36
Francia, septiembre de 2011.
Valvanuz se encontraba cómodamente instalada en el asiento del copiloto del Mercedes S320 de Teo. Las chicas iban detrás, somnolientas a causa del madrugón. Mientras se recreaba con el paisaje que discurría envuelto en las brumas costeras del amanecer, como si fuera un sueño, trataba de discernir cómo se había dejado convencer. De los amigos de Teo no le extrañaba, pero que sus primos se hubieran adherido a la locura la había descolocado. Desde el cumpleaños de Blanca, Paco y Teo habían confraternizado en detrimento de su poder decisorio: eran demasiados para oponerse continuamente, así que aceptó. Y allí estaba, viajando a ciento cincuenta kilómetros por hora y superando el límite permitido, hacia la frontera de Irún en una maravilla de la ingeniería que se desplazaba sin ruido y devoraba la carretera suavemente.
—¡Qué curioso! No parece que vayamos a ciento cincuenta por hora —expresó en voz alta y, por el rabillo del ojo, observó cómo Teo esbozaba una sonrisa, pero no abrió la boca y siguió concentrado en la conducción.
¡Habían embaucado a sus hijas! Quienes también participaron en la encerrona, siguió rumiando en silencio, habían hablado con ellas a su espalda y las habían convencido. De Blanca no le extrañaba nada, pues Teo y ella se entendían a las mil maravillas desde que se conocieron, algo incomprensible para Valvanuz. La tímida, la asustadiza e insegura Blanca se había arrojado a los brazos de un hombre de quien ella misma huía como del diablo, aunque por otras razones. ¡Qué parecidas eran Blanca y ella! La diferencia estribaba en una infancia infeliz, temerosa, llena de gritos, represiones y negación de la autoestima por parte del padre. Teo era la antítesis y la chiquilla lo captó al vuelo y le entregó su alma ¿lo sabría Teo? Rezaba para que no le hiciera daño inconscientemente. Teo era un hombre con muchas cualidades: divertido, atento, incapaz de hacer el mal, de mentir, con su propio código de conducta y muy generoso en todo menos en sus propios sentimientos, nunca se había entregado a una mujer, nunca se había abandonado. Ella estaba casi segura, y Lucía y Rosa se lo habían confirmado: ponía mucho cuidado en eso de los embarazos, aseguró Rosa, no quería remordimientos de conciencia ni hijos desperdigados sin familia. ¿Ya no soy virgen?, recordó Valvanuz sus palabras en el prado del faro.
—No te he tocado, te lo prometo.
—¿El qué no has tocado? —preguntó Teo, sin dejar de mirar al frente.
—¿Qué? —preguntó a su vez Valvanuz, sobresaltada al darse cuenta de que había expresado sus recuerdos en voz alta.
—Has dicho que me prometías que no me habías tocado o algo así he entendido —repitió Teo.
—¡Ah! —suspiró Valvanuz. Sintió un golpe de calor en el rostro—. No era nada contigo, pensaba en alto —se excusó y cambió de tema rápidamente—. ¿Por dónde vamos?
—Seguimos en la autovía, acabamos de rebasar Mont-de-Marsan. Pronto cogeremos la nacional hasta Bergerac. Son las once, nos detendremos a comer los sándwiches en algún parque antes de llegar allí. A partir de ahora, el viaje será más lento.
—Pero hemos hecho más de la mitad del recorrido —objetó Valvanuz consultando el mapa.
—Por autopista. Tardaremos casi lo mismo en llegar al hotel aunque te parezca mentira. Es una zona de carreteras estrechas, llenas de glorietas y con mucho tráfico en esta época a causa del turismo —explicó Teo.
—Lo conoces muy bien —se admiró Valvanuz.
—Digamos que es una vía de escape que he utilizado en más ocasiones.
—Una forma discreta de decirlo.
—Te equivocas. He venido siempre solo. Es un sitio privado, mío y de mí mismo. He dicho vía de escape, no de desahogo. Si viniera acompañado, podría dar lugar a falsas expectativas.
—Y en eso pones especial cuidado —matizó irónicamente Valvanuz.
—De verdad que no os comprendo. Soy honesto y me criticáis por ello, ¿preferiríais que os mintiera?
—Reconoce que al menos nos dejarías el derecho al pataleo: cabrón, hijo de puta y esas cosas, ya sabes. Pero que encima tengamos que estar agradecidas, es el colmo.
—Una cuestión de orgullo, el hombre siempre por debajo. Además de prestaros un servicio debo dejarme avasallar.
—Habría que plantearse quien presta el servicio a quien —defendió Valvanuz al sexo femenino—: sería recíproco, digo yo.
—¿Y tú qué opinas, María? —inquirió Teo, mirando por el retrovisor a las chicas.
—Que sois dos cínicos de cuidado. Procuraré recordar esta conversación cuando llegue a vuestra edad para no caer en la misma estupidez. ¿Cómo se puede ser tan frío? ¡Hablar de servicios cuando se quiere hablar de amor! ¡Patético!
—¡María! —exclamó escandalizada Valvanuz—. Es una conversación sin más, nadie quiere hablar de amor.
—Es que María está enamorada —acusó Blanca.
—¿De Berto? ¿No es muy pronto para realizar esa afirmación? —indagó Valvanuz—. Se gustarán, son muy jóvenes.
—O más valientes que otros —matizó Alicia con retintín.
—Mirad. ¿Qué os parece este sitio? Hay mesas y bancos junto al lago —cortó Teo la discusión en la que se iban a enfrascar las mujeres.
Tal y como había vaticinado Teo, el trayecto se ralentizó por el tráfico, pero no lo lamentaron pues el paisaje, las casas y las arboledas que abrazaban las carreteras merecían toda su atención. Salió el sol y pusieron el aire acondicionado. Teo aderezó el camino con anécdotas y hechos históricos de Francia que despertaron variados comentarios entre las mujeres. Antes de llegar a Périgueux, tomaron la autovía durante un pequeño tramo para coger la salida dieciséis que les dejaba en la nacional hacia Thenon, donde se desviarían por la comarcal hasta Auriac, antes de Montignac. Allí, en las afueras de Auriac, en medio de la nada, junto a un pequeño río, los esperaban los dueños de Le Moulin de Mitou.
Tras los saludos de rigor, la cariñosa y vivaracha francesa no dejó de parlotear mientras les asignaba las habitaciones y apuntaba sus datos en una auténtica demostración malabar de que se podía hacer todo a la vez y sin despeinarse. Salieron al exterior del edificio antiguo a otro más moderno, forrado de madera el exterior para reducir el impacto visual. Se repartieron tres habitaciones de la planta baja a las que se accedía directamente por el jardín y disfrutaban de terraza por el lado contrario, hacia el río y el bosque.
—¡Oh! ¿Habéis visto? Puedo bailar en la mía, es muy grande —exclamó Blanca y, emocionada, se asomó a la terraza.
—La nuestra es preciosa —corroboró María desde su terraza.
—¿Habéis visto el baño? —sugirió Teo, asomándose a la suya.
Las oyó gritar alborozadas, compartiendo sus impresiones, y se sintió como el Rey Mago del verano.
—¿Puedo fisgar la tuya? —oyó a Blanca en el dintel de la puerta, abierta y sujeta todavía con la maleta.
—Puedes —permitió Teo.
Blanca entró y lo miró todo con la avidez de una chiquilla. Alicia se asomó pero no se atrevió a entrar.
—No sé lo que tenéis en mente vosotras, pero yo, antes de cenar, voy a darme un chapuzón en la piscina para refrescarme del calor del viaje.
Desaparecieron en un segundo dejándolo solo. Entró la maleta y cerró la puerta. Había dicho algo durante el viaje que era cierto: nunca había llevado a nadie allí. ¿Por qué había roto la regla?, reflexionó mientras deshacía el equipaje. Lo real y palpable era que se sentía feliz de haberlo hecho y que el estómago le jugaba extrañas pasadas, estaba tan nervioso como ellas ante lo desconocido, pero con la diferencia de que él ya lo conocía. El viaje encerraba también algo de huída. Había sido una semana terrible la del funeral de Marisa y luego las misas en San Roque, donde sintió todas las miradas centradas en su persona: el último que la había visto con vida, el que cenó con ella en el club de Tenis a la vista de todos. Cerró la maleta y la dejó apartada donde no estorbara, cogió el traje de baño y se cambió. No debía sentirse culpable de no haberla acompañado hasta el mismo portal. Eran mayores y la zona era segura: no había sido un asesinato fortuito. Si no lo hubiera conseguido esa noche, habría sido otra, aunque la víctima sería distinta. Sacudió la cabeza para apartar semejante idea y se concentró en lo que estaba haciendo.
Cuando salió al jardín, siguió el camino de piedra, pasó por encima del canal o calce del molino, que llevaba el agua del río al depósito o camarao, y continuó por el camino pegado a la pared del antiguo edificio que le conducía a la entrada del recinto de la piscina. Era el primero en llegar, las mujeres necesitaban mucho tiempo para entrar dentro de un biquini. Se río de su propia ocurrencia al imaginarse los comentarios que suscitaría semejante afirmación entre Rosa, Lara y Lucía. Dejó la toalla sobre una tumbona y se duchó antes de entrar en el agua. El mero contacto actuaba como una promesa sedante y relajante, se abandonó sobre el agua y el cansancio de brazos, cervicales y demás, desapareció. ¿Qué poder mágico y curativo guardaba el agua para ejercer ese efecto sobre el organismo? Las chicas aparecieron envueltas en los albornoces que el hotel dejaba en el armario a disposición de los clientes, se aproximaron tímidamente y admiraron el entorno, cada una se adueñó de una tumbona y desfilaron por la ducha. Tras el baño, salieron a calentarse al sol.
—¡Chist! —ordenó Teo—. Guardad silencio, cerrad los ojos, soltad los brazos, no pesan, luego las piernas, respirad despacio y profundamente, el aire es limpio, escuchad el ruido de la brisa en las hojas de los árboles y dejad que os arrullen. Estamos solos, no hay nadie, sólo el bosque.
Se quedaron así un rato, olvidados de todo, descansando, sin planes ni preocupaciones, hasta que…
—¡Qué tonta eres, María! Deja de hacer el payaso —reprendió Alicia en un susurro.
—¿Qué he hecho yo? —se enfadó María.
—Roncar —aclaró Alicia.
—Yo no… —y se oyó otro ronquido, como un suspiro—. ¡Es mamá! —gritó ahogadamente para no despertarla.
Todos se volvieron hacia Valvanuz que dormía beatíficamente. Teo se levantó y le echó el albornoz por encima con cuidado de que no se despertase.
—¡Chist! —repitió—. Ésta es la razón por la que hemos venido ¿no? —alegó con una sonrisa de complicidad y todas se volvieron a tumbar en silencio para atrapar los últimos rayos de sol.
La cena fue un espectáculo que disfrutó Teo a placer. Escogieron diferentes platos para probarlos todos y se deshicieron en alabanzas al cocinero. Valvanuz, tras la reparadora cabezada, se fijó en todos los detalles de la decoración, tanto de la mesa como de la sala, propinándole codazos de vez en cuando para que observara esto y aquello. Teo le recomendó que tomara nota de lo que estaba viendo para la futura decoración del hotel.
—Han mezclado muebles antiguos con otros viejos y reciclados, eso que los franceses llaman brocante.
—No estoy seguro. Me parece que en España le han dado un significado algo cambiado, como tú dices, es un mueble reciclado; mientras que en francés es la compra-venta de muebles antiguos —reflexionó Teo—. Y yo no he de fijarme en nada, la decoración y los detalles te los dejo a ti, ya que tanto te divierten.
—El detalle es importante porque contribuye a la calidez del local —explicó Valvanuz lanzada—. La sensibilidad y el buen gusto se reflejan en los detalles. ¿Acaso te da igual tomar el vino en una copa de cristal que en un vaso de plástico? No soy ninguna pedante, pero reconozco que una mesa bien dispuesta predispone a saborear los platos. ¡Dios mío, una tabla de quesos! ¿Éste es el postre?
—No. El postre viene después —corrigió Teo con una sonrisa.
Los siguientes días se dedicaron a recorrer la región del Périgord y Lot. Se llegaron a la sima de Padirac, por la que navegaron a ciento tres metros bajo tierra por el río subterráneo; pasearon por Rocamadour, una villa medieval bajo una peña; cenaron en Sarlat, otra villa medieval; y visitaron los castillos que iban encontrando por el camino, sin prisa, parando aquí y allí, sin horarios. Por la noche, se reunían en la habitación de Teo para planificar la ruta del día siguiente.
—Mañana iremos a Monbazillac. Es un castillo con viñedos y bodega, y de regreso comeremos en Bergerac.
Valvanuz los dejó con las cabezas unidas sobre el plano en el que Teo marcaba la ruta y se sentó en la terraza, frente al oscuro bosque. Se arrebujó en la chaqueta que llevaba sobre los hombros, pues por la noche refrescaba bastante, echó la cabeza hacia atrás y escuchó el rumor del agua que no veía. Se sentía fuerte, reconfortada, descansada tras varios días de buenos sueños, lejos de las aprensiones. Aunque no se engañaba, era un pequeño intermedio en medio de una guerra, privada y secreta, pero una guerra que, de momento, batalla a batalla, iba ganando a costa de sinsabores, sustos y miedo por sus hijas. Si estuviera sola… pero era absurdo planteárselo: la realidad era ésa y no se arrepentía de haber concebido a sus hijas. ¡Qué fácil lo tenían los hombres! Se desprendían de las responsabilidades como de un gabán viejo. Pero ella acudía al frente de batalla con sus hijas a la espalda: trabajaba para mantenerlas y se defendía de los ataques de un perturbado. No, no debía rememorar los problemas, debía escuchar el aire rozando las hojas de los árboles, el agua purificadora, debía relajarse, sentir, vivir. Abrió los ojos y se percató de que no estaba sola. Teo permanecía quieto, sentado a su lado.
—No te he sentido —se excusó—. ¿Se fueron? —preguntó al percatarse del silencio en la habitación.
—Cada mochuelo a su olivo —confirmó Teo.
—Cojo la indirecta —replicó Valvanuz e inició un movimiento.
—Pues suéltala, porque sólo existe en tu mente. —La detuvo apoyando una mano en su antebrazo.
Valvanuz sintió el calor de esa mano grande, de dedos largos y finos, de piel suave y cálida, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Si él lo notó, no dijo nada.
—Soy consciente de que te he traído aquí para que descanses y olvides ciertos problemas; sin embargo, cuanto más tiempo paso con vosotras, más preguntas me hago. Lo único que me detiene para coger un avión y plantarme en Madrid para conocer a tu ex marido, es el temor de romperle las narices; pero te confieso que hay días en que me retuerzo de curiosidad —confesó serio.
Valvanuz rió tenuemente.
—Haces bien. Ese individuo no merece que te encarcelen ni que le pagues una cara nueva.
—¿Qué me puedes decir de él? Alicia se parece físicamente, pero ¿alguna tiene su carácter, sus gestos?
—No, creo que no, y si los tuviera, han sido modificados por las frustraciones sufridas, la falta de calor y cariño, las reprimendas, las prohibiciones, los encierros. Te juro que ni yo misma me explico cómo son tan maravillosas. Me ayudan tanto, me apoyan. Igual María y Alicia tienen esos genes porque son fuertes. Blanca es como yo, aunque su inseguridad es muy marcada y me preocupa: ¿podrá superarla?, ¿volará sin ayuda?
—Tú también eres fuerte, siguen tu estela. Yo creo que os apoyáis las unas en las otras: cuando una se tambalea, las otras sujetáis. Es bonito veros tan unidas.
—Alicia se va y su marcha me pesa como una losa. Creo que voy a enloquecer este invierno de ansiedad. No me di cuenta, ¿sabes? ¿Podrías decirme la diferencia entre una disputa doméstica y un maltrato? ¿Podrías decirme cuándo percibes que no conoces a la persona con la que compartes el lecho? ¿Cuándo se efectuó esa transformación? No hago más que darle vueltas para poder perdonarme a mí misma. Y una vez que eres consciente de ello y no cortas por vergüenza, por miedo, por inseguridad, por tus hijas; te mereces que te pongan en la picota de la plaza del pueblo para que todos vean lo tonta que puedes llegar a ser.
—¡Menos mal que has sido tú y no yo! En caso contrario me achacarías el hacer trampa.
—¿A qué te refieres?
—Me debes un beso.
Valvanuz pegó un respingo al caer en la cuenta de que había dicho tonta y lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos.
—No te lo voy a robar. Voy a dejar que te comportes como una señora y pagues tu deuda —dijo tranquilamente sin moverse— aunque, sinceramente, espero que me lo pagues sobre la marcha y no lo pospongas como una vulgar deudora.
—¿Me estás seduciendo como si tuviera quince años? —se revolvió Valvanuz.
—No te pongas melodramática —replicó con una sonrisa cínica—, sólo es un beso.
Valvanuz se puso en pie, pero Teo estaba sentado de manera que le impedía abandonar la terraza. Se levantó despacio y retiró la silla sin abandonar la sonrisa retadora y burlona.
—En tus labios está que te persiga como un acreedor en los momentos más inoportunos —le recordó.
—Eso es chantaje —acusó Valvanuz, quien resolvió terminar el asunto de una vez por todas. Total, estaba haciendo un mundo de un beso, ¿pensaría que era una remilgada? Eso, nunca, aunque le costara noches el recuerdo del calor de sus labios—. Está bien. Lo mejor será terminar con esta comedia —se envalentonó.
Teo se agachó para facilitárselo, con los labios entreabiertos y húmedos. En cuanto se unieron a los suyos, las lenguas escaparon avariciosas a por su recompensa y recorrieron lugares extraños, los labios succionaban ávidos de los contrarios. Teo inició la retirada pero los brazos de Valvanuz se lo impidieron y los dedos, que por decisión propia, se enredaron en su rubio cabello, un pelo fino, con el tacto y el cuerpo de un niño. Era suyo ese beso, pensó Valvanuz y reinició la danza de la lengua, no tendría más y quería aprovecharlo hasta el final. La boca de Teo era cálida como el verano y su cuerpo cobró vida junto al suyo. Deslizó las manos hacia ese cuerpo para tocar la piel bajo la camisa, quería recordar su calor, su tersura. Sintió que Teo la elevaba del suelo con un abrazo. Sus brazos, fuertes y firmes, la estrechaban; las manos, que tanto había recordado, que llevaba grabadas en la memoria, ahora eran reales en su recorrido por el pecho, buscaron el camino y lo hallaron bajo la blusa. Se estremeció entera, desde el dedo gordo del pie hasta la nuca. Teo tiró de ella logrando liberarse de los brazos que le atenazaban el cuello y de las manos que le revolvían el sedoso cabello, ¡qué fino era! Se miraron jadeantes durante unos segundos: él preguntando, ella respondiendo al no apartarse; y así, sin mediar palabra que empañara el momento, se abatió sobre el cuello que ella le ofreció, sintió que las piernas le fallaban y él la recogió y la llevó a la cama sin deshacer. Se detuvo, tiró del cobertor y luego de las sábanas y la echó sobre ellas sin dejar de desnudarla, mientras ella le desabotonaba la camisa. No quería pensar porque no quería arrepentirse, porque dolería en el futuro, porque se estaba equivocando, porque, como una colegiala, se saltaba las reglas sin considerar las consecuencias. Recorrió el cuerpo de Teo con las manos, más largo y más blando de cómo lo recordaba, sintió los labios que bajaban del cuello al pecho y jugaba con los pezones. Gimió. ¿Dónde estaban las manos grandes, fuertes y cálidas? Y las descubrió aguantándose, desperdiciadas. Lo enredó con sus piernas y le besó en el interior del codo para hacerlo caer, como si fuera una llave, él quería ir despacio y ella tenía prisa, no se ponían de acuerdo y se revolvía exigiendo, apremiando hasta que él cedió y se entregó.
Valvanuz se despertó. La luz de la noche iluminaba tenuemente la habitación que se había quedado fría: se habían olvidado de la puerta de la terraza. El cuerpo de Teo la abrigaba con una pierna y un brazo sobre ella. Sentía la respiración rítmica sobre la nuca de quien duerme en paz. ¿Qué había hecho? Era tarde para lamentaciones, pero habían sido tantos años deseándolo. Tomó la mano de Teo, que colgaba dormida delante de ella, y se la acercó a los labios despacio para no despertarlo. Besó la palma en un gesto que había soñado mil veces, y la muñeca, suave, dulcemente. Olía a Armani, el aroma que la había perseguido todos estos días, que flotaba en la habitación cada vez que se reunían para trazar los planes del día siguiente, su aroma. Volvió a besar la palma y la aproximó a la cara para sentirla más íntimamente y ésta cobró vida e iniciativa propia acariciándola, sintió unos labios húmedos en el cuello que lentamente la recorrieron, ella se volvió y sus labios se encontraron y se reconocieron como viejos amigos y todo se repitió igual, los besos, las caricias; pero distinto, más lentamente, con la pereza del que degusta el placer, como el paralelismo literario repitieron los besos, copiaron las caricias, los cuerpos se unieron en una única rima y se movieron al ritmo lento y repetitivo de una poesía, tan antigua como el amor que recitaba, tan nueva para quien la oía por primera vez, conservada como un tesoro por los hombres a través de los siglos, para resucitar al ser leída, como el amor cuando surgía, cuando se estrenaba: tan viejo, tan virgen a la vez.