4
Santander, septiembre de 2010.
Teo cerró el Mercedes S 320 con el mando a distancia. Era un coche muy lujoso para desplazarse por la ciudad pero, de vez en cuando, lo sacaba para desempolvarlo. Habitualmente se desplazaba con el Clase A al hospital de Valdecilla y a la clínica de Mompía, un Mercedes más utilitario y maniobrable en los aparcamientos. Había ocupado una de las plazas reservadas a los directivos del hotel, en el subterráneo de Alfonso XIII, y se encaminó a la salida con el andar cansino del que quisiera estar en otro sitio. La familia lo deprimía últimamente, no compartía sus criterios ni estilo de vida y, según avanzaban los años, la distancia se acentuaba. ¿Por qué era él diferente? Con los amigos no experimentaba los problemas de comunicación que se generaban con sus hermanos y no encontraba una lógica para ello.
—Buenas tardes, Teófilo —oyó que lo saludaban.
Se encontraba en el hall del hotel Van Der Voost y frente a él se erguía la figura de Anselmo Sedano, el jefe de recepción del hotel Holanda, cerrado por obras. Anselmo había trabajado para la familia desde los dieciséis años y, con ocasión de las reformas, su hermano David había aprovechado para renovar a la vez la plantilla de empleados. Sugirió a Anselmo que se acogiera a la prejubilación y Teo fue uno de los que se opuso, alegó fidelidad, conocimiento de los clientes, el trato cordial de la vieja escuela y no la fría cortesía que gastaban las nuevas generaciones; pero sus razones fueron sepultadas con jóvenes más preparados en idiomas, títulos y demás fruslerías.
—Buenas tardes, Anselmo, ¿cómo lo llevas? —se interesó Teo.
—Bien, he venido a saludar a los amigos —respondió el hombre, con una sonrisa forzada.
—Oye, ahora tengo que reunirme arriba. ¿Por qué no te pasas mañana por La Góndola y charlamos? Me encantaría.
—Ya me han comentado que hay asamblea familiar. Por allí me dejaré caer sin falta. Hasta mañana, pues.
Teo lo vio alejarse hacia la salida tras un último saludo con la mano a los recepcionistas, con la espalda erguida y el paso elástico y joven que desmentían las canas que adornaban el espeso y bien cortado cabello. Anselmo era una institución dentro de la empresa y muy considerado entre los trabajadores. A Teo no le parecía una buena política, cara a la galería, el trato que se le había dispensado a un trabajador que se había dejado la piel en la labor. Particularmente, a él le unía una amistad que databa de los veranos que trabajó bajo sus órdenes, cuando era estudiante. Formaba parte del criterio de su padre el que los hijos participaran y conocieran la hostelería desde dentro; el que estuviera estudiando medicina y su finalidad fuera otra no lo salvó y recibió la formación del cordial y eficiente Anselmo.
El ascensor lo dejó en la planta de las oficinas y se encaminó a la sala de reuniones y, según abrió la puerta, las conversaciones se suspendieron.
—Buenas tardes a todos. ¿Llego tarde? ¿Me he perdido algo?
—Digamos que llegas a tiempo, la puntualidad no es lo tuyo —le informó David desde el asiento presidencial—. Ya estamos todos por lo que será mejor que comencemos. La razón básica de esta reunión es la reforma del hotel. Francisco os alcanzará un resumen de las cuentas hasta ahora y, si alguno quiere más detalles sobre algo, los archivos están a vuestra disposición.
Teo tomó asiento en la ovalada mesa, junto a su hermano Juan. Se hizo un silencio durante el cual sólo se oyó el trasegar de los folios en manos de los informados. Amelia, la puntillosa, examinó con detenimiento las cuentas, lápiz en mano y con las gafas de leer en la punta de la nariz; Juan, repantigado indolentemente sobre la silla, paseaba la vista sobre unas cifras que no le decían nada; Teo pasó al balance final directamente, pues confiaba plenamente en Francisco, que era el gerente y quien realizaba la labor de contabilidad que se le atragantaba a David.
El hotel Holanda era un edificio muy grande situado frente al hotel Ámsterdam y el Casino y que cerraba la plaza de Italia. La reforma había sido total en un esfuerzo por recuperar el esplendor pasado y había supuesto un sacrificio económico importante.
—¿Alguna pregunta? —inquirió David después de un tiempo prudencial—. Lo significativo en este momento es el balance final —apuntó serio—, como toda obra, el precio ha superado lo presupuestado.
—No me parece escandaloso para la envergadura de la rehabilitación —opinó Teo.
—¡Por Dios! Esto significa que el año que viene tampoco cobraremos beneficios —saltó congestionada Amelia—. Deberíais haber sido más cuidadosos en los precios de los materiales o en las modernidades que habéis introducido. Ya os advertí que era demasiado pretencioso.
—Me he paseado por la obra y la verdad es que ha quedado muy bien, a pesar de que yo sigo sin estar de acuerdo con la política de David: no necesitamos más hoteles de lujo, y menos con la crisis que se nos avecina, pero… a lo hecho, pecho —apoyó Teo a su hermano.
—¡Es increíble que te muestres de acuerdo! —exclamó airada Amelia—. La próxima vez estaré encima de las cuentas y vigilaré vuestros pasos; me parece un despilfarro muy propio de hombres.
—Los precios han estado ajustados y no ha habido despilfarro —se defendió Francisco—. A medida que avanzaban las obras, se han realizado cambios o mejoras que se han decidido a posteriori y han abultado el resultado final; pero no me perece escandaloso y, personalmente, ninguno estamos mal de dinero por lo que podemos permitirnos un año más sin beneficios.
—¡Ja! Con la crisis encima —ironizó Amelia.
—Lo estás tratando como un gasto y no como una inversión, Amelia —intervino conciliador David—. La crisis la afrontaremos de otra forma, esa es la segunda razón por la que nos hemos reunido aquí.
—¿Otro recorte de personal? —planteó Teo con sarcasmo.
—Sí, pero esta vez de propietarios.
Si el silencio podía oírse, Teo juraría el resto de sus días que lo oyó esa tarde.
—Ahora somos cinco —continuó David—, pero las nuevas generaciones se van multiplicando y llegará un momento en el que será inviable la empresa familiar. He pensado que los propietarios deben ser aquellos que dedican su esfuerzo a la empresa.
Teo tenía muy claro que la última frase lo afectaba directamente, lo que lo tenía en ascuas era cómo iban a despacharlo.
—Juan, he redactado con Pedro Bedoya, el abogado de la empresa, la liquidación de tu parte, léelo y, si no estuvieras de acuerdo, podemos discutirlo, aunque hemos sido bastante generosos como comprobarás.
—¿Quieres decir que ya no recibiré mi parte en los beneficios? —preguntó el aludido.
—Digamos que los recibirás todos de golpe, es decir, una cifra sustanciosa al principio y el resto a lo largo de diez años, al término de los cuales quedarás desligado de la empresa —explicó David.
—¡Guau! ¿Todo esto me corresponde? —exclamó Juan, con los ojos fijos en la hoja que le había pasado su hermano.
Teo atisbó un movimiento de Francisco que quedó atajado por una patada de David bajo la mesa.
—Puedes consultarlo con un abogado o, si te parece bien, puedes firmar ahora mismo, antes de que nos arrepintamos —sugirió David, con una sonrisa que a Teo se le antojó de cocodrilo.
—Por supuesto que nos vamos a arrepentir —medió Amelia—. No estamos en disposición de desembolsar efectivo, me parece una locura.
—¡Cállate, Amelia! —atajó Juan—. Estoy harto de estas reuniones y de aguantar tus lamentos monetarios. Esto me permitirá abrir mi propio negocio, lejos de Santander, en Mallorca, allí sí que se vive bien. ¿Dónde dices que he de firmar?
—Ahí debajo, firma, fecha y número del carné de identidad. Los demás firmaremos como testigos.
La sonrisa de David se hizo amplia, tanto que Teo recordó la expresión que repetía frecuentemente su madre: «si ves las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar». Cuando le alcanzaron el documento, Teo paseó la mirada sobre las cifras que le habían ofrecido y firmó. Juan era una rémora, hasta ahí estaba de acuerdo con David, aunque no en la cifra, que le pareció irrisoria, pero Juan no había visto tanto dinero junto en su vida y, si realmente conseguía hacer algo de provecho con él, aquello no era asunto suyo, decidió Teo.
—¿Cuándo podré disponer de la cifra inicial? —indagó Juan ansioso, mientras los demás firmaban.
—En un mes, más o menos, depende de los bancos, notario, en fin, ya sabes —calibró David—. Si yo fuera tú, le pediría consejo a Francisco sobre cómo invertir el dinero. Es mucho para que lo manejes tú solo.
Éste era el mejor consejo que obtendría Juan, y gratis, de su hermano David, pensó Teo.
—Ya veremos —eludió Juan satisfecho—. ¿Puedo irme ya o me necesitáis para algo más?
—Puedes irte, ya no formas parte de esto —concedió David—. Estaremos en contacto durante la tramitación.
—Ha sido un placer.
Y salió del salón como si le hubiera tocado la lotería.
—¿Ves cómo no era para tanto? —reconvino David a Francisco—. Le hemos hecho un favor: hoy es el hombre más feliz de la tierra.
—Imagino que el siguiente soy yo —terció Teo.
—En efecto —admitió David con la estrenada sonrisa de cocodrilo—; pero contigo es diferente. ¿Has hecho testamento?
La pregunta, por lo inesperada, lo descolocó eventualmente.
—¿A qué viene eso? —indagó receloso.
—Verás, tú recibes el sueldo de funcionario, además de los ingresos de las operaciones que realizas para el Igualatorio Médico, que imagino que serán importantes. No generas apenas gastos ni mantienes una familia. Casa, coche y barco están pagados, por lo que tus necesidades están más que cubiertas. Como te conozco, estoy seguro de que tienes tus inversiones y ahorros, ya que te pasas media vida en el quirófano. Si te sucediera algo…
—Si falleciera —interrumpió Teo—, dilo por su nombre.
—Está bien, si fallecieras, Hacienda se llevaría un buen pellizco. Para evitarlo, creemos que sería conveniente realizar la compra de tu parte en vida, cuyo dinero ingresaríamos en una cuenta en la que figuraríamos los cuatro como titulares, de esta forma sólo pagaríamos por una cuarta parte del dinero que hubiera en la cuenta.
—Somos cinco —matizó Teo, conociendo la respuesta de antemano.
—Juan ya no figuraría como comprador, acaba de renunciar a la empresa —rebatió David agresivo.
—Yo no he estado de acuerdo con todo esto —declaró Francisco de corrido.
—Me estás tocando las pelotas con tu maldita conciencia —anunció David con la voz contenida—. Estamos en el mismo barco, esto es un negocio y no un asilo de la caridad.
—Deja a Francisco en paz —atajó Teo—. Estás negociando conmigo y yo no soy Juan, ni Francisco, ni Amelia.
—Nos estamos soliviantando sin ninguna necesidad —medió Amelia—. Teo, queremos lo mejor para todos, es una medida práctica ya que careces de descendencia, luego tus bienes se repartirán entre la familia. Lo que hayas ahorrado hasta ahora lo repartes como te venga en gana, pero lo que corresponde a la empresa, lo más lógico, es que se quede en ella. David ha encontrado la forma menos onerosa para transmitirlo.
—En abril cumplí cuarenta y nueve años y estamos en septiembre, y tú —acusó, mirando fijamente a David— ya has decidido cómo será mi vida y estoy seguro de que has redactado mi testamento para evitarme las molestias; sin embargo, yo veo las cosas de otra forma: todavía estoy vivo, todavía puedo contraer matrimonio y traer hijos al mundo, y todavía no ha nacido el cabrón que me diga qué tengo que hacer con mi dinero o con mi parte de la empresa familiar. Si quieres comprar mi parte envía una propuesta, seria y formal, a mi abogada, y ya veremos si la acepto. ¿Alguna otra idea brillante, hermanito? ¡Ah, se me olvidaba! Testaré como me salga de los cojones. A los demás les darás órdenes; pero a mí, no.
—No estamos en condiciones de desembolsar más dinero —rechazó David furioso— y tu postura es absurda, lo sabes. ¿Quieres ser el más rico del cementerio?
—Lo tuyo es fijación con mi muerte —sonrió Teo—. ¿No se te ha ocurrido que quiera donar todo mi capital a Médicos Sin Fronteras?
—¡No me jodas, Teo! —exclamó David.
—Creo que por hoy, he escuchado bastantes sandeces —terminó Teo, levantándose bruscamente del asiento—. Que os vaya bien.
Teo abandonó la estancia con un regusto amargo en el alma. Reconocía que el planteamiento de David era lógico, pero le fastidiaba la falta de humanidad del mismo. Había aprendido mucho en un quirófano, que no le habría enseñado la vida, sobre la combinación de ciencia y tecnología con fe, sentimientos y humanidad en general. Tenía cuarenta y nueve años y esperanza de vida por delante. Testaría, por supuesto que lo haría; pero no como ellos esperaban. En cuanto llegase a casa, llamaría a Lucía, la mujer de Mariano, que era su abogada a todos los efectos aunque no le cobrara, para que lo asesorase. Condujo hasta casa sin percatarse del tráfico en la glorieta de Puertochico, ni del paisaje de la bahía y, cuando quiso darse cuenta, ya estaba entrando en el garaje del oscuro edificio de Pérez Galdós.
Una vez en casa, dejó las llaves sobre la mesa de la entrada, donde Rita le había dejado el correo que había subido del buzón, lo ojeó y volvió a dejarlo, no estaba de humor para concentrarse en su lectura. Se encaminó a la habitación y se cambió de ropa, todavía rumiando la conversación mantenida con su hermano. Llamaría a Lucía después de cenar, cuando se hubiese serenado y estuviera más perceptivo. En la cocina encontró una pasta con almejas y langostinos preparada por Rita junto con una nota que le recordaba que había ternera en salsa en el frigorífico. Se miró la tripa que le colgaba, como calibrando qué debía hacer. Portillo, el médico endocrino que los compañeros le habían aconsejado, le había realizado unos análisis esa misma mañana y lo había citado dentro de tres días para decidir la estrategia de su adelgazamiento, así que todavía podía disfrutar de unos días sin cargo de conciencia. Sacó una bandeja y dispuso un servicio en ella pero, antes de que se sirviera la cena, llamaron abajo. El portero automático iluminó a su hermana Amelia. Teo abrió con un juramento en los labios: Amelia era de la misma cuerda que David, o peor, porque sus razones eran egoístas y se movía en su propio interés; al menos, David abarcaba un bien común.
—Teo, lamento mucho las maneras de David —dijo la mujer a modo de saludo en cuanto atravesó el umbral de la puerta de servicio—. Es una costumbre un tanto peculiar la de recibir en la cocina —comentó sin esperar respuesta de su hermano.
—Por favor, sígame al salón, donde se encontrará más cómoda —ofreció Teo sarcástico.
—Hoy estás imposible, ¿ha sido por Juan? Nunca ha movido un dedo y el dinero que le demos le va a durar lo que un caramelo a la puerta de un colegio. Lo sabes muy bien —dijo. Se sentó frente al ventanal que daba a la terraza con vistas sobre la bahía y el Puntal, aunque no echó un vistazo—. La idea de prorrogar el pago durante diez años ha sido de Francisco y me ha parecido soberbia, todo hay que decirlo.
—Sólo que Francisco cuidó de Juan para que tuviera un remanente y no lo gastara todo; mientras que vosotros sopesasteis vuestra conveniencia —matizó Teo.
—Nuestra conveniencia es la empresa —puntualizó Amelia.
—Bonito escudo; pero el resultado es el mismo. ¿Para qué has venido?
—Te fuiste disgustado. Comprendo que no es agradable enfrentarse con la realidad; pero eres inteligente y comprenderás que David tiene razón y visión de futuro. Me he enterado de lo de Raquel, la enfermera. Tus posibilidades de formar una familia se esfuman, Teo. Con ese físico y ese abandono en el que has caído, lo tienes muy difícil. Y te lo digo con cariño, desde el corazón, nada me alegraría más que verte casado; pero está claro que tu felicidad es tu profesión, a la que te has entregado por completo. Sé que te ofreces a realizar las guardias de otros compañeros. Careces de vida propia.
—¿Ahora me espías en el hospital? Esto es nuevo. Si no encuentras algo grato que decir, déjame en paz, Amelia. Por cierto, he prohibido a tus hijos que vuelvan por aquí para saquearme.
—¿También has arremetido contra los chicos? ¿Pero qué te ha sucedido? ¿Tan duro ha sido el desengaño? Estás desconocido, ¿o es la frontera de los cincuenta? —vomitó Amelia su frustración. Se puso de pie—. No me acompañes, conozco la salida y haz el favor de reconsiderarlo más fríamente.
Amelia se dirigió a la entrada principal, defraudada en el intento de solucionar la situación. En ningún momento calcularon ella y David que Teo se lo tomaría como se lo había tomado. Siempre había sido difícil; pero nunca dio muestras de estupidez y el plan de David era brillante. Les había sorprendido la avaricia del hermano mayor, cuando siempre se había mostrado generoso, no sólo con la familia sino con todo el mundo en general, muy en su lugar como médico con vocación, muy de Teo, por lo que no dudaron de que aceptaría la propuesta. Dejó el bolso sobre la mesa de entrada mientras se ponía la americana, se miró en el espejo para recolocarse el pelo y, al retirar el bolso, vio la correspondencia esparcida. Un sobre con franqueo internacional llamó su atención, cogió la carta, todavía cerrada, y comprobó que era de Estados Unidos, algo normal en alguien que ha vivido allí unos años, a no ser por el logotipo estampado. Se fijó bien para recordarlo más adelante y devolvió la carta a su sitio. Abandonó la casa de su hermano con la sensación de que no había cumplido su cometido. David estaba cabreado por la amenaza de Teo de dejárselo todo a una ONG; pero a ella le temblaban las piernas ante la mera posibilidad de perder una fuente de ingresos con la que ya contaba como propia.