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—No es normal que te obliguen a trabajar también al mediodía y que no te dejen tiempo ni para comer —rezongó su madre en cuanto Miriam entró por la puerta—. Tienes el plato en el microondas, aunque ya estará frío.
—Ya he comido un sándwich, mamá —dijo aclarando la voz para que no notara que había llorado.
—Eso no es comida si tienes que volver al trabajo por la tarde. Diles que no puedes estar allí encerrada tantas horas, que tienes una madre enferma a quien cuidar.
—No puedo hacer eso, mamá. Sabes que ahora mismo hay cien candidatas esperando ocupar mi puesto.
—¿Y qué tal en la oficina? —pareció aceptar sus argumentos.
—Cansada.
—Pero ahora estarás, mejor, ¿no?, sin esa jefa horrible que te maltrataba.
—Al menos eso es un alivio —reconoció.
Abrió la ventana de su dormitorio y se cambió de ropa, arrojando sobre la cama el traje de Mistralia, cuyo color verde serpiente no la favorecía. Además, su tejido incrementaba el excesivo sudor que su cuerpo generaba en cualquier horario y en todas las estaciones del año y contra el cual no hallaba un antídoto. Había acudido a dermatólogos y endocrinos, había utilizado cremas y medicinas, había probado a no beber y a soportar la sed, pero ni aun así. O todos los productos eran engaños o placebos, o bien su cuerpo era tan peculiar, una esponja que el calor exprimía y a la que nunca se le agotaba el agua, que la ciencia no le hallaba remedio. Vistiera como vistiera, cualquier alteración anímica provocaba una explosión de sus poros que le inundaba las axilas, la frente, los labios, la espalda. No era algo que pudiera operarse, como la gente que eliminaba grasas con una liposucción o se estiraba las arrugas o se quitaba o añadía volúmenes. Y ya que no podía ir desnuda para combatirlo, al menos procuraba vestir con manga corta y bajar la temperatura ambiente, puesto que el peculiar termostato de su cuerpo le impedía sentir frío. Por supuesto, ella no tenía prerrogativas sobre la aclimatación de los locales públicos, pero en la oficina sí podría controlarla siempre que no estuviera Esther, porque al llegar se dirigía al termostato y exclamaba: «¡Qué frío hace aquí! ¡Esto está helado, no sé cómo puedes soportarlo! Vamos a subir unos grados. Bien podemos emplear unos vatios de la energía que producimos ahí arriba en impedir que esto sea la Antártida, ¿no te parece?».
Y enseguida la oficina se convertía en un horno en el que ella ardía entre llamaradas de odio, con el corazón envuelto en sudor y anhelando irse a casa y lavarse antes de que se avinagrara. Su cuerpo daba una información falsa de su alma, pero era imposible cambiar su naturaleza, contrarrestar aquella disfunción corporal que terminaba por darle aspecto de mujer descuidada, poco acorde con la imagen de brillo y esplendor de Mistralia. Sin palabras, Esther parecía recordárselo a diario. En aquella desigual confrontación entre jefa y empleada, la humillación se ampliaba con otros detalles irritantes: la corrección con tinta roja de una falta de ortografía en un escrito que ella podía haber arreglado con un simple golpe de ratón, el desdén o la ignorancia delante de los técnicos o del personal de la empresa, o el hecho de encerrarse en su despacho cuando Mauri venía a visitarla y allí dentro comenzaban las risitas y los silencios, como si la oficina fuera un lugar adecuado para sus arrumacos…
No, nunca se había encontrado bien en el trabajo con Esther, que quería reducirla al estado de esas secretarias sumisas con problemas de cervicales y con las orejas aplastadas a fuerza de teclear y de atender al teléfono, pero no quería perderlo, porque era lo mejor que había tenido. Antes había intentado abrirse camino en otras profesiones. Había trabajado de camarera, pero no soportaba ni los horarios ni las exigencias de algunos clientes. Confiada en su habilidad con la costura, había diseñado e intentado vender por su cuenta algunas prendas, pero su ropa le quedaba mal incluso a los maniquíes. Durante un tiempo había organizado reuniones de amas de casa donde vendía tupperwares y otros utensilios…, hasta que todos sus conocidos tenían ya suficientes envases para sobrevivir en un refugio atómico… Al final había conseguido aquel empleo en Mistralia y haría todo lo posible para mantenerlo, a pesar del aumento de horarios y de tareas que suponía la ampliación del parque eólico. Un trabajo cómodo podía ser muy duro si estaba lleno de pequeñas torturas cotidianas, y en cambio un trabajo duro era soportable si lo acompañaban gestos amables. Y ella estaba bien ahora, al cambiar de jefa. Su muerte le había favorecido. Además, ¿quién la echaba de menos? En pocas semanas Mauri ya estaría consolándose con alguna de sus admiradoras. Sin Esther Duarte el mundo le parecía un poco mejor y ella se sentía más segura en la empresa, a pesar de que Álvaro no terminaba de firmarle el contrato indefinido que le había prometido. Cuando, unas horas antes, regresó a la oficina sin Senda ni el detective, había vuelto a insistirle:
—¿Y el contrato? ¿Cuándo lo firmamos?
Pero Álvaro de nuevo había estado esquivó, más esquivo que nunca. Ni siquiera la había invitado a pasar la tarde con él, con la excusa de que tenía mucha prisa por regresar a Madrid a referirle al King las conclusiones de su gestión con los Peregrino, sin apenas esforzarse por ocultar su indiferencia, por simular que no mentía. Cuando, después de un beso fugaz, desapareció por la puerta, comprendió claramente que tampoco aquella historia la libraría de la soledad. En la oficina, hundida en un silencio demoledor, sintió que la empapaba un baño de sudor, que se ruborizaba y que los pómulos se le hinchaban bajo la piel. «Esto es el fin», pensó con la lucidez que le había faltado desde aquella tarde en Madrid en que acudió a su casa con docilidad, a una llamada suya. «¿Qué se hace ahora? ¿Qué se hace cuando el hombre a quien amas no quiere verte, se aleja de ti y desprecia todo aquello que le ofreces? ¿Hacia dónde dirigiré mis pasos cuando salga de aquí, si es el amor el que te hace ir a sitios adonde tú nunca irías y te lleva más lejos de donde tú nunca llegarías por ti misma, si es el amor el que hace que te detengas a contemplar el agua del río que pasa bajo un puente que de otro modo cruzarías deprisa?».
No, no había sido capaz de retenerlo. Una vez más había sufrido un espejismo. Álvaro la había engañado, la había atiborrado de mentiras, la había utilizado como una simple aventura. Y ahora ella volvía a ser lo que siempre había sido: una de esas mujeres desaboridas a las que nadie recuerda una vez que han desaparecido por la puerta. Las miradas masculinas rodaban por encima sin detenerse en ella, sin encenderse nunca con ese chisporroteo que tanto envidiaba cuando las descubría en los ojos de los hombres al observar a otras mujeres. De nada le valía ser amable en los grupos, dócil y nada belicosa, y compartir la opinión del último que hubiera hablado, porque nadie valoraba su conformidad ni aceptaba su alianza. Abatida, se veía como una de esas chicas invisibles que interpretan papeles de una sola frase hasta que un día dejan de hablar, cansadas de dar una noticia y comprobar que nadie las escucha, como si nada que viniera de su boca pudiera tener interés, y se retiran para convertirse en solteronas que viven en un piso con una mascota, con un valioso juego de café que nunca usan por miedo a romperlo y con los muebles protegidos con antimacasares y tapetes con flecos.
Picoteó un poco y ocultó el resto de la comida en la basura. Se preparó un café en la cocina y volvió al salón, donde su madre apenas parpadeaba observando el televisor.
—¡Fíjate! No dirías que es la misma persona.
En la pantalla dividida se veían dos imágenes del mismo hombre, antes y después de someterse a implantes de pelo, ortodoncias y varias operaciones de cirugía estética que le habían cambiado integralmente el aspecto. La crudeza de las imágenes que reflejaban todo el proceso no anulaba la brillantez del resultado: habían convertido en atractivo a un hombre feo. Sin embargo, en la entrevista que le estaban haciendo no se mostraba del todo satisfecho con el resultado.
—Bueno, parece que resulta más fácil cambiarle el aspecto que cambiarle el carácter.
—El carácter es lo único que no cambia nunca —dijo su madre sin dejar de mirar la pantalla.
Su madre se sentía fascinada por aquellos programas, tal vez porque tenía tan desgastadas sus articulaciones que a veces se oía el repiqueteo de sus vértebras y también soñaba con una operación que la renovara por dentro. Pero no solo le gustaban los dedicados al cambio de aspecto, también los que mostraban la transformación de las casas: al elegido le hacían salir un par de días de su hogar y a su regreso lo encontraba todo renovado, tanto que no parecía el mismo: la pintura, la fontanería, el alicatado, las cortinas, los muebles.
—¿Por qué no llamamos? A lo mejor nos eligen y nos cambian todo esto —propuso un día su madre.
—¿Tú crees que vendrían hasta aquí?
—¿Por qué no?
—No nos elegirían. El mundo está lleno de gente que ni se gusta a sí misma ni les gusta la casa donde viven —concluyó.
Antes —pensó resignada, pero eso ya no lo dijo—, la gente quería cambiar el mundo; ahora era el mundo quien cambiaba a la gente para adaptarla al canon oficial de belleza. Una de sus manifestaciones más exitosas eran las chicas anoréxicas y huesudas que solo bebían agua de alta cocina y solo tomaban alimentos libres de grasa. Y en ese nuevo molde ella no tenía cabida.