18

 

 

 

Santander, junio de 2011.

 

Valvanuz se paseaba nerviosa por el andén donde paraba el autobús de Madrid. Asun se quedó sentada en el banco y Paco, que no soportaba los humos en un lugar tan cerrado, subió al café de la planta de arriba. Teresa había llamado al Chupi y le había dejado recado a Sóle de la hora de llegada de Blanca. Cada vez que entraba un autobús se le disparaba el corazón de ansiedad. Éste se quedó en el fondo de la estación, era el de Torrelavega.

—Tranquilízate, va a darte un mal —recomendó Asun con una sonrisa.

—Dos meses y medio, Asun, dos meses y medio —repitió Valvanuz.

Entró otro autocar, maniobró, giró y llegó hasta ellas. Valvanuz leyó el letrero: Madrid-Santander; y la ansiedad le atenazó la garganta, le paralizó el corazón y todo quedó en suspenso. Los pasajeros se pusieron de pie, se afanaban en recoger sus bolsas y prendas, las puertas se abrieron y comenzaron a bajar, despacio y con torpeza, mientras que el conductor abría el maletero lateral para que pudieran retirar el equipaje. Valvanuz miraba y miraba intentando descubrir a su hija.

—¡Ay, Dios! No está, Asun. Quedan muy pocos arriba, no la veo.

—Teresa llamó cuando la chica ya había subido —declaró su prima más calmada.

—¡Hola, mamá! —exclamó una chiquilla con los pelos cobrizos, cortos, alborotados y en punta.

—¡Blanca! ¡Pero si no te conozco! —exclamó Valvanuz sorprendida.

—De eso se trataba, ¿te gusta mi camuflaje? Que conste que ha sido un crac en el instituto.

—¿Y esa ropa?

—De Zara. Pantalón de tiro bajo, slim y color rosa chicle, chaqueta verde parchís —enumeró—. Es la moda.

Valvanuz la abrazó con todas sus fuerzas y con lágrimas en los ojos. Estaba preciosa, con su carita de gnomo travieso y su cuerpo desgarbado, entre niña y mujer.

—Te he echado mucho de menos. Has sido muy valiente quedándote sola con unos desconocidos.

—¡Qué va! Son majísimos, mamá. Es una casa muy diferente a la nuestra; y el padre, una pasada.

—Ahora nuestra casa también será diferente, ya lo verás. Me alegro de que te guste el rosa porque así he pintado las paredes de tu cuarto.

—¡Qué guay!

—Te presento a mi prima Asun, que tan pacientemente ha permanecido apartada.

—Encantada, dame un par de besos, chiquilla. Vamos arriba que Paco estará impaciente.

Valvanuz no podía apartar los ojos de Blanca. Había cambiado mucho en muy poco tiempo. Estaba alegre, cariñosa, y parecía más segura y extrovertida, como era ella a su edad. Saludaba a Paco como si fuera un Rey Mago, con toda su simpatía, como si lo hubiera estado esperando durante todo el año. Todo era desmesurado, demasiado natural, y cayó en la cuenta: era una valiente; era su forma de esconder su miedo, su angustia ante un futuro incierto: nueva casa, nueva familia, nuevo instituto, nueva ciudad. Demasiados cambios para una chica en plena adolescencia y que había vivido recluida. Durante el camino a casa, Blanca continuó en su hiperbolizada postura y se deshizo en alabanzas a la ciudad, en admiración por el mar tan al alcance de la mano, en entusiasmo por conocer todo, por beberse la vida.

—¡Que no se me olvide! —exclamó—. Teresa me ha metido en una carpeta los papeles que le dieron en el instituto y el libro escolar. Dijo que lo necesitaríamos para matricularme aquí.

—Está muy cerca de casa el instituto. Podrás ir andando —informó Valvanuz—. Te indicaré cuál es, porque tendrás que ir tu sola. Tengo un turno muy largo en el restaurante y dispongo de poco tiempo.

—Entro más tarde. Yo la acompañaré —se ofreció Asun.

—¿Tú? ¿Y qué sabes de matrículas? —objetó Paco riéndose.

—Nada, pero entre las dos lo conseguiremos. Además es una oportunidad para ir conociéndonos mejor —añadió sonriéndole a Blanca.

—Gracias. Estaré más tranquila sin pensar que anda por ahí perdida —aprobó Valvanuz.

—¡Mujer! No exageres. Del Chupi a Las Llamas hay cuatro pasos —dijo Paco.

—Blanca no ha estado nunca en Santander —puntualizó Asun.

—¡Qué suerte! Ése se va y nos deja un sitio frente al callejón para aparcar. Niña, tu madre se ha duplicado —avisó Paco.

—Y en unos días te saldrá un padre postizo —añadió Asun y le guiñó un ojo.

Valvanuz permaneció callada y atenta a las reacciones de su hija. Su comodidad, su aprobación habían cobrado relevancia sobre todo lo demás.

—¡Vaya! Parece un castillo con esas torres —dedujo Blanca, mirando la casa de los Van Der Voost mientras que Paco sacaba las bolsas del maletero.

—La nuestra es más modesta y se encuentra detrás de ti, dentro del callejón, es la puerta número cuatro —dijo Valvanuz. Sintió un leve resquemor ante el recuerdo de su encuentro con Teo y lo tonta que había sido. En qué estaría pensando para contarle su vida de sopetón.

—¡Qué monas! Parecen de juguete —dijo, fijándose en unas casas, muy viejas pero bien cuidadas, de dos plantas y cubiertas de hiedra.

—La vuestra es la roja de ahí abajo —reiteró Asun.

Se distribuyeron los bolsos de viaje y enfilaron el callejón. Valvanuz tomó la delantera para abrir las puertas, la de abajo y la de arriba. Blanca lo contemplaba todo extasiada, como si fuera la protagonista de una película.

—Ya está todo —dijo Paco y dejó en el suelo de la sala el último bolsón—. Será mejor que nos vayamos y dejemos a madre e hija intercambiar noticias —sugirió a su mujer.

—Mañana, a las nueve en punto, te recojo para acercarnos al instituto —quedó Asun antes de desaparecer escaleras abajo detrás de su marido.

—Hasta mañana. Gracias por todo —se despidió Valvanuz desde el vestíbulo—. ¿Qué te parece? —indagó ansiosa, volviéndose hacia Blanca.

—Pequeño, pero muy bonito. Los colores son una pasada. ¿Es todo nuevo?

—Sí, debemos mucho dinero a mis primos, unos tres mil euros, sin contar las horas, la mano de obra y la gasolina. Cuando pienso en eso, me deprimo.

—Pero esta casa es nuestra ¿no?

—Sí, sólo nuestra. Nadie nos la puede quitar —ratificó Valvanuz—. Vamos a deshacer el equipaje y a acomodar tus cosas. Los dormitorios están arriba, junto con otro baño. Hoy cenaremos en el Chupi para que conozcas a Sole y a Damián, su marido. Son los guardianes del teléfono —añadió sonriendo.

 

Teo abrió el cajetín de los plomos y subió la palanca sin necesidad de una silla. Alguna ventaja debía entrañar el ser alto. Comprobó que la luz funcionaba y se adentró en el pasado. Hacía varios días que David le había proporcionado las llaves de la casa de Los Castros, pero no había tenido tiempo de ir. Grey, con su espíritu aventurero, se adentró sin dudarlo dejando la huella de sus patas impresas en el polvo que recubría el suelo, a los pocos segundos el cachorro estornudó estruendosamente. Teo se sonrió, el perro era una responsabilidad, pero no se aburría nunca con él. Recorrió con la mirada la planta principal y constató que allí no había vuelto a entrar nadie desde la muerte de su padre. Recordó el despliegue y la energía de Amelia por vaciar la casa, de cosas que no de muebles, pues allí estaban todos bajo una capa de olvido. Decidieron dejarlos hasta que tomasen una determinación sobre el conjunto. Nunca se tomó y no entendía por qué. David pretextó que era la casa familiar, que guardaba muchos recuerdos, y era cierto, pero de ahí a no hacer nada había un trecho. ¿Qué haría ahora él con ese legado? Lo había exigido porque no quiso perjudicar a los que habían optado por los hoteles, y era justo que entre los tres se los repartieran; pero no había planificado nada más. Abrió una de las ventanas y vio el abandono en el que estaba sumido el jardín que separaba los dos edificios; en el otro, de dos alturas, estaban las habitaciones. Evocó las risas, la niñez, cálida y confiada, los encuentros y los desencuentros de toda una vida. Grey lo sacó de sus cavilaciones cuando lo oyó ladrar.

—¿Qué has encontrado? —preguntó cuando lo vio empecinado por meter el hocico debajo de un bureau.

Teo se agachó y descubrió un par de puntos rojos luminosos.

—¡Cielos! ¡Un ratón!

Se levantó abrumado ante la evidencia del descuido de la casa y de la necesidad de tomar una determinación inmediata. No podía dejar que se viniera abajo, que se perdiera, y la posibilidad de residir allí quedaba descartada. Le pediría a Francisco que le enviara limpiadoras del hotel que quisieran hacer horas extra para adecentarlo un poco, y luego habría que evaluar los desperfectos estructurales. Eso, antes de decidir nada. Grey no hacía más que husmear y estornudar, así que consideró que era el momento oportuno de tomarse un zumo de tomate en el Chupi.

 

Valvanuz exhibió orgullosa a Blanca y se la presentó a Sole y a Damián, quienes se deshicieron en halagos y le preguntaron si le gustaba su habitación.

—¿Es que han publicado la foto en el periódico? ¿Cómo es que todo el mundo conoce mi dormitorio? —bromeó Blanca.

—Hemos colaborado todos de alguna manera —explicó Damián—. Yo ayudé a descargar la furgoneta y a subir las cajas con las maderas de Ikea.

—Reconozco que yo subí sólo a satisfacer mi curiosidad —afirmó Sole.

—Vamos a sentarnos. Tomaremos unas raciones para cenar —informó Valvanuz.

—Hay albóndigas en salsa —recomendó Sole.

—Unos chopitos y mejillones —añadió Valvanuz, que escogió una mesa lejos de la puerta y protegida por la mampara de láminas de madera que permitía la visión de la barra.

—¿Puedes permitírtelo? —susurró Blanca.

—Tengo trabajo y tu padre, sorprendentemente, me ha ingresado lo que me debía. De todas formas, hay que ahorrar porque tengo que devolver el dinero a Asun y a Paco. Hoy es una excepción.

—¡Qué bien! Podemos decidir sin pensar en papá.

—Sí, yo también experimento esa sensación liberadora.

—¿Ocurre algo? Te has puesto roja —preguntó Blanca preocupada.

Valvanuz se descompuso cuando vio entrar a Teo, quien se dirigió directamente a la barra.

—Buenas tardes-noches —saludó a Sole.

—Eso depende de si ha cenado —contestó Sole con una sonrisa.

—No he cenado, lo dejaré en tardes —respondió Teo de buen humor.

—Que puede convertir en noches —propuso Sole—. Ahora voy a servir unas raciones en aquella mesa. Si quiere le preparo algo.

Teo se volvió levemente para echar un vistazo y Valvanuz se concentró en Blanca.

—Últimamente ando muy acalorada —dijo, pero percibió de reojo que Teo la había reconocido y la estaba mirando para atraer su atención—. Después de trabajar un montón de horas de pie, regresaba a casa para pintar y montar los muebles con Paco. He aprendido un montón sobre cómo tratar y limpiar la madera.

—Pues ha quedado genial —aprobó Blanca—. Me ha gustado la idea de pintar las habitaciones y las puertas de colores. Además de limpio y alegre, levanta el ánimo.

—Agua para las señoritas —interrumpió Teo al dejar los botellines y los vasos sobre la mesa— ¿Qué se siente cuando eres servida en lugar de servir?

—Descanso —contestó Valvanuz. Trató de no parecer afectada, aunque la confesión que le hizo en la terraza se volvió recurrente en su memoria.

—Sole me ha comunicado que se trata de una fiesta privada. ¿Qué tal el viaje?

—¡Qué gracioso! En esta ciudad, cuando sale el periódico por la mañana, las noticias han pasado de moda ¿no? —preguntó Blanca irónica.

—Me gusta tu sentido del humor ¿puedo sentarme? —Y, sin aguardar respuesta, acercó una silla y se sentó—. Me llamo Teófilo, soy un antiguo vecino de tu madre, Teo para los amigos, es más moderno y menos feo.

—Yo soy Blanca. ¿También has visto mi habitación?

—Pues no, no tengo el gusto, ¿debería? —preguntó desorientado, mirando a Valvanuz.

—Es una broma de mi hija —explicó Valvanuz—. Teo vivía en la casa de las torres que tanto te llamó la atención.

—¡Que guay! —exclamó Blanca.

—La monada que está sentada en medio del umbral y obstaculiza el paso de los parroquianos ¿es suya? —indagó Sole, al tiempo que dejaba una fuente de chopitos en la mesa.

—Ya he contratado los servicios de un entrenador y en breve será más considerado —aseguró Teo.

—¡Un perro! —exclamó Blanca en cuanto descubrió el objeto del que hablaban y se levantó a acariciarlo.

Una vez solos, Teo se volvió hacia ella.

—¿Qué tal te encuentras de la caída?

—Muy bien, gracias —respondió un poco tensa.

—Tu hija, en versión moderna, es igual de preciosa que tú —la piropeó, pero no cayó en su trampa. Teo siempre había sido bueno en eso.

—Camino de triplicar la edad.

—Pues quien lo diría.

—No me vengas con la tontería del anuncio de la madre y de la hija —le reprochó Valvanuz.

—Soy más original: el buen vino envejece en barrica de roble.

Valvanuz sonrió.

—Ha sido difícil, pero he conseguido que te relajes.

—¡Qué simpático! ¿Cómo se llama? —preguntó Blanca, sentándose de nuevo.

—Grey, y soy alérgico a la suciedad. Después de tocar un perro, nadie se sienta a la mesa sin lavarse las manos.

—¡A la orden! —Y salió escopetada al servicio.

—Discúlpala, acaba de llegar y todo es nuevo para ella. Está muy nerviosa.

—¿Es una enfermedad genética? —apuntó Teo, revelando que se había percatado del estado de ella—. Aunque no tengo hijos, estoy rodeado de adolescentes, me llevo bien con ellos —explicó Teo—. Son impetuosos, irrespetuosos, irreflexivos y muy naturales. Me encantan.

—¿Semejantes a ti? —aventuró Valvanuz.

—¿Te parezco así?

—¿De qué raza es? —planteó Blanca regresando.

—Un husky. Verás, el asunto fue así: como llamo poco la atención por la calle, me cuestioné cómo pasar un poco más desapercibido ¿con un perro normal y corriente? No; con uno más extravagante que yo.

—¡Es lo mismo que pensaron Teresa y Pepa! —corroboró Blanca—. Me dieron este corte de pelo, lo tiñeron y me vestí llamativamente para que mi padre no me reconociera. Ha sido el camuflaje perfecto. Pero, ¿sabes lo que ocurrió entonces? Triunfó mi look en el instituto. ¡Fue genial! ¿A que me parezco a las W.i.t.c.h.?

—A mi me recuerdas más a la vampiro de Crepúsculo —intervino Sole con las albóndigas en la mano—, una tal Alice, con los pelos disparados también.

Blanca lo celebró con una risa mientras Valvanuz mantenía la compostura y la angustia a duras penas. Había captado la expresión de Teo, mezcla de sorpresa y de curiosidad, ante las indiscretas revelaciones de su hija.

—Cuando se vaya, si no encuentra su perro, nosotros no tenemos la culpa —advirtió Sole—. Ha encontrado muy sugestiva la correa y se ha aplicado con gran interés en ella.

—¡Oh, vaya! —Se contrarió Teo—. Lamento tener que dejar tan agradable compañía, pero esto ocurre cuando sales con un irresponsable: se aburre en la puerta.

Teo se despidió con un «ya nos veremos» y salió con su perro pisándole los talones.

—Valvanuz, eres una mujer llena de sorpresas —declaró Sole aproximándose—. El señor Van Der Voost ha pagado vuestra cuenta y sólo se ha tomado un zumo de tomate. ¿Tanta confianza hay?

 

Tú, como el viento sur
titlepage.xhtml
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_000.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_001.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_002.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_003.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_004.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_005.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_006.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_007.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_008.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_009.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_010.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_011.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_012.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_013.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_014.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_015.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_016.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_017.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_018.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_019.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_020.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_021.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_022.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_023.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_024.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_025.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_026.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_027.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_028.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_029.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_030.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_031.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_032.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_033.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_034.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_035.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_036.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_037.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_038.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_039.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_040.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_041.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_042.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_043.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_044.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_045.html
CR!Y98JNW6A4X1T9CTZB0VV6KJ0P5HS_split_046.html