha dicho que conocías bien a Esther, que pasabais muchas horas juntas.

—Sí —respondió con una voz tan baja que tuvo que aclararse la garganta y repetir—: Sí.

—¿Os llevabais bien?

—Yo solo soy una administrativa. Hacía lo que ella me encargaba: despachar la correspondencia, imprimir, sacar copias, atender el teléfono, concertar citas.

—Pero trabajabais aquí las dos solas. ¿Erais amigas?

—Esther no era amiga de nadie —contestó con precipitación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con naturalidad, aunque sintió que las palabras de la secretaria iluminaban la investigación con un súbito fogonazo.

—Que Esther no tenía amigos —repitió—. Tenía éxito en su trabajo, sí, pero no tenía amigos.

«No es la primera empleada, ni será la última, que odiaba a su superior, pero no resulta tan común confesarlo», pensó Cupido. ¿Se sentía protegida por alguien para atreverse con aquellas manifestaciones?

—Ya sé que no es muy correcto criticar a los muertos, pero cuanto antes se aclare su muerte antes recuperaremos todos la calma —continuó—. Esther era el tipo de jefe para el que nadie quiere trabajar. Era arrogante e irritable y no resultaba nada fácil el trato cotidiano con ella. Se enfadaba por cualquier detalle… ¡y era tan difícil verla sonreír a sus subordinados! Como profesional nadie podía discutirle el mérito —repitió—, era como una ingeniera del siglo veintiuno metida en el carácter de un patrono del siglo diecinueve —masculló. El rencor la afeaba, le ponía un velo de sudor en la frente y en el labio superior que la diferenciaba de las rutilantes azafatas, de aquel coro de cheerleaders de la sede de Mistralia en Madrid, como una bombilla con veinte vatios menos en una fiesta donde todas las demás resplandecían. Y a pesar de eso, parecía sentirse segura de que nadie la descolgaría de su sitio para colgarla en el sótano.

—¿Discutíais?

—Yo no podía discutir con ella, era mi jefa. Pero Esther sí discutía con los técnicos y con cualquiera por cualquier motivo: una compra, una gestión bancaria, una opinión política… Nunca daba su brazo a torcer y a veces una discusión con ella terminaba de malos modos. Esther hablaba mucho y casi siempre era para mostrar su desacuerdo.

—El sábado, ¿ocurrió algo especial, algo distinto para que acudiera de noche a Sierra Ufana?

—Yo no trabajo los sábados, pero el día anterior, el viernes por la tarde, tuvimos una pequeña avería en el aero nueve. Había que esperar al lunes para arreglarla —dijo. O no recordaba bien lo ocurrido, o no debía de estar muy dotada para la improvisación, porque el tiempo transcurrido entre la pregunta y la respuesta había sido demasiado largo.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—Pocas horas antes de que muriera. Estaba con Mauri en el Ukelele y se quedó hablando con él cuando terminó el monólogo. Y, dicho sea de paso, no parecía que estuvieran muy contentos el uno con la otra. Yo me fui a casa y no volví a verla. Vivo con mi madre y tengo que ocuparme de ella.