6

Los dos machos estaban peleando en medio del camino, ya dentro de la finca, tan absortos en su furia, tan empeñados en doblegarse, tan cegados en demostrar su superioridad y provocar la huida del rival que no habían advertido que se acercaba el todoterreno, un Kia Sorento de color ebonita. Sin dejar de mirarse, se detuvieron un momento para tomar aire y enseguida otra vez la mutua embestida, las bocas abiertas buscando la carne enemiga. Uno logró atrapar la oreja de su adversario y desde el coche Aurora alcanzó a ver —tan cerca estaban— el bocado de carne y la mella en el cartílago, la sangre saltando entre los grandes, afilados dientes de roedor. El herido reaccionó con furia y ambos se convirtieron de nuevo en una bola frenética y caliente de pelos y de sangre rebozada en el polvo de la pista, de modo que una cabeza se veía pegada a una pata y un instante después una boca parecía brotar de una costilla.

—Pítales —le pidió. Había estudiado dos años de Veterinaria, pero todavía se sentía incómoda ante la falta de pudor que a menudo exhibía la naturaleza.

—Sí —dijo Bruno, pero no lo hizo.

Aurora miró a su hermano sin insistir, esperando que terminara la pelea de los dos machos, cuya ferocidad creía exclusiva de algunos pájaros, de los gatos, de los gorilas, de los ciervos que enloquecían cuando llegaba el momento de procrear y las hembras en celo iban perfumando las hierbas por donde pasaban. Esa lucha contagiaba a todas las criaturas, incluso a aquellas liebres que en cualquier otro momento habrían dado una imagen arisca, pero no agresiva. ¿Qué misterio encerraba aquella pasión que asfixiaba y salvaba, que llenaba de orgullo y de vergüenza, de gratitud y de rabia a toda la naturaleza, que también a hombres y a mujeres les procuraba la felicidad o los arrastraba a las mayores estupideces, al peor sufrimiento, cuando no a la violencia? ¿Qué abrasadora energía desencadenaba aquel impulso a abatir al rival que pretendía la misma piel y cegaba de furia a sus víctimas, tanto que no advertían cualquier otro peligro? ¿De dónde brotaba aquel afán que trituraba la paz y subvertía las reglas naturales de la separación de sangres?

—Tengo atrás la escopeta —dijo Bruno.

En época de caza solía llevarla en el suelo del asiento trasero, al alcance de la mano, y Aurora supuso que estaba pensando en cobrarse las dos liebres de un solo disparo, por lo que insistió:

—Pítales.

El sonido del claxon detuvo el combate. Los dos machos, sorprendidos, se separaron sin darse la espalda y, al descubrir el coche, huyeron en una carrera fulgurante. Bruno los miró y ella supo con claridad lo que su hermano estaba pensando: que ya encontraría otra oportunidad para cazarlos cuando ella no pudiera impedírselo. De hecho, siempre la encontraba. No era de aquellos aficionados de ciudad que pasaban por encima de las perdices sin verlas y que siempre se estaban quejando de que hubiera tan pocos animales para tanto campo. Cuando cazaban en grupo, algunos achacaban su éxito a la suerte, diciendo que todos los pájaros volaban hacia su escopeta, cuando en realidad llegaban hasta él porque los otros fallaban.

El Kia Sorento avanzó por el camino de la finca, entre jaras y retamas, entre carrascos y algunas encinas escasas de bellotas, en un terreno más apto para la cría de cabras o de ovejas que para el ganado mayor, hasta llegar a una pequeña casa de campo con un establo anejo, en torno al cual picoteaban unas gallinas. Un poco apartados se veían unos comederos para las vacas. Bruno apagó el motor y ambos comenzaron a sacar unas pacas del establo y a distribuirlas entre los animales que acudían al olor del heno. En uno de los comederos Bruno echó unos kilos de pienso para el semental.

Luego se apoyaron en el coche a observar cómo los animales atrapaban con la lengua los puñados de pasto y los engullían poco a poco, saboreando las hebras que desaparecían por las comisuras mientras los miraban con gesto apacible, como si les agradecieran la comida. Con el frío creciente de los días preferían el heno seco y tibio a la hierba aún tierna y sin sabor o a los viejos restos cereales del verano, apenas ablandados por el rocío de los amaneceres.

—¿Quieres?

Aurora le ofreció una botella de agua que había sacado de la guantera. Desde que le habían extirpado los riñones enfermos y Bruno le había donado uno de los suyos —«Viviremos los dos o los dos nos moriremos», le había dicho—, los médicos habían insistido en que ambos bebieran con frecuencia. A él se le olvidaba, pero Aurora siempre lo tenía presente. Bruno bebió un trago largo, profundo y terapéutico, aunque no tenía sed. El parecido entre ambos se hacía más evidente en aquellos gestos, y fue como si se mirara en un espejo empañado que emborronaba las facciones: sus mismos ojos, su misma barbilla, su mismo cuello, el mismo calibre de pelo espeso y duro, pero todo en una versión tosca y sin pulir: los labios de Bruno, siempre húmedos, acentuaban la voracidad de su boca y en mitad de la frente, sobre las cejas, tenía un abultamiento que le daba cierto aspecto de cocodrilo. Por dentro, sin embargo, sí existía aquella diferencia que algunos idiotas supersticiosos atribuían a la picadura de la garrapata en el ombligo de su madre cuando estaba embarazada.

De pronto la asaltó un pensamiento recurrente en las últimas semanas: ¿morirían ambos al mismo tiempo, como había dicho Bruno? ¿Saldrían juntos de la vida del mismo modo que habían entrado en ella juntos, cogidos de la mano? Era improbable, pero contemplaba la posibilidad con cierto alivio. Solo se habían separado mientras ella estuvo casada. Había tenido dos hijos, que ya estudiaban fuera, y durante el tiempo en que su marido vivía habían mantenido su independencia. Bruno se había convertido en el hermano soltero y, más tarde, tío soltero, pero tras la muerte del marido había regresado a la casa familiar y ambos habían recuperado la unión anterior. Ahora vivían solos, sin necesidades y sin otra angustia que el temor a que un día cualquiera uno de los dos tuviera algún problema con su único riñón y ya no hubiera nadie para donarlo.

Aurora echaba de menos a sus hijos. Aunque poseían suficiente patrimonio para que al menos uno de ellos hubiera continuado con la explotación, ninguno había querido quedarse. Martín se había marchado a Pamplona a estudiar Farmacia y Luis, a Barcelona, a estudiar Cocina. Tenía la sensación de que, aunque no lo dijeran, ambos esperaban que vendieran las tierras y el ganado y les repartieran el dinero, y los ahorros acumulados en décadas aplicando sistemáticamente las tijeras sobre el austero presupuesto familiar, para pagar el traspaso de una farmacia o para abrir un restaurante y no convertirse, con la crisis, en esos eternos hijos veinteañeros que nunca se independizaban de la tutela familiar. Ninguno volvería al campo para modernizarlo y gestionarlo de manera más eficaz, a menos que cuajara la venta a Mistralia y pudieran comprar en las vegas del Lebrón otras tierras más llanas y fértiles, donde las labores pudieran mecanizarse. A su edad, ella y Bruno ya no tenían ganas ni ideas para emprender las reformas que exigía la creciente competitividad. Siempre habían criado sus reses en campo abierto, sin estabular, concediéndoles el terreno suficiente para moverse y respirar, para alimentarse de pastos naturales. Y luego estaba toda aquella burocracia de saneamientos y vacunas, de muertes y nacimientos, que exigía que un ternero llevara un carné de identidad con más controles que un humano…

En dos décadas todo se había vuelto demasiado complicado para ellos, cuando antes lo único que necesitaba un campesino era un puñado de buenas semillas y un arado, y todo lo que necesitaba un ganadero era un buen semental y la tierra suficiente donde pudiera pastar una punta de nodrizas. La naturaleza hacía el resto, antes de que hubieran llegado el pulgón y la brucelosis, la roya y el carbunco, las plagas y los animales excesivamente protegidos por la administración y por los ecologistas como Sonia Peregrino y Vidal, las cigüeñas cuyos nidos de media tonelada podían hundirte el tejado de la casa, los zorros demasiado aficionados a las gallinas y las urracas que te robaban la comida de la mochila colgada de una rama en cuanto te alejabas unos metros…

—¿Nos vamos? —le preguntó.

Las vacas, satisfechas, se alejaban hacia la laguna o se tumbaban a iniciar su lenta, laboriosa rumia, moviendo los labios con algo parecido a una sonrisa.

—Un momento —dijo Bruno. Cogió del establo un rastrillo con los dientes tan afilados como punzones, lo empuñó con las manos grandes y leñosas y enseguida amontonó en un comedero el pasto disperso.

Aurora, subida en el coche, lo miraba hacer, preguntándose si al fin lograrían resolver el problema que los acuciaba, posiblemente el último gran problema económico con que se enfrentarían durante el resto de su vida. Tenían que vender a Mistralia aquellos serrijones ásperos y pedregosos, de pastos escasos. Nadie les pagaría nunca ni la mitad de lo que les había ofrecido aquel técnico que había venido de Madrid para hablar con ellos, Álvaro García-Lage. El problema era la chica Peregrino y su novio, aquel tipo con coleta que siempre había vivido en la ciudad y sin embargo ahora pretendía saber más que nadie de las cosas del campo. Si ellos no vendían su vaguada, Mistralia no compraría a los demás.

—¿Crees que la nueva ingeniera logrará convencerlos? —le preguntó Bruno al arrancar, como si hubiera adivinado su pensamiento, algo que sucedía en ocasiones y que siempre la sorprendía.

—No lo sé, quizá no cedan. Están muy apegados a esa tierra. Y hay que reconocer que han hecho maravillas con el riego.

—Han tenido mucha suerte al encontrar agua —Bruno se resistió a reconocer sus méritos.

—Otros con el Lebrón al lado no han sido capaces de cultivar ni unas lechugas —discrepó Aurora.

—¡Lechugas! —murmuró—. Recuerda lo que nos decía padre: que con un ternero que él criara bajo su cama ganaría lo suficiente para comprar todas las verduras que consumíamos en un año.

—También decía que los agricultores miran hacia abajo, y que los ganaderos miran hacia lo lejos. Pero ya no estoy segura de que no se equivocara.

En efecto, había comenzado a dejar atrás aquel desdén familiar y a sentir admiración por los huertos bien cuidados. Frente al agreste desaliño de las explotaciones ganaderas, los huertos con pequeños cuarteles de gran rendimiento, con pulcras y rectilíneas hileras de hortalizas y sin una mala hierba le causaban una secreta envidia. La firmeza con que sus dueños ponían coto a las desenfrenadas ramas de las zarzas y la delicadeza con que trataban cada planta y recogían sus frutos le hacían sospechar que había en ellos una callada superioridad. Acaso todo fuera una cuestión de edad, se decía. La juventud, casi siempre nerviosa, impaciente, exasperada por la misma energía animal que dos horas antes habían visto en las liebres, no tenía sosiego para sentarse a ver crecer las plantas y madurar los frutos. En cambio, el ritmo de la gente madura era más acorde con el invisible, lento desarrollo de los vegetales.

Aparcaron junto a la casa del detective. Al acercarse a la puerta, Bruno le preguntó, receloso:

—¿Tú habías conocido antes a algún detective privado?

—No.

—No sabía que eso fuera un oficio. No al menos en Breda. Detective privado —repitió con desdén, como si hubiera pronunciado algo indecente.

—Ya te he dicho que ha estado por ahí preguntando por nosotros y que también ha ido a hablar con ellos. Cualquiera sabe lo que le habrán contado. Por eso tenemos que verlo, para que no crea que nos escondemos. Tú déjame hablar a mí.

Llamaron al timbre, unos segundos después se abrió la puerta y Cupido se sorprendió al ver ante él a los dos mellizos: la misma estatura y complexión, los mismos sólidos huesos frontales, aunque muy abultados en el hermano, protegiendo los ojos inquisitivos, la misma piel, como si solo los diferenciara la envoltura final del sexo, las siempre misteriosas glándulas de la pasión y de la procreación que oscurecían de barba el rostro del hombre o colmaban de carne la blusa clara de la hermana. Los mellizos y los gemelos siempre le habían provocado curiosidad, tal vez porque era hijo único y siempre estaba presente aquella sombra del hermano muerto siendo muy niño. No se le escapaba en los últimos años la proliferación de cochecitos dobles de las fecundaciones in vitro.

—¿Sí? —preguntó, aunque ya sabía de qué se trataba.

—Nos gustaría hablar contigo —dijo la mujer.

—De Sierra Ufana, supongo. Adelante.

El detective se apartó a un lado y les hizo pasar hasta el pequeño estudio, sorprendido por su visita, porque siempre era él quien llamaba a puertas cerradas solicitando información que le negaban o falseaban, rebuscando aquí y allá datos y confidencias, unas veces simulando desinterés ante un detalle revelador para no alertar la desconfianza, otras escuchando con aparente atención algo que ya conocía. Ahora, los dos hermanos Méndez, Aurora y Bruno, se le habían anticipado y venían a verlo. Cualquiera que fuese la razón, no caía en el error de menospreciarlos basándose en su tosco aspecto de propietarios rurales, en sus ropas de tonos verdosos, como las de los cazadores, que emanaban un tenue olor a hierba y a lana y en las que se habían prendido algunas hebras de pasto, en las botas de suela dura, a pesar de las cuales tenían algo de sigiloso. Conocía el orgullo que embargaba a aquellos ganaderos aficionados a la caza y excelentes tiradores, algunos de los cuales quemaban al año más pólvora que muchos militares. Y como a los militares, les gustaban las reuniones corporativas, las conversaciones sobre el precio de fincas o caballos en lonjas o en los inmensos barracones de las ferias ganaderas, en ambientes de mutua congratulación y gestos admirativos hacia los poderosos ejemplares de sementales o de nodrizas presentados para exhibición o venta. De un modo vago, pero palpable, los mellizos llevaban la marca de propietarios de tierras, aunque estaban ansiosos por vendérselas a Mistralia.

—Nos han dicho que estás investigando la muerte de la ingeniera —dijo Aurora después de presentarse con sus nombres.

—Sí. ¿La conocíais?

—Hablamos con ella varias veces y siempre nos entendimos bien. Si no hubiera muerto, todo este conflicto de Sierra Ufana terminaría solucionándose. Habíamos llegado a un acuerdo para venderles nuestras tierras y estábamos satisfechos con el trato.

—No éramos sus enemigos —dijo Bruno.

Cupido ignoraba quién de los dos hermanos había nacido antes, pero la iniciativa y la decisión de la mujer hacían pensar en su primogenitura.

—¿Quiénes lo eran? —les preguntó.

—¿Qué? —dijo Bruno.

—Enemigos. ¿Quiénes eran sus enemigos?

Los dos mellizos se miraron antes de hablar.

—Esa pareja —respondió de nuevo Aurora—. La chica Peregrino y ese novio suyo. Esther les ofreció de todo para que vendieran la vaguada, porque les resulta imprescindible para sacar adelante el proyecto, y ellos se negaron. Dicen que no aceptan presiones.

—Bueno, ahora sí tienen motivos para sentirse presionados —dijo Cupido—. Alguien les ha talado los almendros de su finca.

Ambos permanecieron en silencio unos segundos, sin mostrar gestos de sorpresa o inocencia, sin responder hasta que terminaron de sonar las campanadas —seis, la mitad del número que correspondía a aquella hora— que lanzó sin concierto el loco, inofensivo reloj de la cercana iglesia. Había ardido cuando el templo fue quemado en mayo de 1931 y desde entonces emitía en el momento de las horas un número caprichoso de campanadas: una, siete, dieciocho, cualquier número hasta veinticuatro, con una sonoridad firme y dolorida, como si aún sufriera las viejas quemaduras. Nadie se había ocupado de reparar sus mecanismos, como si su arreglo supusiera un ataque a la tradición o a la memoria, o tal vez por ese respeto que se le terminaba concediendo a la palabra de los locos.

—Se han buscado muchos enemigos por ahí —dijo al fin Aurora.

—¿Vosotros también?

—No nos caen simpáticos —respondió Bruno.

—¿Por qué?

—Al poco tiempo de llegar, Vidal ya pretendía darnos lecciones de cómo gestionar las cosas del campo. ¿De qué vale…?

—Nosotros llevamos aquí ochocientos años viviendo de la tierra —la interrumpió Bruno, como si repitiera algo que había oído muchas veces.

—¿De qué vale —continuó Aurora con un tono calmado— lo que hemos aprendido durante siglos comparado con la sabiduría de unos tipos de ciudad que leen dos folletos sobre cómo cultivar cebollinos y que prefieren criar perros y gatos a criar vacas y ovejas mientras fuman unas hierbas que no comerían los conejos?

—Conozco a gente que está regresando de las ciudades para cultivar la tierra y no lo hacen nada mal —discrepó Cupido, que había comprobado el entusiasmo que desplegaban algunos neorrurales.

—Nosotros no somos agricultores, somos ganaderos —dijo Bruno.

—Es parecido, ¿no?

—No —dijo Aurora—. Somos muy distintos.

—Una planta nunca se comerá una oveja, pero una oveja come miles de plantas —apoyó Bruno, como si le hubiera molestado la comparación del detective. Sus palabras evocaban las violentas rivalidades de las viejas películas del Oeste entre agricultores que vallaban con alambre de espino unos terrenos en las grandes estepas y orgullosos ganaderos que exigían espacios abiertos para sus reses. Y como en aquellas historias, también en Breda se apreciaba a veces esa supuesta hegemonía del ganadero sobre el hortelano, basada en la convicción de la supremacía de la carne sobre la hierba, en poseer más tierras y más dinero y en habitar casas más grandes, en cuyos profundos patios siempre dormitaba algún perro y piñoneaba un perdigón en una jaula.

—¿Para decirme eso habéis venido a verme?

—Hemos venido a decirte que nosotros no teníamos nada contra la ingeniera. Su muerte nos perjudica, porque ahora la venta de nuestras tierras queda en el aire. Esther estuvo en todo momento de nuestra parte y nos mostró su confianza.

—Se veía con alguien aquí, en Breda —dijo Cupido.

La mirada que cruzaron los dos hermanos no fue de sorpresa, sino de confirmación, como si hubieran esperado esa pregunta.

—Sí. Se veía con Mauri Ruiz —susurró Aurora, haciendo pensar en esa clase de viudas, un poco amedrentadoras, que lo saben todo de los hombres.

—¿Quién es?

—Trabaja allí arriba, en los molinos, en mantenimiento —respondió Bruno.

—Pero los fines de semana también pone copas en el bar de su hermana, el Ukelele —añadió Aurora.

Cupido conocía el bar, por donde había pasado en alguna ocasión, pero no lograba ponerle rostro a quien estaba tras la barra. Era un local amplio, con un pequeño escenario, y recordó el buen trato, la generosidad de las bebidas, el ambiente tranquilo sin la exasperación musical de otros locales, sin la ansiedad que segregaban los bebedores compulsivos.

En ocasiones había visto cómo los implicados en una investigación intentaban alejar de ellos las sospechas involucrando al mayor número posible de sospechosos. A eso, pues, habían venido los Méndez, a proclamar su inocencia revelando que había otras pasiones en torno a Esther Duarte. Y una vez dicho, ambos se levantaron para marcharse.

—¿Cómo era? —les preguntó de repente.

Los dos hermanos lo miraron sorprendidos.

—¿Esther? —preguntó Aurora.

—Sí. Dijisteis que tenía confianza en vosotros. ¿Qué tipo de persona era?

—Por lo que vimos, era una mujer decidida. Trabajaba muy bien en lo suyo y podía defender sus intereses ante cualquiera. Quiero decir que, aunque era ingeniera, se paraba a hablar con todo el mundo.

—¿Alguna vez dijo que temiera algo? ¿Mencionó alguna amenaza?

Aurora negó con la cabeza antes de responder:

—No. Era el tipo de mujer que sabe defenderse sola.

—Esa noche no supo defenderse —murmuró Cupido. Faltaba por hacer aquella pregunta tan elemental que siempre provocaba respuestas obvias, pero necesarias. Sin embargo, ahora no la hizo. Si los mellizos habían venido a hablar con él era porque tenían una firme coartada y ellos mismos se lo dirían. Y en efecto, antes de llegar a la puerta, Aurora se detuvo:

—¿No vas a preguntarnos qué hicimos la noche del sábado?

—Sí —respondió—. ¿Qué hicisteis?

—Estuvimos atendiendo el parto de una vaca. El ternero venía mal, se había atravesado. Tuvimos problemas para sacarlo y tardamos mucho. No había luna, se nos había fundido un faro del coche y no veíamos bien. Pudimos sacarlo a mitad de la noche.

—¿Os vio alguien?

—No. Nos bastamos los dos.

—Aurora estudió dos años Veterinaria —dijo Bruno con orgullo, los ojos opacos bajo la barra huesuda de la frente.