27
Santander, julio de 2011.
Teo aguardaba mientras Pedro y Valvanuz hablaban por el teléfono interno con la habitación de Teresa Roldán para solicitar la entrevista. Estaba impaciente por enterarse de todos los detalles. Las había metido en casa y él quería saber más del capullo con el que se había casado Valvanuz. ¿Qué hombre era capaz de incendiar una casa por venganza con el riesgo de quemar a sus hijas?
—Nos recibe en la habitación porque quiere que el marido esté presente y tienen dos niños pequeños a los que no pueden dejar solos —explicó Pedro.
—Perfecto. Espera, voy a hablar con Pilar, mi cuñada, para que nos mande una canguro. Los niños distraen.
—Bien pensado —aceptó Pedro.
Subieron a la habitación y, en cuanto llamaron con los nudillos, abrió la puerta un hombre de cuarenta y pocos años, alto y espigado, de aspecto jovial.
—Adelante, por favor, soy Diego, el marido de Teresa —se presentó.
Teo sujetó a Valvanuz por el codo y dejó que Pedro llevara la voz cantante con las presentaciones y el aviso de que una canguro vendría a hacerse cargo de los niños, por cortesía del hotel. Aguardaron a que los padres adecentaran a los niños para salir a la calle y a que la canguro, una de las camareras del restaurante, se los llevara a los jardines de la iglesia que se extendían frente al hotel.
—Estamos muy asustados porque la mujer que me atendió al teléfono me dijo que había habido un incendio en el piso de Valvanuz —comentó Teresa.
—No ha sido grave —comunicó Pedro—. Lo que nos trae aquí es la posibilidad de que haya sido el marido el autor.
—¡Ves! —saltó el marido—. ¡Ese sujeto es peligroso! ¡Y tú, jugando con fuego!
—Lo siento, lo siento —se disculpó la abogada compungida.
—Cálmense —pidió Pedro—. Quiero escuchar la historia desde el principio. ¿Cuándo acudió a usted Valvanuz por primera vez y por qué?
Tras un gesto de asentimiento de Valvanuz, Teresa relató fielmente la primera entrevista que mantuvo con su cliente y el estado de desasosiego en que llegó a su casa.
—La había violado hacía tan sólo dos días antes, tenía la cara todavía hinchada y le dolía un costado. No quiso, ni mal ni bien, acudir al hospital, y denunciarlo menos. En todo momento luchó por mantener a sus hijas al margen, aunque no lo consiguió. Alicia, bendita muchacha, se involucró de lleno. Era la única que no ignoraba lo que estaba ocurriendo. En cuanto Valvanuz presentó la demanda, tomó partido inmediatamente, organizó a las hermanas, permaneció junto al padre para informarme de todos sus movimientos, de lo que decía, de lo que planeaba, así me enteré anticipadamente de muchas cosas y conseguí tomarle la delantera.
Siguió hablando largamente de la amante, de las agresiones en el ascensor a su mujer y a ella misma, de la expulsión del trabajo de Valvanuz, del robo de la compra, de la amenaza sobre Blanca.
—Fue entonces cuando comprendimos que tenían que abandonar el edificio. Valvanuz llamó a una prima en Santander y decidió venir ella sola, de avanzadilla. Blanca se quedó con la hermana de mi marido para que no la localizase. Alicia y María continuaron con su padre, que incumplió todos los acuerdos: lo único que obtuvieron fue el abono de las tasas académicas universitarias, por lo demás las tiranizaba, eran su servicio del hogar. Alicia planeó el cambio de matrícula de María, consiguió trabajo en el hospital, cuidando enfermos por las noches, para conseguir los pasajes de autobús y la comida del camino.
—¿Qué ocurrirá cuando Alicia regrese a Madrid? —se interesó Teo interrumpiéndola.
—Se queda en casa de mi cuñada, ya lo hemos arreglado; pero si el padre quiere localizarla sólo tiene que acudir a la Escuela de Enfermería. De hecho, contrató a un detective para encontrar a Blanca.
—De ahí el cambio de pelo —confirmó Teo, satisfecho porque iba descubriendo las incógnitas que se le habían planteado.
—De manera que usted también está amenazada —resumió Pedro—. ¿Cómo una mujer de su experiencia ha permitido que su cliente llegase a esta situación?
—Entiendo que para ustedes sea incomprensible, como lo es para mi marido. Fue un momento de debilidad, de incredulidad, un pequeño error que se transforma en catástrofe. Mi error fue no llevarla a un hospital, donde se hubiera visto obligada a declarar, porque atendí a sus ruegos, porque la justicia es muy lenta, porque conozco los procesos y la impotencia y el desamparo en el que te dejan. No sé, las razones son muchas, aunque ninguna es excusa. No hice lo que debía hacer y me lo reprocho todos los días, desde que me levanto hasta que me acuesto. He puesto a mi propia familia en peligro.
—Y ahora que la policía está al corriente ¿qué van a hacer? —indagó el marido, y el propio Teo se sumó silenciosamente al gran interrogante y se volvió a su amigo.
—Seguir con la investigación y rezar para que se encuentre una prueba de su autoría con la que empapelarlo. Pero eso no es lo que usted pregunta. Nada, su mujer tiene razón, nosotros no podemos actuar sin una orden judicial. La denuncia de su mujer es endeble, casi queda archivada como un incidente entre vecinos, amenazas de esas hay muchas, incluso en las reuniones de propietarios. La responsabilidad de dejar evidencias contra ese hombre era de Valvanuz y no lo hizo.
Teo observó por el rabillo del ojo que Valvanuz permanecía silenciosa y con la vista clavada en el suelo, alargó la mano y cogió las de Valvanuz, que se retorcían en el regazo, en un intento de infundirle confianza, apoyo, comprensión.
—Le ocurrió lo mismo que a mí —defendió Teresa—. Al principio parecen disputas de matrimonio, exigencias más o menos egoístas, a las que ella cedió por las niñas. Ése fue su primer error. Nunca creyó que llegaría a lo que llegó, eso les pasa a otras; le falló su intuición y se dio cuenta tarde de la equivocación. Luego te paraliza la edad, el dinero, los hijos. Valvanuz conservaba la esperanza de que no sería peor. Por lo visto, lo ha sido; ha llegado hasta aquí.
Tras las palabras de Teresa, el silencio se adueñó de la habitación. Los tres hombres estaban sumergidos en sus reflexiones. Teo se sintió desbordado por la amarga revelación y defraudado por la contestación de su amigo. ¿No había amparo para esas mujeres? Recordó las noticias sobre asesinatos cometidos por los maridos o ex parejas, algunos de ellos delante de los hijos. Nunca había prestado mucha atención porque le parecía lejano, propio de dementes o, en algunas ocasiones, los excusaba con el convencimiento de que ellas mismas los habían vuelto locos con su mala baba; porque haberlas, las había. Pero, aun así, nadie merecía ese final tan trágico y mortal. Valvanuz, aunque la conocía poco, no era así, era un alma cándida: ¿soy todavía virgen?, no podía olvidarlo, no se cambia tanto. Apretó las menudas manos que abrigaba con la suya, grande y fuerte.
—Me alegro de que haya encontrado apoyo y buenos amigos aquí —rompió el silencio Teresa, dirigiéndose a Teo.
—Sí, por supuesto —acertó a decir Teo confuso—, aunque no crea que ella lo pone fácil.
—No te sientas culpable por todo esto, Valvanuz, las dos fuimos unas inconscientes o unas ingenuas al no sospechar hasta dónde podía complicarse la situación.
—Me parece estar viviendo la vida de otra, todo es tan irreal —manifestó Valvanuz con voz desmayada.
Pedro les pidió los datos personales y facilitó al matrimonio, a su vez, el teléfono de la policía, donde podrían localizarle en caso de que sucediera algo más, aunque fuera en Madrid. Salieron a la calle sobre las ocho de la tarde y ya estaban las terrazas llenas de veraneantes: los jóvenes con la ropa de playa y las bolsas; la gente mayor, vestida de tarde. Se pasearon por los bajos del Casino y esquivaron la cola de la heladería La Italiana.
—Tengo la sensación de haber vivido una pesadilla, de que no es real lo que he oído al ver el día tan maravilloso que hace y a los padres pendientes de sus hijos —manifestó Teo.
—Esa sensación me invade casi a diario, cuando salgo de trabajar. Vivo en dos mundos diferentes, paralelos, y, cuando se tocan, saltan chispas. Creí que algo similar te ocurriría a ti en el hospital: también presenciáis dramas para dar y tomar.
—Es cierto, pero hay mucho de superación y valentía. No todo el mundo sucumbe ante el dolor y la enfermedad.
—Valvanuz es una heroína, y no digamos la hija, Alicia, una espía al más puro estilo de la Guerra Fría —añadió Pedro, riéndose en un intento de animar a Valvanuz.
—¿Queréis un helado? —ofreció Teo.
—Preferiría regresar con las niñas, estoy preocupada —manifestó Valvanuz—. Pero vosotros seguid con vuestra vida, luego nos vemos —le dijo a Teo y enfiló hacia Reina Victoria.
—Yo sí te acepto el helado. Hace calor —se apuntó Pedro.
—Juzgué mal a Alicia este mediodía durante la comida —se lamentó Teo, ya sentado en un banco a la sombra con un granizado.
—No. Se lo merecía, tiene que aprender a controlarse. Educar es duro.
—Yo no soy su padre.
—Pues ve ensayando.
—¿Qué insinúas? No hay nada entre Valvanuz y yo.
—Sin embargo, te has prestado a representar el papel rápidamente.
—Están solas —arguyó.
—Y solas han llegado hasta aquí —rebatió Pedro.
—Con ayuda de la abogada y de la prima, ¡vaya pareja! —se sonrió Teo.
—Entonces, no están solas. Cuando despejes tu mente, me lo cuentas. He de irme —se despidió Pedro, arrugó el papel del cucurucho y lo tiró en una papelera.
Teo regresó a casa con su paso alargado y sereno. Durante esa semana había bajado a la playa a correr a las ocho de la mañana. Notaba el beneficio del ejercicio en que se cansaba menos, los músculos respondían mejor a cualquier esfuerzo, y sobre todo, quién lo iba decir, psicológicamente: era absurdo, pero se sentía otro. El encuentro con Valvanuz lo había hecho rejuvenecer, recordar aquella vida, otra filosofía ya olvidada; y sus hijas habían despertado en él algo dormido que no conseguía identificar. El viento había rolado y apuntaba a sur de nuevo. Las nubes pronto se teñirían de tonos rosáceos y sol descendería, incandescente, hacia su cuna algodonosa. Entró en casa por la cocina, como acostumbraba, y la encontró a oscuras, como siempre, y la casa en silencio, como era lo usual, sólo que ahora tenía compañía, ¿habrían salido? Seguramente habrían olvidado algo en la casa de Los Castros. Se dirigió a su cuarto y se descalzó. Entonces las oyó, a través de la ventana abierta que daba a la terraza del salón.
—Pues no entiendo nada —decía Alicia—. Si los abuelos eran los panaderos del barrio y sólo erais conocidos ¿por qué se toma tantas molestias?
—Porque siempre lo ha hecho, él es así —respondió Valvanuz—. Regresaba un día andando por Reina Victoria y unos chicos, ebrios, se metieron conmigo. —Teo la oyó reírse—. Paró su moto y me riñó como si fuera mi hermano mayor para sacarme del aprieto y me llevó a casa. Fue fantástico. Nunca había montado en moto y sentir su cuerpo…
—¡Mamá! —le cortó Alicia—. ¿Te gustaba? Pero si es muy feo y llama la atención a cien leguas.
—No es para tanto —rechazó Valvanuz—, y en cuanto lo tratas un poco, se te olvida. Desde aquel día se convirtió en mi caballero andante y todas mis amigas lo perseguían haciéndose las encontradizas con él, muertas de envidia por la suerte que yo había tenido.
—Estabais locas o muy necesitadas. De hecho, sigue soltero a pesar de cómo vive —estableció la mente analítica de Alicia.
—A mí me gusta mucho, me parece muy simpático —se solidarizó Blanca con la madre.
—Ni lo uno ni lo otro. Teo era un reto. Él conseguía todo lo que quería, pero ninguna lo tuvo a él.
—¿Eso es todo lo que hubo entre vosotros? Si te gustaba, ¿por qué no lo intentaste?
—No tenía objeto, yo no era nadie y sólo habría conseguido hacerme daño a mí misma. El amor es algo muy serio que no se coge y se deja en cualquier esquina.
—¿Podrías definirlo? Sin tonterías poéticas —exigió Alicia.
—No, porque es abstracto. Te puedo describir como lo siento yo: algo muy positivo que colma tu autoestima y cuelga una sonrisa permanente en tu cara, es generoso, carece de doblez y, cuando no es correspondido ni alimentado, duerme silencioso, de ahí que los poetas lo comparen con los rescoldos del fuego, al resguardo de las miradas ajenas y de la propia, pero nunca cae en el olvido, queda como un recuerdo dulce que te arrulla en los momentos más negros.
Teo había escuchado ya bastante, volvió a ponerse los zapatos y salió del dormitorio sigilosamente y, en el vestíbulo, abrió y cerró la puerta del descansillo con un golpe.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó en voz alta.
—¡En la terraza! —gritó Blanca saliéndole al encuentro—. ¡Qué vistas tienes! Vives en un sitio muy bonito. Nuestra suite es una pasada.
Teo rió con ganas ante la vehemencia de la chiquilla y la siguió hasta allí.
—¡Cómo! ¿Disfrutando de las vistas mano sobre mano y a palo seco?
—La cena la ha hecho Rita y no conocemos tus costumbres. Si nos das alguna pista, el próximo día estará todo como deseas —se disculpó Valvanuz.
—Perfecto, ya que eres tan obediente, la próxima vez que te sientes a contemplar el paisaje espero que lo hagas con un plato de queso o de jamón y una jarra de cerveza en la mano. Mi nevera está bien surtida en pijadillas de ese tipo —espetó sarcástico.
—Te agradezco que nos alojes, pero no vamos a asaltar tu cocina —repuso Valvanuz molesta.
—Tú decides. En castigo a tu poca colaboración, me has obligado a invitaros a tomar un vino y un pincho en la calle. En cinco minutos os quiero preparadas en la puerta. ¿Dónde está María?
—Se fue a trabajar a la caseta —informó Blanca, mientras salía escopetada a su cuarto.
—¡Qué poca cabeza tenéis! —suspiró Teo. Sacó el móvil y marcó el número de Francisco.
—¿Francisco?, soy yo. Vale, vale, ya te contaré. Oye, procura que María venga en taxi a casa. No debe ir sola a ninguna parte y, si apareciera su padre, que no se acerque a ella y avisa a Pedro. Okey.