5
Madrid, octubre de 2010.
Alicia volvió a mirar el reloj en el que parecía que los minutos no corrían. El estado de ansiedad, que la dominaba desde que llegó su padre a casa hecho una furia, la estaba matando. Había quedado con sus hermanas a las ocho en casa de la abuela y, para no captar la atención de la vieja, ella estaría pendiente de abrirles antes de que llamasen. Urgía una reunión secreta entre ellas para formar un frente común. Por un lado, se encontraba exultante: su madre había reunido el coraje suficiente; por otro, estaba preocupada por las consecuencias ya que presenció, medio escondida en el pasillo, el estallido de su padre y creyó que iba a matar allí mismo a su madre; sin embargo, de pronto, como si fuera un enfermo mental, se amansó y, con una sonrisa zaina y en un susurro, le advirtió que, en cuanto aquello terminase, se iba a arrepentir de haber nacido. Alicia lo oyó o intuyó las palabras, no lo recordaba bien. Sintió un escalofrío, percibió la maldad, la perturbó la mirada de su padre a Valvanuz. ¿Por qué tanto daño? No recordaba que su madre hubiera dicho o hecho algo para merecer semejante trato o recibir tanto odio; sino todo lo contrario, por lo que había llegado a la conclusión de que su progenitor o era un perturbado o un cabrón.
A las ocho menos un minuto se acercó sigilosamente a la puerta y echó un vistazo por la mirilla: allí estaban, puntuales. Abrió y, sin palabras, les indicó que entrasen en silencio. Cerró la puerta con cuidado y echó a andar delante de ellas, guiándolas hasta su habitación, en la que se encerraron tras comprobar que la abuela y la cuidadora estaban absortas con la televisión bien alta.
—Sentaos —ordenó Alicia— y hablad bajo. Nadie debe saber que nos hemos reunido.
—Estoy asustada, ¿qué está pasando? —susurró Blanca.
Blanca, la menor, la más sensible, la tímida, la menos guapa pero de cara graciosa, con hoyuelos, pecas y nariz respingona, se pasaba la vida como los avestruces, entre las faldas de su madre y evitando lo desagradable de la vida. El aspecto endeble, larguirucho y delgado, despertaba el instinto protector de Alicia.
—Pareces tonta, van a divorciarse —contestó María malhumorada.
María, la mediana, de apariencia independiente y fuerte, alta como su padre, un metro setenta y tres, delgada y buen tipo, con los ademanes y el estilo de su madre y una larga melena lacia que le cubría más de media espalda, había desarrollado la extraña habilidad de eludir las responsabilidades caseras y familiares. Era su vía de escape de un mundo insatisfactorio y deprimente.
—Tranquilidad —sugirió Alicia, en un intento por atemperar los ánimos—. Todas estamos nerviosas, pero debemos permanecer unidas en los momentos de crisis. Mamá ha pedido el divorcio y a papá no le ha gustado.
—Lógico, y ahora vamos a pagar el pato —intervino María con su genio.
—Tú ¿de qué lado estás? —preguntó Alicia, elevando una ceja—. A mí me parece que mamá ha hecho lo correcto, aunque tarde. La tiene machacada y sospecho que últimamente la pega.
—¡Qué dices! —exclamó Blanca alarmada—. Nos hubiéramos dado cuenta.
—Para estar todo el día con ella, estás un poco ciega —reprochó Alicia—. Hace tiempo que mamá aprieta los dientes y calla.
—¿Por qué ahora? Podía haber aguantado un poco más hasta que acabásemos la carrera. ¿Qué pasará con nosotras?
—¡No me lo puedo creer! ¿Cómo eres tan egoísta? —replicó Alicia—. Ahora, más que nunca, necesita todo nuestro apoyo.
—O sea, esta reunión es para apoyar a mamá —concluyó María.
—Yo la apoyo —saltó Blanca.
—¡Tú te callas! —dictaminó María—. Aquí se está dirimiendo algo más que un divorcio: nuestro futuro.
—No es tan sencillo, María, son más cosas —puntualizó Alicia—, y ésas son las que me preocupan. La posición de víctima de mamá se estaba volviendo insostenible. ¿Recordáis alguna palabra agradable, amable o de cariño de nuestro padre para ella?
—Yo sólo oigo reproches e insultos de su boca hacia ella y hacia mí —aseveró Blanca.
—La trata como una esclava —continuó Alicia— y a nosotras también. El muy imbécil no se gasta un duro, soy la única de la clase que no tiene móvil ni ordenador, y eso que me hace falta para seguir las clases, por lo que me quedo hasta tarde en la facultad para usar el de la biblioteca.
—Yo estoy igual. No puedo tomarme un café y rechazo todas las invitaciones a fiestas. Me miran como a un bicho raro; pero si apoyamos a mamá creo que va a ser peor —opinó María.
—Conociendo como conozco a mamá, no creo que esté en sus planes incluirnos en esta guerra. Si ha callado hasta ahora, ha sido por nosotras y no va a echarlo a rodar en dos días —dedujo Alicia.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —volvió a preguntar María impaciente.
—Para evaluar las posibilidades: Blanca, como menor de edad, tendrá que atenerse a lo que dictaminen los mayores; pero nosotras, no.
—Yo tengo diecisiete —objetó María.
—En dos meses cumples los dieciocho, el seis de diciembre —recordó Alicia—. La abogada de mamá es la vecina del séptimo; la consultaremos nuestro papel en todo esto para poder decidir nuestra postura.
—Ella nos dirá lo que le convenga —aseguró María desconfiada—. ¿Y si indagásemos en la facultad de derecho?
—Vale —aceptó Alicia con un suspiro—. ¿Cómo lo haremos? ¿No los vamos a asaltar en la calle?
—En el bar o en la biblioteca. ¿Quedamos mañana allí? —propuso María.
—Tengo prácticas —arguyó contrariada Alicia.
—No importa, lo haré yo sola y te cuento luego —decidió María.
Alicia admiraba la resolución de su hermana mediana que chocaba con la timidez y el apocamiento de Blanca, quien era la más risueña y optimista, ya que vivía en una burbuja que la protegía contra las agresiones exteriores, contra lo desagradable y lo feo del mundo.
—Si las cosas se ponen muy mal, me quedaré con mamá —informó Alicia—. Ignoro cómo saldremos adelante, pero estaré a su lado aunque tenga que dejar eventualmente la carrera.
—Yo también —se adhirió Blanca—. Papá siempre me ha dado miedo.
—Desde que naciste no te ha hecho caso —admitió Alicia—, quería un niño.
—Yo no sé lo que haré. La idea de quedarme sola con papá no me agrada; pero quiero terminar la carrera para poder valerme por mí misma —expuso María.
—Yo también —admitió Alicia—: pero es bastante probable que esto nos estalle en las narices este mismo curso. Pregunta también cuánto tarda en resolverse un divorcio. Este año está asegurado porque ya está abonado; igual hay suerte y conseguimos matricularnos en junio para el dos mil once dos mil doce.
—Habrá que aplicarse y asegurarse los aprobados —determinó María esperanzada—. Con eso tendría dos años en el bolsillo, pero con el plan Bolonia son cuatro.
—No podemos adivinar el futuro, decidiremos sobre la marcha —resolvió Alicia—. Lo importante es que estemos alerta y unidas.
—Como los tres mosqueteros —concluyó Blanca divertida.
—¿Cómo puedes encontrar la situación graciosa con lo grave que es? —le reprochó María.
—No seas cascarrabias, María, —la reprendió suavemente Alicia—. Marchaos antes de que se den cuenta de vuestra tardanza.
—¡Qué suerte tienes en dormir aquí! —exclamó María.
—No te creas. La abuela es una impertinente y una explotadora que carece de consideración. Me libro llegando tarde de la facultad; pero parece que disfruta no dejándome dormir.
—Ya sabemos de quién ha heredado los genes papá —apuntó María y se levantó resignada.
En silencio se encaminaron hacia la salida, se despidieron con un gesto y Alicia cerró cuidadosamente la puerta. Repetirían la reunión en dos días, en cuanto reunieran más información. No había dicho nada a sus hermanas sobre la amenaza de la que había sido testigo porque no quería asustarlas innecesariamente, igual era una bravuconada de su padre en un momento de desesperación, de ganas de herir verbalmente, de intimidar; pero nada más.
Había visto los anuncios de la televisión sobre maltratadores, en los que todo parecía evidente. En la realidad no había nada claro: las palabras, los gestos, no eran blancos y negros. ¿Cómo se diferenciaban las palabras sin intención de las palabras con intención de ser ejecutadas? Muchos matrimonios discutían y no por ello eran maltratadores. Ella había discutido con María e incluso no se habían hablado durante días, pero no hubo intención de hacer daño. ¿Qué se consideraba maltrato? ¿A partir de cuándo, de qué palabra, de qué gesto? ¿Dónde estaba el umbral? Hacía dos años que tuvo plena conciencia de lo que sucedía en casa, pero ¿cuándo había empezado? A lo largo de esos dos años había constatado que su padre era un maltratador y que su madre cumplía los requisitos de víctima.
Al principio, se desentendió del asunto; pero se dio cuenta de su equivocación cuando fue consciente de que la tiranía de su padre se extendía a las hijas bajo el concepto de obediencia. Debían obediencia y respeto a los progenitores; pero los progenitores les debían respeto a los hijos, educación y otros valores de los que su padre había prescindido. Su madre se volcaba para que no les faltase nada, se privaba de vestirse para que llegase el dinero para ellas, se afanaba en las tareas domésticas para que dedicasen el tiempo a estudiar, aunque su padre, cuando estaba en casa, procuraba fastidiarlas, interrumpirlas para hacer sentir su autoridad. Nunca quedaban con los amigos porque las enterraba con tareas que no venían a cuento, y así fueron perdiendo las amistades; de hecho, ninguna de las tres tenía amigos ni salía porque no disponían de una paga ni de tiempo. Las había estrangulado económicamente, las había aislado anímicamente y ahora las intimidaba. ¿Qué sería lo siguiente? Eso se preguntaba todas las noches desde que fue consciente de lo que sucedía y observaba a su madre aguardando alguna indicación, alguna reacción, una sublevación por su parte, algo que las sacase del cenagal en el que se estaban hundiendo. Casi había perdido la esperanza, casi había empezado a odiarla por la falta de espíritu, cuando le sorprendió la noticia de la demanda de divorcio. La víctima había reaccionado, se había sublevado y la guerra estaba en ciernes. Alicia había tomado partido, para bien o para mal, pero era plenamente consciente de que no podían seguir así las cosas, no la paralizaba el miedo a perder todo como a María. Además, ¿a perder qué? Para perder, había que poseer.
La puerta de la casa y el vozarrón de su padre la sacaron de las reflexiones. Se acercó a la puerta del cuarto y entreabrió una rendija para oír con más claridad.
—¡Ya te lo dije! ¡Mira que te avisé! —gritaba la abuela indignada—. Sólo era cuestión de tiempo. Demasiada buena vida le has dado, ¿y cómo te lo agradece? En cuanto yo he desaparecido de la escena se ha aprovechado de ti.
—Pero me las va a pagar, madre, no sabe la muy cretina dónde se ha metido. No va a obtener ni un céntimo, la pensión que le adjudique el juez limpia de polvo y paja y, cuando termine el proceso, una sorpresita que le he preparado. Me las va a pagar.
—¿Y las chicas? —apuntó de nuevo la abuela.
—Si quieren terminar los estudios, tendrán que comer de mi mano. A Blanca se la puede llevar al infierno con ella, ésa sí que no va a recibir nada cuando cumpla los dieciocho.
—Desde luego, ¡qué mujer!, todo niñas. ¡Ni parir sabe siquiera! ¿Vas a quedarte aquí? —indagó la abuela exaltada.
—Sí, sólo por unos meses, mientras dure el divorcio. Tengo planes para después. Llevo un tiempo saliendo con una mujer de bandera, de las de anuncio, con buen sueldo y situada socialmente, un bombón. No entraba en mis planes casarme con ella, pero ya veremos.
—¿Te quedan ganas de otra?
—Necesito que alguien lave, planche y demás. ¿No pretenderás que contrate a una inmigrante sucia y perezosa? Mientras terminan la carrera, me valen Alicia y María. Por cierto, ¿ha llegado ya Alicia?
—Hace un rato. Está encerrada en la habitación, estudiando —informó con retintín la abuela.
Al oír ruido en el salón, Alicia se apresuró a cerrar la puerta sigilosamente y se sentó a la pequeña mesa camilla, donde había esparcido los apuntes, y simuló que estaba enfrascada en ellos. Cuando oyó abrirse la puerta, prestó atención.
—¿Si?
—Nada, hija —dijo su padre con aire teatralmente compungido—. A causa de la demanda de tu madre, voy a vivir aquí a partir de ahora, así que ya no tienes que bajar a comer. A mediodía puedes preparar algo para los dos, no soporto las comidas de la filipina.
—Lo siento de veras, pero no vengo a comer. Sólo dispongo de una hora por lo que me tomo un sándwich allí. Recuerda que tengo prácticas.
—¡Ah, ya! De todas formas recoge tus cosas de casa e instálate aquí de forma permanente —ordenó su padre como algo natural.
Alicia le siguió el juego asintiendo y se refugió en los apuntes de nuevo. Oyó cerrarse la puerta suavemente. Así que contaba con que María y ella le limpiaran el culo, pensó Alicia desfallecida. Y al punto decidió ocultar el nuevo dato, tanto a su madre como a su hermana, para no dar al traste con el divorcio.