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Madrid, septiembre de 2010.
Teresa dejó cerrada la portilla de la verja que había instalado en la habitación de los niños en cuanto oyó el timbre de la puerta. Su vecina era puntual. Normalmente no recibía en la casa, pero el tono de voz de la mujer y su instinto la empujaron a hacer una excepción. Se encaminó al recibidor, donde acomodó mejor el cochecito de la niña que entorpecía el paso, y abrió la puerta.
—Hola, buenos días —saludó Valvanuz con las manos apretadas sobre el vientre para ocultar el nerviosismo—. Ha sido muy amable de su parte el recibirme aquí, en su casa.
—¡Hola! Adelante, por favor —invitó Teresa con la mejor de las sonrisas para que se sintiera cómoda la vecina—. Pasemos a la sala, la casa está invadida de bártulos para los niños. ¡Es una barbaridad lo que abultan el cochecito, el corral, la bañera! Si seguimos así, tendremos que mudarnos de casa —bromeó con el manido tópico en un esfuerzo por romper el hielo.
—No se preocupe, soy yo la intrusa. De veras que lo lamento pero, si hubiera tenido que desplazarme hasta su despacho, no habría reunido el valor suficiente —se disculpó Valvanuz visiblemente azorada y entró en la sala.
Teresa la conocía de vista y de los buenos días en el portal o en el ascensor, pero nunca se había establecido una cordial relación entre ellas. Al marido, Ramón, sí que lo había tratado suficientemente porque siempre había vivido allí, además, era muy apuesto y atento con los vecinos; por el contrario, la madre destacaba en las reuniones de vecinos por las malas pulgas, tanto era así que, desde que se hallaba postrada en la silla de ruedas, se había recibido con alivio su ausencia.
—Mujer, comprendo que, en un momento dado, los problemas parezcan graves, pero todo tiene solución. ¡Ánimo! —la exhortó al tiempo que le señalaba el sofá para que tomase asiento. Teresa abrió la ventana para que entrara el fresco de la mañana antes de que el calor del mediodía la obligase a cerrarla de nuevo, y escogió una butaca frente a Valvanuz para observar mejor los detalles de la entrevista.
—Si te parece, ya que estamos fuera del despacho y en un aire más distendido, nos tutearemos —ofreció Teresa al comprobar que la ansiedad de la mujer aumentaba en la medida en que se aproximaba el momento de la confidencia.
—Me parece bien, gracias. —Pero permaneció callada, mirándose las manos todavía unidas sobre el regazo.
Teresa aguardó pacientemente, dejó que la clienta reuniese el valor o encontrase las palabras adecuadas, se preguntó qué era lo que tanto afligía a una mujer con tres hijas tan guapas y estudiosas, pues el marido lo gritaba a los cuatro vientos orgulloso. En cuanto a lo de estudiosas había que creerlo a él; lo de guapas y educadas saltaba a la vista pues, aunque sólo vistieran vaqueros y camisetas y fueran con la cara lavada, los vecinos se volvían a mirarlas. Su propio marido se había fijado en ellas y las llamaba «las gallinas del tercero». Y ahora que lo pensaba, las muchachas ya eran mayores y no había gallos que las rondasen.
—Verás, —arrancó Valvanuz, interrumpiendo sus divagaciones—, es muy difícil reconocer ciertas situaciones por lo humillantes que resultan para una. De todas formas, todavía no tengo nada decidido, es una consulta, busco consejo.
—Está bien. ¿Qué tal si te remontas un poco a tu historia en lugar de centrarte en el problema de inmediato? Así tomaremos perspectiva las dos y las palabras fluirán sin esfuerzo —propuso Teresa.
—Sí, mejor —aceptó Valvanuz aliviada.
Aun así, Teresa tuvo que esperar unos minutos más hasta que oyó de nuevo la voz de Valvanuz que desgranaba en sus oídos la boda, las ilusiones, los primeros años felices, los nacimientos de las niñas y la agobiante ingerencia de la suegra en el matrimonio. La narración cambió de color cuando el marido entró en escena.
—Al principio me pareció normal que él encontrara a su madre perfecta, que quisiera que todo fuera como en su casa. Hay hombres a los que les cuesta madurar, desligarse —justificó Valvanuz—, por eso lo dejé correr, no quise organizar un melodrama por una tontería.
—Yo no encuentro que sea una tontería el que otra mujer te reste autoridad en tu propia casa —matizó suavemente Teresa—, aunque sea tu suegra. Comprendo que es complicado, pero debe quedar establecido desde el principio dónde vive cada uno.
—Yo era muy joven y atolondrada, no lo vi así —se lamentó Valvanuz, respiró hondo y prosiguió, como si no quisiera perder la carrerilla del relato—. Las niñas acapararon todo mi tiempo y la irritación de mi marido iba en aumento, mi suegra se rompió la cadera y no quedó bien tras el implante por lo que su vida quedó relegada a una silla de ruedas y, lejos de suponer un alivio, mi marido la reemplazó en las exigencias sin levantar un dedo para ayudarme, como si no fueran sus hijas también.
—¿Celoso?
—No lo creo, fue él quien lo quiso así, por mí no hubiera nacido Blanca. — Alarmada se corrigió—: No quiero decir que no la quiera, la quiero muchísimo; pero en aquel momento la situación me desbordaba.
—Tranquila, soy mujer, lo entiendo —sonrió Teresa—; pero él deseaba un niño y te culpó a ti. ¡Dios mío! Lo juzgué más inteligente. Sin embargo, bien que alardea de hijas por el vecindario. Continúa.
—Lo que queda es la sórdida degradación de su carácter y mi humillante aceptación de una situación insostenible, la cual ha culminado en una agresiva violación la semana pasada —expuso de corrido antes de que se le saltaran las lágrimas.
—¡Santo Dios! ¿Quién lo diría? —murmuró Teresa. Se levantó para alcanzarle un pañuelo de papel—. Tan apuesto, tan amable y sonriente, y resulta que es una serpiente.
—Pues será cara a la galería, porque no recuerdo cuando oí una palabra cariñosa de su boca por última vez —ironizó Valvanuz, secándose las lágrimas y sonándose la nariz.
—Lo que me asombra es la forma tan inteligente con la que estos desgraciados se mueven en sociedad. Cuanto mayor es el nivel cultural y adquisitivo, más difícil es detectarlos. ¿No te ha dejado alguna evidencia del maltrato para poder denunciarlo?
—No pretendo denunciarlo. Quiero saber en qué condiciones quedaríamos las niñas y yo si me divorciara.
—Me pides consejo y yo te lo daré. Creo que lo estás llevando mal. Si lo denunciaras, sería mejor.
—No. No quiero que las niñas sepan lo que está ocurriendo. Es muy humillante para mí. No lo entiendes.
—Lo que entiendo es que esas niñas son mujeres, y dudo mucho de que no se hayan dado cuenta de lo que está sucediendo si vivís todos bajo el mismo techo, y te advierto de que, por muy bien que vayan las cosas, les afectará el divorcio. A pesar de todo, no te eches atrás, por favor, tú misma reconoces que la situación es humillante y el engreimiento de él corre parejo a tu amilanamiento. Toma cartas en el asunto y olvida a las chicas, ellas tienen edad para salir a flote.
—No hay nada decidido. Vayamos por partes: cuéntame cómo es el asunto del divorcio —exigió Valvanuz, más aliviada al haber descargado la confesión.
—Para ofrecerte datos precisos, necesitaría la declaración de la renta.
—La he traído —cortó Valvanuz—. Suele estar a mano por las matrículas universitarias y las becas, ya sabes, familia numerosa y todo eso.
—Bien. Déjame echar un vistazo —exigió Teresa, alargando la mano.
Se concentró en los papeles mientras que Valvanuz, ya más relajada, echaba un vistazo por la habitación.
—¿En qué trabajas para percibir este sueldo? —indagó Teresa.
—De mierda, llámalo por su nombre, sueldo de mierda, y con peor horario, y encima tengo que agradecerlo —escupió Valvanuz—. Es una mensajería. Perdí mi puesto en la empresa en que trabajaba para cuidar de las niñas y con mi edad es difícil encontrar algo. Ramón me consiguió éste porque el dueño le debía un favor.
—Te avanzaré algo. El proceso de divorcio llevará unos ocho meses, contando que sea contencioso, por lo que dos hijas no entrarán en la pensión compensatoria pues serán mayores de edad. El padre puede avenirse a concederles algo o, en caso contrario, se la deberán reclamar judicialmente las chicas. Y mi consejo es que así lo hagan, si quieren terminar los estudios universitarios; en el caso de que él se ponga borde, repito. Con tu sueldo de setecientos euros, sería fácil conseguir cuatrocientos más, aunque la cuantía dependerá del tiempo de duración del matrimonio, dedicación a la casa y otros factores.
—¡Es muy poco! Los gastos de la casa me llevarán todo —se lamentó Valvanuz anonadada.
—Es aproximado, no definitivo, igual conseguimos más. El problema es el piso, al que tienes derecho sólo mientras las niñas sigan viviendo en él. Está a nombre de la madre por lo que los bienes gananciales se reducen a los enseres de la casa y a algún ahorrillo que hayáis reunido.
—¿Me pueden dejar en la calle?
—En principio, no. No estáis pagando ningún alquiler y él puede vivir en casa con su madre, si no quiere alquilar otro. No creo que el juez consienta. ¿Sabes lo difícil que es echar a alguien de una casa? En todo caso, estaría obligado a facilitaros un alojamiento —planteó sonriendo Teresa, para quitarle gravedad al asunto—. Volviendo a lo que estaba diciendo: consigue del banco un estado de cuentas y de las inversiones que hayáis realizado.
—No sé nada de eso, lo lleva todo él. Desde que trabajo, abrió una cuenta a nombre de los dos, en la que me ingresan el sueldo, y eso es lo que empleo para la compra del mes.
—¿Vivís con setecientos euros cuatro personas?
—Sí, comida, ropa, transporte. Los recibos de estudios y de la casa van a su cuenta.
—De la que estarás, al menos, de disponente.
—No, no tengo acceso a sus cuentas. Si hiciera falta, él me pasaría dinero de la suya.
—Hablas en condicional, ¿ha sucedido así en alguna ocasión?
—No —murmuró Valvanuz, bajando la vista.
Teresa fijó la mirada en su cliente, aunque sin verla. Calculaba lo que podían dar de sí setecientos euros: doscientos cincuenta la compra del mes, otros trescientos el goteo diario del supermercado de barrio, ciento cincuenta para vestir a cuatro mujeres. Veamos, se podía ahorrar en comida, aun así hay otros gastos como bus y metro, cumpleaños, pagas de las chicas, peluquería… Muy justo, pero se podía. Ahora comprendía por qué las muchachas no se maquillaban o iban siempre en vaqueros y camisetas.
—¿Tienes coche?
—No, no tengo carné de conducir.
—Ésa no es una razón. Puedes sacarlo.
—No he tenido tiempo —eludió Valvanuz.
—No lo excuses, admite abiertamente que no te ha dado la oportunidad de hacerlo. Debes mentalizarte en que tu marido tiene mucha culpa de lo que ocurre, en todo momento ha buscado anularte.
—También es culpa mía, yo lo he permitido.
—Bueno, dejemos las cuentas en paz. El juez se encargará de averiguar los recursos de los que disponéis. No hemos hablado de la custodia de la menor: suelen obligar a fines de semana alternos y vacaciones por la mitad, si no plantean alguna alternativa los padres. ¿Cuántos años tiene?
—El mes pasado ha cumplido los dieciséis.
—En agosto. Por la edad se la debería dejar escoger con quién quiere vivir, pero eso ya se verá. Todo dependerá de cómo afronte tu marido el asunto.
—Mal; piensa mal y acertarás.
—¿Otra mujer?
—No creo, aunque pasa muchas noches fuera de casa. Imagino que es por fastidiar, aunque reconozco que para mí es un alivio. —Y, mirando fijamente al frente, deseó—: Me gustaría que no volviera a entrar por la puerta de casa. No puedo más.
Las lágrimas brotaron, involuntarias e indisciplinadas, y bañaron las mejillas de Valvanuz.
—Y así será —prometió Teresa, que alargó otro pañuelo—. Sólo te pido que no te eches atrás, la batalla será dura pero merecerá la pena. Estás en tu derecho a vivir con dignidad, a ser libre, estamos en el dos mil diez, por Dios.
Esto último se lo dijo a sí misma más que a Valvanuz; necesitaba recordar la fecha para asegurarse que no había retrocedido en el tiempo. Si lo analizaba fríamente, la mujer llevaba emancipada solamente un siglo, frente a siglos de historia y, si lo comparaba con el volumen de población mundial, eran muy pocas las que de verdad gozaban de esa emancipación. América del Sur, África y Asia enterraban a la mujer bajo costumbres y religiones involucionistas.
—No hemos hablado de los honorarios —apuntó Valvanuz, sacándola de su ensimismamiento otra vez.
—Por eso no te preocupes, si el asunto va bien, cobro; si no, no cobro, eso es lo de menos. Lo que sí se deberá abonar es el gasto de las gestiones. Eso no depende de mí, pero no te agobies. Hay soluciones para todo. Has dado el primer paso, sigue adelante, por favor, por duro que sea.
Valvanuz sonrió con dulzura y tristeza, para trocar esa sonrisa en un gesto de determinación, de entereza.
—Si comienzo, no habrá marcha atrás. Lo que más sentiría es perder a mis hijas.
—Habla con ellas, pero recuerda que los jóvenes son egoístas y sólo mirarán por ellos. Son casi adultas, mira por ti. Tarde o temprano, reconocerán tu postura, admitirán lo que estaba sucediendo, son mujeres.
—Lo enuncias como si la palabra mujer lo dijera todo —señaló Valvanuz con un poco de amargura.
—Porque así es. Ellas mismas se enfrentarán a cantidad de situaciones injustas relacionadas con su condición de mujer y se acordarán de ti: ¿valiente o cobarde? Eso está en tu mano.
—Está bien. Vamos a ello —decidió inopinadamente Valvanuz—, si le doy más vueltas, no reuniré el valor. Presenta la demanda y que sea lo que Dios quiera —dijo y alargó una mano que estrechó inmediatamente Teresa.
—No te arrepentirás. En los momentos más duros, más angustiosos, concéntrate en tu nueva vida, en lo que deseas hacer, y recupera tus ilusiones —le aconsejó de corazón.