9
—¿Te he despertado? —era la voz de Gallardo.
—No.
—Tardabas mucho en coger el teléfono.
—No siempre lo llevo encima.
—¿No? ¿Todavía no estás enganchado?
—Todavía no —respondió conteniendo la impaciencia, porque sabía que Gallardo solo lo llamaría a casa para comunicarle algo importante.
—Pues deberías. Un buen investigador debe estar informado al instante de todo lo que ocurre.
—Te haré caso. Pero seguro que no me llamas un sábado por la mañana para darme consejos.
Cupido oyó ruido de folios.
—¿Tienes algo que hacer ahora mismo?
—No.
—Entonces podemos hablar.
—¿Dónde?
—En el parque. En media hora.
—¿En el parque? —se sorprendió. No tenían por qué verse necesariamente en la comandancia, pero ¿en un parque?
—En la zona infantil. Ahora soy padre. Tengo que salir con mi hija para que le dé el sol y respire aire limpio… La bilirrubina y todo eso. Deberías tener un hijo, Cupido. Te cambiaría la vida.
—¿Tú crees?
—No lo creo, lo sé. Te sentirías menos solo —su tono de broma no lograba ocultar una convencida firmeza.
Cupido se anticipó unos minutos y mientras esperaba en la puerta de la verja que rodeaba el parque pensó en lo que Gallardo acababa de decirle. La paternidad le parecía un misterio infinitamente más complejo que todas sus investigaciones, pero en los últimos tiempos se preguntaba a veces cómo sería eso de tener un hijo, qué sensaciones le provocaría, cómo cambiaría su vida, desde los primeros años a los años adultos, qué relaciones establecerían entre ambos, si sería un buen padre capaz de robarle tiempo a su trabajo o a su ocio y de darle todo el cariño que un hijo necesitaba. Ignoraba de dónde procedía ahora aquel impulso que le llegaba con retraso, si del instinto de trascender o simplemente del miedo a la soledad. Pero los años se iban sepultando en su corazón y sabía que cada vez era más improbable su paternidad. Dentro de veinte, treinta años, no habría nadie que dijera «Me llamo Cupido y mi padre era detective». Su apellido desaparecería y no quedaría nadie para recordarlo.
—En el último minuto he tenido que cambiar pañales. —Gallardo apareció a su lado justificando su retraso con ironía. Al sonreír se apreciaba mejor que había engordado. También al aire libre su cabello parecía demasiado negro.
A pesar del frío, Cupido tuvo la sensación de que el bebé iba abrigado en exceso en el cochecito cuando se inclinó hacia ella con una torpe sonrisa, temiendo que se echara a llorar si veía acercarse un rostro desconocido. Pero la niña le devolvió la sonrisa.
—Le has caído bien —dijo Gallardo, como si fuera un favor que su hija le concedía.
Comenzaron a caminar por el parque desierto, todavía era muy temprano para que hubiera gente. La temperatura era muy baja y, con el frío, hasta los ruidos se oían apagados y parecían llegar de más lejos.
—Ayer tarde me enviaron los resultados.
—¿De la autopsia?
—Claro. No era el Papa.
—¿Y?
—Estaba embarazada.
La noticia lo detuvo y Gallardo también detuvo el cochecito.
—¿De cuánto tiempo?
—Nueve, diez semanas.
—Entonces, ella lo sabía.
—Desde al menos tres semanas antes de su muerte. Con los actuales métodos de detección, se sabe en el acto.
Sin embargo, ni el padrastro ni Mauri le habían dicho nada, si es que lo sabían.
—No es la clase de noticias que se mantienen en secreto. Al menos se lo diría al… responsable —supuso Cupido.
—Supongo. No imagino a una mujer callándose algo así durante mucho tiempo —corroboró Gallardo mirando a su hija en el cochecito.
Reanudaron el paseo entre los árboles del parque: magnolios, abetos, pequeños laureles, sauces con sus racimos de lágrimas, pero también plátanos y robles a los que el viento del otoño había arrancado las hojas, como si los desnudara para arrojarlos inermes a la carnicería de los fuegos del invierno. En el grueso tronco de un plátano, a medias desollado, habían tallado a punta de navaja una selva de corazones e iniciales, de acrósticos de juramentos y promesas —TQS— que no se cumplirían, que la primavera siguiente borraría con el brote de la nueva corteza.
—¿De quién? —preguntó Cupido esperando alguna otra milagrosa información de los laboratorios forenses.
—Eso no podemos saberlo… A menos que solicitáramos unos análisis de terceras personas que, hoy por hoy, no tenemos razón para solicitar. Primero habría que demostrarle a la juez que esos datos son imprescindibles para la investigación.
—¿Pero tú crees que hay alguna relación entre el embarazo y su muerte?
Gallardo tardó unos segundos en responder.
—Creo que hay tres o cuatro cosas por las que los hombres matan. Por conseguir el amor o por haberlo perdido. Por alcanzar el poder o por aferrarse a él. Por enriquecerse o por evitar la pobreza. Por proteger a sus hijos…, o por no tenerlos. Así que es posible que haya alguna relación. Pero aún no sabemos qué le ocurrió a esa ingeniera. Yo no la conocía, no la había visto nunca. Y no tengo ninguna intuición —añadió con ironía.
—Haces bien. La intuición es una virtud sobrevalorada. Conozco a mucha gente que ha cometido errores por haber confiado en ella.
Gallardo se inclinó sobre el cochecito y comprobó que la niña se había dormido, mecida por el balanceo. No levantó los ojos cuando dijo:
—Si quien la mató sabía que estaba embarazada, o si la mató por estar embarazada, es un tipo doblemente repugnante. Duplicaremos los esfuerzos para cortarle los huevos. ¡Ah!, y otra cosa: no encontramos su móvil, está muerto o apagado, pero tenemos la relación de llamadas. Lo único extraño es que esa noche alguien la llamó a la una y veintitrés. ¿Adivinas desde dónde?
—No.
—Desde la cabina de la puerta del centro comercial. Podría haberla hecho cualquiera de Breda.
Se despidieron y Cupido lo vio alejarse empujando el cochecito, anónimo y mimetizado con el ambiente. No era de esos guardias civiles aficionados a lucir uniforme y cartuchera preñada con pistola y a estar todo el tiempo dando órdenes por el walkie-talkie. Lo conocía desde hacía años y le seguía extrañando aquella mutua simpatía. No se trataba solo de que admirara su integridad, su constancia y su escaso apego al protocolo cuando el protocolo chocaba con la eficacia, ni de haber colaborado con éxito en la investigación de la muerte de una joven pintora en El Paternóster, ni en la relacionada con un fracasado pianista que, entre pieza y pieza de Bach, eliminaba mascotas, demostrando que en el corazón del hombre la sensibilidad artística podía convivir con la compasión y con la crueldad. Había algo más: una indomable búsqueda de la verdad al margen de los procedimientos administrativos, que alguna vez se habían saltado; una ética por encima de ideologías, en la que ambos confluían desde itinerarios distintos; y una negativa a interpretar la realidad según teorías preconcebidas. Pero no tenían nada más en común. Lo vio desaparecer por la puerta del parque con envidia, de vuelta a su hogar a preparar un biberón.
En su casa, Cupido encendió el ordenador. Todavía esperaba algún mensaje de Carol, pero no había nada: era lógico, ya no tenían nada que contarse. Despachó dos correos sin importancia y abrió su cuenta de facebook, a la que ni alimentaba ni prestaba atención y en la que solo contaba con unas decenas de contactos. En facebook la amistad era inversamente proporcional al número: cuantos más amigos se tenían, menos atención se prestaba a cada uno de ellos.
Tecleó el nombre de Esther Duarte para buscar información, aun sabiendo que lo más interesante de cada persona era precisamente lo que no aparecía en internet. No se conocía a alguien por sus datos en la wikipedia ni por su perfil en una red social. Enseguida apareció el de la ingeniera. El rostro que sonreía en primer plano era algo más que una organización cromática de píxeles: era el expresivo retrato de una mujer que había muerto después de unos minutos de terror en los que debió de rogar piedad a su agresor o de gritar pidiendo auxilio sin que nadie la oyera. ¡Cómo lo desconcertaba que una mujer asesinada siguiera sonriendo en la pantalla, mostrando al mundo el día y el lugar de su nacimiento, sus fotografías, sus gustos en deporte, música, libros, películas! Excepto en lo referente a su profesión —solo informaba de que trabajaba en Mistralia—, no parecía que hubiera sido una mujer discreta. Se exhibía en varias decenas de imágenes en las que parecía hermosa, aunque Cupido no podía estar seguro de que fuera exactamente así: ya había pasado el tiempo en que las cámaras de fotos no sabían mentir. En una de ellas aparecía con Mauri en el Ukelele, junto al escenario de los monólogos. Y tampoco se recataba al mostrar en abierto su vida privada: cuándo estaba bien, cuándo estaba mal, adónde iba y de dónde venía y con quién, qué pensaba, qué hacía o qué dejaba de hacer, siguiendo esa moda de contarlo todo que a tanta gente subyugaba, como si a alguien le importara que uno esté preparando un pastel o cortándose las uñas, sacudiendo una alfombra o bañándose en una piscina, comiendo caviar o los restos del día anterior. Facebook era el sitio ideal para comunicar al mundo que se posee un secreto, pero sin revelar de qué se trata, y Esther Duarte lo había utilizado bien. Abundaban también otros apuntes ambiguos que, sin aludir expresamente a una situación o a una persona, revelaban una segunda intención, una insinuación o una queja o un reproche en clave que solo el implicado podría interpretar, esas notas extraídas de bancos de citas o de talleres filosóficos con las que intentaba expresar de manera indirecta lo que no sabía expresar con sus propias palabras. Había insertado la fecha de su nacimiento, pero no el año, lo que sugería que le gustaba que la felicitaran, pero no que supieran su edad.
En su imagen final, nada destacaba en ella como defecto y sin embargo no resultaba hermosa: al mirarla con detenimiento, sus ojos grandes y labios llenos quedaban oscurecidos por una dureza expresiva que impedía la concordia de todas sus facciones. Y a pesar de sus sonrisas, no resultaba simpática: se la veía tan segura de sus virtudes que resultaba indiscreta y con cierta reticencia a valorar las virtudes ajenas, decidida a divertirse sin problemas ni graves preocupaciones, sin interés por las estridencias de la política ni por los compromisos ideológicos con oenegés, con animales maltratados o con el calentamiento del planeta. La vida para ella era movimiento y el mundo un lugar donde disfrutar y embriagarse sin preocuparse demasiado de los otros.
Cupido se echó hacia atrás en el sillón y se preguntó si de verdad Esther Duarte había sido así, como mostraba en su muro. ¡Qué fácil era mentir en las redes sociales, donde nada impedía construirse una personalidad falsa, vetado el acceso a todo aquel que intentara contradecirla o desvelar la impostura! ¡Qué fácil apropiarse de ideas y virtudes ajenas y con ellas redactar la hagiografía de un carácter amable y divertido! El malhechor más dañino podría aparecer como un ángel candoroso manipulando frases bonitas y usurpando las sentencias adecuadas de las antologías filosóficas.
¿Quién podría retirar ahora aquel perfil?, se preguntó de pronto. ¿Durante cuánto tiempo continuaba viviendo en el espacio virtual una persona muerta? ¿Quién se atrevería a insertar en el muro una entrada con la noticia de su asesinato? Mientras nadie lo hiciera, seguirían llegando a su buzón solicitudes de amistad hacia un cadáver, invitaciones a eventos a los que no acudiría.
Los visitantes seguirían pinchando en Me gusta y haciendo comentarios sobre sus imágenes. En algunas ocasiones había visto que, cuando alguien moría, deudos y amigos colgaban en su muro frases de despedida, epitafios particulares que la red multiplicaba. En el perfil de la ingeniera solo una persona, Álvaro García-Lage, la recordaba con una frase sencilla y cariñosa, aunque más apropiada para una corona fúnebre: «Tus compañeros de Mistralia no te olvidan».
Antes de salir de facebook, cediendo a un impulso, tecleó el nombre de Senda Burillo. De la pestaña de búsqueda se descolgó una cortina con varios resultados con fotografías, pero ninguna era suya. Sin embargo, había otro perfil sin imagen, una silueta blanca sobre fondo gris. Pinchó en él, pero la Senda Burillo sin rostro no compartía información personal públicamente y solo se abrieron algunas entradas colgadas por amigos. Una referencia a una fiesta de empleados de Mistralia lo empujó a solicitarle amistad.