11

Había tenido el móvil en silencio desde la noche anterior en el Ukelele, cuando comenzó el monólogo de Mauri, de modo que no vio la llamada perdida del Alkalino hasta la mañana siguiente, domingo, ya en su casa, al salir de la ducha y sacar el teléfono del bolsillo de la chaqueta. A Cupido le extrañó que el Alkalino no respondiera a su primera llamada. Hasta hacía algún tiempo había resistido sin móvil, mientras maldecía la progresiva desaparición de las viejas cabinas de moneda, llenas de bacterias y de carteles con flecos con un número de teléfono con ofrecimientos para hacer cualquier trabajo, pero desde que lo tenía se había convertido en un ferviente defensor de sus prestaciones. Ya iba a colgar en el segundo intento cuando el tono inconfundible de la voz, pastosa y oscura, le hizo recordar otros momentos de otros tiempos y le anticipó lo ocurrido.

—¡Espera! ¡Espera, no te muevas! —le dijo, aunque lo imaginaba tumbado y sin fuerzas—. Estoy ahí en cinco minutos.

La puerta estaba abierta cuando llegó a su domicilio en las afueras de Breda: una casa no antigua, solo vieja, de planta reducida, pero con un pequeño huerto trasero donde cultivaba unos surcos de hortalizas. Estaba derrumbado en el sofá, y en la mesa baja había un vaso de cristal y una botella de coñac a la que le quedaban tres dedos. Sin levantarse, abrió los ojos negros y brillantes como dos nudos carbonizados en el rostro de madera tostada. El izquierdo estaba enrojecido e hinchado, así como un lado de la boca. En la ropa se le veían algunas manchas de barro. Al verlo, intentó levantarse, pero Cupido se lo impidió:

—Espera. Te preparo un café.

Cuando regresó de la cocina ya se había sentado y miraba la botella como a un enemigo.

—Llévatela —dijo.

—No —respondió Cupido.

—Llévatela. Solo ha sido un accidente. No la necesito. Llévatela.

—No, no la voy a tocar. Serás tú quien decida qué vas a hacer con ella.

El pulso le tembló al llevarse la taza a la boca y unas gotas de café le escurrieron por la comisura magullada.

—¿Qué ocurrió anoche?

—Hacía mucho tiempo que nadie me golpeaba en la cara… Pero entonces, al menos, los tipos que lo hicieron llevaban uniforme. Y estos niñatos de ahora…, por edad podrían haber sido mis hijos.

—¿Qué pasó?

—Se me ocurrió cambiar de escenario —intentó sonreír— y me quedé por el parque. Hacía demasiado frío para acercarse hasta el Europa. Estuve en uno de los pubs y cuando entré en los aseos no les gustó mi presencia.

—¿A quiénes?

—Uno de ellos era un chico de los Botín. Ya sabes que nunca hemos sido muy amigos. A los otros dos no los había visto nunca, creo que eran de fuera. Estaban metiéndose una raya de coca gorda como un espárrago. Algo debieron de ver en mi expresión que no les gustó, porque uno de los forasteros me preguntó con sorna: «¿Quieres?». «No, no gasto», respondí. «Pero antes sí le dabas. Y ahora parece que no te gusta lo que ves», dijo Botín. «Ni me gusta ni deja de gustarme», respondí de nuevo. «¿Sabes lo que no me gusta a mí?». «¿Qué?», pregunté, aunque ya sabía que debía callarme y salir de allí inmediatamente. «No me gustan los tipos como tú, que no hacen nada y viven a costa de los otros. ¿Por qué no te buscas un trabajo?».

—¿Y? —Cupido lo animó a continuar.

—¿Te das cuenta? Era como retroceder treinta años en el tiempo. Yo también había sido rebelde y radical y a menudo me ponía tan ciego de sustancias como ellos y tan lleno de rabia contra el mundo, pero había una diferencia: el enemigo nunca era alguien más débil o que tuviera menos que nosotros. El enemigo era el poder, cualquier tipo de poder: los gobernantes, el ejército, la iglesia, los ricos.

—¿Les hablaste de todo eso?

—¿Para qué? Ni siquiera tuve la oportunidad, no estaban dispuestos a escuchar. ¿Qué ha ocurrido para que todo haya cambiado tanto?

—Supongo que la crisis. Ellos también están desesperados.

—Entonces, alguien está consiguiendo que nos peleemos entre nosotros.

Cupido movió la cabeza, irritado por los golpes recibidos por el Alkalino, que le dolían como en propia carne. Porque era mentira el reproche con que los agresores habían intentado justificarlos. El Alkalino era una de las personas más austeras que había conocido, conformado a vivir con cien euros a la semana para todos sus gastos, incluidos los de vivienda y comunicaciones, y aun así incapaz de exigir nada a nadie, de modo que resultaba imperdonable recriminarle que recibiera una pensión asistencial por enfermedad derivada de aquellos años en la mina. Vivía solo, él solo limpiaba su pequeña casa, cultivaba su huerto, leía a Schopenhauer y cuidaba su higiene, siempre vestido con ropas parecidas, ignorando las modas con una sobria dignidad que a la larga le hacía parecer elegante. Salía mucho a la calle y hablaba mucho con gente de todas las edades, pero nunca revelaba un secreto que le hubieran confiado. Conocía las intimidades de Breda, sí, pero no las utilizaba para herir a nadie por sus debilidades o por su vida privada. Era como aquellos hombres antiguos que manejaban el fuego, pero no lo empleaban para quemar a nadie, solo para cocinar su comida o para combatir el frío en el invierno. Sabía callar cuando había que callar, y eso que, por herencia o por azar, había recibido un regalo de un valor incalculable: la capacidad de narrar y que resultara apasionante todo lo que contaba. Siempre tenía algo interesante que referir, una anécdota, un recuerdo, una interpretación heterodoxa de la realidad, una confidencia que nadie sabía cómo conseguía. Más que a los juglares, decía negando sus méritos, siempre se escucha con atención a los hombres purasangre que han recorrido el mundo, que han matado en combate o en legítima defensa, que ejercieron el poder o participaron en todas las carreras del amor. Pero el Alkalino era una excepción: sabía narrar, aunque no tuviera a sus espaldas una biografía aventurera.

—Me estaban esperando a la salida —continuó con voz ronca—. Y ya puedes imaginarte.

Cupido lo imaginó: tres tipos jóvenes, con la nariz encofrada de cocaína, golpeando a un hombre que les doblaba la edad y a quienes ellos doblaban en peso y fortaleza.

—Hacía mucho tiempo que nadie me golpeaba la cara —repitió—. ¡Qué horrible el tacto de una mano que te tapa la boca y te aprieta el cuello!

—¿Has ido a poner una denuncia?

—No, ¿para qué? ¿Qué iba a conseguir? Nadie nos vio, no hay testigos. Tres declaraciones contra una.

—Y en cambio decidiste ser más inteligente y compraste una botella.

—¿Comprar? ¡No! La guardaba aquí, en casa.

—¡¿La guardabas en casa?! —preguntó, exclamó Cupido.

—Sí, la compré la última vez que bebí… No —corrigió—, la compré la última mañana que me levanté después de una noche bebiendo. La compré y me dije que si no era capaz de tenerla al alcance de la mano sin abrirla tampoco sería capaz de no pedir una copa cuando entrara en el casino.

—¿Y durante cuánto tiempo ha estado ahí?

—Más de diez años.

—Bien, de acuerdo, de acuerdo. Entonces voy a dejarla aquí, con estos tres dedos que le faltan, y tú decides si la dejas reposar otros diez años al menos, hasta que alcance la solera suficiente para que un día tú y yo podamos brindar con ella para celebrar una buena noticia…

—Déjalo ya —lo interrumpió el Alkalino.

—… y no para olvidar que tres matones…

—Déjalo ya —repitió—. ¿Hay más café?

—Sí. ¿Pero estás seguro de que no quieres que ahora mismo vayamos a hablar con Gallardo y pongamos una denuncia…?

—No, no serviría de nada.

Cupido pensó unos instantes.

—¡Maldita sea! Eres testarudo como un mulo, pero no tienes la capacidad de defenderte dando coces como ellos. ¿Te importaría al menos que yo les hiciera una visita?

—¿A los Botín?

—Sí.

—Déjalo ya —dijo de nuevo—. No te sientas culpable por no haber escuchado hasta esta mañana esa llamada de teléfono. La hice antes de que ocurriera, y no para pedirte ayuda, sino para preguntarte por tu investigación.

Cupido le sirvió un segundo café.

—De acuerdo. De acuerdo —repitió, acatando el deseo del Alkalino de dejar atrás aquel episodio, aunque sabía que era imposible, que nadie olvida nunca a quien golpea ni a la persona por quien es golpeado, que el recuerdo de la violencia es más duradero incluso que el recuerdo del amor—. La investigación. Dos cosas. La primera: ¿alguna vez has oído hablar de Heisenberg?

—¿El científico? Sí —respondió sorprendiendo al detective—. Un poco. Un tipo curioso: la incertidumbre y todo eso de que no podemos estar seguros de lo que vemos. Para alguien dedicado a la ciencia debía de ser muy frustrante comprobar que después de tanto trabajo y tanta investigación no llegaba a ninguna certeza.

—Para alguien dedicado a la ciencia… o a cualquier otra tarea —dijo Cupido.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Nunca lo había oído mencionar, pero anoche me hablaron de él. Heisenberg llegó a la conclusión de que los átomos se comportan de distinta forma cuando los iluminan en un laboratorio que cuando están en la sombra y nadie los observa.

—Como nosotros —murmuró el Alkalino.

—¿Sabes que era el científico que menos hacía el amor de todos los científicos?

—¿Bromeas?

—Cuando encontraba el momento no encontraba la posición, y cuando encontraba la posición no tenía energía.

Esperando la continuación, el Alkalino esbozó una sonrisa que el dolor detuvo.

—Pues algo parecido me ocurre en esta investigación. El primero: Álvaro García-Lage tuvo energía y quizá tiempo para matar a la ingeniera, pero no estaba aquí el sábado pasado, estaba en Madrid acompañando a Quintana en un debate sobre energías renovables.

—¿Quién es ese Álvaro?

—Un ejecutivo de Mistralia. No te gustaría.

—¿Por qué?

—Sonríe demasiado. Y no parece que le haya gustado mucho la elección de Esther Duarte como ingeniera de Sierra Ufana, porque aspiraba a ese puesto. Con él sí habría subido la ingeniera al aerogenerador.

—¿Y con quién no subiría?

—No subiría con Sonia Peregrino y su pareja. Ellos sí estaban aquí, en Breda, y nadie los vio en otro sitio aquella noche. Ellos sí tienen motivos para oponerse a Mistralia, porque sienten como una agresión personal el intento de quitarles sus tierras. Temen que desde el propio ayuntamiento inicien un expediente de expropiación por motivos de interés público…, Pero no imagino a la ingeniera subiendo con ellos allí arriba a las tantas de la madrugada. Con ellos tampoco encaja lo ocurrido.

—En cambio, los Méndez no tienen motivos. Ellos no han ganado nada con esa muerte.

—Pero me desconcierta que aquella noche rondaran por allí, tan cerca. Ellos sí tenían la situación, y tenían el momento, aunque les faltara la energía…, la energía que dan los motivos para matar, sean cuales sean: el odio, el amor, la codicia, el poder…, no necesariamente en ese orden. No dejo de preguntarme qué hacían en su finca tan tarde. ¿Atendiendo el parto de una vaca a la luz del faro del coche?

—¿Por qué no? No es algo tan extraño.

—No tienen una sola vaca. No son pobres.

El Alkalino alzó los hombros y el gesto le repercutió en los golpes, porque hizo un gesto de dolor que no le impidió hablar:

—Con esta gente nunca se sabe. Pueden no tener nada o pueden haber acumulado una fortuna a base de ahorro y de sacrificios y sin embargo seguir viviendo como en una chabola… Pero el dinero no lo es todo para ellos. Digan lo que digan, los Méndez ya no pueden vivir lejos del olor a ovejas, a trigo o a maíz, de cualquier animal o cosecha con cuyo trabajo hayan crecido, sudado, enfermado. Son felices observando una cría que mama, una hierba que brota entre terrones, una punta de vacas a las que miran como mirarían a su novia y de las que esperan más o menos lo mismo: una descendencia sana, colaboración para mantener la casa familiar y un poco de cariño. Si creen que pueden perder todo eso, tengan o no tengan dinero…

—Vale, vale —lo detuvo Cupido—. ¡Parece que justificarías cualquier acto suyo por el simple hecho de ser campesinos!

El Alkalino sonrió con esfuerzo.

—¿Qué otros átomos andan danzando por ahí?

—Miriam.

—¿Esa secretaria que abre y cierra la oficina?

—Sí. Diría que es un átomo solitario, que se mueve por las sombras, por los recovecos entre las moléculas, que se encuentra más cómoda en la penumbra que en la luz. No sé casi nada de ella, pero ha reconocido que se llevaba muy mal con Esther Duarte. Prácticamente la ha acusado de mobbing.

—¿Mobbing? —hizo una mueca.

—Acoso laboral. Miriam cuidaba a su madre aquella noche, lo que equivale a decir que no sabemos si es verdad.

—¿Y Mauri?

—¡Ah, esa es otra cuestión! Él sí lo reúne todo, es el átomo alfa que a Heisenberg le habría gustado controlar. No solo conocía el escenario: es que era su lugar de trabajo, al que tenía acceso sin necesidad de forzar nada incluso en mitad de la noche. Precisamente para eso le pagan, para evitar averías a cualquier hora con tal de que los molinos sigan produciendo. Mauri tenía energía y tiempo. Y como vive solo podría haber salido de su casa sin que nadie lo viera.

—¿Y sus motivos?

—No lo sé, es lo que intento averiguar. Esther Duarte estaba embarazada, pero ignoro si eso guarda alguna relación. Anoche asistí a su monólogo. Un tipo gracioso. No parece que estuviera deprimido porque una semana antes hubiera muerto la chica con la que salía.

—¿Algún átomo más?

—Sí: un familiar en Madrid, el padrastro de Esther, con quien mantenía un conflicto por la herencia del piso de la madre muerta. Y tampoco tiene una coartada firme. Y un antiguo amante: Adrián Sanmacario. Firma como Maca en la prensa. Tiene coartada. Y, por encima de todos ellos, Quintana. El King.

—¿Lo conociste personalmente?

—Sí. No es casualidad que esté tan arriba. Es una persona de carácter.

—¿De carácter, dices? Entonces no me gustaría conocerlo. Me tiemblan las rodillas cada vez que se me acerca una persona de carácter. En resumen —continuó—: tienes un puñado de átomos bailando en la oscuridad y debes meter la mano para atrapar a uno, aun a riesgo de quemarte.

—Eso es: tengo que atrapar a uno y no logro iluminar la escena.

El Alkalino hizo un gesto de desaliento:

—Quienquiera que lo haya hecho ya estará escondido, como el pez que arranca la lombriz del anzuelo sin herirse y luego baja a ocultarse en la oscura profundidad del agua.

—Volverá a la superficie —dijo Cupido tras un instante de silencio.

—No mientras vea tu sombra rondando por encima.

—Entonces bajaré yo al fondo.

—Siempre se te dio bien nadar —dijo, y añadió con ironía—: Espero que tengas suerte y que no te ocurra lo mismo que a tu Heisenberg. ¿Esta vez no te ayuda Gallardo?

—Un poco.

—Antes no eras tan amigo de la guardia civil —replicó, porque ni él le despertaba ninguna simpatía a Gallardo, ni Gallardo parecía valorar sus aciertos.

—Antes. —Cupido recordó el temor que en tiempos lejanos le despertaba el uniforme, pesadilla de los contrabandistas, el momento de pánico sufrido cuando lo detuvieron con aquella carga de tabaco oculta en el camión tras una fila de colmenas y, luego, los golpes para que revelara sus contactos al otro lado de la frontera. Aunque hacía muchísimos años que ya no había frontera, se preguntó si seguiría vigente en algunos cuarteles la costumbre de repartir guantazos incluso antes de que comenzaran las preguntas. Estaba convencido de que Gallardo no lo hacía, pero no estaba seguro de que todos se abstuvieran.

—Por ahí dicen que, desde que es padre, ha engordado. Que está menos atento a su trabajo que a la temperatura del biberón o al cambio de los pañales.

—No lo creo —discrepó Cupido—. Su problema es con la prensa, y la prensa no lo trata bien. No es uno de esos policías vocingleros convencidos de que ocupan el puesto más importante en la seguridad de la nación después del ministro del Interior.

—Sí, ya me he fijado en algunos. Están tan contentos de conocerse que, tras su nombre y apellido, siempre te sueltan su rango en el cuerpo, como si fuera un título nobiliario. ¿Cuál era la segunda cosa que querías comentarme?

—¿No prefieres que lo dejemos para otro día?

—No. Ya sabes que para mí no hay mejor terapia que hablar.

—De acuerdo. ¿Has oído hablar de ladrones de cobre?

—Sé que se están produciendo robos en casas de campo y también… ¿Quieres decir que el robo en uno de los molinos tiene algo que ver?

—No lo sé, pero ocurrió la misma noche de la muerte. Cuando iban hacia Sierra Ufana, los chicos que descubrieron el cadáver se cruzaron con un coche que volvía y que los deslumbró con las largas para que no pudieran ver nada. Si no eran los ladrones, ¿quién era? Tengo que encontrar a quienes se llevaron el cobre.

—Porque tal vez pudieron ver algo, ¿no?

—Alguien que va a robar antes observa quién ronda por el escenario, quién va y quién viene, con más atención que el vigilante.

El Alkalino se concentró, pensativo.

—No recuerdo ningún dato preciso, doy por hecho que son gente discreta. Noticias sobre ese gremio solo aparecen en las páginas de sucesos, pero hace unas semanas corrió el rumor de que por El Milenio había tráfico de cobre. Se habló de un tipo a quien llamaban Chispas… o el Chispas. Pero no sé decirte nada más.

—¡No es poco! Y no puedo esperar que sepas todo lo que ocurre en Breda.

—Bueno, es una ciudad pequeña.

—No lo suficiente —dijo Cupido, y añadió—: Soy yo quien debe encontrarlos.

—Preguntaré por ahí. No olvides que en tiempos trabajé para la KGB —bromeó. Se levantó despacio del sillón, debía de tener otros golpes en el cuerpo que no se veían. Cogió la botella, enroscó el tapón y la guardó en el armario. Luego dijo—: Los encontrarás. Seguro. Los encontrarás.

Montó en el coche y se dirigió hacia La Misericordia, el antiguo hospital de leprosos reconvertido en residencia de ancianos después de reformar el edificio, de gruesos muros con ventanas que conservaban las rejas, no más frágiles que las de cualquier prisión. La lepra había desaparecido como enfermedad, pero la vejez había aumentado como dependencia.

Su madre había ingresado allí varios años antes, al caerse y sufrir una rotura de cadera, pero al recuperarse ya no había querido salir. Iba, sí, con frecuencia a la casa familiar, a limpiar el polvo de las fotografías y a airear las habitaciones, pero vivía en la residencia, donde tenía habitación propia y se sentía acompañada por gente como ella y atendida en sus achaques bajo el amparo de aquel médico eficaz y algo solitario, Fuentes, que amaba su trabajo y se hacía querer por sus pacientes más que por sus colegas.

Un día, no hacía mucho tiempo, Cupido había adelantado a un ciclista que marchaba por delante de él con pedaladas laboriosas, submarinas, atrancado por el desarrollo excesivo y la poca cadencia, y al adelantarlo descubrió sorprendido que era el médico. Por un instante estuvo a punto de bajar el ritmo y ponerse a su altura para rodar juntos, porque siempre le resultaba fácil trabar amistad con quien montaba en bicicleta, pero no se decidió y siguió adelante con un simple saludo.

Cada cierto tiempo, sin días fijos, Cupido iba a visitarla, convencido de que muere más pronto la gente a la que nadie quiere, y se quedaba con ella un par de horas y la escuchaba fingiendo interés por lo que le contaba sobre compañeros de la residencia o sobre algún programa de televisión.

Ahora atravesó los jardines donde paseaban algunos ancianos, solos o acompañados, moviéndose despacio, como si tuvieran grilletes en los pies o como si les estorbara el bulto del pañal que en algunos se apreciaba bajo los pantalones. Otros se despedían de sus familiares con indiferencia, o con un gesto de dolor. Sesenta años antes, cuando eran adolescentes, muchos de ellos habían saltado aquella tapia y habían corrido como potros por aquellos jardines. En la entrada del edificio había un macetón de barro con un lecho de grava lleno de colillas.

Fuentes, vestido con su habitual desaliño, leía unos papeles en recepción: los mismos cristales mates de las gafas, la misma calvicie sin avance ni retroceso, el mismo aspecto no solo de delgadez, también de no engordar nunca, el mismo atisbo de melancolía, como si en algún momento del pasado le hubieran hecho daño y aún notara las heridas, la misma vieja, apacible resignación que sugería que vivir quizá no fuera lo más importante. Aunque esta vez, al mirarlo a los ojos, creyó advertir un atisbo luminoso, como si alguna idea sombría se hubiera desalojado de su rostro.

—¿También trabaja los domingos? —lo saludó Cupido.

—Precisamente. Es el día en que vienen más familiares y quieren estar informados —dijo antes de atender una llamada que le pasaban por teléfono.

Mientras se alejaba del mostrador, Cupido no pudo evitar oír sus palabras, su esforzado intento de consuelo:

—Claro que entiendo su preocupación. Mientras viven los padres cada uno de nosotros conserva todavía algo de su infancia…

En la habitación lo sorprendió que el puñado de rosas que le había llevado unos días antes, en su cumpleaños, todavía sollozaran mustias en el jarrón. Era raro que su madre aún las conservara, siempre preocupada por el buen aspecto del entorno. Además, estaba desmejorada. Sentada en una butaca, leyendo un periódico mientras el ordenador parpadeaba encendido en la mesa, junto a una manzana mordida, no tenía buen aspecto. Estaba pálida y, por efecto de los medicamentos, había perdido pelo. Se le veían claros en la cabeza y la ausencia de cejas en los arcos ciliares, afilados y frágiles, ponía en sus ojos una expresión de asombro.

—No pongas esa cara de susto, que yo me encuentro bien —le dijo al verlo.

—¿Seguro?

—Solo tuve un pequeño mareo al levantarme esta mañana —dijo con su terca resistencia a la queja.

—Vi a Fuentes en la entrada. ¿Te sigue tratando tan bien?

Su madre sonrió.

—Cuando ya no puede curarnos, al menos bromea e intenta engañarnos.

Decía de él que era amable cuando podría haberse limitado a ser eficiente. En ocasiones incluso había acompañado a los internos de la residencia en algunos viajes de vacaciones al mar o en estancias en balnearios. Pero, sobre todo, Cupido admiraba que mantuviera a flote la esperanza en un lugar lleno de motivos deprimentes, donde a diario se consumía un contenedor de medicamentos, donde únicamente se servían sopas muy líquidas de color claro, dóciles comidas sin sal, sin espinas ni huesos, que a pesar de todo ensuciaban los manteles, y donde, sin embargo, todas las semanas moría alguien. ¿Qué mejor trabajo que sostener los ánimos de personas resignadas a que la última gota de orín terminara siempre en la ropa interior?

Alguien daba golpes al otro lado de la pared y Cupido preguntó:

—¿Qué están haciendo?

—Cambiando la habitación.

—¿Hay obras?

—No. Es que ayer murió Juanito y tienen que cambiarla. Nunca las dejan vacías más de dos noches.

Cupido intentó evocar el rostro del vecino de habitación, pero solo recordaba haberlo visto a veces en la puerta, con la maleta hecha para que se lo llevara de allí la hija que venía a visitarlo algunos domingos.

—Era muy elegante —acertó a decir.

—Sí. Estaba obsesionado con el traje que le pondrían en el funeral. Siempre decía que quería presentarse ante el diablo con su mejor aspecto.

Miró a su madre preguntándose si un hijo mejor que él hubiera permitido que estuviera allí ingresada, pero se respondió que sin el control médico y sin la compañía que encontraba en La Misericordia tal vez ya habría muerto. Con esa justificación purgó el brote de culpa y se marchó media hora más tarde.