13

Cuando estaba inmerso en una investigación su cerebro se ponía a trabajar de forma espontánea y se concentraba sin esfuerzo, sin necesidad de ser incitado a pensar, porque era lo que mejor sabía hacer. Los datos, las palabras, las imágenes daban vueltas y vueltas por su cráneo hasta terminar encajando en su lugar. Aunque nunca lo dijera, sabía que tenía talento para su oficio, y que su talento ni necesitaba ser estimulado con la promesa de un premio ni podía ser coartado bajo la amenaza de un castigo. Confiado en su capacidad, Cupido aplicaba al trabajo una poderosa energía mental y ni se precipitaba ni se desanimaba cuando la investigación parecía paralizarse, convencido de que terminaría encontrando las preguntas que hasta entonces nadie había sabido formular. De carácter cartesiano, tampoco confiaba en la intuición por ciencia infusa: no creía en sus caprichosas iluminaciones, no percibía la mentira o la verdad más allá de donde su razón lo llevaba, al menos no como algunos aseguraban que los perros y los gatos detectaban el miedo o la enfermedad. Creía que el corazón tiene su forma de alcanzar la verdad, pero no era a través de corazonadas. Si la intuición existía, si Platón no se había equivocado al enunciar esa cuarta forma de aprehender el mundo, a él no le había tocado nada en el reparto.

No sabía lo que buscaba cuando subió al coche y se dirigió hacia Sierra Ufana. En la curva de herradura donde por primera vez se fijó en Senda, inclinándose hacia él mientras conducía, recordó su extraño atractivo y su peculiar gesto de soltar el volante y mover la mano izquierda cuando explicaba algo complicado que ella misma no entendía bien. Y convocadas por esa imagen, llegaron algunas sensaciones dispersas de la noche del sábado que pasaron juntos: los besos, los dóciles mordiscos, la rosa de los vientos que llevaba tatuada en su omóplato derecho, la mayor suavidad de la cara interna de los muslos, la forma de mirarse a los ojos cuando estaban en la cama, la espuma nocturna en que culminaron las caricias, la placidez con que durmieron luego. No es que fuera singularmente hermosa, pero tampoco lo necesitaba. En ese aspecto, sabía bien que una mujer muy hermosa no garantiza una vida sexual apasionante. Y la mañana del domingo, al despertarse, ¡cuánto le había gustado ver desde la cama cómo Senda se vestía, su media melena cayendo sobre la espalda desnuda!

Habían quedado para comer juntos e imaginó lo que habría hecho ese martes: desperezarse y remolonear unos minutos bajo la cálida tibieza del edredón al sonar el despertador, con pereza para levantarse y salir al frío; desayunar y ojear brevemente el correo electrónico o las redes sociales, mientras humeaba en la muesca del cenicero el primer cigarrillo de la mañana; prepararse para ir al trabajo: la ducha, la depilación en el último segundo de un pelo imprevisto, el ligero maquillaje después de vestirse. La había visto desnuda, porque Senda se había mostrado con naturalidad, pero desconocía sus hábitos íntimos y cotidianos, sus manías, sus gustos o sus desagrados.

Dejó a un lado la subestación, donde no vio el Suzuki Jimny que ella utilizaba, y continuó hasta el aero 9, de nuevo en funcionamiento. Bajó del coche, abrió la cancela y caminó hasta la base de la torre, esquivando algunas vacas que mordisqueaban los pastos otoñales. La puerta estaba cerrada con la barra de acero. Cupido levantó la cabeza y observó las aspas: desde tan cerca, sus movimientos resultaban enormemente poderosos, los extremos giraban veloces, con un zumbido —zuuummm, zuuummm, zuuummm— que le hacía sentirse diminuto ante la grandeza y poder de la fábrica. Más arriba aún, la cuña metálica de un avión se abría paso bajo las axilas de las nubes y arañaba el cielo dejando una estela de sal. Había algo de ciencia ficción en aquellas veinte torres incrustadas en la sierra mientras las vacas pastaban con indiferencia a su alrededor, aunque tal vez dentro de unos años a las nuevas generaciones todo aquello les parecería tan arcaico como ahora le parecían a él los molinos del Quijote.

Se demoró allí un tiempo, pensando en Esther Duarte y en todos los que la rodearon, en la arrogancia que le reprochaban y en su afán de mandar y comprobar que era obedecida, en que tal vez ella, en su ceguera, nunca sospechó que concitara tanto odio. Pensó en Mistralia y sus gestores, en Álvaro García-Lage y en el King entronizado en su torre de cristal y acero, ignorante de las consecuencias que una firma suya desencadenaba entre los habitantes de una lejana villa de interior que no sabría ubicar en un mapa. Pensó en Vidal y en Sonia Peregrino, en los mellizos Méndez, en Mauri, Miriam, el Chispas ladrón de cobre. Pensó en el padrastro, solo en su vivienda en Madrid. Pensó en Maca, el periodista. Pensó de nuevo en Senda, en la mezcla de entrega y recelo con que se enfrentaba al amor y en el desconcierto con que lo miró cuando salió aquella mañana de su casa. Pensó en sí mismo, cada año más eficaz, cada año menos inocente. Aunque seguía siendo compasivo y tantos años de trabajo como detective no habían anulado su capacidad para sentir misericordia, su oficio sí lo había contagiado de un sentimiento horrendo que —lo sabía— ya no perdería nunca: la desconfianza.

De pronto salió el sol entre las nubes y comenzó a enjugar la luz ahumada y quebradiza que bruñía el paisaje del otoño. Las aspas de los molinos aceleraron sus tirabuzones en el aire y lo devolvieron a la investigación. Los veloces días de noviembre transcurrían sin llegar a ninguna conclusión. Había avanzado en la recogida de datos, pero aún no veía nada. Allí arriba el enigma seguía siendo tan sólido como en su pequeño despacho. Tenía la sensación de haber visto u oído algo que no encajaba en la lógica, un dato que había sobrevolado por su cabeza sin posarse en ella, dejando solo una sombra, un reflejo fugacísimo o un sonido disonante y lejano que había quedado atrás, a sus espaldas, flotando en el aire, y que no había sido capaz de aprehender. Perdido entre las estridencias del asesinato, no adivinaba una respuesta que arrojara a la esfinge por los barrancos de Sierra Ufana. Sus reflexiones no lograban traspasar las paredes de su cerebro, daban vueltas como una llave que patinara en la cerradura sin abrirla. Si quería reordenar lo que había desordenado la muerte, tendría que hacer un nuevo recuento de todo lo sabido, del dolor y del odio, tal vez de la venganza.

El sonido del móvil reclamó su atención. Era Álvaro García-Lage y le dijo que estaba en Breda.

—¿En Sierra Ufana? —se sorprendió Cupido.

—En nuestra oficina. Tenemos que hablar. He llamado también a Senda. ¿Puedes venir ahora?

—Sí. Dame quince minutos.

—Estupendo. Os espero.

Álvaro se levantó al verlo entrar y caminó hacia él con pasos rápidos y el brazo extendido hasta darle un enérgico apretón de manos, empeñado de nuevo en ser quien más fuerza empleaba en el saludo, sonriendo como si verlo fuera la mejor noticia que podía recibir ese día, por más que su sonrisa tampoco allí sugería felicidad. Para ir a Breda, al trabajo de campo, había dejado atrás el traje oscuro e impecable, la corbata y los gemelos con el logo de Mistralia en las mangas, y en su lugar vestía vaqueros de marca, cazadora y una camisa de un azul frívolo que no se correspondía con su estatus. A Senda, que llegó poco después, la saludó soplando un beso al aire junto a cada mejilla.

—Tenemos que hablar los tres —dijo cerrando la puerta del despacho que los aislaba de Miriam. Se sentó tras la mesa y añadió—: El King me llamó anoche. Está muy preocupado con Sierra Ufana.

Senda comenzó a hablar, pero Álvaro la interrumpió levantando la mano. Había un periódico encima de la mesa y Cupido advirtió que era el periódico donde trabajaba Maca. Lo desplegó por una página interior y lo giró para que lo vieran.

—¿Habéis leído esto?

—No —respondieron.

—Ha salido esta mañana y lo he visto de camino hacia aquí, pero al King lo avisaron anoche de que lo publicarían. No pudo impedirlo. Por eso me llamó.

La foto, en tres columnas, atraía poderosamente la atención: en lo alto del aerogenerador 9, muy visible el logo de Mistralia, colgaba el cuerpo de Esther Duarte.

—¿De dónde ha salido esta foto? —dijo, preocupado. Era fácil imaginar a Quintana haciéndole esa misma pregunta que ahora él les repetía.

—Probablemente de los chicos que lo descubrieron, si se les ha pasado el miedo y alguien les ha ofrecido dinero —supuso Cupido.

Álvaro chasqueó la lengua y golpeó el periódico con el índice.

—Han recordado que murió una de nuestras ingenieras y que todavía no se ha resuelto nada. Entre líneas dejan caer que no tenemos demasiado interés en averiguarlo.

—¡Es una acusación rastrera! —dijo Senda.

—Ya sabes cuánto nos gustan en este país las conspiraciones, las vemos por todos lados. No he entrado en internet esta mañana, pero imagino los comentarios a la noticia. ¡O cortamos de raíz todo esto, o no tardarán en llamarnos asesinos directamente…! La gente está muy cabreada con la crisis y se cree cualquier cosa. Cada vez que sube el recibo de la luz, los consumidores ponen a las renovables en el punto de mira. Lo de siempre: nos acusan de recibir demasiadas subvenciones. El King se está impacientando y me preguntó qué pasa en Sierra Ufana, por qué no se arregla de una puñetera vez la ampliación antes de que aprueben cualquier ley que nos deje fuera. Anoche me ordenó que viniera y me he pegado el madrugón esta mañana. El jefe no está contento… ¡y encima perdimos en casa con el Bilbao…! En fin, ¿cómo está la situación?

—La parte técnica va muy adelantada —explicó Senda—, con la ubicación de cada torre, el mapa de tendidos, el refuerzo de la subestación y la memoria de materiales. El problema sigue siendo el mismo.

—¿Esos dos ecologistas?

—Sí. He vuelto a hablar con ellos sin imponerles nada, intentando dialogar. Y me ha parecido que al menos me escuchaban, aunque no hayan cambiado de opinión.

—Tengo permiso del King para ofrecerles más dinero —dijo Álvaro.

—No es una cuestión de dinero. Ahora están muy dolidos.

—¿Por qué?

—Alguien les ha talado cien almendros que ellos mismos habían plantado en su finca de Sierra Ufana —respondió Cupido.

—¿Que les han talado cien árboles?

—Sí.

—¡Mierda! ¡Espero que la prensa nacional y los ecologistas no se enteren también de eso! Quiero hablar personalmente con ellos, Senda. Les aseguraremos que nosotros no tenemos nada que ver con esa tala, que nosotros no aplicamos métodos mafiosos. Doblaremos la oferta de dinero si es necesario. ¡Pero que vendan de una puta vez! Está en juego no solo el parque de Sierra Ufana, sino toda una apuesta energética por los nuevos prototipos de tres megavatios. Mucha gente nos está observando, desde el gobierno a la competencia, y esperan el resultado para tomar decisiones. Y hay mucho dinero en juego. No podemos parar.

—Lo sé —dijo Senda.

—¿Cómo va la investigación? —Álvaro se dirigió a Cupido.

—Hay nuevos datos, pero aún no sé adónde conducen.

—¿Qué datos?

—La noche de la muerte también se produjo un robo. Entraron en el aero veinte y se llevaron el cableado de toma de tierra.

—Lo recuerdo. Poco botín para los ladrones, pero a nosotros esas cosas nos hacen mucho daño. ¿Y qué relación tiene con la muerte?

—Quien lo hizo asegura que había un coche esperando en la subestación y que más tarde llegó alguien en una moto.

—¿Has hablado con el ladrón? —se sorprendió.

—Sí, pero no puedo revelar su nombre. Ese fue el trato.

—¿Tienes seguridad de que no miente?

—La tengo. Ellos vigilaban, pendientes de que no viniera nadie a sorprenderlos.

—¡En el campo parece que siempre hay alguien oculto vigilando! —exclamó—. Esos datos, ¿te dan alguna idea de lo que ocurrió?

—Aún no —reconoció Cupido.

—Bien. Sigue con tu trabajo. Ahora quiero que me acompañéis a hablar con esa pareja. No puedo regresar a Madrid sin algo concreto que ofrecerle a Quintana.

De nuevo Senda condujo el Suzuki Jimny de Mistralia, primero hacia Sierra Ufana, donde se detuvieron unos minutos en lo alto para mostrarle a Álvaro la vaguada y las tierras de Vidal con los almendros talados. Luego bajaron hasta la casa junto al Lebrón y al detenerse ante la cancela los perros se acercaron con unos ladridos confusos, entre la advertencia y la alegría de recibir visitantes que les rascaran la cabeza. Por encima de ellos pasó una cigüeña, volando hacia el nido construido en la copa de uno de los viejos, grandes, centenarios pinos que se veían a la derecha, y se posó en él aleteando con esa dificultad jurásica de las grandes aves.

—¿Cigüeñas con este frío? —preguntó Álvaro.

—Se quedan por aquí todo el año. El cambio climático. Pero también porque los vertederos les proporcionan comida abundante.

A lo lejos giraban las aspas de los aerogeneradores produciendo un extraño efecto visual. Alertado por los perros, Vidal se asomó a la puerta de la casa y se acercó a abrirles.

—Adelante.

—Álvaro García-Lage, de Mistralia —lo presentó Senda—. ¿Podemos hablar con vosotros?

—Sí.

Los perros desdeñaron a Cupido y a Senda y olisquearon curiosos la novedad de los pantalones de Álvaro, que les acarició el cuello y les sonrió con la misma desenvoltura con que sonreía a los humanos, mientras ellos, encantados, movían el rabo. Tenía un buen repertorio de sonrisas y utilizaba cada una de ellas en el momento adecuado. Al entrar en la casa Sonia se levantó a saludarlos, seguida por Birri, la pequeña gata. Vidal les ofreció café y los cinco se sentaron alrededor de la mesa. En el cenicero había una colilla de un porro de marihuana.

—Hemos estado viendo la finca que tienen allí arriba, en Sierra Ufana. Parecen buenas tierras y comprendemos el apego que sienten por ellas —sonrió Álvaro, esperando en vano que se contagiara su sonrisa.

—Es el agua —respondió Vidal—. Hay un acuífero en la vaguada y en estas tierras el agua lo cambia todo.

—Senda nos ha contado que les han talado unos árboles.

—No me lo recuerde. —Vidal arrugó la frente como si algo le doliera dentro.

—No es la primera vez que nos ocurre algo así —intervino Sonia—. Esa… maldad.

—Quiero que sepan que en Mistralia lo lamentamos profundamente.

—¿A qué ha venido? —preguntó Sonia, fijando en él la mirada grasienta de la marihuana.

—Queremos renovar nuestra oferta.

—Ya les hemos dicho que no vamos a vender —replicó Vidal.

—¿Eres de Madrid? —preguntó Álvaro tuteándolo.

—Sí.

—Yo también lo soy. Y créeme que os entiendo. A veces siento ganas de abandonar todo aquello y buscar un sitio tranquilo y alejado donde…

—¿Por qué no lo haces? —lo interrumpió Sonia.

—Porque ya no puedo.

—¿Por qué?

—Estoy demasiado atado: trabajo, casa, amigos, familia.

—Por aquí también tenemos todo eso.

Vidal puso una mano en el brazo de Sonia para que no insistiera y preguntó:

—¿Cuál es tu propuesta?

—Tengo permiso para aumentar un cincuenta por ciento el precio que os hemos ofrecido hasta ahora —se precipitó a responder con una expresión ansiosa, como si tuviera prisa por soltarlo—. Y es una oferta exclusiva, solo llegamos tan alto con vosotros. No vamos a extenderla a otros propietarios.

«Se está equivocando», pensó Cupido, «les está prometiendo lo único con lo que no podrá comprarlos».

—Has venido a ofrecernos dinero —murmuró Sonia con una sonrisa apagada que contrastaba con los ojos húmedos, brillantes, de la hierba.

—No insistas, no nos interesa —dijo Vidal.

—Quiero que lo penséis un poco, no tenéis por qué responder ahora mismo… Aunque tampoco tenemos mucho tiempo. Un día, dos. Mañana, miércoles, debo llevar una respuesta a Madrid —dijo poniendo sobre la mesa su tarjeta de visita.

—No —repitió Sonia—. No cambiaremos de opinión.

—Ya sé que no podemos comprar vuestras tierras con dinero —intervino de pronto Senda. Cupido y Álvaro la miraron sorprendidos, pero en cada uno de ellos la causa de la sorpresa era diferente—. Pero decidnos qué es lo que no os gusta del proyecto y tal vez haya una forma de arreglarlo.

—No tenemos nada contra los molinos eólicos. Nada. —Vidal miró a Senda—. Ni contra Mistralia, aunque os estéis forrando con el viento, que es de todos, mientras nosotros vivimos como podemos con la tierra, que es nuestra. Lo único que queremos es que no los plantéis en Sierra Ufana. Seguro que hay por ahí mil lugares más adecuados, donde sople más viento y donde no vuelen tantos pájaros.

—Creo que debéis considerar esta nueva oferta. Es excelente —insistió Álvaro.

—Mistralia no tiene dinero suficiente para comprar nuestras tierras —dijo Sonia.

De una cajita que había encima de la mesa sacó un porro y lo encendió con una profunda calada que ahuecó sus mejillas, mientras Álvaro la miraba como si fuera la primera vez que veía aquello. El espeso, dulzón aroma de la marihuana los envolvió enseguida. Era como si los expulsara con el humo y Álvaro se levantó de la mesa, empujó hasta los labios una sonrisa para la que no había motivo y estrechó la mano de los anfitriones.

—Ahí tenéis mi teléfono. Hasta mañana estaré esperando vuestra respuesta —insistió todavía—. Luego sería tarde.

Sonia permaneció sentada, pero Vidal los acompañó hasta la puerta.

—Cuando dijiste que eras de Mistralia creí que venías a preguntarnos por la ingeniera muerta. Demasiado pronto la habéis olvidado —le dijo a Álvaro.

—No la hemos olvidado, pero no podemos seguir mirando hacia atrás y quedarnos cruzados de brazos.

Vidal negó con la cabeza.

—No conviene dejar atrás historias sin resolver. Luego pasa el tiempo y uno olvida dónde colocó las minas y el día menos pensado pisa una de ellas y… ¡pum!, salta por los aires.

Álvaro no respondió y fue el primero en llegar a la cancela y el primero en hablar cuando se alejaron en el coche.

—¡Mierda! ¿Visteis el cenicero? Esa chica se fuma dos porros y se cree Pocahontas. ¡Y él! No hay nada más ridículo que un hippy reconvertido en campesino.

Cupido y Senda, que conducía, se miraron por el retrovisor. Temían que la inesperada visita de Álvaro alterara sus planes de comer juntos, pero antes de llegar a Breda le oyeron decir:

—Si no te importa, déjame en la oficina. Me gustaría comer con vosotros, pero antes de volver a Madrid debo revisar con Miriam unos datos. Con el madrugón, voy con el horario alterado.

Se despidieron de él y Cupido eligió un sitio a cuyo maître conocía, un nuevo restaurante que había suavizado los platos tradicionales de la comarca y atraía a una clientela que, desgarrada entre la nostalgia por los recios sabores de los productos autóctonos y las prohibiciones de los médicos, en sus manteles encontraba algún consuelo a sus añoranzas gastronómicas. Que allí iba a comer a menudo Esther Duarte era uno de los pocos datos que le había procurado Gallardo. Cuando el maître se acercó a saludarlos, Cupido le preguntó por ella.

—Sí, venía con frecuencia los días laborables. Pedía el menú y en general se mostraba satisfecha. Una vez me comentó que no le gustaba nada cocinar.

—¿Venía sola?

—Casi siempre. Alguna vez con gente de fuera, supongo que de la empresa de los molinos. También con ese chico de mantenimiento, el del Ukelele.

—¿Notaste algo extraño en ella en los últimos días?

—¿Qué quieres decir con extraño?

—No sé…, que estuviera preocupada, o que algo le llamara la atención…

—No perdió el apetito —bromeó, y como si advirtiera lo inapropiado de su comentario, añadió—: Estaba igual. Llegaba, comía, dejaba siempre la misma propina. No era mala cliente, pero mantenía cierta reserva, iba a lo suyo sin fijarse en lo que ocurría alrededor. Aunque, ahora que lo dices, una vez…

—¿Sí?

—Me preguntó por algo que había ocurrido ahí mismo —señaló—, en el paso de peatones, no hace mucho.

—¿Qué?

—Una tontería, ya ves. Un chico con una bicicleta había atropellado a un hombre que, al caer, se golpeó la nariz y quedó aturdido durante unos segundos. Son las cosas de los golpes: te caes desde un tercero y te levantas del suelo sacudiéndote el polvo, y te atropella una bicicleta y casi te rompe la crisma. Sangraba por la nariz y lo ayudamos un poco en la calle, porque no quiso entrar.

—¿Por qué le interesaba tanto a la ingeniera?

—No lo sé, eso no lo dijo. Me preguntó por los detalles, pero no pude contarle más de lo que te estoy contando a ti ahora.

—¿Conocías al hombre?

—No.

—¿Y al chico de la bicicleta?

—No, pero alguien dijo que eran unos gamberrillos de por aquí. Parece que iban en grupo y que no era la primera vez que ocurría. Ya sabes cómo se está poniendo todo de mal.

Cuando el maître les tomó la comanda y se quedaron solos, Senda le preguntó:

—¿Por qué te interesa tanto?

Cupido hizo un gesto de duda.

—Porque le interesaba a Esther. Me gustaría saber por qué le despertó tanta curiosidad.

—¿Algo relacionado con la bicicleta? —intentó ayudarlo.

—No lo sé…

—Pero Esther no montaba en bicicleta.

—No. No era una mujer a la que pueda imaginar pedaleando.

—Nunca la conociste y sin embargo me da la impresión de que sabes de ella más cosas que yo —murmuró Senda.

—Solo hago conjeturas —negó Cupido—. No puedo conocerla mejor que tú, que la trataste cuando vivía.

—No la traté, no al menos en el sentido de amistad que puedas creer.

—Hay dos o tres cosas que sé de ella, aunque todavía no sé si ese conocimiento me servirá de algo.

—¿Qué cosas?

—La primera, que era una excelente profesional, tenaz y trabajadora, fiel a la empresa según palabras del propio Quintana, y por eso mismo muy exigente con los empleados bajo su tutela, que no veían con buenos ojos tanto entusiasmo laboral por el patrono.

—Durante una huelga alguien la calificó de esquirol —recordó Senda.

—No me extraña. Esther —continuó— ni se había llevado bien en Madrid con Álvaro, que aspiraba a dirigir el proyecto de Sierra Ufana, ni aquí se llevaba bien con Miriam, con la que trabajaba mano a mano. Con Mauri, sí, por razones obvias, aunque no sé si en el trabajo tenían la misma sintonía que fuera del trabajo. Y tampoco fue muy flexible al negociar con los Peregrino.

—¿Y la segunda?

—Que en el aspecto personal no parecía ser muy querida.

El camarero se acercó con los platos que habían pedido y antes de retirarse llenó sus copas de vino. Solo entonces continuó Cupido:

—¿Has visitado su perfil de facebook?

—Alguna vez. Poco.

—Se diría que colgaba fotos y entradas para llamar la atención, para que les gustaran a mucha gente. Esos apuntes o enlaces con los que todo el mundo está de acuerdo y que buscan el aplauso inmediato y unánime, ya sabes: una foto de un animal maltratado por algún descerebrado, una frase de denuncia sobre la pobreza o el hambre en África, o sobre los incendios, o sobre los corruptos… Pero no parece que concitara demasiado apoyo. En su perfil no abundan los Me gusta.

—Esa necesidad de gustar que mencionas me recuerda algo que me llamaba la atención cuando la veía.

—¿Qué?

—Su forma de vestir, de maquillarse. No era una mujer hermosa, pero aspiraba desesperadamente a serlo. Daba la impresión de que exhibía sus joyas, sus tesoros, con todo su lustre… y en cambio el mundo los consideraba…

—¡Bisutería! —apuntó Cupido, que la escuchaba con interés—. Es como si, por debajo de su dureza, gritara para que la quisieran y nadie escuchara sus gritos. Creo que hasta Mauri mantenía la distancia con ella, a pesar de que le interesaba su amistad para progresar en Mistralia. Ya viste que la otra noche, en su monólogo, no parecía que la echara de menos.

—No. Bromeó varias veces sobre «su chica».

Del tono de Senda tampoco emanaba ninguna simpatía hacia Esther Duarte y sin embargo Cupido, sin saber por qué, tuvo la sensación de que todos la juzgaban con excesiva dureza y sintió de pronto una tibia piedad por ella, por su atroz manera de morir.

—Me pregunto si precisamente porque no era una mujer muy querida reaccionaba de un modo tan poco agradable con quienes tenía cerca, sobre todo desde que tenía ese cargo en Mistralia. Estaba embarazada y ni siquiera así parecía que un hombre la hubiera convertido en su princesa —añadió el detective.

—Tal vez ella se equivocó de rana a la que besar.

—¿Qué quieres decir?

Senda bebió el último trago de su copa y, cuando fue a servirle, Cupido vio que habían vaciado la botella. No era consciente de haber bebido tanto. Antes de que lo llamaran, el camarero ya lo había advertido y les trajo otra botella. Cortó con precisión la cápsula de plástico, hundió el tirabuzón en la carne del corcho y el tapón emitió un quejido casi humano hasta despegarse del cristal con un chasquido hueco y húmedo. Les sirvió y dejó al alcance de la mano la botella aún llena hasta los hombros. Senda, que se había abstraído contemplando sus movimientos, cogió su copa, la inclinó un poco hacia ella y, pensativa, miró el vino como si buscara algo allí dentro. Luego la alzó hasta sus labios, bebió un nuevo trago y tardó unos segundos en responder:

—A veces pienso que hay dos tipos de personas: las que generan conflicto adondequiera que van y hacen sufrir a quienes están a su alrededor como si ese fuera su destino, como si no pudieran evitarlo. Y las que generan bienestar. Si das con alguien del primer tipo, tu vida está jodida. Si das con alguien del segundo, tienes alguna posibilidad de llevar una vida feliz.

—¿Solo posibilidad?

—Solo posibilidad.

—¿Sin ninguna garantía?

—No creo que nadie pueda garantizar la felicidad de otro —replicó Senda, que parecía tener la boca seca a pesar de lo que había bebido.

—¿Y tú crees que Esther…?

—Pertenecía a las primeras —dijo con firmeza.

—Pero no sé si murió por eso. Ser una persona conflictiva no es una razón para que te agredan.

—Pero aumenta las posibilidades. Quien hace daño cuando tiene capacidad de atacar, recibe daño cuando no tiene capacidad para defenderse —murmuró—. ¿Y su familia? Sé que tenía un padrastro con el que no se llevaba muy bien.

—Era el pariente más cercano… ¡y tampoco la quería! Hablé con él en Madrid y se quejó amargamente de que ella le había dado seis meses de plazo para marcharse de la casa de su madre. La madre de Esther había decidido que él la disfrutara en vida, a menos que ella la necesitara si tenía familia.

—Y ahora estaba embarazada.

—Sí, pero no sé si el padrastro lo sabía.

—¿Y no tenía a nadie más?

—A nadie. Han pasado diez días desde su muerte y no creo que haya mucha gente que la esté echando de menos ni que la recuerde durante demasiado tiempo. Algunos parientes lejanos que habrán racaneado al comprarse ropa oscura para el funeral y al enviar una corona de flores, que provocarán algunas rencillas entre ellos por heredar lo más valioso de su ajuar y que ojearán sus viejas cartas y mirarán sus fotografías antes de arrojarlas con gesto furtivo a la basura. Unos la juzgarán con dureza, otros con benevolencia, según sus recuerdos y su trato, y ninguno habrá acertado por completo. Pero supongo que unos y otros la compadecerán por su forma de morir, porque la muerte ajena nos vuelve compasivos, y maldecirán a su asesino…, cuando lo encontremos —dijo, dejándose llevar por una extraña euforia de palabras. Él también había bebido demasiado y el alcohol lo empujaba a hablar—. ¿Te acuerdas de esas imágenes en las que se pueden ver dos figuras distintas, según la actitud o la pupila de quien mira?

—Si, las de la Gestalt.

—¿Recuerdas una figura donde se ve o bien una vieja con un pañuelo o bien una joven atractiva tocada con una pluma?

—La recuerdo.

—En teoría, no puedes ver las dos al mismo tiempo, pero una mirada atenta las distingue enseguida. Lo mismo ocurre con esta profesión. Los más simples solo ven buenos o malos, solo ven a la vieja o a la joven. Pero la realidad es mucho más compleja, y en la figura de la vieja está la joven que un día fue, y en la figura de la joven está la vieja que será. Del mismo modo, en el culpable de un delito a menudo está oculto el hombre bueno que pudo haber sido en otras circunstancias, y en el inocente duerme el villano en que podría convertirse si todo el daño se acumulara sobre él.

Senda lo escuchaba con atención y sorpresa. Diez días antes consideraba la de detective una de las tres o cuatro profesiones sucias con las que nunca se relacionaría: tipos que hablaban con frases duras y cortas, que interrogaban a la gente levantando una ceja con gesto interesante, que escuchaban detrás de las puertas o por medio de aparatos electrónicos y fotografiaban la intimidad ajena, que aceptaban cualquier trabajo sin más criterio que el dinero de quien los contrataba, que bebían y fumaban más que ella y que no siempre fallecían de muerte natural. Y sin embargo, en tan escaso tiempo había cambiado de opinión y salía a comer y se había acostado con uno de ellos, y le gustaba mucho lo que encontraba en él dentro y fuera de la cama. Le gustaba cómo su conversación tomaba sesgos imprevistos, en apariencia alejados de su trabajo. Su compañía la serenaba, le ofrecía un soporte de paz y de equilibrio que anulaba la inquietud generada por la muerte de Esther. Contra la opinión de su hermano Manu, estaba descubriendo que era una de esas personas tranquilas y eficientes que habitan en la sombra del mundo e intentan paliar su generalizado, frenético, irresoluble caos. Incluso en aquel momento en que los dos habían bebido demasiado mantenía un control que a ella le hubiera gustado alterar. Como siempre que bebía, el alcohol la fatigaba al mismo tiempo que la llenaba de euforia, el cansancio físico convivía sin contradicción con un intenso deseo de actividad emocional: debilidad en las rodillas y algarabía en el corazón. Extendió la mano y la posó sobre la mano de Cupido.

—¿Sabes lo que ahora, después de escucharte todo eso de las dos figuras, pienso de Esther?

—¿Qué?

—Que era una hija de puta, pero que al mismo tiempo era una mujer muy sola y que tal vez hacía lo que hacía para huir de su soledad.

—¿Tanto como para pedirle a Mauri que vivieran juntos? ¿A alguien de quien sospechaba que no la amaba?

—Tanto.

Cupido hizo un gesto de duda.

—No puedo creer que una mujer acepte vivir con un hombre que no la quiere únicamente para evitar la soledad.

—¿Una mujer? ¿Crees que hay hombres que no lo hacen?

Cupido se quedó en silencio y Senda supo que se estaba aplicando a sí mismo esa pregunta. No tuvo ninguna duda de la respuesta y deseó alzar su mano y llevársela a los labios, pero se lo impidió la llegada del camarero con la cuenta, que en algún momento el detective había pedido.

En la puerta del restaurante Senda encendió enseguida un cigarrillo y dio dos caladas lentas y profundas, aspirando con fuerza, como si el filtro no dejara pasar el humo. Sin hablarlo, se dirigieron hacia su apartamento.

Siempre que entraba en la casa de una mujer Cupido avanzaba con pudor, con la sensación de estar invadiendo su intimidad y su misterio, incapacitado para convertirse en el vándalo que, cuando le abren la puerta, avanza como si conquistara un territorio y se acomoda donde quiere y altera el orden de las cosas y curiosea y hurga y se sirve bebida y abre el frigorífico y devora la comida como si todo fuera suyo.

Pero ya era la segunda vez que entraba allí y, cuando Senda cerró la puerta, se abrazaron sin reservas y comenzaron a besarse, sorprendido por la rapidez con que estaba dejando de sentirse un intruso.