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Santander, julio de 2011.

 

Valvanuz salió una vez más a la terraza con la bandeja llena de tazas y tostadas. Los veraneantes preferían un desayuno más económico en un bar que el del hotel y ella se afanaba diligente en cuanto divisaba guiris recién desembarcados del ferry de Plymouth, de esos que todavía dejaban propinas del diez por ciento como era costumbre en su país. Había descubierto que las propinas eran un complemento muy importante del sueldo y que, al terminar el día, suponían una inyección de ánimo. Entre tanto rubio y con su dedicación, no descubrió a Teo sentado hasta que se dio de bruces y ya no pudo ignorarlo.

—Les has caído bien, aunque no los entiendas. No hay nada como los signos.

—Si eso es verdad —respondió al acordarse de que Teo hablaba idiomas—, recuérdales la propina, cuento con ella para invitar a las chicas a tomar unos pinchos en las casetas.

—¿Qué tal se han aclimatado? No he tenido oportunidad de hablar con Blanca, ha habido mucho trabajo con esto de la Semana Grande y las listas de espera. Dile que no me he olvidado de ella y que lo prometido es deuda.

—¿Qué promesa?

—Enseñarle a nadar —refrescó Teo—. También estoy con lo del hotel, mi hermano Francisco me está confeccionando un presupuesto y David me ha puesto en contacto con el contratista que nos reformó el hotel Holanda. Quedó bien, ¿verdad?

—¿No descansas nunca? Es verano.

—Tengo la semana de Santiago, del veinticinco a final de mes. ¿Cuándo libras?

—Sólo el domingo y el lunes, así podré ver los fuegos con las chicas. Están disfrutando mucho de la playa. Y yo con ellas —le confió con una sonrisa.

—¿Puedo invitarlas el sábado al barco sin que encuentres dobles intenciones por mi parte? Continuaré con las lecciones de natación. —Y muy serio puntualizó—: observa que no te he invitado a ti.

—No me has invitado porque acabo de decirte que trabajo. De acuerdo, no sería justo que las privara de ese placer de pijos.

—Me alegro de encontrarte tan receptiva esta mañana —se despidió irónico Teo y, al abandonar la mesa, añadió—: Diles que pasaré a recogerlas a las diez y media. Tengo que ser el primero en llegar al puerto. Hace falta gasolina.

Valvanuz lo vio alejarse y se reincorporó a su trabajo. Recogió un montón de vajilla y la llevó a la cocina.

—¿Y esa mirada tan alegre? —indagó su prima.

—No sé, hoy tengo un buen día —mintió.

Lo cierto es que le había encantado encontrarse de nuevo con Teo. Estaba muy atractivo con esa camisa tan blanca que le hacía parecer moreno y el pelo brillante de tan limpio que los dedos se le escapaban para enredarse en él y comprobar la sedosidad y fineza que pregonaban.

 

María no hacía más que acribillar con preguntas a Blanca sobre el barco y la gente con la que iban a estar. Habían realizado una serie de compras en los comercios que estaban en rebajas, y habían adquirido unas playeras de tela con suela de goma del color de los shorts o de la camiseta que habían escogido en Zara. Andaban peinándose y organizando sus bolsas cuando llamaron a la puerta y Blanca acudió a abrir.

—Hola —saludó Teo—. He subido porque creo que es hora de que yo también conozca tu cuarto. ¡Vaya! Lidia tenía razón. Es diferente —exclamó contemplando la inesperada explosión de color que ofrecía la casa con las puertas abiertas. Sin embargo, eran tonalidades suavizadas, que no herían visualmente.

Teo descubrió la esencia de Valvanuz en esos colores. El matrimonio frío y gris no había podido subyugar su ánimo de arco iris, sus sentimientos de aurora boreal, y se habían derramado, desbordantes y juguetones, por las estancias de su niñez, anegando de alegría e inocencia inmaculada los ojos de los moradores y de los visitantes. ¿Cómo había logrado sobrevivir, salvaguardar su pureza en medio de la violencia, de la amargura, del desencanto, del desamor?

—Alicia necesitamos dinero —gritó María desde el baño de arriba, ajena a la visita—. ¿No podrías conseguir unas noches en el hospital como en Madrid?

Alicia salió del cuarto y arrugó el ceño al descubrir a Teo que subía las escaleras.

—¿Por qué no avisas de que tenemos visita? —reprendió a Blanca.

—Si no oís el timbre, es cosa vuestra —replicó Blanca dolida—. Ahora duermo con mamá, mi habitación la ocupan Alicia y María —explicó a Teo.

—Me gusta, refleja vuestro carácter alegre y espontáneo —declaró Teo con ironía—. Por cierto, si quieres trabajar —se dirigió a María cuando se asomó al oír su voz—, puedo conseguirte un sitio en alguna de las casetas. Pagan novecientos euros por los diez días, como ya ha transcurrido una semana, la mitad. ¿Te interesa?

María sacudió afirmativamente la cabeza, muda ante la sorpresa de la presencia masculina y el efecto que le causó la enorme figura del hombre en un sitio tan pequeño. Teo sacó el móvil, buscó en la guía y apretó la llamada.

—Francisco, imagino que tienes la caseta al completo pero ¿puedes hacerme el favor de contratar a una chica más? Morena, alta, todo un tipazo, de unos veinte años, y pone unas cañas de morirse, enseñando el ombligo.

Blanca, que ya lo conocía, comenzó a reírse ante la cara de alarma que había puesto su hermana.

—Tranquila, es broma. Con Teo debes tener sentido del humor, si no, estás perdida —advirtió.

—Contratada —informó Teo con una sonrisa y cerró el móvil—. Comienzas mañana a las once de la mañana. Preséntate en la recepción del hotel Ámsterdam. Allí te tomarán los datos y te explicarán tu cometido.

—¿Así de fácil? —preguntó extrañada.

—Para Teo todo es fácil —corroboró Blanca, orgullosa de su amigo.

—Vámonos, se hace tarde y se enfriará el agua, como dicen mis amigos —dijo y las precedió escaleras abajo.

—¿De qué agua habla? —susurró Alicia a Blanca.

—Del mar —explicó Blanca suspirando—. Es una forma de hablar.

 

Se sentía cómodo con Blanca, pero las hermanas eran harina de otro costal. Lo escrutaban de tal forma que lo ponían nervioso, como si estuviera en un examen. Se mantenían calladas, a la expectativa; se mostraban desconfiadas y reticentes, como la madre, y eso dificultaba el diálogo. Eran muy guapas, Alicia de pelo y cejas negras muy bien perfiladas, como todos los rasgos de su cara, una boca provocativa que llamaba al beso, más ancha y con más pecho y formas que su hermana María, aunque de la misma estatura; por el contrario, María era más delgada, más fina y sus rasgos más corrientes, con una larga melena lacia, aunque el conjunto resultaba igual de imponente, mientras que Blanca, como su madre, quedaba en graciosa y en una promesa del cuerpo de Valvanuz. Le llamaba la atención que no se maquillaran, ni llevaran bisutería como cualquier joven. Pero todo ello quedaba aclarado tras la revista del piso: lo más peculiar era la falta de televisión, ordenador o teléfono móvil que cualquier paria de la calle fardaba de poseer el último modelo. Sin embargo, eran universitarias, un logro que cada vez le parecía más surrealista a medida que iba reuniendo datos. Valvanuz tenía razón, sólo contaban con sus estudios. Intentó ponerse en su lugar, imaginarse su mundo y vislumbró la única salida que les habían dejado: salidas limitadas a los centros de estudios, donde cambiaban de ambiente, o quedarse encerradas en casa. Surrealista e islámico.

—¿Y Grey? —preguntó Blanca.

—Con su entrenador. Es un compañero de Pedro y tiene que vivir al principio con él para habituarse. Está con más perros.

—¿Lo van a convertir en un perro policía?

—No, aunque convivirá con ellos. No te preocupes, está bien cuidado. Más adelante estará dos días conmigo y dos días con el entrenador y comenzarán mis problemas porque no puedo hacerme cargo de él y Rita no le obliga a correr. Oye ¿no te interesaría hacerte cargo de él? Te pagaría veinte euros el día.

—¡Claro, encantada! Será como si fuera mío —aceptó Blanca ilusionada.

—Tendrás que consultarlo con mamá antes de aceptar —advirtió Alicia desde el asiento trasero.

—No te preocupes —animó Teo al ver el gesto torcido de Blanca—, es un trabajo muy digno al que no hallará objeción. Ahora bien, no sé lo que pensará de la ocupación de María, sirviendo cañas y enseñando el ombligo, y sin embargo, nadie ha pensado en consultarla a ese respecto —lanzó Teo intencionadamente y miró por el retrovisor la cara de Alicia.

—¡Ja! Muy bueno —apoyó Blanca triunfante.

—Soy el mayor de cinco hermanos y estas dialécticas no guardan secretos para mí —informó ufano.

Aparcó, bajaron del coche y cargaron las bolsas que les indicó Teo. Blanca, presumiendo de su conocimiento del terreno, los precedió hasta el barco.

—Blanca, enséñales dónde están las cosas, vaciad las bolsas y poned las latas y los «tupers» en los estantes. Voy a mirar lo de la gasolina.

 

Alicia observó cómo se alejaba Teo por el pantalán y se volvió a su hermana Blanca.

—¡Menudos aires que te das! ¿Qué te traes con ese hombre?

—¿Qué quieres decir? Es amigo de mamá y es muy simpático, me lo paso genial con él y he hecho amigas; bueno, todavía no, pero las estoy haciendo. Ahora vendrán Lidia y Conchi. Y el perro es precioso, y encima me paga por algo que haría gratis.

—A eso me refiero, cada vez que abrimos la boca, nos la llena —comentó Alicia recelosa mientras bajaba a la cabina—. ¡Ahí va! Hay mesa, cocina, baño y camas ¿Es un yate?

—No, es un crucero. Los llaman así —corrigió Blanca, dejando paso a María.

—¡Es un sueño! —exclamó María—. Alicia no sé qué querrá ese hombre, pero relájate y disfruta ¿quieres? Igual mañana ya no existe nada de esto, como en el baile de Cenicienta.

Alicia se calló, pero no se relajó, era la mayor y la responsable.

—¡Ah, del barco! —gritó una voz fuera.

—Es Mariano, el capitán —reconoció Blanca y se precipitó arriba.

Alicia y María, cohibidas, continuaron colocando las cosas hasta que bajó una mujer.

—Me llamo Lucía y… ¡Vaya sorpresa! No os parecéis a Blanca. ¡La excursión va a resultar muy divertida, cariño! —gritó a los de arriba—. ¡Teo ha invitado a dos modelos del Vogue!

Alicia se la quedó mirando espantada y María se la agarró del brazo.

—Es una broma —se apresuró a aclarar Lucía cuando percibió la reacción de las muchachas—. Ayudadme a meter el hielo y luego subid, aquí sólo estamos las señoras. La chavalería en proa.

Cuando Alicia y María subieron, la bañera estaba llena de caras desconocidas y Blanca había desaparecido.

—¡Guau! —exclamó Emilio—. Lucía tenía razón. —Y todos dejaron lo que estaban haciendo para mirarlas.

—¡Yo las he visto primero, viejos verdes y libidinosos! —gritó Teo desde el pantalán —¡Rosa, pon un poco de orden, por favor! Las chiquillas deben imaginar que han caído en medio de una banda de sátiros.

—Y no irían muy desencaminadas —rió la aludida. Se presentó a Alicia y a María—. Mi hija Lola se encargará de enseñaros esto —dijo al tiempo que hacía una seña a Lola.

Se acercó una chica ancha y musculosa, como su madre, con el pelo recogido en una coleta.

—Venid a proa conmigo, tened cuidado de no caeros.

Alicia pasó detrás de María tan pendiente de agarrarse y de mirar dónde pisaba que no se fijó en que le habían tendido una mano hasta que oyó la voz.

—Dame la mano y será más fácil.

Se agarró al brazo moreno que se le ofrecía y levantó la cabeza. Se encontró con un joven mayor que ella que la miraba con curiosidad desde el techo de la cabina. Alicia creyó que se hallaba rodando un anuncio de colonia con un modelo. No sabía definir lo que se entendía por guapo, pero sí por atractivo, y el muchacho colmaba todas las expectativas, sin considerar que desprendía un olor a crema solar y a loción para el afeitado que debía reconocerse hasta el muelle.

—¿No os parece que somos muchos en tan poco espacio? —planteó Teo.

—Tú eres el dueño y el que no hace más que invitar a gente —criticó Emilio.

—Otro más grande ni hablar, luego hace falta más tripulación para la regata —se opuso Mariano.

—¿Estás considerando la idea de cambiar de barco? Pero, si está nuevo —protestó Pedro.

—Estoy tanteando la posibilidad de comprar uno a las chicas, ya va siendo hora de que abandonen las canoas y naveguen en condiciones.

—¡Hurra! ¡Eres nuestro héroe! —vociferaron alborotadas las chicas desde proa.

—¡Buena la has hecho, Teo! —se quejó Mariano—. ¿No podías proponerlo en voz baja?

—No, porque ahí llega nuestro barco —declaró Teo con una sonrisa.

—¿Nuestro qué? —preguntó Emilio asombrado y levantó la cabeza para escrutar el pasillo entre los pantalanes.

—¿No es el crucero del notario? —reconoció Bernardo aferrado al palo.

—Nos lo ha dejado —confirmó Teo—. Trasbordo de los mayores, abandonamos el Alios en manos de la juventud. ¡Bernardo, eres el capitán!

El griterío y el follón que se organizaron llamaron la atención de todos los que faenaban alrededor y de los que se encontraban en el muelle para consternación de Alicia. Los padres embarcaron en el barco del notario que lo traía un marinero ya aparejado, y confiaron a Bernardo toda la chavalería alborotada. El nuevo capitán designó los puestos de la tripulación y las tres hermanas, que no sabían navegar, quedaron relegadas a la proa con Lidia, quien les fue explicando lo que hacían los demás.

Alicia respiró hondo un poco atemorizada.

—¿No nos pasará nada?

—¡Qué va! —quitó importancia Lidia—. Bernardo maneja muy bien, ya hemos ido con él otras veces solos. Es al único al que Teo deja el barco.

Salieron a la bahía y embocaron la Canal para navegar en mar abierto en cuanto rebasaron la Barra, entre la península de la Magdalena y la isla de Mouro.

—¡El último en llegar a Cabo Mayor, maricón! —gritó Emilio desde el otro barco.

—Nos han desafiado —constató Vicente—. ¡Lola, amolla esa escota! ¡Marta y Conchi a la banda! ¡Vosotras, las nuevas! Haced banda, no pesáis nada las mujeres. Os indican ellas donde debéis poneros.

—Creí que esto de navegar era más placentero —murmuró María a Alicia, pero Vicente la oyó.

—Esto no es un yate de recreo, es un crucero y no navega solo —explicó solícito.

Padre e hijo, capitanes de ambos barcos, se tomaron el desafío como algo personal. Ganó Bernardo, a pesar de las neófitas, y Mariano le echó la culpa al barco: que las velas eran demasiados viejas, que no dominaban el peso y cosas por el estilo. Las burlas, los dimes y diretes se cruzaron entre ambos cruceros. Anclaron frente a la playa de Los Tranquilos, como siempre que lo permitía el tiempo, es decir, que no soplara el nordeste, y ese verano parecía que ese viento se había extraviado.

Si Alicia creyó que ya había cesado la contienda entre los dos veleros, estaba equivocada. No había hecho más que empezar.

—Chicas, os toca hacer la comida —comunicó Rosa divertida—. Tenéis toda la intendencia en vuestro barco.

—¿De verdad? Pues yo advierto que os encontráis en un serio problema de abastecimiento —planteó Lola descarada.

—Niña, con las cosas de comer no se juega —reprendió Pedro, su padre.

—Eso mismo opinamos nosotras —devolvió la pelota Marta.

Los mayores se reunieron en conciliábulo y Bernardo avisó:

—Me parece que habéis declarado la guerra. Vicente, sube la escalera que acabas de bajar. Hoy no hay baño.

Alicia y María se miraron alarmadas.

—¿De qué va esto?

No tardaron en saberlo cuando los mayores colgaron la escalerilla en la popa y descendieron al agua. Comenzaron a bañarse ante la mirada recelosa de los jóvenes, quienes seguían sus evoluciones con envidia. De pronto, Vicente, el más avispado reparó en la desaparición de Pedro.

—¡Falta uno! —gritó nervioso.

—¡En la proa! —se alarmó Lola al cabecear el barco de forma inusual.

Corrieron a la proa y no vieron a Pedro pero, mientras tanto, Teo y Emilio treparon por la banda, aprovechando los flotadores que colgaban para proteger el casco de cualquier colisión con el otro.

—¡Al abordaje! —gritaron como posesos en cuanto ajustaron la escalerilla para que subieran los demás.

—¡Proteged la entrada a los víveres! —ordenó Vicente a las chicas.

En la bañera se organizó una melé entre padres e hijos que lucharon con los salvavidas, aletas y toallas, cualquier cosa era buena como arma arrojadiza. Alicia y María permanecieron clavadas en su sitio alucinadas: aquello no podía ser cierto. Entre Teo y Emilio echaron a Lidia al agua y Bernardo empujó a su madre, Lucía, quien también cayó al agua entre risas y gritos. Los mayores tomaron el barco abusando de la edad y del status de progenitores, como muy bien arguyeron los chicos para defender su honor. Teo intercedió como mediador y declaró la batalla en tablas: la sangre no iba a llegar al río. Finalmente, todos se bañaron para lavar las heridas y el orgullo y se realizó una comida en hermandad, riendo los avatares de la contienda y celebrando las hazañas de cada uno bajo el sol.

—No creo que nuestras invitadas tengan ganas de volver con nosotros —apuntó Lara, recordándoles lo calladas que habían permanecido.

—¡Cómo que no! Han asistido a una película B, versión cutre de Los piratas del Caribe, en directo y gratis —justificó Vicente, sonriéndolas con la gorra calada del revés.

—Regado con un vino español al final de la representación —añadió Bernardo, pasando la botella de vino a Pedro.

—¡Eso es lo que ha faltado! —exclamó Teo—. ¿A nadie se le ha ocurrido grabar las escenas?

—Habrá que repetirlo de nuevo —dictaminó Emilio.

Y se volvió a organizar un debate entre risas y negaciones de las mujeres.

—A mí no me pilláis en otra —declaró Lara convencida.

Pasaron el resto del día más tranquilos, y Alicia, mientras María conversaba con Marta, se sentó en la amura de babor para observar las lecciones de natación de su hermana Blanca con Teo.

—Me ha dicho Lidia que estudias enfermería —dijo Bernardo y se sentó a su lado con las piernas colgando sobre el casco.

Alicia se cohibió y sólo atinó a responderle afirmativamente sin saber cómo seguir la conversación. Lo había observado disimuladamente durante la navegación y durante el asalto ficticio: era desenvuelto, con la sonrisa en los labios como algo inherente a su persona, y el resto de los chavales lo escuchaba cuando hablaba. Era un poco más alto que ella, de pelo castaño y ojos oscuros y risueños, con vida propia. Más parecido a la madre en gestos y con el mismo corte de pelo que su padre, elegante, con estilo de peluquero caro.

—¿En que año estás?

—En segundo, he sacado un sobresaliente de media —alardeó sonrojada.

—Imagino que ese tipo de carreras son vocacionales y la gente se aplica más —comentó el muchacho sin dejar de mirarla—. Terminé Derecho hace dos años y trabajo en el despacho con mi madre. Me quitó de la cabeza el asunto de las oposiciones con el argumento de que ya tuvo suficiente con aguantar las de mi padre. Marta, mi hermana, empieza medicina este año. Es la que está hablando con tu hermana.

—No sois familia todos vosotros ¿verdad?

—Como si lo fuéramos, nos hemos criado juntos. Nuestros padres son amigos desde sus días de colegio.

—¡Todo el mundo a bordo! —ordenó Mariano—. Se hace tarde y hay que devolver el barco.

 

En el viaje de regreso en coche, Teo encontró más comunicativa a María, quien expresó con todo tipo de detalles lo bien que se lo había pasado y lo locos que estaban todos; pero Alicia permaneció callada.

—Tened cuidado con lo que contáis a vuestra madre —advirtió Teo—, no vaya a ser que no os vuelva a dejar alternar con unos irresponsables.

—Pero si me ha contado Marta que son gente importante: su padre es magistrado en la Audiencia y Pedro, policía —se admiró María.

—Que no te oiga Pedro llamarlo policía, es comisario —recalcó Teo.

—Y Teo es cirujano —añadió Blanca—, también es importante.

—Neurocirujano —matizó Teo—. Teófilo Van Der Voost para los desconocidos. No me restes importancia.

—¿Teófilo Van Der Voost? —intervino Alicia extrañada—. Creí que era norteamericano, todo lo publica en revistas de allí y en inglés.

Teo se sonrió cuando descubrió que había algo con lo que podía atraer a la bella y distante Alicia. ¡Qué tonto había sido por no haber reparado en ello antes!

—Mis antepasados eran una mezcla de holandeses y belgas. Mi abuelo era ingeniero y se asentó en Santander contratado por la empresa Solvay y mi padre, en un viaje para conocer su tierra natal, conoció a mi madre en Ámsterdam. La semana que viene me incorporo al trabajo y el lunes me espera una acromegalia. Te recojo a las siete de la mañana y permanecerás junto a Nuria, la enfermera más antigua de mi equipo. No participarás, pero lo presenciarás en primera fila. Le diré a Nuria que te vaya explicando sus obligaciones. Acabas de incorporarte a un curso de formación de verano, te firmaré un certificado de prácticas para tu expediente en Madrid. Lo arreglaré con la dirección del hospital. ¿Qué dices a eso?

No hacía falta que respondiera, la vio por el retrovisor con los ojos como platos y la boca abierta: la había pillado.

 

Tú, como el viento sur
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