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Santander, abril de 2011.

 

Valvanuz aguardaba de pie, en medio de la sala, el dictamen del marido de su prima Asun, que trabajaba como montador de cocinas para la empresa Schmidt. Había llegado sobre las ocho de la tarde, en cuanto terminó la jornada de trabajo.

—¿Quién ha pintado la fachada? —preguntó Valvanuz.

—Tú, o más bien tu marido, por lo que veo no contó contigo —respondió Paco.

—No, no me lo dijo.

—Exceptuando la vieja de abajo, eres la propietaria. Cuando te correspondió por herencia está claro que tu marido decidió adecentarla y conservarla: es patrimonio.

—¿Por qué no me dijo nada?

—¿Para que no sucediera lo que ha sucedido? Es una posibilidad.

—Probablemente. Se ha tomado muchas molestias para mantenerme aislada.

—Puede quedar bien con poco dinero. Hoy día, las grandes cadenas ofrecen muchas posibilidades para los que son manitas —informó Paco con una sonrisa para infundirle ánimos.

Sólo habían coincidido dos o tres veces, pero estaba tal y como lo recordaba. Aunque eran de la misma edad, los años no habían hecho mella en él. De un metro setenta y cinco, moreno, fuerte y bien parecido, era un hombre jovial y amable en el trato, con una paciencia proverbial que aplicaba en su trabajo y lo convertía en un ser meticuloso y apreciado por sus jefes. Conservaba un pelo recio y fuerte, pintado de gris en las sienes; los ojos marrones y acuosos eran cálidos y envolventes bajo unas cejas pobladas.

—Pero yo no soy manitas —se lamentó Valvanuz—. Puedo lijar, barnizar y pintar, pero no sé nada sobre electricidad y cañerías.

—Para eso estoy yo aquí —se ofreció el hombre sin pestañear.

—Muchas gracias, pero ya habéis hecho mucho por mí —declinó la oferta Valvanuz—. De la noche a la mañana te ha llovido una prima con un montón de problemas que no son tuyos. Me las apañaré.

—¡Qué tonterías dices! Necesitas ayuda y a mí no me cuesta nada realizar ciertas chapuzas. Desde que salgo del trabajo no tengo nada que hacer hasta que Asun termina en el restaurante, sobre las doce habitualmente, excepto viernes y sábados o vísperas de fiesta. Estaré encantado de ayudarte.

—Estoy segura de que llenas con algo ese tiempo libre —insistió Valvanuz.

—Con los amigos, y ahora que lo mencionas, les vendría bien un poco de movimiento, uno de ellos es fontanero.

—No puedo pagar. Imagino que Asun te habrá contado mi situación y no puedo aceptar ayuda desinteresada de un desconocido. Todos cargamos con problemas y debemos afrontarlos como buenamente podamos.

—Muy loable, pero para eso están la familia y los amigos. ¿No conoces el dicho? «Donde hay confianza da asco».

—Sí, y no quiero empezar con mal pie.

—De momento cuentas conmigo, y mañana quedo con Remi para que evalúe el estado de las cañerías y ya hablaremos.

Valvanuz aceptó la situación y, desde ese mismo momento, se dispusieron a almacenar en uno de los cuartos traseros todos los muebles de los que iba a prescindir, vajilla desportillada, ropa de cama apolillada y otros trastos. Cuando terminaron, el piso parecía más grande y se evidenciaban más los defectos. El timbre de la puerta interrumpió los trabajos.

—¡Vaya! No habéis perdido el tiempo —exclamó Asun cuando Valvanuz le franqueó la puerta—. Parece más grande.

Su prima Asun, tres años más joven que ella, era robusta, de hueso fuerte, pero en absoluto gorda. El pelo castaño, cortado a lo chico, le hacía más juvenil el rostro, en el que destacaba la marca de la familia: una nariz respingona; aún así, no se parecían físicamente.

—Yo tiraría todo, pero tu prima no me deja —comentó Paco contrariado.

—Eso implicaría comprar y no puedo entrar en aventuras monetarias —se defendió Valvanuz.

—Bueno, bueno. Ambos tenéis razón —contemporizó Asun—. Lo mejor es ir por partes. Mañana sacaréis toda la basura.

—Remi vendrá a echar un vistazo a las cañerías y es propietario de una furgoneta. Le diré que la traiga —interrumpió Paco.

—Perfecto, y el sábado nos acercamos a Leroy Merlin para comprar todo lo necesario para el montaje eléctrico y pintar paredes y marcos. Confeccionaremos unas listas —propuso Asun con mente práctica.

Valvanuz aceptó la ayuda de sus primos, quienes se tomaron el asunto como si fuera propio. Cuando se quedó sola, se acercó al balcón con la intención de cerrarlo y, en lugar de eso, se asomó a la calle. El barriuco seguía igual y, al mismo tiempo, había cambiado. Las casucas de dos plantas y algunas, como la de ella, de tres, se agrupaban de forma caótica, como si fuera una judería, con pasillos y patios que desembocaban en un muro con una puerta que daba al callejón de La Braña, nombre típico de la Montaña con el que se designan los pastos de verano y que, sorprendentemente, había soportado los avatares políticos. Si miraba a la izquierda, divisaba Los Castros a través de la pérgola blanca; si se volvía a la derecha, le sonreían la playa y el mar al fondo. Había viviendas a ras de la calle, como en Andalucía, y la modernidad se evidenciaba en los marcos metálicos de las ventanas y el remozado de las fachadas. Uno de esos pasillos había quedado abierto al callejón y lo habían enlosado como si de una calle se tratara; al fondo habían restaurado una casa. También habían remodelado una de las casas geminadas que daban a Los Castros y lo anunciaban como un hotel, uno más entre las pensiones y fondas de esa parte de la avenida. Había regresado a casa. Si estuvieran sus hijas, sería el paraíso.

Al día siguiente, vaciaron el cuarto de los trastos almacenados y el mentado Remi confeccionó su propia lista.

—Toma, guapa, los materiales los pagas tú, la mano de obra te la regalo. —Y con una mueca matizó—: le debo algunos favores a Paco.

—Gracias, no sabes lo que supone tu ayuda, procuraré resarcirte en cuanto pueda —propuso Valvanuz.

—Hecho. Me gusta disponer de una caja de cervezas mientras trabajo —aceptó Remi satisfecho.

—¿Bebes en el trabajo? —se extrañó Paco.

—No, pero sí mientras me divierto y esto es un pasatiempo ¿no? —dijo Remi al tiempo que lo ayudaba a cargar una mesa con la que se perdieron escaleras abajo.

Valvanuz estaba de acuerdo con Paco en que habría que deshacerse de todo, pero no se atrevía. Había consultado su saldo y sólo le habían ingresado el paro, la pensión de Ramón brillaba por su ausencia. En el restaurante iba a cobrar mil trescientos euros al mes más propinas, trabajando el mayor número de horas posibles y con la comida a cargo de la empresa, lo cual no estaba mal. Era un sueldo que se embolsaría limpio, pero que no comenzaría a cobrar hasta finales de mayo. A ella no le importaba vivir con eso, pero pronto llegaría Blanca.

—Nos vemos pasado mañana, sábado. A las nueve y media en punto paso a recogerte —recordó Paco y cerró la puerta de la entrada.

Valvanuz vio desde la ventana a Paco y a Remi entrar en el Chupi para tomarse un vino antes de partir con la furgoneta al punto limpio. Eran buena gente, corporativos, como lo eran los vecinos antiguamente. Ya no conocía a nadie en el barriuco, las tiendas de ultramarinos habían desaparecido, la panadería seguía despachando pan, prensa y golosinas, pero regentado por una mujer desconocida. Incluso los dueños del Chupi no eran los mismos, aunque se habían portado muy bien con ella.

Durante el día que le había quedado libre, aprovechó para bajar a la playa a las ocho y media de la mañana, antes de que abriesen el supermercado. La marea estaba baja y las tres playas quedaban unidas. ¡Cuántos años sin mar! No era la única madrugadora, había mucha gente que hacía deporte o caminaba con los pies a remojo. Echó a andar y cerró los ojos, dejó que la brisa le revolviera el pelo, respiró profundamente el aire limpio con olor a yodo y salitre que le trajo recuerdos de momentos mejores. Y el inimitable sonido de las olas, tan sedante y relajante. El agua estaba todavía muy fría pero, en cuanto pudiera, se daría el primer baño para reconciliarse de tantos años de olvido, de lejanía. Miró la hora y subió a la plaza de Italia por el balneario. Había una tienda de surf que no recordaba y el restaurante de toda la vida que permanecía cerrado hasta el comienzo de la temporada playera. Se acercó al supermercado de la calle Panamá, detrás del hotel Holanda, allí compró utensilios de limpieza para asear el baño y la habitación que había sido de sus padres y que había convertido en propia. Los escasos enseres, que había decidido respetar por el momento, los acumuló en un cuarto para poder realizar las obras en cuanto dispusieran del material.

Llegó el sábado y Paco acudió puntual a la cita con una pequeña furgoneta.

—Me la ha prestado un compañero. El coche no bastaría para cargar todo lo que necesitaremos.

—Escucha, Paco —dijo Valvanuz al subirse—, he sacado todo el dinero ahorrado pero me temo que no sea suficiente. Ignoro lo que cuestan las cosas que habéis apuntado.

—Ya hemos hablado de eso Asun y yo. Te adelantaremos lo que necesites y nos lo devuelves mes a mes, lo que vayas pudiendo. Dios no nos ha dado hijos y nos lo podemos permitir, así que no te angusties.

—Sois muy amables, ¿qué haría sin vosotros? —agradeció Valvanuz emocionada.

—Eres la única familia de Asun. Yo tengo un hermano, divorciado y con un hijo, un tío con Alzheimer y no sé si alguien más por ahí perdido. Como verás, no estamos muy sobrados de compañía. Tú y tus hijas sois algo nuevo en nuestras vidas.

—Hay familias que se llevan a matar —recordó Valvanuz.

—Serán muchos y estarán hartos los unos de los otros, pero no es nuestro caso ¿verdad, prima? —puntualizó Paco con una mueca—. Si no quieres hablar de ello, no hables, pero hay un punto que me inquieta sobre la situación que me ha trazado Asun, ¿por qué no lo has denunciado?

—Comprendo que es difícil de entender si no estás dentro del asunto y allí. Incluso a mí, ahora, me parece lejano e irreal y sólo llevo unos días en Santander. El miedo, la soledad, la incertidumbre… la seguridad de que la policía no puede ayudarte. ¿Una denuncia? ¿Para qué si ya estás muerta? ¿Si ya has perdido todo? Porque sólo actúan cuando hay hechos y él no deja huella. No lo entiendes.

—Imagino que debe de ser como una película de terror.

—Cuento los días para que venga Blanca y temo por las mayores —confesó Valvanuz.

—Vamos, es su padre. Algo sentirá por ellas.

—Eso es lo curioso, creo que no le importan nada. Nunca les sonríe ni estudia con ellas o las pasea. Se pavonea como padre cuando nunca las ha bañado, vestido o cambiado de pañales. El caso de madres desnaturalizadas es raro y dramático, mientras que el de padres es más frecuente y pasa desapercibido porque la sociedad ve con lógica que se queden junto a la madre. Ya no me fío de él. ¡Cómo he podido estar tan ciega!

—No es momento de lamentarse. Ahora estás haciendo lo correcto. ¿No suena un poco a tópico lo que dices? Tengo amigos que darían la vida por sus chavales —la animó Paco—. Ya hemos llegado —anunció cuando tomó la desviación al centro comercial—. Ahora viene lo mejor: aparcar un sábado.

 

David estaba ocupado en desenredar la correa del perro cuando vio llegar el coche de Teo. Rezó para que estuviera de buen humor y le resolviera el problema. Como no había manera de que el cachorro hiciera lo que él deseaba, lo cogió en brazos y se acercó a la verja de acceso de coches.

—¿No estás un poco lejos de tu casa para pasear al perro? ¿Y desde cuándo tienes perro? —se interesó Teo.

—¿Puedo subirlo a tu casa? Tengo que hablar contigo —rogó David.

—Dame un par de minutos y te abro el portal.

David suspiró de alivio. Teo nunca había sido una persona difícil pero, desde aquel nefasto día en que se le ocurrió sugerir que les dejara su parte de la empresa en vida, se mostraba receloso y suspicaz. La sociedad se había disuelto definitivamente y, aunque la idea no había partido de él, estaba contento. Teo, como siempre, había sido generoso y cabal, Francisco y Pilar, comedidos, y Amelia tan molesta como un grano en el culo. ¿Qué mosca le había picado? Había llegado al extremo de eludirla, su secretaria le servía de parachoques. Asomó Teo con el móvil en la oreja y le abrió. Lo siguió al ascensor en silencio, respetando la conversación que mantenía sobre unos medicamentos. Era su hermano mayor y, aunque no compartían los mismos puntos de vista, lo admiraba: era bueno como cirujano; y como persona, especial. En la familia cuando se mencionaba a Teo, era Teo, y no había más que hablar, con eso estaba dicho todo.

—Perdona, una pequeña complicación en uno de los pacientes que he intervenido hoy —explicó Teo mientras abría la puerta de la casa.

—¿Lo solucionas por teléfono?

—Siempre que puedo, sí. Ha sido un día duro y estoy cansado, me niego a coger el coche y salir volando para solucionar cualquier tontería.

—Imagino que al paciente no le parecerá ninguna tontería —comentó David.

—Te sorprendería cómo es la gente cuando se siente vulnerable: son vampiros. ¿Quieres cenar? No sé qué me habrá dejado Rita.

—No, no, gracias. El motivo de mi intempestiva visita es este amigo —aclaró señalando el perro.

—¡Qué divertido! —manifestó Teo y se agachó para acariciarlo—. ¿Qué haces con un husky?

—Me lo ha regalado un cliente agradecido. Es bueno, con papeles y todo ese rollo. No entiendo mucho de perros, pero lo que sí sé es que no puedo quedármelo. Eduardo fuera, Elisa a punto de irse, yo con todo el follón de la disolución de la sociedad y Sara no quiere ver un perro ni en retrato.

—Véndelo —propuso Teo.

—No puedo. El cliente es criador de estos perros y vive en Maliaño, es un compromiso. He pensado que la mejor opción es que se quedara con alguien de la familia. Es una buena compañía.

—¡Joder! Puede que os parezca mucho cincuenta años, que no sea muy agraciado; pero estoy vivo, me siento mejor que nunca y todavía mantengo a una mujer caliente en la cama. ¿No podéis dejarme en paz?

—Teo, estás muy susceptible. No he querido decir eso —rebatió David—. Bueno, igual lo ha parecido. Se lo he ofrecido primero a Francisco, pero lo ha rechazado por exceso de trabajo y porque los chiquillos dan ya suficiente guerra por sí solos como para añadir un perro al lote. Nadie está contra ti. Todo lo contrario, te estoy muy agradecido —reconoció David.

—Si tantas ganas tenías de disolver la empresa, ¿por qué no lo hiciste antes?

—No lo sé, por lealtad a papá, a todos vosotros; pero la verdad es que me sentía explotado. Nadie aportaba nada y todos criticabais mi forma de actuar.

—Supongo que de nada sirve lamentarlo, pero te pido disculpas por mi parte. Tu labor ha sido impecable, aunque no hayamos coincidido en los métodos.

—Es igual, nunca te he guardado rencor aunque me hayas sacado de mis casillas; y sobre eso de los cincuenta años, te diré que yo voy camino de ellos y me siento como un chaval, así que te entiendo. Reconozco que la idea de que donaras tu parte en vida no fue muy atinada, pero no encontré otra solución en aquel momento.

 

Tú, como el viento sur
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