2
Por mucho que se hubiera informado sobre su longitud, perfil y altimetría, un puerto nunca era igual cuando lo subía en bicicleta que como lo había imaginado, pensó Cupido mientras atacaba el último tramo del Volcán. Los puertos siempre lo sorprendían y más de una vez había sufrido como un perro en algún ascenso en principio asequible, por una mala previsión con la comida o por un exceso de confianza, y en cambio había disfrutado en otras subidas que enfrentó con menos expectativas de éxito. Sin embargo, todos los puertos alcanzados le hacían sentirse orgulloso, aunque en cada uno el motivo de orgullo fuera diferente.
El Volcán era una cumbre extraña. Frente al Yunque, heráldico y viril, que siempre se había llevado el protagonismo por dominar desde su ubicación un paisaje más joven, más hermoso, más espectacular, el Volcán había perdido unas decenas de metros al encorvarse sobre su cráter ciego. La segunda cumbre de Breda era un monte geológicamente viejo, redondeado, somnoliento y pensativo, fruto de una erupción volcánica que miles de años antes había espolvoreado sus laderas de una oscura piedra pómez, pero que nunca había vuelto a dar signos de vida, como si al asomar su ardiente cabeza sobre aquel territorio de serrijones pobres y pizarrosos, poblados por un puñado de alquerías y donde solo crecía una mísera vegetación de brezos y carquesas, no le hubiera agradado lo que veía y se hubiera hundido de nuevo bajo la corteza para ir a buscar otra salida, otro cráter que emergiera a tierras más hermosas, más fértiles, más habitadas.
Enclavado en lo profundo de la sierra de su nombre que delimitaba la comarca por el noroeste, por su falda ascendía una carretera construida unos años antes buscando un nuevo paso hacia el norte. Sin embargo, desde la provincia castellana no habían considerado necesario cumplir con el acuerdo de enlace, porque no les merecía la pena tanta inversión para abrir otra vía de comunicación hacia un territorio poco poblado, poco transitado y poco rentable en cuanto a las expectativas comerciales y al número de votos. Y así, había quedado sin uso una rencorosa carretera que terminaba de pronto en un pinar en medio de la nada, en lo alto del paso, inútil para el tráfico rodado pero ideal para el ciclismo por la ausencia de coches, solo peligrosa por las piedras sueltas arrastradas por la lluvia en algunos taludes.
En el primer tramo de la ascensión, el más suave, la carretera carnavaleaba acompañando al río, uno de los afluentes del Lebrón, con meandros sobre lechos de pizarra que cortaban el agua con hachazos blancos. Pero en la segunda mitad la carretera daba un salto y se empinaba con desniveles del catorce por ciento, ya definitivamente desierta entre malolientes jarales y bosques de pinares, en cuyos claros descansaban al sol hileras de colmenas. De vez en cuando se veían montones de troncos apilados junto a la cuneta. En el asfalto sin uso habían aparecido las primeras grietas, y entre las grietas comenzaban a brotar los matojos. Las zarzas ya saltaban los quitamiedos, sin nadie que las rozara.
Según ganaba altura, pedalada a pedalada, riñoneando en los tramos más empinados, los árboles iban escaseando y se imponía el dominio del brezo, cuyas duras raíces desmigajaban la piedra pómez y las sombrías pizarras con rodajas de herrumbre. Cupido avanzaba bajo un cielo limpísimo, sin pájaros ni insectos, sin arrugas ni humos, en una soledad que tenía algo de ruta lunar, alucinada, envuelto en un sólido silencio que no alteraban ni el susurro de la bicicleta ni su agitada respiración. En las últimas rampas el corazón le pataleó protestando dentro del pecho mientras el pulsímetro se acercaba a ciento setenta, la frecuencia peligrosa que no debía mantener durante mucho tiempo, pero notaba que la aorta y las femorales no se habían desenchufado y que a las piernas les llegaba la energía necesaria. Se notaba en buena forma y también el aire entraba con holgura en los pulmones. Esa mañana la dificultad de la ascensión radicaba menos en los desniveles del asfalto que en el viento en contra, un viento cereal que bajaba de las llanuras castellanas y que aumentaba según se acercaba a la cumbre. Para alguien de sus características, más delgado que fuerte, más escalador que llanero, el viento era siempre un enemigo insidioso y disolvente que minaba su moral y sus fuerzas. Un puño invisible salía de la nada, le golpeaba el pecho y los hombros y le hacía pensar que pedaleaba sobre una bicicleta estática.
Aun así, no llegó a la fatiga y al coronar bajó de la bicicleta e ingirió de un sorbo medio bidón de una bebida energética, de un color azul venenoso, que lo reconfortó enseguida.
No tenía prisas por volver: cuanto más agotador resultaba un puerto para las piernas, más sosegaba la vista desde la cima. Siempre le gustaba quedarse un tiempo en lo alto contemplando a distancia la carretera por la que había ascendido, el contraste entre el valle y la montaña. Sentía una callada satisfacción que nada tenía que ver con la vanidad contable de haber superado otra cumbre de una lista imaginaria en la que figuraban los nombres míticos de la geografía ciclista y en la que, por tanto, ya no debía pensar más. Al contrario, cada vez que subía un puerto aumentaban sus deseos de volver a subirlo. Para él había algo adictivo —y, como en toda adicción, peligroso— en las cimas de las montañas. De vez en cuando necesitaba escalar una para tomar prestada la sensación de orgullo y resistencia. Después de hora y media aporreando los pedales, cuando lograba encaramarse a la cumbre el viento se llevaba todas las toxinas y él regresaba a la llanura limpio de las rutinas cotidianas.
Miró hacia la cima del Volcán y respiró hondo. Luego miró hacia el paisaje que se iba descolgando hacia las vegas del Lebrón hasta perderse más allá, en los llanos del sur, en el fondo de un horizonte en el que se habían sedimentado unos posos de nubes. En medio quedaba Breda, con su figura de ave acurrucada contra el suelo, escondiendo su puñado de pequeños secretos que solo los sacerdotes, y tal vez el Alkalino, conocían mejor que él. El otoño estaba cumpliendo sus compromisos de viento y agua, y aunque las nubes todavía podían hacerlo un poco mejor, las lluvias ya habían reverdecido la tierra.
Se dejó caer de regreso hacia Breda, escuchando el ronroneo de los rodamientos de las coronas y sintiendo que, con la velocidad, el viento le tallaba la cara. Bajaba deprisa, inclinándose en las curvas, pero sin temor, porque los ciclistas que más se caían eran los que tenían más miedo de caerse. Cuando se cruzó, abajo, con los primeros coches, volvió a notar sus gases lacrimógenos, el olor a gasolina que, de tan familiar, no advertía a diario en las calles más o menos llenas de humo. Era la una del mediodía, pero el reloj enloquecido de la iglesia de Breda daba en ese momento quince campanadas.
Colgó la bicicleta en el garaje y, ya en casa, encendió el ordenador. Iba camino de la ducha cuando oyó el chispazo que avisaba de la llegada de un email. Pensó en Carol y deseó una noticia suya, pero al abrirlo vio que procedía de una poderosa empresa de energías renovables, Mistralia. «Publicidad», pensó, e iba a tirarlo a la papelera cuando leyó su nombre: se dirigían personalmente a él y solicitaban sus servicios como detective. Lo convocaban para una entrevista urgente en la sede central, en Madrid, y para el traslado ponían a su disposición un coche de la empresa o sufragarían los gastos en cualquier otro medio de transporte.
Volvió a leerlo más despacio y supuso que aquella petición estaba relacionada con la mujer que había aparecido ahorcada dos días antes en uno de los aerogeneradores de Sierra Ufana. En un primer momento se había hablado de suicidio, pero en una Breda conmocionada por la tragedia todo el mundo daba por hecho que había sido asesinada.
Por un momento miró al ordenador acusándolo, como si quisiera matar al mensajero que trae una mala noticia. También a él le gustaban los periodos de ocio, la tranquilidad de saberse prescindible, sin nada de lo que ocuparse, sin nada en que pensar, aquella picante satisfacción de descansar mientras los demás trabajaban, caminaban deprisa a sus recados o conducían nerviosos entre el ajetreo de los coches. Sin embargo, no aguantaba así mucho tiempo y al cabo de unas semanas de tiempo libre comenzaba a sentirse incómodo. Ahora no había llegado a esa saturación de descanso, pero el email había despertado su interés. Por otro lado, era una poderosa empresa la que quería contratarlo, y no una persona a título individual, y sentía curiosidad por el modo en que se establecería aquella relación. Curiosidad… y cierta sensación de desafío, pero no de miedo al fracaso. Por muy laberíntica que fuera una multinacional, no tenía por qué ser más compleja que el corazón humano.
Se duchó dándose un tiempo para decidirse, aunque ya sabía que aceptaría. Envuelto en el albornoz anotó el número de teléfono y el nombre de quien firmaba el email, Álvaro García-Lage. A la llamada respondió una voz femenina que, después de unos instantes de espera, lo citó para el día siguiente en la sede central de Mistralia en Madrid.
Ya estaba a punto de pararse para no chocar contra ellas cuando las brillantes puertas automáticas se abrieron con un limpio parpadeo y esperaron a que Cupido pasara para volver a cerrarse. El vestíbulo, de techo muy alto, estaba decorado con el color verde lima que identificaba a Mistralia y que derramaba reflejos vegetales sobre el suelo encerado. Detrás del mostrador de recepción dos chicas vestidas con un uniforme del mismo color y con un maquillaje demasiado enfático esperaban su identificación para dirigirlo hacia la sección correspondiente. A su lado se alzaba un guardia de seguridad tan alto como el detective, pero mucho más fuerte, uno de esos tipos vigoréxicos que en el supermercado llenaban medio carro en la sección de alimentos energéticos y que resultaban tanto más amedrentadores cuanto más poderosa era la empresa para la que trabajaban.
—Tengo cita con el señor García-Lage.
Una de las chicas deslizó sus uñas rojas, cortadas en rectángulo, sobre el teclado del ordenador.
—¿Señor Ricardo Cupido? —sonrieron los labios blindados de gloss, tras los que asomaban los dientes tan blancos que parecían de leche.
—Sí.
—¿Me deja su DNI?
Tras comprobarlo y avisar de su llegada por el teléfono interior, le hicieron pasar bajo el arco de seguridad y una recepcionista le pidió que la siguiera. Caminó por delante con un tintineo de tacones, empapada en perfume y dejando su estela en el pasillo, y, como si eso también fuera una obligación laboral, ofreciéndole la visión del atractivo trasero, levemente abullonado por las bragas bajo la ceñida falda. En el ascensor lo acompañó hasta el vigésimo piso. Todavía una secretaria más y ya estaba en un enorme despacho en el que flotaba, como complemento al color verde del logotipo repetido aquí y allá, el verde olor del dinero. Al fondo, un cristal desde el suelo al techo permitía contemplar La Castellana y le permitía al hombre sentado tras la mesa, vuelto de perfil y hablando por teléfono, mirar desde arriba a otros hombres como él que en aquella zona de oficinas manejaban empresas y finanzas, que habían hecho del dinero una religión en cuyo nombre se podían permitir apaños y trapicheos prohibidos a los demás. Bastaba aquella primera impresión para demostrar que no tenía nada en común con el antiguo empresario, de papada sebácea y proclive a la obesidad, que escuchaba impaciente a sus empleados con las manos cruzadas sobre el vientre y haciendo molinetes con los pulgares. Por un instante, Cupido tuvo la sensación de haber ascendido hasta el promontorio de una montaña desde donde un león contemplaba su territorio de caza.
Otro hombre más joven, algo melifluo y envarado, vestido con esa tediosa elegancia de los ejecutivos —traje oscuro en el que solo una corbata de color ponía una nota de alegría—, lo esperaba delante de la mesa y avanzó hacia él con una amplia sonrisa y el brazo extendido desde varios metros antes para estrechar su mano al tiempo que, con la izquierda, sujetaba su antebrazo como si estuviera arrestándolo: uno de esos tipos simpáticos con la boca siempre más sonriente que los ojos, haciendo gala de esa facilidad para sonreír a los desconocidos que a Cupido siempre le resultaba desconcertante.
—Fui yo quien le escribí. Álvaro García-Lage —se presentó, y a su apellido añadió un cargo en la empresa, una palabra con prefijos que Cupido no memorizó. Con una mirada comprobó que el hombre entronizado tras la mesa terminaba de hablar por teléfono y solo entonces dirigió al detective hacia él.
La realidad no desmejoraba la imagen que tantas veces había visto en televisión y en la prensa: uno de esos hombres calvos que, sin embargo, han sido atractivos de jóvenes y que, al perder el cabello, apenas pierden una parte de su encanto físico. La mirada imperiosa, a pesar de la amabilidad de su expresión, recordaba quién era: Ramiro Quintana, a quien todos —pero nunca en su presencia— llamaban el King, reconociendo su supremacía. Un rostro imprescindible tanto en las reuniones de empresarios con los gobiernos, fueran del color que fueran, como en los palcos en primera fila en los partidos de tenis decisivos o en las finales de las competiciones de fútbol, deporte en el que poseía acciones de un equipo puntero. Pero adondequiera que llegaba, de algún modo terminaba pareciendo el propietario: si acompañaba a su equipo de fútbol como visitante, en el palco rival parecía sentado en el sillón principal; invitado en una fiesta, parecía el anfitrión; en las reuniones de empresarios ocupaba la cabecera de la mesa de negociaciones; y si caminaba, todos le cedían el paso con la misma presteza y respeto con que los coches se apartan para dejar pasar a una ambulancia o a un coche de la policía. Y siempre tranquilo, sin un gesto ostentoso, sin levantar la voz, con la seguridad de quien sabe que no transcurre un día sin que gane al menos un millón de euros, con la serenidad del magnate que mantiene a raya las tensiones de su oficio y duerme bien y hace bien la digestión. Lo que no recordaba era haberlo visto nunca en chándal o en mangas de camisa; al contrario, siempre vestido con trajes a medida, corbatas perfectas y en los pantalones la arruga a cuchillo. Andaba por los cincuenta y pocos años, en esa media de edad de los dueños del mundo, pero parecía algo mayor, como si de algún modo tanto poder lo envejeciera. Se levantó un instante del sillón para darle la mano por encima de la mesa, sin apenas estirar el brazo, como los reyes y los sacerdotes.
No dijo su nombre ni García-Lage lo había presentado, dando por hecho que no era necesario, pero tampoco preguntó por el del detective y Cupido supuso que lo ignoraba hasta que le oyó decir, cuando se sentaron:
—¿Cupido? Nunca había conocido a nadie que se llamara así.
—No es un apellido tan extraño en mi tierra.
—En su tierra han matado a una de nuestras ingenieras. La apreciábamos mucho, era muy fiel a la empresa. Supongo que ha oído hablar de esa muerte —dijo. Hablaba con un siseo algo pastoso, como si acabaran de colocarle algún implante.
—Algo. No han dado mucha información.
—Álvaro le contará los detalles…, los pocos detalles que sabemos —dijo, con el tiempo tasado para la entrevista—. Su tierra no está lejos de Madrid, pero siempre me da la impresión de estar más lejos que otros lugares que se hallan al doble de distancia.
—Sé lo que quiere decir.
—Nos cuesta tener información fidedigna y actualizada al minuto. La guardia civil de allí no parece ni muy diligente ni muy comunicativa.
—El capitán Gallardo es un buen profesional —discrepó.
—Pues me alegro de que sea así, pero a nosotros nos mantiene a distancia, como si fuéramos sospechosos de la muerte de uno de los nuestros —miró a García-Lage esperando alguna contribución suya, pero el empleado solo acertó a cabecear con energía—. Cuanto antes se resuelva esto, mejor para todos. Y si ese capitán no lo hace, queremos que usted averigüe qué ocurrió. No podemos permitirnos estos escándalos, dañan mucho nuestro prestigio. Necesitamos que el parque de Sierra Ufana trabaje a pleno rendimiento y sin incidencias de una vez por todas. Cada día perdemos allí un montón de dinero. El viento que ha pasado ya no vuelve a pasar.
Parecía algún lema de la empresa o alguna frase en clave, porque Álvaro volvió a cabecear con la diligencia de un animal bien entrenado.
—Estamos en un momento muy delicado para este negocio —continuó el King—. Con la crisis, la gente estudia su recibo de la luz, ve que paga un canon para las energías renovables y eso no gusta nada. El gobierno se pone nervioso con las protestas y pretende incumplir los acuerdos firmados. Saben que cuando a los ciudadanos nos tocan el bolsillo, empezamos a mirar alrededor buscando a otro a quien votar. ¿Se ha fijado en la actitud de la prensa en los últimos meses?
—No —respondió Cupido, que escuchaba sin ninguna sorpresa. Que un empresario se quejara, incluso un empresario tan próspero como el King, formaba parte del guión.
—No dejan de atacarnos con las subvenciones que recibimos, nos consideran unos privilegiados y nos culpan de la subida de tarifas. Están falseando datos y ocultan que detrás de todo esto hay una guerra entre las fuentes de energía tradicionales y nosotros. Las térmicas hicieron inversiones muy fuertes en infraestructuras y tienen comprado gas a Argelia para varios años. Pero el consumo se ha reducido con la crisis y ahora no saben qué hacer con sus depósitos llenos.
—¿Ellos no reciben subvenciones?
—No, al contrario, pagan un canon. Además, ¿sabe que cuando se produce un exceso de producción eléctrica, las últimas en detener la producción, por ley, son las renovables?
—No, no lo sabía.
—¡Pues ya ve cuántos intereses hay en juego! Ahora mismo todo el mundo tiene puesta la mirada en Sierra Ufana y en otros proyectos similares… La mirada y la lupa —precisó—. Si los nuevos prototipos eólicos que vamos a instalar rinden bien…
—Serán un argumento concluyente —dijo Cupido.
—En efecto. Tengo un interés personal en que esto se solucione pronto, ya se ha complicado demasiado y a nuestros competidores les servirá para atacarnos. Pocas cosas deterioran más la imagen de una empresa que el suicidio de sus empleados…, si es que finalmente esa pobre chica se suicidó. Mire lo que ocurre en France Télécom. Enseguida empiezan las acusaciones de mobbing, de explotación laboral, de inseguridad y despidos… Y de ahí a sufrir pérdidas el camino es muy corto.
El King picoteó con el índice sobre el cristal de su reloj de pulsera y García-Lage se levantó en el acto.
—Álvaro le contará los detalles, le informará de lo que necesite y se pondrá de acuerdo con usted en las condiciones.
Quintana dio por hecho que no rechazaría la oferta de trabajo y no fue necesario nada más para iniciar la despedida. Ya estaban en la puerta cuando el King volvió a hablar:
—¿Le gusta el deporte?
—Monto en bicicleta.
—Eso está bien —lo observó evaluando sus cualidades artéticas. Pero la bicicleta exige demasiado sacrificio para poco espectáculo. ¿Y el fútbol?
—Bueno.
—Esta noche tenemos partido de Copa de Europa. Jugamos contra el Bayern, será un buen encuentro. Siempre lo son contra esos alemanes. Que Álvaro le dé un par de entradas. Vaya a vernos, lo pasará bien. Seguro que puede esperar a mañana para comenzar su trabajo. ¡Ah…! Y que le entregue también un pase para nuestro campo de golf. Si tiene algo urgente que tratar conmigo, allí podremos hablar con tranquilidad.
—Gracias.
Salieron del enorme despacho, como si lo que venía a continuación, los honorarios o los detalles de la muerte, fueran temas vulgares e incómodos, poco apropiados para negociar allí dentro.
—Es un hombre muy ocupado —dijo García-Lage, más como un elogio que como una justificación por la despedida algo brusca.
Bajaron varias plantas en el ascensor mientras le proponía que se tutearan y lo condujo hasta un despacho más pequeño, donde se sentaron en unas sillas de cuchara en torno a una pequeña mesa de cristal en la que solo había una carpeta y un bote verde lima, con el logo de Mistralia, que contenía unos bolígrafos y lapiceros del mismo color. Al abrir la carpeta, Cupido advirtió que García-Lage también lucía en las mangas de la camisa unos gemelos con el logo empresarial.
—Vinieron unos agentes de la guardia civil y registraron su despacho, pero no parece que encontraran nada. Aquí está toda la información de que disponemos, la nuestra y la poca que nos ha facilitado ese capitán Gallardo. Los datos personales y profesionales de Esther, una foto y el dossier con el informe que la guardia civil les ha pasado a nuestros abogados.
—¿La conocías mucho?
—Sí. Trabajamos juntos en algunos proyectos. Era una buena profesional, eficiente, previsora, muy ordenada con el trabajo y en el lugar de trabajo. Algunas veces bromeábamos con su obsesión por el orden.
—¿Por ejemplo?
—En su despacho tenía sus lápices, sus bolígrafos en un bote como este. Los lápices, siempre afilados; los bolígrafos, con sus capuchas y siempre boca abajo. A veces le poníamos un lapicero con la punta hacia arriba y apostábamos a ver si lo dejaba así antes de marcharse a casa.
—¿Y alguna vez alguien ganó la apuesta?
—Nunca —sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos, se apagó en las orillas de los párpados.
—¿También era así en su vida personal?
—En su vida personal a veces dejaba los lápices afilados con la punta hacia arriba —dijo sin ningún titubeo.
—Y podría pincharse —dijo Cupido. Sospechaba que dudaba en contarle algo. Había visto otras veces esa misma forma de dejar caer una sugerencia para provocar unas preguntas que les permitieran creer que no eran ellos los que hablaban—. ¿Alguna vez se hizo sangre?
Álvaro dio varias vueltas al bote verde, con movimientos rápidos, antes de responder:
—No lo sé. Si te refieres a asuntos sentimentales, sé que hasta hace unos meses estaba saliendo con un periodista, Adrián Sanmacario. Lo llaman Maca, no sé si te suena. Firma sus artículos en un medio nacional.
—¿Tenía familia?
—Un padrastro…, si se le puede llamar familia. Encontrarás los datos en el dossier. Esther no tenía hermanos y sus padres habían muerto. La madre, hace unos pocos meses. Al quedarse viuda se había vuelto a casar y Esther tenía algunos conflictos con el padrastro. No se llevaban demasiado bien.
—¿Vivía con ella?
—Creo que tenían no sé qué lío con el usufructo de la casa. Él podía disfrutar del piso hasta que Esther lo necesitara cuando tuviera hijos. No sé todos los detalles. Ella se había ido a vivir a Breda para poner en marcha la ampliación de Sierra Ufana y, aunque solía venir los fines de semana, no sé cómo había quedado ese asunto… A propósito, supongo que tendrás que preguntarme por eso que llamáis la coartada, ¿no?
—Sí.
—Para dar ejemplo, seré el primero en decírtelo: el sábado estuve aquí, en Madrid, acompañando al jefe a un debate sobre energías renovables.
—¿Quién deseaba su muerte?
García-Lage abrió los brazos ante la seca brutalidad de la pregunta.
—¡Te hemos contratado para que lo averigües…, en el caso de que no haya sido un suicidio! Ya te he dicho que no conocíamos mucho de su vida privada. No sabíamos cómo vivía en Breda o con quién se relacionaba. Al King… y a Mistralia les da igual la vida privada de sus empleados siempre que no afecte a su trabajo. Pero en este caso su muerte nos acarrea problemas de imagen y nos retrasa la ampliación. ¿Conoces nuestro parque?
—De lejos —respondió.
Como todos en Breda, también él había advertido el entusiasmo con que fue recibido el proyecto de instalación de la planta eólica. Mistralia compró tierras a un precio que duplicaba el valor del mercado y contrató a gente para la instalación de los aerogeneradores. Pero una vez terminadas las obras, las expectativas de puestos de trabajo no se habían cumplido. Y aunque se había renovado el optimismo con el inicio de los trámites para la ampliación, la crisis había derrumbado los precios y las subvenciones y habían surgido problemas con algunos ecologistas y con algunos propietarios que, decepcionados, se negaban a vender sus tierras.
—No lo reconocerás cuando terminemos la ampliación. En esta segunda fase instalaremos treinta nuevos aerogeneradores de tres megavatios y triplicaremos la producción eléctrica. Sierra Ufana nos ha sorprendido agradablemente, mantiene muchas horas de viento suave al año. Ya disponemos de los permisos oficiales, de los estudios de impacto medioambiental y del apoyo de los gobiernos autonómico y local. No podemos detenernos… por una muerte. Sería una pérdida de todo lo invertido y un fracaso en nuestros planes de expansión y de producción. Ni la propia Esther, que era la responsable de llevarlo a cabo, lo aceptaría.
Por un momento Cupido tuvo la impresión de que lo contrataban menos para averiguar quién la había matado que para que el sistema productivo siguiera funcionando, como si la muerte fuera algo secundario, como si el ahorcamiento de una mujer no fuera algo aterrador que removía los más profundos estratos emocionales.
—¿Ya tenéis elegido al sustituto?
Álvaro miró su reloj.
—Sustituta. Si te parecen bien nuestras condiciones —dijo mostrándole el contrato para que lo firmara, con la cifra de sus honorarios en negrita—, podrás conocerla esta tarde. Antes del partido, por supuesto.
Siempre se sentía incómodo al hablar de dinero, por la tensión con que se abordaban los tratos y por la trascendencia que se concedía a las cifras. Por una u otra razón, Cupido nunca había tenido graves problemas económicos. El dinero aparecía a su alcance en el momento oportuno, sin apenas buscarlo, y en ocasiones esa facilidad le hacía sentirse culpable, aunque no tuviera razones para el remordimiento. Conocía sus carencias, pero alguna deidad había sido generosa con él al concederle tres dones: para el amor, para trabajar como detective y poner orden en el caos, y para ganar dinero. Sin embargo, la misma deidad también era burlona y no le permitía conservar esos regalos: con la misma facilidad con que lo ganaba, el dinero se le iba de las manos o no sabía invertirlo; los éxitos profesionales a menudo le dejaban un amargo sabor de boca; y en el amor, por una u otra causa no acertaba al elegir a una mujer con la que ser feliz… No, no le resultaba cómodo hablar de dinero, aunque era un trámite necesario: hasta que no se pactaban sus honorarios, el cliente no llegaba a confiar en él. Así que aceptó la oferta sin discutirla, no tan generosa como había imaginado, y firmaron un contrato con una cláusula de confidencialidad, todo sin gestos superfluos, con maneras frías, comerciales, que no le molestaban.
Al contrario, los tipos como García-Lage lo inquietaban cuando eran amables en exceso. Por eso volvió a ponerse alerta cuando, tras guardar el contrato en un cajón de la mesa, cambió el tono hacia el elogio:
—Nos han hablado muy bien de ti. Nos dijeron que eres un buen detective. Muy bueno —subrayó—. Que siempre terminas con éxito lo que emprendes.
Cupido estuvo a punto de preguntarle quién los había informado, pero supuso que respondería con evasivas, así que esperó en silencio a que continuara.
—Pero no sabemos si tienes experiencia en asuntos… tan graves —dijo como si tuviera delante la imagen del detective huelebraguetas con el oído pegado a las paredes.
—He aclarado algunas muertes, si te refieres a eso.
—El presidente Quintana y yo estamos seguros de que también en esta ocasión la aclararás —concluyó, pero algo en el tono de su voz sugería que no lo estaba—. Te decía antes que esta tarde podrás conocer a la sustituta de Esther. Tengo una entrevista con ella. ¿Podrás venir a las cuatro y media?
—Sí.
En el dossier que Álvaro le había entregado figuraban la dirección y el teléfono de Esther Duarte y decidió aprovechar las horas de espera en Madrid para entrevistar a su padrastro. Llamó por teléfono y una voz de hombre respondió al primer timbrazo, como si estuviera esperando a que sonara.
—Me llamo Ricardo Cupido y me ha contratado Mistralia para investigar las circunstancias de la muerte de su hijastra. Me gustaría hablar con usted —repitió la avejentada fórmula para la que no encontraba alternativa. No conocía otro modo más adecuado para presentarse. Aún no había aprendido a ignorar las miradas perplejas y desconfiadas, irritadas o irónicas con que respondían a su «detective privado» y, por otra parte, no tenía una placa policial en la que apoyarse. Como su trabajo comenzaba siempre después del de la policía, solía encontrar una gran resistencia a repetir sus declaraciones, un deseo de descanso que él venía a perturbar, una fría desconfianza de los sospechosos, a quienes una voz admonitoria les aconsejaba guardar silencio.
—Ya hablé con los de Mistralia y con la policía —respondió con voz seca, quebradiza.
En el taxi en el que se dirigía hacia su domicilio, Cupido se preguntó por qué había aceptado hablar con él solo cuando le dijo que vivía en Breda, como si también él rebosara de preguntas y esperara la revelación de algún secreto de Esther Duarte.
Abrió enseguida el portal, en un chaflán de la calle O’Donnell, y lo esperó en la puerta del piso. De unos cincuenta y cinco años, delgado, canoso, con una barbita recortada y el cutis tostado sobre una camiseta de motivos étnicos. Al saludarlo, Cupido intentó añadir algo personal, pero tuvo que recurrir a una manida frase de condolencia. El hombre asintió y lo invitó a entrar en el piso, amplio y luminoso si no tuviera las ventanas cerradas. El humo del exceso de tabaco y de la falta de ventilación le produjo picor en los ojos.
—Estaba preparando café. ¿Le apetece?
—Sí, gracias.
Mientras lo oía trajinar en la cocina observó la decoración. No todo era bonito, pero todo era caro: el moderno mobiliario, los cuadros, los adornos, las lámparas. Había algunos grabados, algunos libros, y todo lo demás era tecnología: el televisor de enorme pantalla, reproductores de música e imágenes, auriculares inalámbricos, detector y cámara de seguridad de la alarma y aire acondicionado. Las pilas de cedés y algún pendrive le hicieron pensar en descargas ilegales: toda la música, todas las películas, todos los libros podrían estar guardados en el ordenador de sobremesa o en el portátil encendido en la mesa baja. Junto al portátil, varios mandos a distancia y una cajita de madera con incrustaciones de marfil. Cupido no resistió la tentación de abrirla: un espejo, una tarjeta de Travel Club y una bolsita con una esquina de polvo blanco.
Según Álvaro, la casa estaba en disputa. El padrastro y la madre de Esther habían habitado aquel refugio, lo habían dotado de todas las comodidades seguramente con la esperanza de ser allí felices, pero la muerte de la madre había confirmado la precariedad de los sueños.
Estaba observando una fotografía en el centro del mueble en la que había identificado a la ingeniera cuando oyó a su espalda:
—Le aconsejé que no aceptara ese trabajo, que no le era necesario ni económica ni profesionalmente, que no tenía nada que demostrar. Pero Esther era muy testaruda y no me hizo caso. Prefirió irse a ese sitio perdido en lugar de quedarse aquí…, con su familia, porque de algún modo lo soy —dijo mientras colocaba la bandeja en la mesa. Tenía una voz extraña, seca, como si surgiera de un tronco de madera que emitía pequeños quejidos, aunque no parecían de dolor por la muerte de su hijastra—. Los dos podíamos haber vivido aquí, ya lo ve, el piso es suficientemente grande para no estorbarnos. ¿Azúcar?, ¿leche?
—Solo. Gracias.
Sirvió los cafés, se sentó frente a él en el borde del sofá, encogido como si el mueble estuviera lleno de fantasmas y apenas cupiera entre ellos. Sacó un cigarrillo del paquete de Camel que había sobre la mesa.
—¿Fuma?
—No, gracias.
—Así que se fue a ese sitio —aspiró con avidez dos caladas seguidas y dejó el humo flotando entre ambos, como una coraza—, sin nadie para acompañarla…, aunque Esther era una de esas mujeres que no saben vivir solas, ni siquiera de lunes a viernes. Al principio venía todos los fines de semana, pero últimamente solía quedarse por allí. Decía que tenía guardia, como si un parque eólico fuera una guardería o un hospital. Ya solo se acercaba una vez al mes, porque era muy metódica con su trabajo y seguía guardando aquí sus archivos. Sabía que aquello era algo temporal.
—¿A qué se refiere? —se interesó Cupido. Había detectado el malestar que transmitían sus palabras.
—No me dirá que no lo sabe. Me dijo que usted es de ese lugar.
—¿Qué tengo que saber?
—¡Pero si en provincias algo así no puede mantenerse en secreto! Y menos para un detective —espiró una cansina bocanada de humo y buscó un cenicero, oculto bajo un periódico. Cupido observó los gordos gusanos de ceniza de los cigarrillos abandonados a medias.
—Hasta ayer, cuando me llamaron de Mistralia para contratarme, no había oído hablar de Esther Duarte.
El hombre pareció creerlo. Elevó la taza de café y se inclinó hasta encontrarse con ella a medio camino. Un fugaz gesto de dolor contrajo su rostro, como si se hubiera quemado los labios.
—Esther comenzó a salir allí con alguien. Es lógico. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer sola en un lugar así, donde no había estado nunca, donde no conocía a nadie más que a los compañeros de la empresa, sin nada en que ocuparse cuando terminaba su trabajo y comenzaban las horas de aburrimiento? ¿Qué se puede hacer en un pueblo? ¿Deporte? ¿Ver la tele? ¿Hablar por el ordenador? Todo eso es insuficiente. Y ahora está muerta.
—¿Cree que hay relación entre ambas cosas? —le preguntó, desconcertado por el modo en que las había asociado.
—¡Claro que la hay! No habría muerto si hubiera venido a casa los fines de semana.
—¿Desde cuándo ocurría eso?
—Desde hacía tres o cuatro meses.
—¿Cómo se llamaba él?
—No lo sé, esperaba que usted me informara. Ni yo se lo pregunté ni ella me lo contó.
—Profesionalmente, ¿tenía algún enemigo?
—Al menos tenía uno.
—¿En Mistralia?
—Esther tenía discrepancias con ese vicenosequé… Un tal García-Lage. Habían discutido algunas veces. Decía que él había pretendido el trabajo que le encargaron a ella.
—Y ustedes dos, ¿se llevaban bien?
—Podríamos habernos llevado mejor —tardó unos segundos en responder y llenó la pausa con un chorro de humo. Luego apagó el cigarrillo apurado hasta la espuma—. Yo habría olvidado todos sus reproches.
—¿Reproches?
—La historia venía de tiempo atrás —reconoció sin pudor—. Esther pensaba que yo había seducido a su madre cuando aún estaba casada y había destrozado su matrimonio. Luego, su padre se había hundido en una vida de excesos y caos hasta que un día su coche voló por un puente, nunca se supo si por accidente o por voluntad propia…
—¿Y eso era cierto?
—No, no lo era. No tenía motivos para pensarlo.
—Este piso, ¿era suyo? —recordó lo que Álvaro le había contado.
—Su madre había dispuesto que yo disfrutara de él hasta que Esther lo necesitara si se casaba o si tenía un hijo. No era así y sin embargo ahora ella quería que me fuera —aspiró para sorberse unos mocos inexistentes y se tocó la nariz con nerviosismo mientras decía, con una voz de la que parecían salir astillas—: Me había dado seis meses de plazo para buscarme un sitio donde vivir.
—¿Y ahora?
—Ahora la casa será mía.
Cupido había olvidado el café y se llevó la taza a los labios. Bebió un sorbo y lo dejó sobre la mesa. Se había hecho una idea del entorno familiar de Esther Duarte: huérfana de padres divorciados de manera traumática. En ese aspecto no parecía que hubiera sido muy feliz. Se lleve uno mejor o peor con su familia, se dijo, a todo el mundo le gusta sentir que la tiene ahí para cualquier necesidad. Por otro lado, se sentía desorientado por la ambigua mezcla de enemistad, cariño y resignación de que estaban teñidas las palabras del padrastro, por las dudas de que fuera un hombre impecable. Cuando leyera el dossier de Mistralia sin duda avanzaría en otros aspectos.
—Ese sábado, cuando murió —añadió de pronto el padrastro—, Esther iba a venir a Madrid.
—¿Y?
—Me llamó por teléfono hacia las cinco de la tarde para avisarme de que había cambiado de planes y se quedaba allí. Me dijo que le había surgido algo imprevisto.
—¿A qué se refería?
—No se lo pregunté.
Se levantaron y el hombre lo acompañó hasta la puerta. Cupido recordó que tenía dos entradas para el partido de fútbol de la Champions y que no las utilizaría, porque había decidido volver a Breda esa misma tarde.
—¿Le gusta el fútbol?
—Mucho.
—Tengo dos entradas para el partido de esta noche que no voy a utilizar. Tal vez usted pueda aprovecharlas.
—Sí, gracias —aceptó complacido.
Se dieron la mano para despedirse y todavía el padrastro dijo:
—La hemos incinerado hoy y ya es solo humo. ¿Cuándo terminará todo esto?
—Cuando se sepa quién la mató.
—Entonces dese prisa en aclararlo. Quiero arreglarlo todo cuanto antes. Es la única manera de empezar de nuevo.
Sabía que los periodistas no tenían un horario fijo y paró un nuevo taxi que lo llevó hasta la sede del periódico. Tuvo suerte y Adrián Sanmacario estaba en su despacho. La recepcionista preguntó a Cupido:
—¿De parte de quién, por favor?
—De Mistralia.
El nombre de la empresa le abrió paso hasta la oficina ubicada tras una mampara de cristal, al fondo de una sala donde una docena de periodistas hablaban por teléfono o se afanaban tecleando en los ordenadores. Sanmacario lo esperaba ante la puerta, con las mangas de la camisa recogidas hasta la mitad del antebrazo, lo que le daba un aire informal, pero enérgico y laborioso. De unos cuarenta años, llevaba el pelo muy corto y una media barba que le empezaba a grisear. Tenía el pómulo izquierdo algo hinchado, como si hubiera chocado contra algo o hubiera recibido un golpe.
—Maca —se presentó estrechando su mano. Luego dio una orden a la secretaria que ocupaba la mesa más cercana—: Que nadie nos moleste.
Cerró la puerta a sus espaldas y le indicó una silla mientras rodeaba la mesa y se sentaba en un sillón de cuero, con el apoyabrazos derecho elevado más alto que el izquierdo.
—Tú no eres policía —afirmó.
—Soy detective privado.
—Seguro que pagan bien los de Mistralia —bromeó, pero enseguida, acostumbrado a ir al núcleo de la información, dijo—: Ya hablé con alguien de la policía. Aunque Esther y yo no nos veíamos desde hacía varios meses, he lamentado mucho ese final tan atroz. Sé cómo funcionan estas cosas, porque me ha tocado informar más de una vez, y le conté a la policía dónde estuve aquella noche. Así no hay malentendidos.
De un cajón de la mesa extrajo un ejemplar de su periódico y lo abrió por la página donde aparecía una crónica firmada por él de la rueda de prensa celebrada en el Vicente Calderón tras el partido de fútbol del sábado. Mientras Cupido la leía, Maca se recostó hacia atrás en el sillón y apoyó la pierna izquierda en el apoyabrazos.
—¿Ya sabéis cómo ocurrió? —preguntó cuando el detective levantó la vista del periódico. Desde el principio había tomado la iniciativa y era él quien formulaba las preguntas.
—Todavía no.
—Temo que no podré ayudaros. A un periódico como el nuestro llega mucha información: documentos, chivatazos, anónimos… Pero en este caso no hemos recibido nada.
—¿Ni una sospecha?
—Ni una sospecha.
—¿Esther Duarte era de las personas que se suicidan?
Sanmacario lo miró con seriedad.
—No sé si existe un tipo de personas que se suicidan o si más bien existen personas que provocan el suicidio de otros. En cualquier caso, Esther no era de las primeras. Desde luego, el ahorcamiento es una forma fácil: solo se necesita un sitio un poco alto, una cuerda y dejar que actúe la gravedad. Pero nada más absurdo que imaginarla trenzando un nudo corredizo en una soga. Ese no era su estilo, eso queda para los wésterns… Soy incapaz de entender su muerte. Ni la imagino colgándose allí arriba, ni imagino quién podría llegar tan lejos contra ella. No era una mujer que se hiciera querer por todo el mundo, ¡pero matarla!
—¿Seguíais siendo amigos?
Maca sonrió, bajó la pierna del brazo del sillón y se inclinó hacia delante.
—¡Por supuesto! Éramos gente civilizada. Nos vimos durante unos años. Luego, aquello se fue enfriando y lo dejamos. Hace unos tres meses coincidimos una noche en una fiesta. Tomamos una copa, me contó que Mistralia la había enviado a ese lugar, Breda, a montar una planta de aerogeneradores. Estuvimos charlando un rato y luego cada uno se fue para su casa. Los dos sabíamos que todo había terminado definitivamente. Sin traumas ni aplausos. Y a otra cosa. Ya sabes lo agitado que es este oficio del periodismo —con un gesto señaló su despacho y la sala de fuera, donde se afanaban redactores y becarios—. Vamos, venimos, nos vemos obligados a tratar con mucha gente. Recordamos a algunos, a otros los olvidamos enseguida. Unos nos caen mal, con otros simpatizamos. Nunca falta alguna mujer que te abre los brazos, tampoco algún hombre que te enseña los puños. Aprendes a detectar quién miente y quién dice la verdad, pero eso no siempre podemos escribirlo. Aprendemos a fingir que los creemos…
—¿Esther mentía? —lo interrumpió.
—Lo imprescindible.
—¿También a ti?
—También a mí —sonrió.
—¿Y no volviste a verla desde ese encuentro?
—No. Sin embargo, dos o tres días antes de su muerte me llamó al móvil. Pensaba venir a Madrid ese fin de semana y quería contarme algo importante, pero no quería hacerlo por teléfono.
—¿Algo personal? —Aquella información coincidía con la del padrastro.
Maca abrió los ojos con gesto interrogativo.
—No lo sé. No lo sé. Podía tratarse de cualquier cosa. No sería la primera vez que me contaba alguna confidencia. Le dije que no podíamos vernos, porque estaba muy ocupado con otros compromisos.
Maca intentaba bromear, pero había algo sombrío e inarmónico entre el tono de su voz y el gesto que le enfriaba la mirada. ¿Sería verdad que entre ellos todo se había limitado a una aventura? Había hablado de ir y venir, de conocer a gente y olvidarla, pero una simple aventura no se prolonga durante varios años. ¿Podría haber asistido a la rueda de prensa tras el partido de fútbol, escribir la crónica y luego haber salido hacia Breda, en medio de la noche? Los buenos periodistas escribían rápido y bien. Había oído contar de uno de ellos que tenía el don de la ubicuidad y que podía asistir a dos actos que se celebraban a la misma hora en dos lugares distintos y firmar al día siguiente las dos crónicas como testigo. En cualquier caso, era altamente improbable.
La entrevista había durado quince minutos, pero por la actitud de Sanmacario y por los datos que siempre le aportaban los lugares de trabajo, Cupido dedujo que el periodista disfrutaba recibiendo información privilegiada y que se sentía muy a gusto en aquel despacho donde podía cruzar la pierna sobre el brazo del sillón. Había conocido a gente así, a quienes les apasionaba el éxito, que les hacía mostrarse generosos, pero a quienes el fracaso también volvía vengativos.
—No he visto fotos de la muerte, si es que las hay —dijo Maca cuando se despedían—. Hoy día no ocurre nada importante que no quede registrado por algún objetivo, todo el mundo lleva una cámara en el bolsillo. Pero aun así no logro quitarme de la cabeza la escena tal como la imagino, con Esther colgando allí arriba.