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Santander, octubre de 2010.

 

La regata no había estado mal. Habían quedado en segundo lugar y se habían gritado las órdenes a placer, desahogando la rutina de la semana, las frustraciones, el estrés. Otros iban al fútbol, ellos al barco; y luego, después de insultarse, tan amigos, porque lo del barco no tenía nada que ver con la vida privada. Habían cerrado bien todo y Pedro estaba rociándolo con un buen manguerazo de agua dulce, mientras los demás esperaban en el pantalán con el equipaje.

—Voy a quitar todos los letreros de Hoteles Van Der Voost —decidió Teo.

—¿Y eso? Es un montón de pasta —advirtió Mariano—. Podemos prescindir de los quitavientos y banderolas, pero todas las velas: mayor, génova y spi; —y siguió sumando— la ropa de la tripulación y los logotipos de la furgoneta de apoyo, igual supone unos quince mil euros.

—No me importa —insistió Teo.

—¿Ya te han dado la patada? No me ha comentado nada Lucía.

—No. Carecen de liquidez, pero me ha dolido igual. Nuestras relaciones son frías y distantes, excepto con Francisco, pero le he dicho que no se meta en líos, que se mantenga a distancia. Tiene familia y no quiero que David lo bote si lo encuentra en el bando contrario.

—¿Y Juan?

—En Mallorca. ¿Dónde esperabas?

—Jo, ¡qué tío! —exclamó Emilio, que había seguido la conversación en silencio—. Ése es legal, lo dijo y lo hizo.

—Pues, sí, siempre fue un viva la Virgen —concedió Teo.

—Tiene su punto —defendió Emilio—. Yo no podría vivir así.

—Ni tú, ni nadie en sus cabales —confirmó Mariano—. Eso requiere un aire de insensatez acompañado de un ángel de la guarda muy especial, porque esos individuos siempre caen de pie.

—¡Qué! ¿Echáis una mano? ¡Menos palique y más trabajar! —gritó Pedro.

Emilio se apresuró a cerrar el paso del agua, mientras Bernardo se hacía cargo de la manguera y la enrollaba. Teo se quedó observando el Alios, un velero de Jeanneau de más de nueve metros de eslora y tres con treinta de manga. El palo alcanzaba los doce metros y sólo el spi contaba con una superficie de ochenta metros cuadrados. Mariano tenía razón, era mucho dinero; pero sí que podía prescindir de las banderolas y cambiar los quitavientos laterales.

—No volveremos a buscar un sponsor, seremos independientes —anunció a la tripulación, mientras se retiraban hacia La Boya de Raos.

—Diseñaré nuestro propio logotipo —se ofreció Vicente, el hijo de Emilio.

—¿Como los de Thor Heyerdalh? —preguntó Bernardo—. Espero que seas un poco más original.

—¡Oye, paso de figuras polinésicas! —se desvinculó Pedro.

—Yo me retiro —avisó Teo—. Nos vemos en La Brocheta.

—¡Chico! Quién te ha visto y quién te ve. Te has tomado en serio la dieta —comentó Emilio.

—No es sólo la dieta, voy a llegar más lejos y voy a ser consecuente con mis decisiones.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Mariano, deteniéndose junto a los coches.

—La dieta y el ejercicio no son suficientes para reducir esto —comunicó mostrando la tripa—. He concertado una cita con el cirujano plástico de Mompía, Tomás Rivero, para hacerme una lipectomía abdominal —explicó Teo.

—Háblanos en cristiano —exigió Pedro.

—Una abdominoplastia para corregir la flacidez y el exceso de piel al mismo tiempo que la liposucción de las grasas. Ya lo he hablado con Portillo, el endocrino. A mi edad es imposible hacerlo de otra manera.

—Tu eres el médico; pero no he oído cosas buenas al respecto —intervino Mariano—. Lucía ha llevado una demanda por un asunto de ésos.

—Es cierto —ratificó Bernardo, que trabajaba con su madre en el despacho—. ¡Cómo dejaron a la pobre! ¡Con bultos por todas partes!

—Os agradezco vuestra preocupación. Me habláis de clínicas privadas y médicos con titulaciones ambiguas. Yo sé con quien trato.

—Eso es cierto —afirmó Emilio—. De todas formas avísanos cuando vaya a ser, no queremos perdernos el espectáculo —bromeó, para restar importancia al ofrecimiento.

—¿En Mompía? Las habitaciones son buenas y hay cama para dormir. Igual me tomo un par de días para acompañarte en el balneario —sugirió Pedro.

—Sois muy amables, pero creo que te lo hacen en unas horas y no hace falta hospitalización —agradeció Teo conmovido.

—Pues yo me quejaría —dijo Emilio, meneando la cabeza—. Con todo lo que operas allí y que no te ofrezcan un trato de favor; por lo menos una noche gratuita de hotel.

—Va a ser mejor que no —concluyó Teo y echó a andar hacia el coche—. Capaces seríais de organizar una fiesta en la habitación y perdería mi influencia con la dirección. Nos vemos luego —se despidió y los dejó bromeando sobre el hospital.

Había decidido no comentar nada para no molestarlos, pero había leído las complicaciones de una intervención así y se había acobardado. El mayor problema era la hemorragia que podía causar trombosis venosa, embolismo pulmonar o edema pulmonar, sin olvidar el infarto, y localmente, equimosis y seromas. A pesar de todo, estaba resuelto a seguir adelante. Lo suyo no era un mero capricho estético y la iniciativa había partido del mismo Portillo.

Mientras conducía por la recta de Parayas, reflexionó sobre los amigos, ésos no fallaban; pero la familia, paradójicamente, sí. Con eso de la intervención se había agudizado la sensación de soledad. La realidad era que siempre había estado solo, no obstante, había echado en falta algo, un algo que no acertaba a definir. Bien mirado, no era la familia, porque sólo recordar a sus hermanos le entraban escalofríos: «parientes, pocos y lejos», rezaba el refrán. Amigos tenía, y de los mejores; los compañeros del hospital se desvivían con él, de hecho, desde que había tomado la determinación de ponerse en forma, todos lo animaban, opinaban y se ofrecían para realizar sus guardias, sustituirlo en el quirófano o en lo que necesitase. Era cierto que muchos le debían favores pero, aun así, nadie escurría el bulto.

El hospital era su hogar, se sentía arropado y querido, respetado y admirado, porque se había mantenido fuera de las luchas intestinas por los cargos, por las remuneraciones, fuera de las envidias, de los dimes y diretes y de meterse en la vida de los demás. Se había limitado al trabajo de médico, había formado y consolidado su equipo de trabajo, entraba en el quirófano y se olvidaba de todo, del tiempo, de las necedades del mundo exterior y se centraba en la vida dormida y confiada a sus manos, una vida importante para los que lo aguardaban fuera, nerviosos, orantes, esperanzados en el milagro del neurocirujano. Había oído en los pasillos lo que se decía de él: que era muy bueno, el mejor, concienzudo, muy profesional. Había aprendido a soslayar el peso de la fe, de la esperanza reflejada en rostros entre ansiosos y llorosos; evitaba los elogios desmedidos cuando consideraba que era su trabajo; los agradecimientos humildes y sinceros que le sonrojaban; y la felicidad desbordante y arrolladora de los que recuperaban al ser querido. No se sentía como un dios, sino todo lo contrario, muy pequeño; porque esas gentes no entendían, no vislumbraban la complejidad del cuerpo humano, cómo funcionaba el milagro de la vida ni cuánto les faltaba por aprender. Esa labor se la dejaba a Martín, el anestesista, o a la propia Nuria, la enfermera más antigua del equipo.

Él se conformaba con el cumplimiento de su obligación, de su juramento, devolviendo la felicidad a otros y procurando evitar la tristeza el día que alguien no lo superaba, con el convencimiento de que había estado fuera de sus posibilidades, de sus limitaciones; no quería dejar de sentirse humano, más cerca del mundo real, de las alegrías y de los miedos. Sus hermanos distaban de esa filosofía, se les escapaba que para él los hoteles fueran meros edificios de un mundo ficticio, sin relevancia en el conjunto de la vida. Unos hoteles que habían pagado su formación y que mantenían su nivel de vida, le había reprochado David al tiempo que lo acusaba de cínico, ¿cómo podía acusarlos de materialistas cuando vivía mejor que nadie? Según Teo, confundían las churras con las merinas: los hoteles eran importantes si tratabas a los trabajadores y a los clientes como personas y no como cifras, porque eso significaban para David y Amelia: números; y, en el colmo de la simplicidad, habían resumido la vida a una ecuación aritmética.

Había pisado el freno y encendido el intermitente para entrar en el garaje de su casa en Pérez Galdós. Mientras esperaba a que la verja se abriera, distinguió a Francisco dentro de un coche aparcado. Sin duda alguna, lo estaba aguardando. Pitó suavemente para llamar su atención y le hizo una seña para que subiera a casa mientras él guardaba el coche. Cuando bajó del ascensor con la bolsa de deporte, ya estaba Francisco apoyado en la pared del descansillo: rubio, de ojos grises y un metro ochenta y cuatro, era el guapo de la familia.

—Es sábado, tengo cena —advirtió Teo.

—Ya, yo también. Sólo quería hablar un momento contigo.

—Ok, pasa —invitó en cuanto abrió la puerta—. Ve escanciando unas cervezas mientras me ducho.

Cuando salió de la habitación, duchado y arreglado, encontró a su hermano de pie en la terraza, con una jarra de cerveza en la mano, disfrutando de la panorámica de la bahía.

—¡Cómo me gusta la vista que disfrutas desde aquí! —exclamó Francisco—. No me canso nunca del verde ni del azul: la bahía posee vida propia con el cambio de colores, con las embarcaciones, surfistas y demás. ¡Cuánta gente vive de ella!

—¿También queréis que os legue mi piso en vida? —preguntó con sorna Teo.

—¡Por Dios, Teo! No me incluyas. Asumo mi parte de culpabilidad hasta el punto de que me estoy planteando el no seguir adelante.

—Nunca te he incluido. Comprendo que tienes familia y que tanto Pilar como tú dependéis de la empresa. Era una broma. Pero ¿qué te estás planteando? No hagas ninguna tontería. Sé lidiar yo solo este toro, es más, ya te pedí que te mantuvieras al margen.

—Es por todo, Teo. Ahora sois tú y Juan ¿y mañana?

—Sinceramente, aunque no esté de acuerdo con David, su estrategia está justificada. A ti te necesita —razonó Teo.

—Por ahora. Están los hijos y pronto regresarán Roberto y Eduardo, quienes reclamarán su derecho a formar parte de esto. ¿Adivinas quien perderá la dirección del Ámsterdam? Claro que de forma justificada, seguramente me darán la gestión porque soy economista, estaré ahí mejor. ¿Decido yo? No, obedezco. Pero no soy sólo yo, Teo —alegó Francisco, se sentó en una de las sillas de teca y se frotó la cara con la mano libre—. La empresa se va al garete y éste ha sido el primer paso.

—¿Hay algo que no sepa? He hecho los deberes y no he notado nada fuera de lugar en las cuentas.

—No, no; están correctas. Hemos perdido liquidez con las obras de remodelación del hotel Holanda y con el asunto de Juan, pero nos repondremos pronto. Tres años sin cobrar beneficios no son nada para lo que se ha invertido. David lleva bien los negocios, no lo cuestiono; pero lleva mal la familia: ha comenzado a tirar lastre y no sé cuando se detendrá.

—Desde el día de la reunión, estoy rumiando cómo llevar a cabo la partición —planteó Teo.

—Pilar y yo también lo hemos analizado y es muy complicado. Escucha, Teo, los solares y los edificios por un lado y la empresa por otro son mucho dinero, no hay solvencia para afrontar una partición. Si lo dejamos en manos de un juez, además del pastón que se van a llevar los abogados, los peritos y la madre que los parió, nadie estaría de acuerdo con la resolución porque sería demencial, eso sin contar el tiempo que tardaría el proceso. Lo factible sería llegar a un acuerdo entre nosotros; pero estoy seguro de que David y Amelia sacarían una regla con que medirlo todo y, hasta que no consiguiesen la mejor tajada, no habría resolución tampoco.

—No sé, Francisco, habrá una forma. Lo mejor es dejarlo reposar y la solución surgirá por sí sola —propuso Teo—. Las prisas no son buenas consejeras. De momento tiene atadas las manos financieramente para realizar otro movimiento. En unos meses se abrirá de nuevo el hotel Holanda y comenzará a rentar…

—¡Ésa es otra! ¡La crisis! La remodelación lo ha subido de categoría y de precio. Son demasiadas habitaciones para llenarlo.

—Las estrellas son orientativas, se puede renunciar a alguna —sugirió Teo.

—David no lo hará; y, si se lo planteara, Amelia no lo permitirá.

—La avaricia rompe el saco —sentenció Teo.

—Y me gustaría no compartir el saco cuando eso suceda —declaró Francisco con acritud—. Santander no es una ciudad para hoteles muy grandes y caros. El verano es muy corto y el invierno muy largo, el clima no acompaña y la crisis se dejará sentir. Con el hotel Van Der Voost nos va muy bien, en el centro de la ciudad, con vistas y aparcamiento; pero ahora son dos los hoteles de esa envergadura que vamos a llevar entre manos. Y el hotel Santemar y el Chiqui son del mismo calibre e igual de bien situados que el hotel Holanda, y muy competitivos.

—Sí, tienes razón. ¿Crees que los hoteles más pequeños sobrevivirán mejor?

—Todo se reduce al precio —explicó Francisco—. Las pequeñas fondas del principio de la avenida de Los Castros y el hotel Colón están hasta la bandera. Son edificios antiguos, sin comodidades y muy baratos; pero permiten a la clientela de toda la vida, la meseteña, veranear aquí: familias enteras de Palencia, Burgos o Valladolid, que no pueden costearse un hotel en condiciones, reservan de un verano para otro. Cada vez quedan menos lugares para esa gente que, durante generaciones, han dejado los modestos ahorros en nuestra ciudad.

A Teo le complació la exposición de Francisco, era una visión humana, cálida, valorando algo más que el dinero. La clientela en sus labios cobraba personalidad, tenía un origen, compartía unos problemas monetarios, destilaba sentido familiar.

—Se me hace tarde —cortó Teo y acabó la cerveza de un trago—. No recojas, ya lo haré a la vuelta. Gracias por la visita y por compartir tus preocupaciones conmigo. Te agradecería que me mantuvieses al corriente, si decidieras algo, y te aconsejaría que no hicieses nada, ellos tampoco lo harán. Creo que debo ser yo el que dé el primer paso, pero ya te contaré cuando tome una determinación.

—Vale, nos vemos —se despidió Francisco. Le dio una palmada cómplice en el hombro.

 

Tú, como el viento sur
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