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Santander, julio de 2011.

 

Valvanuz estaba preocupada. Teo era el hombre más encantador de la tierra, respetado en sociedad, con dinero y, lo más significativo, soltero. Aunque todo pareciera casual, no lo era. Estaba segura de que, si no se había casado, no había sido por falta de oportunidades. ¿Sería ella su próximo objetivo? ¿Por qué había invitado a Blanca a disfrutar de un día en barco con sus amigos? Ya no era aquella niña inocente a la que llevó a un prado en el faro; a fuerza de sufrimiento había perdido la confianza y la ingenuidad ¿o llevaba la palabra tonta grabada en la cara? Probablemente sería eso. Habría deducido que si había soportado a semejante marido, la conseguiría envolviéndola entre algodones. Era bueno, muy bueno en su papel de seductor, con esa amabilidad a flor de piel, la aureola de cirujano y esos huesos tan grandes. Desde niña le había fascinado el tamaño de Teo, su aplomo en el trato con las personas, se reía de sí mismo, de su fealdad. Si no insistiera tanto en eso, nadie se percataría de la cara alargada, de los ojos pequeños, desvaídos y de la palidez; lo olvidarían en cuanto lo oyeran con el sarcasmo en la punta de la lengua como ella lo hacía. Había ensanchado y sus miembros se habían redondeado, pero se intuía la musculatura que le había proporcionado el ejercicio. Lo que más le fascinaba era sus manos, y no por la precisión con la que manejarían el bisturí, sino por el recuerdo que habían dejado en el cuerpo. No cometería el mismo error otra vez; seguía siendo el mismo conquistador de siempre y debía mantenerse alerta. ¿Pero qué pintaba Blanca en este baile?

—Valvanuz, ¿vas a tardar mucho en limpiar la mesa? —la despertó Adrián, otro camarero temporal como ella.

 

Blanca abrió la puerta a Lidia, que llegaba con la ropa para el barco.

—¡Qué casa tan divertida! —exclamó ante la variedad de colores en las puertas.

—A cada puerta le corresponde la habitación de ese color. Arriba están los dormitorios y la rosa es mi cuarto —indicó Blanca y la dejó pasar delante.

—Huele a nuevo —constató Lidia.

—Mi madre terminó de pintarlo hace unos días.

—¿Tu madre? ¡Qué fantástico! Se nos hace tarde, pruébate esto. Mi padre vendrá enseguida. He quedado en el paso de cebra.

—Echa una ojeada mientras tanto —invitó Blanca, subiendo a su dormitorio.

—Se nota que os acabáis de instalar, tenéis muy pocas cosas. Mi casa está abarrotada, todo se guarda —comentó Lidia en voz alta desde la sala.

—Ya estoy ¿me queda bien? —preguntó. Estiró los brazos para que viera la cazadora.

—Perfecto, si los náuticos no te hacen daño.

—No, calzamos el mismo número y, como ya están usados, se han suavizado.

—Vámonos, pues. No olvides la gorra —recordó Lidia tomando la delantera.

 

Teo observaba a Grey que se mostraba inquieto por la inestabilidad del suelo flotante y se había echado sobre el pantalán en actitud alerta. Había rellenado de hielo la nevera y había colocado la comida en los anaqueles para que no se moviera durante la navegación. Era la primera experiencia de Grey en el mar y rezaba para que no se mareara o se tirase de cabeza al agua. Vislumbró la llegada del coche de Emilio en el muelle y respiró de alivio en cuando distinguió la cabeza roja de Blanca. Siempre había oído que al santo se le venera por la peana y había decidido comprobarlo. No conocía la historia de Valvanuz, excepto que estaba herida y reticente; pero le gustaban sus piernas delgadas y finas, su sonrisa entre pícara y desafiante, cuando se acordaba de esbozarla, la misma que había descubierto en Blanca. Se parecía mucho a su madre de joven, tan espontánea e ingenua. «Entonces, ¿sigo siendo virgen?». Teo se sonrió como siempre hacía cuando lo recordaba, no podía quitárselo de la cabeza desde que la había encontrado de nuevo.

—¿Somos los primeros? —indagó Lara, que precedía a los demás con un bolsón.

—Así puedes coger sitio —la animó Teo bajando al pantalán para ayudarla a embarcar.

—¿Éste es el chucho? ¡Qué mono! ¿No encontraste nada más discreto?

—¿Desde cuando la discreción ha sido una virtud en mí?

—¿No es un poco temprano para que comencéis los debates dialécticos? —gruñó Emilio, que cargaba con más bolsas—. Vicente, desata las velas mientras ayudo a tu madre ahí abajo.

—Vosotras a proa hasta que salgamos —ordenó Teo a Lidia y a Blanca.

—¡Hola a todos! —gritó Pedro desde el muelle.

—Llegan los refuerzos —informó Emilio, ajustándose mejor las gafas de sol.

—¿Cómo se llama? —preguntó Conchi. Se acuclilló para acariciar al perro y entorpeció el paso a Rosa, que llegaba detrás de ella cargada.

—¡Grey! —gritó Lidia desde la proa— ¡Ven, Conchi! Te presento a Blanca. Tiene una casa pintada de colores, su habitación es rosa.

—¿La has visto? —se interesó Teo.

—¡Pues claro!

—Blanca, vas a tener razón, soy el único santanderino que no ha visto tu cuarto. Habrá que subsanarlo.

—¿Qué ocurre con qué casa? —investigó Pedro desorientado.

—¿Recordáis la casa que pintaron de rojo frente al Chupi? —expuso Teo y ante el asentimiento de los oyentes continuó—: es donde vive Blanca y su madre ha pintado el interior de colores y no dejo de oír hablar de ello.

—¡Es guay! —corroboró Lidia entusiasmada—. Tenéis que aprender a decorar, que sois unos carcas.

—¿Qué edad tiene tu madre, Blanca? —indagó Rosa.

—Buen intento, pero no —se adelantó Teo—, es de tu edad o un poco mayor.

—Una moderna —ironizó Lara.

—Una vanguardista, habla con propiedad —terció Lucía embarcando—. Se os oye por todo el puerto.

—Los eufemismos te los dejo a ti —puntualizó Lara.

—¡Todos a sus puestos! —gritó Mariano— ¿El perro viene también?

—¿No pretenderás que abandone al mejor amigo en el muelle? —declaró Teo fingiendo enfado.

—Ésta sí que es buena ¿habéis oído? Nos ha canjeado por un chucho —denunció Emilio.

—Que pasa a la categoría de perro cuando tiene pedigrí y vale una pasta —informó Pedro.

—Ya me ocupo yo del chucho —se ofreció Bernardo.

—Uno siempre reconoce a los de su raza, aunque te falta el barrilito colgando del cuello —rió Emilio.

Las reuniones siempre eran así, con la ironía a flor de piel, con el chiste en el bolsillo para contarlo en el momento oportuno, atentos a sacar punta a cualquier comentario banal, pero con la finalidad de hacer reír, de olvidar la rutina, de mantener los lazos de unión. Mientras salían a motor del puerto hacia la bahía, Teo echó un vistazo a Blanca que se hallaba sentada en la proa y conversaba con Conchi y con Marta: se había integrado rápidamente.

Salieron hasta cabo Mayor y regresaron para echar el ancla entre la isla de Santa Marina y la playa de los Tranquilos, donde el agua estaba tan clara que se distinguía perfectamente el fondo arenoso. Grey aguantó bien el viaje, aunque pegado a su pierna y sin mover una oreja, por si acaso.

—¡Toca baño! —gritó Mariano en su función de capitán en cuanto el barco estuvo asegurado— ¡Vicente, los flotadores! ¡Bernardo, la escalerilla!

La bañera del velero se convirtió en un hervidero de empellones, de risas y de prisas.

—¡Orden! De uno en uno —pidió Pedro en la popa—, que el agua no se va a enfriar.

Poco a poco, la bañera se despejó y Teo vio a Blanca sentada junto a Grey, contemplando a los demás en el agua.

—No me digas que estás con la regla —se acercó Teo.

La chica negó sonrojada ante la familiaridad de Teo para hablar de ciertas cosas.

—No sé nadar —murmuró.

—¡Cómo! ¡Imposible! Una hija de Santander. Me consta que tu madre lo hace muy bien.

—Nací en Madrid y nunca he visto a mi madre nadar.

—¿Es la primera vez que estás en Santander? —Y ante el asentimiento de Blanca, siguió—, pero en Madrid iríais a la piscina en verano.

—No, no salíamos de casa.

—¿Qué quieres decir con que no salíais de casa? —preguntó desconcertado.

Teo tardó en darse cuenta de que había navegado por aguas turbulentas. Blanca lo miró asustada en cuanto se percató de que había hablado demasiado, guardó silencio y desvió la mirada al mar.

—Vamos —resolvió Teo y se levantó—. Te enseñaré yo.

Le costó convencerla, pero finalmente se rindió. Descendieron por la escalerilla y Teo la sujetó al final, la llevó al lado contrario de donde estaban bañándose los demás, en torno a los flotadores que habían echado al agua y que permanecían amarrados al barco. La muchacha se mostró dócil y en absoluto asustada a pesar de que su inexperiencia era evidente. Teo atribuyó la pérdida de espontaneidad al nerviosismo de encontrarse en un medio que no dominaba, pero más adelante constató que Blanca se había replegado y había dejado de integrase en el grupo para no cometer otro error. Y ése fue el acicate para que Teo se replanteara su estrategia.

 

Tú, como el viento sur
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